¿Quienes eran aquellos intrépidos aviadores que escribían anuncios publicitarios con humo en el aire? ¿Cuándo se inició la actividad y cómo se hacía? A continuación se develan estos y otros interrogantes, rescatando del olvido a dos personajes y una ocupación
que con el correr de los años se han tornado legendarios.
La publicidad aérea con humo fue iniciada en la Argentina por Siro Alberto Comi, aviador y mecánico propietario del Aeródromo Monte Grande que en realidad estaba ubicado en la localidad de Luis Guillón, entre la actual avenida Luciano Valette (ex Fair) y las calles Luis de Sarro (ex Prayones), Bruzzone, Dora C. de Fleitas (de reciente trazado sobre el curso del arroyo Santa Catalina) y Subteniente Fox. Comi llegó a tener la representación local de la fábrica de aviones Cessna y en su aeródromo se reparaba la mayor parte de las máquinas que despegaban y aterrizaban en sus dos pistas. Con el tiempo, los antiguos hangares se convirtieron en depósitos para dejar habilitado el Parque Industrial Luis Guillón, hoy administrado por su hijo homónimo.
Siro Comi había nacido el 25 de septiembre de 1910 en Sampacho, localidad cercana a Río IV (Córdoba). Hizo el curso de aviador civil en el Aeródromo Presidente Rivadavia de Morón, donde fue alumno de José Nugoli y rindió examen el 23 de febrero de 1932 obteniendo el brevet de tercera. El examen fue fiscalizado por José Ignacio Cigorraga y Alberto Arata. Luego se asoció al Aero Club Argentino. Falleció el 1° de octubre de 1978.
Esta forma casi insólita de publicidad comenzó hacia fines de los años treinta y se prolongó por tres decenios. Siro la realizó hasta los últimos años de la década de 1940; luego se incorporó su hermano Aldo, quien la continuó hasta finales de los sesenta. Aldo también había nacido en Sampacho, el 23 de octubre de 1914, y dejó de existir el 12 de diciembre de 1982. Por una noticia aparecida en el diario La Nación del 19 de mayo de 1948, nos enteramos de que la Dirección General de Aeronáutica Comercial otorgó a Siro Comi la autorización para realizar vuelos de propaganda en el territorio nacional, debiendo obtener la aprobación previa de las tarifas a cobrar. Esto no hizo más que oficializar la tarea que ya venía haciendo desde un tiempo atrás.
Si bien se hacían campañas por todo el país, en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires tenían gran repercusión. Se aprovechaban los multitudinarios actos deportivos, como los encuentros de fútbol en los grandes estadios y las carreras de automóviles, entre otros. Pero la cosa era más íntima en los barrios periféricos. ¡Allá está el avioncito de Safac!, alertaba algún pibe señalándolo con el dedo mientras se interrumpía el picado en el potrero. Aunque existían restricciones para volar sobre la metrópolis, los Comi se las ingeniaban para hacerlo en los alrededores o sobre el Río de la Plata, con lo que se aseguraban que la publicidad fuera vista desde distintos puntos de la ciudad.
Publicidad con humo: toda una novedad
En los años previos a la Segunda Guerra Mundial llegaron al país desde Francia, Inglaterra y los Estados Unidos algunos vendedores de aviones que organizaban festivales aéreos demostrativos de los aparatos que ofrecían. Una de las atracciones era el humo de colores que despedían las máquinas norteamericanas. A ellas se acercó Siro Comi, quien pudo ver y enterarse a través de los pilotos que se lograba mediante la inyección de productos químicos en el múltiple de escape de los motores. Entonces vislumbró que la novedad podía ser rentable en nuestro país.
Decidido a probar suerte, trató de adaptar aquel sistema en un biplano de su propiedad, un Curtiss Travel Air de tres plazas pintado de plateado. Ya tenía experiencia en publicidad aérea, pues venía haciendo promociones volando a baja altura con la marca del artículo estampada en el intradós del ala inferior. Luego de experimentar distintos productos con el fin de obtener humo blanco (los químicos que generaban colores eran muy caros), comprobó que el aceite usado era lo más económico y producía el mejor humo. También debió encontrar el segmento del múltiple de escape donde hacer la perforación para inyectarlo. Las sucesivas pruebas le mostraron que si lo hacía muy cerca del motor, el aceite se incendiaba; y si lo inyectaba muy próximo al otro extremo del caño, salía crudo y todo se ensuciaba. Así, probando y probando, encontró el lugar exacto.
Después vino lo más importante: aprender a escribir en el firmamento. Para practicar le vino muy bien una bicicleta vieja que casi tenía en desuso. La puso en condiciones y le ató un tarro de cal con un orificio que dejaba caer un pequeño chorro. Una llave manual fabricada por él mismo facilitaba el corte del líquido a voluntad. El rastro blanco que dejaría la cal en el piso le permitiría comprobar si los trazos se leían correctamente. Además debió sortear una dificultad adicional: debía escribir a la inversa, de derecha a izquierda y al revés, como si lo hiciera sobre un vidrio. De este modo ensayó todos los virajes y movimientos hasta que logró un óptimo resultado.
Pero una cosa era escribir en tierra y otra en el aire, por lo que debió perfeccionar esta operación antes de largarse a ofrecer sus servicios. Volaba a unos 2.000/2.500 metros de altura, donde las corrientes de aire eran más estables. A veces debía elevarse a los 3.000 metros. Esto era tenido muy en cuenta para que la escritura no se diluyera rápidamente, aunque a veces no se podía evitar que vientos inoportunos desdibujaran la primera sílaba de la palabra cuando aún no la había completado. La altitud del vuelo era directamente proporcional al tiempo que le llevaba concluir la escritura. Además se buscaban los días de cielo despejado para una mejor lectura.
Otro tema eran los puntos de referencia que necesitaba para el diseño de las letras. Las vías ferroviarias, las rutas, el trazado de avenidas importantes y la sombra de la propia escritura proyectada en tierra se constituyeron en buenas guías. Cada campaña de un nuevo producto era un nuevo desafío, pues implicaba ensayar todo otra vez. Al no tener comunicación radial, durante los primeras pruebas resultaba sumamente importante la opinión de los observadores en tierra que le señalaban los defectos cuando aterrizaba. En el siguiente vuelo los corregía y así afianzaba la caligrafía, muchas veces soportando la invasión del humo en el propio habitáculo.
Siro Comi patentó su sistema luego de perfeccionarlo. Para proteger su idea y mantener en secreto el aceite usado que utilizaba, apeló al ardid de camuflarlo bajo el rótulo de “producto peligroso” que manipulaba un empleado ataviado con uniforme y guantes “especiales”.
La yerba mate.
La marca que hizo famoso al avioncito de los Comi fue Safac, nombre de una yerba mate elaborada. Corresponde, entonces, hacer un breve comentario de esta planta, cuyo nombre científico es ilex paraguayensis. Sus orígenes están vinculado con numerosas y bellas leyendas indígenas. Los guaraníes la llamaban caá-mate, por “caá” que en su lengua significa “planta o hierba” y “mate”, término que se supone derivado de la palabra quechua “matí” con la que designaban a la calabacilla que usaban para beber.
El primer historiador americano, Ruiz Díaz de Guzmán, fechó el descubrimiento de su uso en 1592. Así se lo refirió a Hernando Arias de Saavedra en su historia escrita en 1612. Lo había comprobado al encontrar el polvo de yerba en las guayacas de los indios hostiles tomados prisioneros por los conquistadores. Ellos lo guardaban envuelto en suaves y delgadas pieles de animales.
Las propiedades medicinales y estimulantes de la yerba mate eran bien conocidas y muy apreciadas por los indígenas, que la masticaban durante sus largas marchas o bebían su infusión mediante bombillas hechas con diminutas cañas. Con la llegada de los españoles, su consumo se difundió rápidamente y se inició un intenso tráfico en el virreinato. A comienzos del siglo XVII, los jesuitas radicados en el Paraguay introdujeron su cultivo en sus reducciones situadas en territorios que hoy forman parte de las provincias argentinas de Misiones y Corrientes, y en el vecino Paraguay. Después de la expulsión de los jesuitas, dichos yerbatales fueron abandonados y hasta se perdió la tradición de este cultivo.
Le correspondió al médico y naturalista francés Aimé Goujaud (Bonpland) iniciar los estudios científicos sobre la planta. Hacia 1820 visitó el Paraguay y recorrió sus yerbatales, pero fue tomado prisionero y confinado al interior del país ante el temor de las autoridades de perder el monopolio que ejercía sobre su cultivo y comercialización. Recién fue liberado en 1829 por las gestiones de Alejandro Humboldt y el gobierno de su patria.
En 1896 y luego de muchos intentos, Federico Neumann logró obtener la germinación de semillas. La experiencia fue desarrollada en la colonia “Nueva Germania” situada a orillas del río Aguaray Guazú y en 1901 obtuvo un producto elaborado con plantas de cultivo. Esta práctica propició, dos años más tarde, una plantación de importancia en San Ignacio, Misiones, junto a los edificios jesuíticos -ya en ruinas- que habían sido testigos del florecimiento de esta actividad en tiempos pasados. Pero el impulso y verdadera expansión del cultivo de yerba mate en nuestro país se inició en 1911 y fue creciendo rápidamente a través del otorgamiento de tierras fiscales. Así se fueron formando pequeñas y grandes fincas, algunas de ellas enormes, como así también importantes establecimientos industriales para su selección, elaboración y fraccionamiento.
En las pulperías se la vendía suelta. Luego aparecieron las bolsas de 15 y 30 kilogramos que compraban los almacenes para despacharla también al menudeo. Estas bolsas valían para cuarteles, hospitales y otras dependencias oficiales que la utilizaban para preparar el mate cocido. Al mismo tiempo llegaron los cilindros de tela con base y tapa de madera. Los pibes usaban estos discos de madera como ruedas de rudimentarios carros que fabricaban con cajones de fruta. Los envases de tela coexistieron un tiempo con los de lata que mostraban multicolores ilustraciones, pero los de lata terminaron por imponerse. Más tarde llegaron los envases de papel que hoy conocemos y algunas marcas hasta se atrevieron nuevamente a la lata.
En los años cincuenta existieron numerosas marcas que despachaban los almacenes de barrio, algunas de ellas ya desaparecidas: Rigoletto, Salus, Cruz del Sur, Safac, Gato, Apipé, Pájaro Azul, Piporé, Escarapela, Perbo. Otras han subsistido en el tiempo y hoy se exhiben en las modernas góndolas de los súper e hipermercados: Flor de Lis, Cruz de Malta, Nobleza Gaucha, La Hoja.
Una de las más recordada es Safac, sigla de la empresa que la elaboraba, la Sociedad Auxiliar, Fabril, Agrícola y Comercial perteneciente al grupo Bemberg. A mediados de la década de 1940 tenía domicilio en Cevallos 1473 y en la siguiente en Tronador 71.
En tiempos del gobierno del Gral. Perón, algunas de las empresas del grupo fueron acusadas de “fraude y actividades lesivas del bien público”, por lo que en 1948 se les quitó su personería jurídica y cuatro años más tarde las adquirió el Estado. Por último, en 1959 fueron restituidas a sus dueños.
Gran campaña de Safac y de otros productos.
Los fabricantes de la yerba mate Safac decidieron iniciar una campaña nacional para promocionar el producto. Pensaron que un gran golpe de efecto sería la publicidad con humo que hacía Siro Comi. Entonces dieron comienzo las giras pueblo por pueblo, provincia por provincia. El avión era precedido por el corredor que ofrecía el producto a los almaceneros y el camión o el tren que lo entregaba. Las radios y “propaladoras” callejeras difundían ampliamente la posibilidad de un vuelo de bautismo en el “avioncito de Safac” para aquellos felices poseedores de los cupones incluidos en un número reducido de paquetes. La campaña resultó un gran éxito; los consumidores compraban paquetes “al por mayor” entusiasmados por tal posibilidad. Y cada pueblo esperaba la llegada del avioncito, que a falta de buenas pistas bajaba donde podía, generalmente campos y caminos de tierra.
Siro hizo campañas sólo para Safac. Como ha quedado dicho, a la tarea luego se agregó su hermano Aldo, quien rápidamente aprendió todos los secretos de la actividad. Utilizó un monomotor Cessna matrícula LV-NGO de fuselaje de aluminio con el capó pintado de verde y dos rayas del mismo color en el fuselaje. Tenía alas enteladas pintadas de plateado y llevaba un depósito de 200 litros para el aceite quemado.
Volaba por todas las provincias continuando las campañas publicitarias de Safac. Luego se agregaron las de Geniol, General Electric, Saccol, Pepsi, Odol, crema Nivea y la agencia de automotores Sergi. La marca Safac era escrita tanto en letra de imprenta como en cursiva. El logotipo de la General Electric en cursiva. Las demás marcas sólo en letra de imprenta. Para dar una idea de las dimensiones de estos frágiles anuncios desplegados en el aire, digamos que a 3.000 metros, el palote de la letra P de PEPSI medía 600 metros.
Cuando Aldo Comi dejó de hacer este trabajo se registraron algunos intentos de continuarlo, aunque tenues y sin mayor éxito. A partir de entonces nunca más se vio la pequeña máquina voladora haciendo piruetas en el firmamento de Buenos Aires. La fascinación que estos vuelos producían en nuestras mentes infantiles era notable. Todos nos maravillábamos con el avioncito de Safac. Todos nos quedábamos mirando la estela blanca flotando en el aire hasta que desaparecía arrastrada por los vientos. Y todos nos preguntábamos: ¿cómo lo hacen?
NOTA: El autor quiere dejar expresado su agradecimiento a Enrique Barreta, Jorge “Buby” Walsh y muy especialmente a Siro y Aldo Comi, hijos de los protagonistas de esta historia, por la información proporcionada.
Ángel O. Prignano
Junta de Estudios Históricos de San José de Flores
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año IV N° 20 – Abril de 2003
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: TRABAJO,
Palabras claves: Aviacion, publicidad, humo, anuncios
Año de referencia del artículo: 1935
Historias de la Ciudad. Año 4 Nro20