Socorro, 1806
En 1806 el barrio recio del Socorro era un paraje tranquilo que giraba alrededor de una pequeña capilla, un circo de toros que se llenaba de gente los domingos y un par de pulperías donde los parroquianos se abastecían y entretenían. Poco se iba al pueblo, salvo para acarrear los frutos de la tierra, la carne, el agua o el pescado.
Porque ésta era una zona de quintas y ranchos; de labradores sudorosos y corraleros fornidos; de quinteros pardos y contrabandistas ocultos; de pescadores de a caballo y bandadas de gaviotas que levantaban desperdicios; de lavanderas gordas fregando en las toscas la ropa blanca y negros fugados escondidos al pie de la barranca.
En fin, un barrio de las orillas de Buenos Aires, aldea de no más de cuarenta mil habitantes pero pretenciosa por ser capital de virreinato.
Hasta que llegó junio de 1806. Porque a fines de aquel mes el barrio quedó pasmado —como todo Buenos Aires— por la invasión de los ingleses, comandada por el general William Carr Beresford. Durante julio los vecinos vieron marchar soldados por el Retiro con sus uniformes brillantes y sus gaitas monótonas. Supieron que algo se movía en la Banda Oriental y más de uno preguntó en la pulpería del Socorro: ¿quién es ese tal Liniers? A principios de agosto vieron llegar los barcos y barcazas que pasaron rumbo a San Isidro. Y cuando el ejército reconquistador se concentró en el Retiro el 10 de agosto, los labradores, carniceros, quinteros, pulperos y pescadores salieron de sus ranchos para engrosar las filas de Liniers y Pueyrredón, mientras sus mujeres acercaban galleta, vino y empanadas para alimentar a los soldados.
Todos juntos avanzaron hacia la Plaza Mayor para reconquistar Buenos Aires en la gloriosa jornada del 12 de agosto de 1806.
Llega la Segunda Invasión
Bien distinta fue la historia en junio de 1807, cuando un renovado ejército británico volvió para apoderarse de la ciudad perdida el año anterior.
El 28 de junio de 1807 llegó el general John Whitelocke con unos 9.000 hombres y once piezas de artillería. Desembarcaron en la ensenada de Barragán dirigiéndose a los corrales de Miserere, donde el 2 de julio hubo una breve batalla contra las fuerzas de Liners que rápidamente se dispersaron. Al atardecer alguno corrió a la ciudad a dar la mala nueva. Pocas veces vivió Buenos Aires una noche más silencionsamente helada. Decenas de naves inglesas rodeaban el puerto y un ejército victorioso acechaba desde el oeste. Ya no hay nada que hacer decían todos. Todos salvo uno. Porque el alcalde, don Martín de Álzaga, no se resignó a bajar los brazos y fue de casa en casa para organizar la defensa de la ciudad. Quién sabe qué hubiera pasado si los ingleses tomaban la ciudad en aquella noche aciaga. Pero como estaban confiados y cansados, dejaron pasar dos días preciosos antes de marchar hacia el centro.
El 5 de julio, antes del amanecer, partieron desde la actual Plaza Miserere hacia la ciudad unos 5.600 hombres en tres grandes brigadas divididas cada una en varias columnas. La primera del general Crawfurd bajó en cuatro columnas por las calles del sur —México, Venezuela, Belgrano, Moreno— hasta el Hospital de la Residencia; la segunda con el grueso de las tropas al mando de Lumley, por el centro —Perón, Sarmiento, Corrientes y Lavalle— hacia la Plaza Mayor. La tercera brigada, comandada por Samuel Auchmuty, marchó por el norte rumbo a las Catalinas y el Retiro —Tucumán, Viamonte, Paraguay y Charcas. Una última columna, separada del resto y al mando del coronel Nugent, bajó por Arenales hasta Ayacucho y luego por Juncal hasta el Retiro, debiendo sortear el laberinto de quintas. Iban con estrictas órdenes de mantener las armas descargadas hasta alcanzar cada uno de los objetivos.
El combate
Durante la noche del 4 de julio las fuerzas españolas apostadas en el Retiro, a cargo del capitán de navío Juan Gutiérrez de la Concha, preparaban febrilmente los últimos detalles para resistir el ataque inglés. Los marinos, al mando de Juan Michelena, los Patricios de Juan Pereyra, los Granaderos de Jacobo Varela y alguna caballería al mando de Benito González de Rivadavia, ocupaban la Plaza de Toros. El marino Jacinto de Romarate con 40 hombres se posicionaba en la azotea de la casa-quinta de don Mateo Maza, hoy esquina de Esmeralda1 y Arenales. Desde esa quinta, Romarate se defendería con un obús dirigido al bajo y un cañón apuntando a la Recoleta. Otros dos cañones habían sido colocados en Santa Fe y Esmeralda, sostenidos por una compañía de Marina a cargo de Antonio Leal de Ibarra. Detrás, en las quintas y zanjón de Matorras, se emboscaron dos compañías al mando de José Quiroga y Manuel de la Iglesia, con sendos cañones que apuntaban a la ciudad por Florida y Maipú. Por último, junto a la quinta de Azcuénaga,2 sobre la barranca noreste de la plaza, donde estaban el Parque y el Cuartel de Artillería, se situaron las compañías de los marinos Cándido de Lasala y José Aldana para proteger las baterías. En fin, 900 hombres para defender la ya gloriosa y muy estratégica Plaza del Retiro y sus inmediaciones.
A las cinco de la mañana del día 5, frío y barroso por una reciente llovizna, los ingleses iniciaron su marcha. Una hora después la brigaba que avanzaba por el norte en dirección al Retiro ya estaba en la actual Callao y Santa Fe. Allí organizarían las columnas de ataque, el pelotón del Regimiento 87 y Auchmuty con unos 750 hombres bajarían en dos grupos por Marcelo T. de Alvear y Santa Fe; el del Regimiento 38 del capitán Nugent, con unos 650 soldados, tomaría por Arenales (dado el laberinto de quintas, Nugent se desvió hacia la Recoleta para luego retomar por Juncal, por lo que llegó al Retiro después que Auchmuty).
La orden de avanzar por columnas fue dada a las seis y media: veintiún cañonazos partieron de algún lugar cercano al cuartel general inglés de Miserere, anunciando que los ingleses ya llegaban.
Los vecinos de la costa norte, tan desprotegidos en estos parajes semi despoblados, corrieron a refugiarse en grupos en las iglesias del Socorro y del Pilar, en las pulperías y en las casas más seguras. Minutos después, el pelotón de la calle Marcelo T. de Alvear, que comandaba Auchmuty, fue recibido a la altura de Suipacha por el fuego de un obús, de dos cañones y de la fusilería de Romarate, que lo atacaba por la izquierda en diagonal. Cayeron varios pero la columna siguió avanzando ahora bajo el fuego de la compañía de Ibarra en Santa Fe y Esmeralda, y de los granaderos desde la Plaza de Toros. Los ingleses debieron torcer hacia el zanjón (Paraguay), dirigiéndose al río mientras combatían encarnizadamente con las compañías de los tenientes de la Iglesia y Quiroga.
La segunda columna del 87, que venía por Santa Fe, corrió la misma suerte que la anterior, a la que siguió cubriéndose en el zanjón. La lucha era sangrienta y los ingleses contaban sus bajas por docenas.
Mientras tanto, diez minutos antes de las siete, entraba en acción la columna de Nugent, que venía por Juncal. Al igual que las otras, fue interceptada por la artillería que Romarate había apostado en la quinta de Maza.
A pesar de luchar contra un enemigo diez veces mayor, Romarate y sus hombres resistieron valientemente causando valiosas bajas al batallón inglés. Pero una pelea tan desigual no podía tener buen fin: las tropas de Nugent rebasaron los cercos de la quinta de Maza y se parapetaron detrás de la casa donde no les llegaba el fuego disparado desde el Circo de Toros; forzaron la puerta y a punta de bayoneta mataron a veintiséis de los cuarenta valientes de Romarate. El jefe y los pocos soldados que le quedaban pudieron replegarse hacia el Circo. Nugent se apoderó entonces de la quinta que fuera de don Alejandro del Valle, frente al Socorro, y por los fondos de ésta tomó también la casa-quinta de don Miguel de Riglos, sobre la barranca y la de Azcuénaga al costado de la Plaza del Retiro. Protegido por el borde de la barranca pretendió llegar a las baterías, defendidas por las compañías de Aldana y Lasala. Una vez más la lucha fue desigual y una vez más los ingleses aniquilaron a los heroicos marinos, cuyos restos retrocedieron a la Plaza de Toros. Los de Nugent ocuparon las baterías, se parapetaron en los edificios del Cuartel y Parque de Artillería y apuntaron un cañón al Circo de Toros.
La situación de los españoles era ya muy difícil; sus posiciones ofensivas externas habían sido aplastadas y las pérdidas eran numerosas. Del otro lado de la Plaza, los hombres del Regimiento 87 se habían apostado en una casa cercana al Circo, causando numerosas bajas. Fue entonces que sorpresivamente, el intrépido capitán Jacobo Varela salió con treinta y cuatro valientes granaderos a atacarlos con una carga a la bayoneta hasta desalojarlos, protagonizando la última alegría española en el Retiro. El brillante ataque había sido llevado a cabo en terreno fangoso y Varela perdió un hombre, dejó varios heridos y dicen que hasta debió abandonar sus botas en el barro.
A las ocho y media de la mañana el Circo de Toros, al mando de Juan Angel Michelena, era el último bastión y estaba sitiado, sin municiones de artillería y casi sin munición menor. O combatían hasta morir, o se rendían, o intentaban abrirse paso a la ciudad. Contra la opinión de Michelena, Gutiérrez de la Concha decidió esta última acción, a llevarse a cabo en pelotones. Los primeros en salir fueron los granaderos conducidos por el valiente capitán Varela, que llegaron éxitosamente a unirse con las fuerzas de la Plaza Mayor. El segundo pelotón fue el de Gutiérrez de la Concha, que atacado y diezmado por los británicos, debió rendirse poco después. El tercer grupo salió comandado por Cándido de Lasala, quien después de dar unos pocos pasos fue mortalmente herido frente al hoy Círculo Militar;3 sus hombres volvieron al Circo de Toros y Michelena se encerró con los que le quedaban para seguir combatiendo. La situación era francamente desesperante, el cañón de la batería había abierto una brecha en el edificio y adentro sólo quedaban dos cartuchos de fusil por hombre. No había más remedio que rendirse. Eran las nueve de la mañana y hora de enterrar a los muertos y recoger a los heridos, que en buena cantidad fueron cargados por la calle Larga rumbo al Convento de la Recoleta. Allí los esperaba fray Francisco Castañeda, que daba su palabra de aliento a unos y otros, sin distinción de credos.
A las diez de la mañana flameaban las banderas inglesas no sólo en el Retiro sino también en las Catalinas, en Santo Domingo y en la Residencia. Pero no en el Fuerte, porque la brigada central de Lumley —la del grueso de las tropas— había fracasado lastimosamente en el ataque: una a una sus columnas fueron sorprendidas por emboscadas de soldados y vecinos en cada esquina, en cada terraza, en cada ventana, en cada iglesia. El Times de Londres reconocería después que “la oposición fue tan resuelta y gallarda como se han dado pocos casos en la historia”.4
A las tres de la tarde la suerte se había invertido: los oficiales británicos de la Residencia agotaban la resistencia y preparaban la rendición. Ya sólo les quedaba el Retiro.
Al día siguiente llegó al Socorro el general Whitelocke, que había permanecido en Miserere, y se instaló en las casas de Miguel de Riglos y Miguel de Azcuénaga, donde Auchmuty le aconsejó aceptar las proposiciones de Liniers porque el ejército estaba muy desmoralizado.
Cuenta Florencio Varela que el norteamericano Guillermo Pío White —en cuya casa de Miserere había quedado el general inglés mientras sus hombres marchaban a la ciudad— indujo a Whitelocke a creer que los porteños lo iban a apoyar: “Luego que el general inglés supo la toma del Retiro por Sir S. Auchmuty, trasladó allí su cuartel general y por insinuaciones de éste, pero por sobretodo de White, estableció en la casa de Azcuénaga o Basavilbaso; desde cuya azotea le decían aquéllos que se dominaba la ciudad, como era en efecto. Cuando Whitelocke tuvo noticias de la rendición de Crawford, y del descalabro de todas sus otras columnas, llamó a White a la azotea; y le apostrafó con indignación, preguntándole: ¿de dónde descubría la ciudad? White le respondió con el hecho que a la vista tenía. ¿Y dónde están los partidarios prometidos? preguntó el general. “Triunfe V.E., replicó White, y entonces los verá.” “Ustedes me han perdido, yankees indignos, exclamó el inglés aludiendo a Auchmuty y a White. Ustedes han deshonrado la nación británica; yo no he venido aquí a derramar sangre sino a proteger los deseos de los naturales contra España; si ellos lo resisten, no quiero perder hombres, contra las intenciones de su corte. Enumerando entonces con enojo las pérdidas de que ya tenía noticia, declaró que iba a capitular, e hizo extender sus proposicones”.5
El 7 de julio se firmó la capitulación. Entre el 9 y el 12 los británicos se embarcaron desde el mismo Retiro, concluyendo la ocupación del sitio y la gloriosa defensa de Buenos Aires.
Tierra arrasada
¿Y qué hacían los vecinos del barrio mientras se desarrollaban los cruentos combates? Debemos aclarar en primer lugar que no podía pretenderse de éstos la misma conducta que la de los vecinos de los barrios centrales, que combatieron a la par de los soldados atacando a los ingleses en calles estrechas desde azoteas, ventanas e iglesias. Recordemos que en la zona del Socorro había quintas, corrales, ranchos y alguna que otra pulpería. Fue muy fácil para los regimientos 87 y 38 abrirse paso por parajes tan despoblados.
Y a medida que iban abriéndose paso, los británicos fueron arrasando con las propiedades de los parroquianos. La casa-quinta de Mateo Maza —padre de Manuel Vicente Mazza— quedó semi destruida por los cañonazos, la de Miguel de Azcuénaga, convertida en hospital de sangre, la de Riglos en cuartel general, y todas las demás saqueadas por los soldados ingleses.
Veamos sino lo que le contó a Liniers Francisco Xavier Macera —sastre y marido de Margarita del Valle, la hija de don Alejandro— que vivía en la quinta frente a la capilla del Socorro: “El domingo cinco de julio último, en que el enemigo atacó esta Capital fueron sorprendidos y prisioneros con toda su familia y otros varios que se habían refugiado en ella (en esta quinta) hasta en número de 36 personas, entre éste número dos hombres ancianos vecinos, y uno de ellos baleado, y una nieta de dicho también baleada, pasando por esta causa tanto unos como otros las mayores calamidades y hambres a causa de haberse apoderado el enemigo de todo cuanto tenían, y tenerlos encerrados e incomunicados hasta el feliz día en que se capituló, sufriendo al mismo tiempo el saqueo de cuanto teníamos y dejándonos sin más prendas, que la triste ropa que cada uno tenía encima, y padeciendo el susto de esperar a cada momento la muerte del suplicante que se hallaba y se halla, además de su avanzada edad, gravemente enfermo. Hecha la capitulación se presentó en dicha nuestra casa el miércoles ocho de dicho mes el Señor Mayor General Dn. Bernardo de Velazco, acompañado de un teniente de Caballería del Escuadrón de Dn. Pedro Núñez, y de un oficial inglés, y nos previno el primero de orden de V. E. que en el término de una hora desocupáramos nuestra casa en virtud de que hasta ella (Suipacha) era el Punto o Línea que se había señalado al enemigo hasta verificar su reembarco. En vista de esta Superior disposición hicimos presente a dicho Señor Mayor General los perjuicios que habíamos sufrido, lo insolventes que habíamos quedado, a que se añadiría lo que padecería nuestra finca faltando nosotros de ella; a lo que se nos contestó por aquél Jefe, que en el caso que sucediera así, se nos abonarían los daños que resultaren, expresando igualmente el Oficial Inglés que no harían daño ninguno. Pero, Señor, resultó tan al contrario que en los pocos días que allí estuvieron quemaron doce puertas, dos carretas con sus pipas de vender agua, todo el almacén de la esquina y en dos partes se halló prendido fuego en el piso del altillo de dicha esquina, rompieron la mayor parte de los muebles de casa, entre ellos un estante grande y un clave, se llevaron ollas y cuanto había en la cocina; por último dejándonos en el estado más deplorable que puede considerarse. En medio de estas calamidades, porque para referir todo es molestar la bien ocupada atención de V.E., el día que desocuparon dicha casa acudiendo al auxilio y amparo de V. E. y manifesté verbalmente nuestra infeliz situación, y compadecido, se dignó consolarla piadosamente ofreciendo su protección desocupado que fuese de sus muchas atenciones, que entonces designaría alguna gratificación que remunerase en parte nuestra indigencia”.6
Lamentablemente, a pesar de que don Francisco Macera probó los desmanes y saqueos con cuatro testigos, incluyendo los curas párrocos, la Junta de Guerra presidida por Liniers, dictaminó: “No haber lugar a la pretensión del suplicante Dn. Francisco Xavier Maceras, respecto a que la Real Hacienda, cuyos fondos son en el día sumamente escasos, no puede responder a los perjuicios que reclama y han sufrido igualmente muchos otros vecinos ocasionados de los sucesos de la misma Guerra.”
Este es tan sólo un ejemplo de lo que vivieron los vecinos del Socorro en el invierno de 1807. Según Manuel León de Ochagavía, cura rector de la parroquia del Socorro, los ingleses “se apoderaron de las casas de los pobres vecinos indefensos, para ejecutar todo género de injusticia y crueldad”.7 Y no sólo eso, también los dejaron aislados, porque el maestro mayor Juan Bautista Segismundo debió reconstruir el puente que iba de la ciudad al Retiro, que los ingleses habían destruido “dejando interceptada una de las principales entradas a la ciudad”.8
Sin embargo, a pesar de los desmanes, algunos parecen haber aprovechado la estadía de Whitelocke en el barrio para tratar otras cuestiones. Así cuenta el general Guillermo Miller que “el Dr. Zuluaga (Félix Soloaga), eclesiástico de mucha consideración, con otros individuos de influencia propusieron secretamente al general Whitelocke, si quería ayudar al pueblo de Buenos Aires para establecer su independencia de España, bajo la protección de la Gran Bretaña…”9 El Dr. Félix Soloaga era propietario de la quinta que hacía cruz con la iglesia del Socorro, a pasos de aquella donde residía Whitelocke.
El combate del Retiro había dejado un saldo de unos 400 prisioneros, 80 muertos, 144 heridos y 21 desaparecidos. En el lado inglés había 62 muertos, 171 heridos y 15 extraviados10, correspondiendo la mayoría de las bajas al Regimiento 87. La defensa del Retiro había terminado en una derrota, pero fue fundamental para distraer de la batalla central —que se libraba en la ciudad— a 1.400 aguerridos soldados británicos comandados por el mejor general inglés y sus más experimentados oficiales. En la defensa del Retiro los españoles sólo ocuparon el 11% de sus tropas, los ingleses, en cambio, distrajeron el 25% de las suyas.
Vicente López y Planes dedicaría más tarde a los bravos defensores una estrofa de su poema El triunfo argentino que decía así: “Jamás hubo / acción más obstinada, / nunca se hizo / más acertado y violento fuego”. ggg
Notas
1. Para mayor claridad utilizamos aquí los nombres actuales de las calles.
2. Quinta comprendida entre las actuales Arenales, Juncal, Maipú y Esmeralda.
3. Entre muchas otras calles cuyos nombres se cambiaron para honrar a los defensores muertos en la segunda invasión, figuró la hoy Maipú, que se llamó Lasala, por aquel bravo marino que murió pocos días después de caer brutalmente herido.
4. B. P. Lozier Almazán, Beresford, Gobernador de Buenos Aires, Galerna, Buenos Aires, 1994, pág. 204.
5. Manuscrito de Florencio Varela sobre las invasiones inglesas (“Algunas notas recogidas de mi conversación con D. Bernardino Rivadavia”). Este episodio fue relatado al autor, Florencio Varela, por Bernardino Rivadavia, a quien se lo contó White cuando estaba preso en 1809 y Rivadavia actuaba como su defensor (citado por Ricardo Piccirilli, en Rivadavia y su tiempo, T. I, cit., pág.300).
6. Petición de gratificación de Francisco Xavier Macera y Margarita del Valle, Marina y Guerra, 1807, AGN IX 24-4-8.
7. Idem, certificación de Dn. Manuel León Ochagavía.
8. Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos Aires, 14 de julio de 1807.
9. Memorias del general Miller, Emecé, Buenos Aires, 1997, pág. 92.
10. Para los números de prisioneros y bajas, así como el relato de los hechos del combate del Retiro, hemos seguido la obra del capitán de navío Laurio H Destéfani (Los marinos en las invasiones inglesas, ARA, Buenos Aires, 1975, Capítulo VII).
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
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Año II – N° 7 – Diciembre de 2000
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Palabras claves: invasiones inglesas, William Carr Beresford, Liniers
Año de referencia del artículo: 1806
Historias de la Ciudad. Año 2 Nro7