A partir de la llegada del daguerrotipo al Río de la Plata en 1840, apenas seis meses después del anuncio del invento en París, el negocio fotográfico fue pronto monopolizado por los retratistas. Para 1848 ya operaban en Buenos Aires diez daguerrotipistas,
la mayoría de ellos extranjeros itinerantes, que instalaban sus galerías en casas de familia o en locales de los alrededores de la Plaza de Mayo.
La fotografía, que con su exactitud superaba la habilidad manual de cualquiera de los pintores instalados en el país en ese momento, fue acogida con entusiasmo por la sociedad porteña. Sin embargo, los daguerrotipos no estaban al alcance de todos. Hacerse un retrato costaba entre 100 y 200 pesos, el equivalente de 4.000 metros cuadrados de tierra. El elevado precio que debía pagarse por pasar a la inmortalidad hizo, por tanto, que la fotografía en sus primeras dos décadas fuera un lujo reservado solamente a las clases acomodadas.
Lejos de la instantaneidad de las imágenes actuales, los retratos al daguerrotipo implicaban largos tiempos de exposición que, hacia 1844, oscilaban entre 20 segundos y el minuto y medio, dependiendo de las condiciones de luz1. Esto significaba que eran ante todo posados. Puede hablarse incluso de una cuidadosa puesta en escena que incluía elementos de alto valor simbólico.
Estas primeras imágenes pueden ser consideradas, entonces, como documentos que sirven para reconstruir los contenidos de la mentalidad burguesa en el Río de la Plata a mediados del siglo XIX. Sin embargo, es necesario desterrar la noción positivista que entiende al documento como algo objetivo, inocuo o primario. El documento no es una mercancía estancada del pasado sino un producto de la sociedad que lo ha fabricado2. Teniendo en cuenta que todo documento es consciente o inconscientemente un montaje de la historia, de la época y de la sociedad que lo ha construído y también de las épocas ulteriores en las que ha continuado viviendo, Jaques Le Goff propone hablar más bien de documentos como monumentos. En este sentido, podemos decir que estos retratos eran el resultado del esfuerzo de las elites burguesas por imponer al futuro una determinada imagen de sí mismas. A través de la puesta en escena, decidida de común acuerdo entre el fotógrafo y el retratado, la burguesía rioplatense transmitía a la posteridad mensajes, ideas, prejuicios, comportamientos y modos de ver muy específicos de su clase.
El ascenso del individualismo
Durante el siglo XIX se acentúa y difunde lentamente el sentimiento de identidad individual. El hombre se desprende paulatinamente de los vínculos de dependencia que lo unían con su comunidad y le proporcionaban protección y seguridad, y se convierte en el sujeto de su propia aventura. José Luis Romero dice que: “el burgués se descubre protagonista de un proceso social en virtud del cual se evade de la estructura a la cual pertenece y corre una aventura, igualmente individual, cuya meta es el ascenso social.”3
El hecho que mejor ilustra este sentimiento de individualidad es la aparición del retrato. Según Giselle Freund, “mandarse a hacer un retrato era uno de esos actos simbólicos mediante los cuales los individuos de la clase social ascendente manifestaban su ascenso, tanto de cara a sí mismos como ante los demás y se situaban entre aquellos que gozaban de la consideración social.”4 El burgués en ascenso experimentaba una creciente necesidad de hacerse valer y esta necesidad encontró su más perfecta expresión en el retrato.
Antes del nacimiento de la fotografía, el retrato tenía ya una larga historia. Cada época creaba nuevas formas y técnicas para satisfacer esta creciente voluntad de verse representado. A principios del siglo XIX, el óleo fue la primera y más popular forma de retrato en ser adoptada por la burguesía rioplatense. Le siguió en popularidad la pintura en miniatura, ya fuera sobre papel o marfil. Hacia 1826 la introducción de la litografía significó el primer intento de producción masiva de retratos. Pero fue la invención de la fotografía la que provocó una verdadera revolución, tanto por el efecto democratizador que tuvo sobre el género, como por la poderosa influencia que ejerció sobre las demás artes que cultivaban el retrato.
El gusto por el realismo
La mentalidad burguesa en el siglo XIX estaba atravesada por una nueva concepción de la realidad: el realismo. En el plano de la creación estética, esto se traducía en la búsqueda de una representación fiel de la naturaleza y del hombre, de una objetividad visual que evitara toda idealización o interpretación. Aunque desde el arte gótico el realismo tuvo un avance continuo, como movimiento artístico propiamente dicho apareció en Francia hacia 1840 como una reacción contra las obsesiones subjetivas del romanticismo. Las exigencias de fidelidad, exactitud y legitimidad que proponía esta corriente artística se vieron, así, colmadas como nunca con el naciente arte fotográfico.
Mientras que en Francia, país de larga tradición pictórica, se inició un virulento debate acerca de la imposibilidad de colocar a la fotografía en un plano de igualdad con las artes plásticas, en el Río de la Plata este nuevo invento no fue visto como un elemento antagónico al arte, sino como un mero producto tecnológico. La novedosa técnica fue entonces aceptada con entusiasmo por la burguesía que veía en ella colmadas sus expectativas de representaciones realistas. El 25 de febrero de 1840, Mariquita Sánchez de Thompson, luego de observar los primeros ensayos fotográficos realizados en Montevideo en el verano de 1840, le escribió a su hijo:
“Ayer hemos visto una maravilla, la ejecución del daguerrotipo es una cosa admirable… imagínate una cámara oscura en la que se coloca una plancha ya preparada con los ingredientes… se pone la dirección que quieres y a los seis minutos la sacan de allí y la ponen en otra preparación con los grados de calor necesario y después de todas esas precauciones te ves la plancha como si hubieras dibujado con lápiz negro la vista que has tomado con tal perfección y exactitud que sería imposible obtenerla de otro modo”5
Poco después, el periodista argentino Florencio Varela decía que el daguerrotipo copiaba “la naturaleza con una perfección inconcebible, sin más agentes que la luz”6 y tenía “una verdad y un primor que desafiaban al pincel más delicado, al más pulido buril.”7 Asimismo la fidelidad y exactitud fueron los valores más destacados por los avisos publicitarios de los primeros daguerrotipistas que arribaron al país. Después de ver la verdad que aportaba la fotografía, la gente comenzó a exigir del arte la misma veracidad. Los retratos mediocres que ofrecían los pintores miniaturistas no podían competir con los retratos fotográficos y es así que muchos artistas debieron cambiar el pincel por la cámara.
Sin embargo, el realismo del daguerrotipo, como el del proceso que lo reemplazó, el colodión húmedo, tenía algunas imperfecciones. En primer lugar, estos primeros procesos no podían capturar el color y en segundo lugar estaban limitados temporalmente, es decir que los prolongados tiempos de exposición hacían que cualquier objeto en movimiento simplemente desapareciera o apareciera borroso en la placa. La incansable búsqueda de verdad que dominaba la mentalidad del siglo XIX llevó a que se intentara encontrar una solución también para estos problemas.
La falta de color se solucionó con el método del iluminado. Los daguerrotipos se pintaban con finísimos pinceles y luego se los cubría con una capa delgada de goma arábiga en polvo. El coloreado a mano era una especialidad cara pero apreciada por la clientela de la época. Se pintaban las mejillas de las señoras y las niñas, la piel, los vestidos (Fig 1), las alhajas o ciertos objetos del decorado, como las flores o los telones de fondo . Durante la etapa rosista, los hombres se hacían colorear también la divisa punzó que debían llevar obligatoriamente en la solapa de las levitas. El iluminado continuó vigente también en la etapa de la carte de visite.
La limitación temporal, aunque solo sería solucionada en forma definitiva con el cine, también encontró una solución parcial. Como los largos tiempos de exposición exigían que el retrato fuera posado, había un esfuerzo porque esa pose, ese instante capturado en el tiempo fuera representativo de un tiempo mayor, incluso de toda una vida8. Había entonces una fuerte intención de transmitir en esa imagen una idea clara de lo que el individuo era y de lo que valía y es en este sentido que hablamos de estos tempranos retratos como de monumentos. Roland Barthes dice que el apoya cabezas, dispositivo muy utilizado por los daguerrotipistas para inmovilizar al sujeto, constituía el pedestal de la estatua en la que el retratado iba a convertirse, era el corsé de su esencia imaginaria.9
La búsqueda de realismo se evidencia además en el manejo que se hace de los fondos. En la pintura medieval se utilizaba un fondo plano, generalmente dorado que neutralizaba la figura y la colocaba sobre el infinito. Con el arte burgués aparecieron los fondos más elaborados que incluían elementos arquitectónicos o paisajes y que introdujeron a la figura en el contorno de un mundo de realidades.
Contrariamente a la pintura de inspiración cristiano feudal, en la que la ausencia de fondo representaba una negación del realismo, en el arte burgués había una clara exigencia de veracidad. La fotografía rescató el tratamiento de los fondos del arte burgués. La utilización de telones pintados, que comenzó tímidamente con el daguerrotipo (Fig.1), se volvió hacia 1860, con la irrupción de la foto papel, extremadamente popular, al punto que los fotógrafos lo promocionaban en sus avisos como un valor adicional para sus estudios10.
Cabe aclarar que ninguno de los métodos utilizados por los fotógrafos para solucionar las limitaciones del retrato fotográfico lograban la impresión de realidad buscada. Sin embargo, se lograba un tipo de ilusión codificada social y culturalmente. En tanto convenciones, la sociedad de la época aceptaba estos métodos y les confería voluntariamente el deseado efecto de realismo. En la mentalidad de la época la “realidad fotográfica” terminó por desalojar y sustituir a la “realidad objetiva”. William Ivins dice que “el siglo XIX comenzó por creer que lo que era razonable era verdadero y terminaría por creer que lo que veía sobre una foto era lo verdadero”.11
Asimilación del prestigio social con la riqueza
Durante el período analizado, la estructura social porteña se dividía en dos grandes sectores: la gente decente, es decir la clase alta y culta, que por sus antepasados, educación o riqueza gozaba de prestigio y poder dentro de la comunidad, y la gente de pueblo, los trabajadores que más que dirigir la sociedad dependían de ella. La gente decente, según James Scobbie12, reclutaba a sus miembros entre su propias filas. La pertenencia a esta elite estaba determinada por la posesión de algún mérito individual reconocido por los demás miembros de la sociedad, como la fortuna, el linaje o el poder.
La burguesía rioplatense se regía por sus propias reglas de comportamiento e imponía sus propias modas. Por lo general, imitaba el modo de vida, los gustos y las costumbres europeas, aunque sin poder alcanzar sus esplendores. Había una gran necesidad de diferenciarse de las clases inferiores, que intentaban ascender y copiaban sus costumbres. En este sentido, el retrato fotográfico se convirtió en el medio más perfecto para que el burgués triunfante inmortalizara sus conquistas para las generaciones futuras. El retrato ofrecía una multiplicidad de posibilidades para demostrar el status social y económico. La marca de clase más utilizada fue la vestimenta. No existen prácticamente ejemplos, al menos en las primeras décadas de la fotografía, en la que los retratados posaran sin sus mejores ropas de domingo. El fotógrafo tucumano, José María Aguilar, por ejemplo, anunciaba en los diarios locales hacia 1861 “disponer de una sala decente para recibir y para el que guste cambiar el traje”. Las joyas eran otro elemento importante y uno que los burgueses se empeñaban en destacar con sumo cuidado. En el daguerrotipo, las alhajas, los botones, los relojes de cadena, las condecoraciones militares y las empuñaduras de los bastones solían colorearse con un aceite dorado, que los realzaba y les daba brillo.
A su vez, el fotógrafo, ponía a disposición del retratado otra marca de clase: el decorado. Los estudios fotográficos estaban ambientados a la manera de un salón burgués. Según Eric Hobsbawm13, la impresión más inmediata del interior de una casa burguesa de mediados del siglo XIX era el apiñamiento y la ocultación, una masa de objetos cubiertos por colgaduras, cojines, manteles y empapelados. La austeridad en la decoración significaba también austeridad económica y los objetos eran un símbolo de status y de los logros obtenidos. Él viajero ingles William Mac Cann cuenta en 1847 en su libro Viaje a Caballo por las provincias argentinas14 que las familias de elevado rango social, gustaban mantener sus casas con lujo y esplendor, lo que se ponía de manifiesto en los costosos y elegantes mobiliarios. Los fotógrafos contaban, entonces, con una serie de objetos reales y de utilería, que servían para recrear la intimidad de un hogar de la clase alta de la época.
El ideal del familia
Otro de los valores fundamentales sostenidos por la burguesía era la familia. Esta era un refugio separado del materialismo de la vida pública. Las reglas de libertad e igualdad individual que regían la sociedad burguesa no se aplicaban a la familia que funcionaba con un criterio estrictamente jerárquico. Estaba dominada en primer grado por el paterfamilias, cuya autoridad era sostenida a su vez por la Iglesia y el Estado. El rol de la mujer en esta autocracia patriarcal era limitado pero influyente. Su principal función era dar hijos a la familia y transmitirles el capital cultural necesario para convertirse en individuos productivos. Debía ser moralmente virtuosa y ocultar toda posible superioridad con respecto al hombre, mostrándose inferior prácticamente en todo sentido. En retribución, ella ejercía el poder sobre los sirvientes y los niños. El santuario del hogar la protegía, a su vez, de las tentaciones del mundo exterior y evitaba que se desviase de su rol de esposa y madre.
Desde sus inicios, el retrato fotográfico fue utilizado para representar estos vínculos familiares. Según Pierre Bordieu, la fotografía subsiste “por la función que le atribuye el grupo familiar, por ejemplo, [para] solemnizar y eternizar los grandes momentos de la vida de la familia [y] reafirmar, en suma, la integración del grupo (…) reafirmando el sentimiento que tiene de sí mismo y de su unidad”15 Los lazos de parentesco se representaban de distintas maneras desde el gesto más simple como una mano sobre un hombro o dos brazos entrelazados hasta las composiciones más elaboradas como por ejemplo el caso de la viuda o la hija que sostiene en sus manos la imagen de su esposo o padre ausente (Fig.2). En este caso, el retrato dentro del retrato funciona como un “objeto transicional”16, es decir, un objeto mediador que permite poseer, simbólicamente el cuerpo del otro, del ser amado que ha partido. La segunda fotografía resume, así, de alguna manera, la función de la primera: la representación y el recuerdo de la persona amada. Este tipo de retratos tenía además otro propósito. El luto era casi un mandato social. Las mujeres seguían vistiendo de negro, pasados incluso varios años de la muerte de sus esposos o hijos. La fotografía mostraba así que la mujer era una buena cristiana y cumplía las pautas y costumbres establecidas para la gente de su clase.
A veces el vínculo familiar se reforzaba además por medio de estrategias extra-fotográficas, por ejemplo colocando dos retratos gemelos, generalmente de esposa y esposo en un estuche doble. La simultaneidad de los retratos expresaba así simbólicamente la unión matrimonial. En ciertas ocasiones el mensaje que se quería transmitir se enfatizaba de tal manera que resultaba redundante, como en el caso del retrato de una viuda sosteniendo el daguerrotipo de su esposo, que luego ha sido colocado en una caja doble junto con la imagen original (Fig. 3).
Los padres solían, también, enfatizar el vínculo fraternal de sus hijos haciéndolos retratar vestidos con ropas iguales o del mismo color (Fig. 1).
Hacia 1860, con la irrupción de la carte de visite aparece una nueva forma de expresar los lazos familiares: el álbum fotográfico. Frecuentemente expuesto en el salón del hogar burgués para curiosidad del visitante, el álbum era un objeto para presumir, para mostrar a los demás los logros y triunfos de la familia: la hija casada, el hijo en el ejército, la familia frente a su propio negocio, etc. A la manera de un relato, el álbum documentaba cronológicamente los hitos cruciales de la vida familiar. Podía comenzar con la foto de boda, seguida del nacimiento de los hijos, la madurez de la pareja, los nietos y extenderse incluso a la muerte de alguno de los cónyuges con la correspondiente foto postmortem, el traje de luto o la tumba. Los álbumes se heredaban a las siguientes generaciones, contribuyendo así a la transmisión y fomento de los valores y costumbres burguesas. Es difícil decir hasta qué punto estas crónicas fotográficas respondían a una imagen predeterminada que estas familias tenían de sí mismas, pero es indudable que el álbum fomentaba una cierta objetivación de la familia y de cada uno de sus miembros. Cada individuo retratado en el álbum representaba un “rol” en una historia a medio camino entre la realidad y la apariencia, destinada a una “audiencia” de familiares y amigos.
Con frecuencia, los retratos de familia transmitían, además, los roles que la sociedad de la época asignaba a cada uno de los miembros. Por ejemplo es menos común ver fotografías de padres con sus hijos. Por lo general, era la madre la que se retrataba con los niños mostrando así cual era la función tradicionalmente asignada a la mujer.
Cuando los niños eran lo suficientemente grandes para posar solos, se los retrataba siguiendo las mismas pautas utilizadas para los adultos: en poses rígidas y excesivamente formales, vestidos con sus mejores ropas, e incluso con objetos simbólicos que daban cuenta de su status social. En definitiva se los representaba como versiones en miniatura de sus padres. Otra característica formal que da cuenta de esto es el hecho de que rara vez el fotógrafo bajaba la cámara al nivel del niño, sino que se solía subirlo a algún tipo de mueble o plataforma para fotografiarlo a la misma altura que a un adulto (Fig. 1). Hacia fines de siglo, una nueva percepción cultural de la niñez, celebrada como una etapa importante en la vida, impuso nuevas formas de retratar a los niños, enfatizando su individualidad. Cambia entonces el punto de cámara, aparecen las poses relajadas, los juguetes, los muebles en miniatura, los disfraces, y la ropa de juego.
El valor de la educación
Otro valor sumamente enfatizado por la burguesía era la educación. La educación general servía a los burgueses como base común de comunicación, una base que los distinguía de quienes no compartían este tipo de educación. Las carreras académicas eran respetadas, como lo eran la música, la literatura y las artes. Los hijos de las familias burguesas recibían una formación de acuerdo con su clase. Para el hombre esto significaba una educación universitaria17, la carrera militar, la eclesiástica, o la adquisición de experiencia en la banca, el comercio o la ganadería. A las niñas se les enseñaba bordado y otras labores de aguja, el manejo de la casa y los sirvientes, música y algún idioma extranjero. En este sentido son sumamente ilustrativas las múltiples imágenes en las que los retratados aparecen con libros, periódicos o cartas. Estos elementos eran muchas veces condensadores de sentido, esenciales para el contenido narrativo del retrato.
En una época en que sólo una minoría de la población podía leer, el nivel de alfabetización era sinónimo de status social y los libros, por tanto, tenían en estas imágenes un indudable valor simbólico. En 1869 había un 77% de analfabetos en el total del país, siendo mayor la incidencia entre las mujeres que entre los varones18. Por tanto, saber leer era considerado tanto un medio como un indicador de éxito. Los letrados eran simplemente más ricos, más influyentes y más poderosos que los iletrados. Los libros, a su vez, eran objetos caros y muy apreciados, por lo que poseerlos y poder leerlos era una clara indicación de riqueza, conocimiento y linaje, todos valores sumamente enfatizados por la burguesía (Fig.4). Lo mismo puede decirse en el caso de los retratos que incluyen cartas (Fig. 5). La carta en esta época era esencialmente un medio de comunicación de las elites ya que implica que tanto el remitente como el destinatario podían leer y escribir. Con respecto a aquellos retratos en los que aparecen periódicos (Fig.6) puede encontrarse una justificación adicional. Según Keith F. Davis19, el sujeto que decidía identificarse a sí mismo con un diario se declaraba de alguna manera como alguien democrático y progresista, valores esenciales para las ascendentes clases burguesas. Ser un lector regular de periódicos era estar informado sobre lo que acontecía en la propia comunidad y en el mundo, era tener acceso a las novedades científicas, sociales y artísticas y por tanto era algo indispensable para el mejoramiento personal y el avance social.
Con la masificación de la educación y la democratización de los diferentes materiales impresos, más y más personas tuvieron acceso a la lectura. En 1884 con la sanción de la ley 1420 que establecía la enseñanza primaria obligatoria, gratuita y laica la cifra de iletrados comenzó a descender y en 1895 el porcentaje había bajado a 53%. Sin embargo, esta costumbre de fotografiarse con libros, cartas o periódicos se convirtió en una suerte de “cliche” y fue también imitada por las nuevas clases que accedían a la educación y que tomaban como modelo los usos y costumbres de la tradicional burguesía. Es frecuente, por tanto, ver muchos ejemplos de este tipo de retratos en la fotografía papel, proceso fotográfico mucho más barato y por tanto más accesible para las clases menos acomodadas.
También son ilustrativas de este valor que los burgueses daban a la educación, los retratos en los que se incluyen instrumentos musicales. Según Phillippe Aries y Georges Duby: “Tocar bien el piano es la base de una reputación juvenil, demuestra públicamente la buena educación. El virtuosismo forma parte de la estrategia matrimonial, junto a la dote estética”20. La educación musical era frecuente en los niños y niñas de las elites porteñas e incluían por lo general clases de piano o violín.
La importancia del trabajo y el logro individual
Finalmente los burgueses tenían un gran respeto por su trabajo y por el logro individual. Las carreras del mundo burgués estaban abiertas al talento y se creía que el éxito era consecuencia del mérito personal por eso la educación era un valor fundamental. Ser burgués era ser superior e independiente, era ser un hombre al que nadie daba órdenes salvo el Estado y Dios.
El respeto de la burguesía por el trabajo se evidencia, también, en el retrato fotográfico. Llamamos “retrato ocupacional”21 a aquel en el cual el sujeto aparece fotografiado con herramientas, instrumentos o uniformes que dan cuenta de su profesión. No había ninguna indicación en los avisos de los fotógrafos de la época que incitara a los potenciales clientes a concurrir a los estudios con este tipo de objetos, por lo que debe concluirse que la decisión de ser retratado de esta manera provenía de los propios sujetos y del orgullo que sentían hacia su trabajo. Las ocupaciones burguesas en nuestro país excluían cualquier tipo de tarea manual y exigían una cierta educación, capital y sobre todo independencia. Entre las profesiones de la gente decente se encontraban la de estanciero, banquero, empresario, clérigo, abogado, contador, médico, escribano, profesor, escritor, periodista, militar y funcionario público. Algunas de estas ocupaciones eran bastante difíciles de representar visualmente. Es por ello que, sobre todo en la etapa del daguerrotipo, encontramos muchas fotografías en las que no existe ningún elemento que pueda proporcionarnos datos sobre la ocupación del retratado. Sin embargo hay casos en los que la representación de la profesión resulta más fácil, como por ejemplo en el caso de retratos de militares, el tipo más común de imagen ocupacional en nuestro país. En estas fotografías los sujetos aparecen retratados con sus uniformes, generalmente de gala, sus armas y con todas sus medallas y condecoraciones, que una vez revelado el retrato, eran cuidadosamente coloreadas con pigmentos dorados para resaltarlas aún más. Las heridas de guerra eran también exhibidas con orgullo: un par de muletas, un miembro amputado no se ocultaban sino que por el contrario se destacaban (Fig. 7). Eran un símbolo del deber cumplido. En la etapa del daguerrotipo solo podían acceder a un retrato los militares de mayor rango, pero con la irrupción de la foto papel pudieron retratarse también los soldados rasos.
Otra profesión fácil de identificar es el estanciero, que generalmente se retrataba con atuendos gauchescos. Una de las imágenes más antiguas que se conocen sobre esta ocupación es un daguerrotipo tomado probablemente en la localidad bonaerense de Exaltación de la Cruz hacia 1860 que muestra a cuatro estancieros irlandeses vestidos con las ropas típicas de los gauchos (Fig. 8). La imagen está llena de símbolos considerados característicos del folclore nacional, como por ejemplo el mate. En algunos casos como este, el fotógrafo insertaba al sujeto en un medio acorde con su atuendo y utilizaba para ello fondos con imágenes campestres o se trasladaba al medio natural del retratado para fotografiarlo con su caballo o en frente de su propiedad. Sin embargo era más común que estas fotos se tomaran en estudio, en medio de finos muebles tapizados o telones con motivos arquitectónicos, y esta mezcla de lo rural y lo urbano, generaba un poderoso efecto de extrañamiento. El fotografiarse de esta manera tenía un doble objetivo, se buscaba transmitir tanto el status social como el profesional. Había, entonces, una clara intención de representarse a la vez como miembro de una clase social privilegiada y como orgulloso portador de una profesión respetable.
En Estados Unidos la gran competencia que se generó entre los fotógrafos hizo que los costos del daguerrotipo bajaran pronto, permitiendo el acceso a los estudios a estratos más humildes de la población y por lo tanto a una más amplia variedad de profesiones, Aquí, en cambio solo las clases altas tuvieron acceso al daguerrotipo y por ello la mayor parte de los retratos ocupacionales que se conocen eran representaciones de profesiones liberales. Solo la irrupción de la carte de visite permite a los sectores de la pequeña burguesía acceder a la fotografía. Con el abaratamiento del retrato fotográfico vemos aumentar también la gama de ocupaciones burguesas. Agrimensores, farmacéuticos, músicos, fotógrafos etc. comienzan, entonces, a retratarse con sus objetos de trabajo (Fig. 9).
Conclusión
El retrato en el siglo XIX fue sin duda una imagen cuidadosamente construida a la que sin embargo se le adjudicó una objetividad y fidelidad sin precedentes. La aparente paradoja es que la misma clase que le confirió ese valor de verdad fue la que manipuló el retrato para representarse de una manera acorde a sus propios valores e ideologías. Pero fue justamente esa confianza en la fidelidad del nuevo proceso la que alentó esa utilización de la fotografía. El retrato en el siglo XIX transformaba de alguna manera al sujeto en objeto. Según Barthes era una empalizada de fuerzas: “Ante el objetivo soy a la vez: aquel que creo ser, aquel que quisiera ser, aquel que el fotógrafo cree que soy y aquel de quien se sirve para exhibir su arte. (…) Cada vez que me hago fotografiar me roza indefectiblemente una sensación de inautenticidad e impostura (…) [El retrato] representa ese momento en que, a decir verdad, no soy sujeto ni objeto, sino más bien un sujeto que se siente devenir objeto”22
Notas
1.- Según anuncia el daguerrotipista John Elliot en un aviso publicado en La Gaceta Mercantil el 11 de mayo de 1844.
2.- LE GOFF, Jacques, El orden de la memoria, Buenos Aires, Paidós, 1991, pag 236.
3.- ROMERO, José Luis, Estudio de la mentalidad burguesa, Buenos Aires, Alianza, 2002, pag 92.
4.- FREUND, Gisèle, La fotografía como documento social, México, Ed. G. Gili, 1993, pag. 13.
5.- Catálogo de la Exposición de Daguerrotipos y Fotografías en Vidrio, Galería Witcomb, Buenos Aires, 28 de agosto 1944. pp 59-69.
6.- Carta de Florencio Varela a Juan Thompson, 27 de febrero de 1840.
7.- VARELA, Florencio, Descripción del daguerrotipo en el diario el Correo del Plata, de Montevideo, 4 de marzo de 1840.
8.- MATTISON, Ben, “The social construction of the American daguerreotype portrait”, tesis de doctorado, Vassar College, 1995.
9.- BARTHES, Roland, La cámara lúcida, Buenos Aires, Paidós, 1997.
10.- El daguerrotipista Adolfo Alexander, por ejemplo, ofrece en 1863 en su estudio porteño de la calle Artes 37, retratos en relieve con lindos paisajes a 20 pesos.
11.- Citado por Harold Rosemberg en Introducción a Richard Avendon: Portraits (Trad. de Andrés Salinero), La Plata, Fotogalería Omega, 1985.
12.- SCOBIE, James, Buenos Aires del centro a los barrios 1870-1910, Buenos Aires, Ediciones Solar, 1977.
13.- HOBSBAWM, Eric J., “El mundo burgués”, La era del capitalismo, Barcelona, Crítica, 1997.
14.- MAC CANN, William, Viaje a Caballo por las provincias argentinas (1847), Buenos Aires, 1939, traducción de José Luis Busaniche.
15.- BORDIEU, Pierre, “Culto de la unidad y diferencias cultivadas”, La fotografía. Un arte intermedio, México, Nueva Imagen, 1989, pag 38.
16.- LA PIERRE, A. y B. AUCOUTUNIER, Cuerpo e inconsciente en Educación y terapia, Barcelona, Editorial Científico Médica, s.d.
17.- La Universidad de Buenos Aires fue fundada en 1821 durante el gobierno de Bernardino Rivadavia.
Comprendía 5 departamentos: Ciencias Sagradas, Jurisprudencia, Medicina, Matemáticas y Ciencias Preparatorias.
18.- TORRADO, Susana, Historia de la familia en la Argentina moderna, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2003, pag. 193.
19.- DAVIS, Keith F., “Reading Daguerreotypes” en The Daguerreian Annual, Pittsburgh, The Daguerreian Society, 1998.
20.- ARIÈS, Philippe y Georges Duby, Historia de la vida privada, Tomo 8: Sociedad burguesa: aspectos concretos de la vida privada, Madrid, Taurus, 1989, pag 188.
21.- Este es un término acuñado en este siglo por los coleccionistas norteamericanos para referirse a imágenes del siglo XIX que muestran a una o varias personas trabajando. Ver por ejemplo: ISEMBURG, Mathew, “Occupational, Tableux and Narrative Daguerreotypes” en The Daguerreian Annual, Pittsburgh, The Daguerreian Society, 1998.
22.- BARTHES; Roland, La cámara lúcida, Buenos Aires, Paidós, 1997, pp 45-46.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año VI – N° 28 – Octubre de 2004
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Oficios, Fotógrafos, Cosas que ya no están
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Año de referencia del artículo: 1850
Historias de la Ciudad. Año 6 Nro 28