En una fría tarde de julio de 1836 atracaba imprevistamente en Buenos Aires una goleta española con un contingente de 450 desesperados inmigrantes canarios —hombres, mujeres y niños— que luego de permanecer tres meses en alta mar,
con escasos víveres, hacinados y sin cambiarse de ropa ni asearse, soportaron a bordo una espantosa epidemia de tifus. En Montevideo no les habían permitido desembarcar; aquí recibieron asistencia humanitaria.
Los labradores de Lanzarote
El archipiélago de las islas Canarias, situado a 115 kilómetros de las costas de África en el océano Atlántico, está formado por siete islas mayores y algunos islotes. Una de ellas, Lanzarote, de origen volcánico, con 28 kilómetros de largo y 11 de ancho, es la más septentrional de todas las que conforman el grupo de las Canarias y su puerto y ciudad capital se denomina Arrecife. Si bien tiene un suelo predominantemente llano, existen algunos antiguos volcanes que con sus periódicas erupciones fueron produciendo estragos entre la población local. La erupción más desoladora tuvo lugar en 1730 cuando el volcán Temanfay asoló la región más fértil y mejor trabajada de la isla. En 1813 y 1824 se repitieron los terremotos y erupciones que inutilizaron la tercera parte de las tierras con una capa de lava de más de un metro de espesor.
A partir de entonces, la situación de sus habitantes, en su mayoría de origen europeo, se convirtió en crítica. El Diccionario Geográfico Universal, publicado en Barcelona en 1832, señala que la isla de Lanzarote tenía por entonces una población de 15.000 habitantes, que “aunque robustos y laboriosos, se afanan inútilmente para procurarse un miserable alimento. La escasez de terreno y la falta de lluvias, que a veces experimenta por cinco años seguidos, hacen inútiles sus trabajos y se les ve perecer de hambre y de sed, y los más acomodados abandonan sus propiedades en busca de la subsistencia que les niega el país nativo en los años de sequía”.
Es por ello, que a fines de 1835 se produce un éxodo masivo de pobladores; ya no son sólo los más acomodados, sino una masa de pastores y labriegos desesperados que, seducidos por las promesas de un futuro mejor, fueron inducidos a emigrar hacia la América del Sur por algunos aventureros que hacían su negocio cobrando un excesivo precio por los pasajes en barcos pequeños y poco confiables.
La meta era el Río de la Plata, especialmente Montevideo, que en meses anteriores había visto arribar a su territorio contingentes de alemanes y vascos. El gobierno oriental a través de los diarios de la época alentaba esta inmigración de hombres blancos, al mismo tiempo que se congratulaba de haber prohibido la introducción de negros esclavos y “cerrado la puerta a la importación de africanos, aún bajo la simple condición de colonos”. Si hubiera franquicias para que los negros pudieran emigrar, continuaba el comentario, no vendrían al país hombres blancos o lo harían en reducida cantidad. La prohibición crearía un estado nacional homogéneo con la inmigración “industriosa y moral que aquellas prohibiciones nos están proporcionando, de algún tiempo a esta parte”, y proponía a la población que ayudara a la radicación de nuevos habitantes.
Un comentario de El Universal del 5 de enero de 1836, con el mismo criterio selectivo, aludía expresamente a los colonos de Lanzarote:
“En uno de nuestros números anteriores, con motivo de saber que se esperan próximamente dos expediciones con colonos de las Islas Canarias, hemos recomendado a nuestros habitantes de la campaña las buenas cualidades de estos isleños para que no se descuidasen en hacer la adquisición de sus robustos brazos, acostumbrados en lo general a la labranza. Hoy que sabemos por los anuncios publicados en los diarios que en todo el presente mes arribarán probablemente a nuestro puerto dos expediciones con colonos alemanes y otras de bascos en el mes de febrero próximo, hacemos igual invitación a nuestros agricultores, pues supuesta su moralidad y honradez todos son hombres útiles y recomendables, ya para la agricultura ya para otros trabajos importantes”.
Los vascos llegaron a Montevideo a fines de 1835 en dos barcos ingleses denominados Helvellyn y Brazilian, y algunos se conchabaron en casas y talleres, lo que motivó un aviso para que fueran identificados y denunciados, pues en caso contrario, sus nuevos patronos “serán hechos responsables de la cantidad que adeudan por su pasaje”. Algunos habían entregado una pequeña suma a una “comisión de inmigración”, pero dado el estado de miseria, la mayoría había hecho el viaje comprometiéndose a pagar el saldo con el importe de sus futuros trabajos.
Situación similar ocurría con los colonos alemanes. En este último caso, el consulado hanseático más previsor, ponía en conocimiento de la población que en los primeros días de enero llegarían desde Bremen, doscientos colonos e invitaba a quienes quisieran contratarlos a concurrir a su sede para conocer las condiciones en que podrían hacerlo.
Llegan los inmigrantes canarios
No pareció ocurrir lo mismo con los colonos canarios, pues a partir del 8 de enero de 1836, los diarios uruguayos incluyeron durante varios días un anuncio anónimo promocionando esta inmigración. Decía así:
“Interesante a los Hacendados y Propietarios de Establecimientos Rurales. En todo el presente mes deben llegar a este puerto dos expediciones de colonos procedentes de las Islas Canarias en número de ochocientas ó más personas. Estos colonos vienen reunidos en familias cuya circunstancia los hace más aparentes que los Bascos, y otras naciones que emigran a nuestro país, sin rebajar por eso el verdadero mérito y aptitudes de cada una. Los Canarios se dedican al pastoreo lo mismo que a la labranza y a otras labores y son los más indicados para cuidar y trabajar las chácaras de nuestros hacendados o cualquier otro establecimiento rural, con provecho y economía de sus propietarios. Los dueños de estancias particularmente reportarán mayores beneficios protegiendo esta clase de colonos, pues no solo consiguen tener brazos seguros y laboriosos para la agricultura, sino que logran con el tiempo y el ejercicio tener peones aptos para las faenas de campo y para toda clase de trabajos”.
El 6 de marzo, tras 45 días de viaje, con una tripulación de 21 hombres, atracaba en Montevideo el bergantín español “Indio Oriental” trayendo un primer contingente de 350 colonos canarios. El buque fue visitado por el Dr. Teodoro M. Viladerbó, médico de Sanidad, quien decidió aislar inmediatamente a los inmigrantes. Elevó al capitán del Puerto un informe justificando esta medida que decía:
“Esta gente ha venido en un buque manifiestamente poco capaz para contenerla, y en el mayor desaseo; y aunque felizmente no ha ocurrido novedad alguna en su salud durante toda la navegación, y la patente de sanidad no haga indicación de enfermedad epidémica reinante en el paraje de su procedencia, con todo no puede menos el infrascripto de insistir en la necesidad que tiene toda esta gente de ventilación en el paraje de la costa que el Gobierno de acuerdo con la Junta de Higiene Pública considere más adecuado, y por el número de días que se creyese suficientes para este objeto de tanta trascendencia para la salud pública, antes de permitir las comunicaciones con esta población”.
El general Rondeau, Ministro de Guerra y Marina del Uruguay, a quien el Consejo de Higiene pasó el expediente, decidió poner al pasaje en cuarentena por 15 días en la Fortaleza del Cerro, asistiéndolos con carne y verduras. A los colonos se les permitió, sin embargo, hacer pequeños paseos por los alrededores.
En esos días debió llegar un nuevo contingente, pero por razones desconocidas fue pasando el tiempo sin tener noticias de los viajeros.
Epidemia en Montevideo
Mientras tanto, en abril de ese año estalló en Montevideo una virulenta epidemia de escarlatina. El Comisionado argentino en esa ciudad comunicó la novedad al gobernador porteño y el general Rosas solicitó inmediatamente al Tribunal de Medicina, integrado entonces por los doctores Justo García Valdéz, Cristóbal Martín de Montúfar y Salvio Gaffarot, que informaran: “sobre las medidas de precaución que convenga adoptar en este puerto para evitar que se introduzca en el país la escarlatina epidémica, que según avisa el comisionado argentino residente en el Estado Oriental, está haciendo estragos en aquella población y demás, y todo cuanto conduzca a ilustrar al Gobierno en un negocio que tanto interesa a esta población”
Se expidió el Tribunal el 27 de abril, lamentando no tener “todos los datos indispensables para dar a S.E. un informe completo sobre este interesante asunto”, pero ignoraban la naturaleza de la escarlatina epidémica registrada en Montevideo, el tiempo de incubación, sus causas, intensidad de los síntomas y el tiempo de su terminación y además el número de los que morían diariamente. Estos datos debían ser solicitados al comisionado en Montevideo para tomar las medidas necesarias.
En el ínterin sugerían que el médico de Sanidad visitara todos los buques procedentes de aquel Estado, constatando la salud de los tripulantes y pasajeros y “si se encuentra alguno atacado de fiebre o síntomas de escarlatina pondrá el buque en cuarentena y el enfermo será conducido a una casa, no lejos de la ciudad inmediata a la playa separada de la masa de la población. La casa situada en el bajo llamada la Batería Antigua, podría servir a este efecto”.
Y así lo resolvió el gobierno porteño por decreto del 29 de abril, aunque un informe posterior del Capitán del Puerto señalaba que la epidemia en el Estado Oriental se reducía sólo a Montevideo, lo que permitió excluir de la visita de sanidad a todos los buques de cabotaje que no provinieran de ese destino.
El 17 de mayo, el Jefe de Policía comunicaba por su parte, que la casa denominada Batería Vieja no servía “para curar en ella los individuos que arribasen a este puerto del Estado Oriental enfermos de fiebre o escarlatina” y proponía destinar para tal fin una parte del edificio del antiguo convento de la Recoleta.
La llegada de la “Isabel Segunda”
En estas circunstancias, en la tarde del 1° de julio de 1836 llegaba imprevistamente al puerto de Buenos Aires procedente de Lanzarote, un contingente de 450 inmigrantes compuesto por hombres, mujeres, niños y dos sacerdotes en un pequeño bergantín goleta llamado “Isabel Segunda” alias “Lucrecia”. En Montevideo no se les había permitido desembarcar, pues la ciudad padecía aún la contagiosa epidemia de escarlatina.
Fue entonces cuando, al visitar la nave Francisco Crespo, por entonces Capitán del Puerto, tomó estado público una verdadera tragedia. A bordo había estallado una virulenta epidemia de tifus, enfermedad producida, entre otros factores, por la falta de víveres a consecuencia de una larga y accidentada travesía de tres meses desde las Canarias hasta Buenos Aires. ¡Tres meses en alta mar con escasos víveres, hacinados y sin cambiarse de ropa ni asearse, con mujeres y niños pequeños! El tifus había hecho estragos…
Esta enfermedad infecciosa, que se contagia por los piojos cuando hay aglomeraciones de personas faltas de higiene, fue común en las trincheras y campos de concentración y propia, como expresaba cruelmente un autor contemporáneo, de la “gente pobre” y de los “vagamundos”. La mortalidad variaba entre el 5 y el 50 por ciento de los infectados. En este caso, no fue de extrañar que cien colonos canarios estuvieran enfermos de fiebre y los otros en condiciones casi infrahumanas.
El 2 de julio, de acuerdo a lo informado por el Comandante del Puerto y el médico de Sanidad, el Gobierno tomó las primeras medidas profilácticas disponiendo “que enfermos y sanos deben ser desembarcados por la playa de la Recoleta y conducidos al convento de este nombre, bajo la dirección y responsabilidad del Capitán del Puerto, donde permanecerán incomunicados hasta la desaparición de la fiebre, debiendo ser visitados por el médico D. D. Francisco Mier bajo el método higiénico necesario”.
Mientras un destacamento de cuatro vigilantes de a pie y uno a caballo a cargo del comisario Lorenzo Laguna, mantenían la incomunicación en la Recoleta, en el puerto se procedió a ventilar el barco y desinfectarlo con cloruro de cal.
Los inmigrantes habían contratado el viaje con un tal Antonio Morales, quien cobraba 50 pesos fuertes para el flete de cada uno de ellos de 6 a 12 años y 100 pesos a los de mayor edad y habían soportado un extenuante y penoso viaje de casi tres meses. Llegaron en medio de los fríos del invierno porteño y fueron provistos de alimentos, cueros, paja y algunos cobertores de lana, que les servían de camas.
El Jefe de Policía Bernardo Victorica que los visitó, señalaba que las mujeres y niños ofrecían “un espectáculo lamentable por su estado de miseria y desnudez, a pesar de habérseles proporcionado cueros de carneros y frazadas para soportar una estación tan cruda y también por la gran debilidad en que se encuentran por las penurias de una larga navegación”.
¿Qué síntomas presentaban los viajeros? Los enfermos padecían fiebre con chuchos de frío, cefaleas, manaban sangre por la nariz, sufrían un estado general de postración, estaban afectados por una diarrea verde y con pústulas rosáceas en la piel, que culminaban en hemorragias mortales. El tratamiento debió basarse en la más rigurosa higiene, la eliminación de los piojos con desinfección, una alimentación especial y sobre todo, manteniendo el aislamiento de los afectados. Se los lavó y alojó en camas limpias y los doctores Justo García Valdéz y Francisco Mier contaron para atender a los apestados, con la colaboración de tres estudiantes, tres sacerdotes y la negra liberta Margarita Figueredo.
En principio, se estableció que todos los gastos que causaren los enfermos durante el desembarco, su mantenimiento y asistencia en la Recoleta fuera a cargo de los interesados y abonados por ellos o por el contratista a los acreedores, sin ninguna intervención de funcionarios del gobierno. Pero el 12 de julio, se informaba que el proveedor “no podía seguir auxiliando y desembolsando a favor de los pasajeros venidos de Canarias y existentes en la Recoleta” y “atendiendo al mal estado de salud en que se halla el empresario Don Antonio Morales, se declara a Don Juan Bautista Udaondo exonerado de proveer a la subsistencia, asistencia y curación de dichos pasajeros, la que correrá en adelante del cuenta del Estado, hasta tanto que restablecido el referido Morales, puede este desempeñar los deberes que le corresponde y abonar todos los gastos a que son de su cuenta y estricta obligación”. Si no mejorara Morales, el gobierno porteño se haría cargo de los gastos realizados.
El gobernador Rosas dispuso la compra de ropas, cobijas y cuanto fuera necesario para que nada les faltara a los enfermos y recomendó especialmente que los alimentos, tanto el pan, como la carne y verduras, fueran frescos y de buena calidad.
El Dr. García Valdez y sus colaboradores
Responsable de la atención de los canarios apestados, fue un médico argentino de 65 años que habiendo nacido en Buenos Aires, se trasladó desde niño con su familia a España. En 1802, Justo García Valdéz se graduó como doctor en medicina en la Universidad de Cervera y dos años después retornó a nuestra ciudad. Aquí integró la Junta de Sanidad del Puerto y fue encargado de la administración de la vacuna.
Tenía experiencia con heridos e infectados. En 1806 salvó la vida a 14 individuos que, atendidos por curanderos, habían ingerido substancias tóxicas manifestando graves signos de envenenamiento. Ese año, durante las invasiones inglesas, debió actuar rápidamente para salvar la vida a numerosos heridos tanto patriotas como enemigos, lo que le valió ser nombrado por el virrey Liniers primer médico del ejército.
Luego de años de eficiente actuación en diversos cargos, García Valdéz fue designado en 1822 Presidente de la flamante Academia de Medicina y a la llegada de los canarios presidía el Tribunal de Medicina. Fue su ayudante en esta ocasión otro meritorio galeno, el Dr. Francisco Plácido Mier, catedrático de la Universidad y especialista en cirugía, que ese mismo año de 1836 había asumido como médico del Hospital General de Hombres. Los acompañaban tres practicantes, Ángel María Donado, Facundo Larrosa y José Heredia y todos se hicieron cargo de la atención de los enfermos.
El informe oficial sobre los inmigrantes
El 11 de julio, pocos días después de su llegada los médicos ayudados por los practicantes, los revisaron prolijamente, comunicando la situación al gobierno porteño.
La vista de estos inmigrantes no podía ser más desoladora; durante la navegación sufrieron la clásica diarrea, hinchazón en las piernas y hematomas purulentos en las nalgas. Todos estaban sucios y malolientes a causa de haber usado el único vestido con que salieron de su país.
Decía García Valdez en su informa al gobernador Rosas: “Dos clases hay que considerar en estos colonos, los enfermos y los sanos; los enfermos ascienden a noventa, poco mas o menos; entre ellos hay como unos cincuenta que merecen particular atención, cinco están atacados de un tifus peligroso, y el resto sufriendo diarreas, disenterias, hinchazón de piernas y grandes contusiones en las nalgas; los que se llaman sanos, están muy débiles, de mal color y expuestos a ser partícipes de las fiebres y demás dolencias que han sido endémicas durante la larga navegación y todos los padecimientos que necesariamente ha debido producir el hambre y la imprudente acumulación de 423 individuos en un recinto solamente capaz de contener 200 personas.
De acuerdo con el Gefe de Policía, se ha elegido el que era Nobiciado, para acomodar los enfermos, que necesitan 100 camas completas, un caldero grande, otro chico y alguna loza ordinaria. De todos estos útiles ha quedado encargado dicho Gefe de Policía.
Los sanos deben quedarse abajo en donde están haciéndose en las puertas y ventanas, las mismas reformas del momento, que han comenzado a hacer en el Nobiciado. A pesar de las mejoras que se han verificado por el Gefe de Policía en bien de estos desgraciados, en los pocos días que han transcurrido desde su desembarco, y a los esfuerzos del Profesor encargado de su asistencia, resta aún mucho que hacer para formar el Hospital y arreglar metódicamente el plan higiénico.
La guardia debe aumentarse y debe ser su gefe un Oficial, a quien se encargará el zelo y vigilancia, con que debe sostener una vigorosa incomunicación, no permitiendo entrar sino a los empleados, evitando igualmente la salida a los canarios aunque estén buenos. La separación que queda indicada, puede verificarse cómodamente, porque el edificio tiene extensión suficiente y la ventilación que corresponde.
Ayer se habían ordenado dos comidas y no se verificó más que una, y la subordinación y método aún no ha sido posible entablarlo, todo se reciente todavía de los azares que hay que sufrir al plantear un establecimiento de esta naturaleza. El puchero que se les da es bueno y abundante y el pan es de buena calidad.
Hoy el Gefe de Policía ha hecho distribuir camisas y mantas a los más necesitados y mañana se arreglarán las fumigaciones, para precaver los males que pueda ocasionar una atmósfera, donde se reúnen tantas personas y tan sucias a causa de usar los mas el único vestuario miserable que sacaron de su País, y mañana se amputará el muslo, a una chica de 14 años. Quedan ya en el establecimiento dos Practicantes. Todo lo demás es obra del tiempo y la constancia.”
Rosas dispuso reforzar la guardia con veinte soldados comandados por un oficial y los españoles residentes en Buenos Aires iniciaron una suscripción para ayudar a sus connacionales. Igual tarea realizó el Reverendo Armstrong, capellán de la colectividad inglesa, cuya hija Elisa, donó una veintena de frazadas.
El 13 de julio fallecieron, entre otros, el capellán don José Acosta, uno de los tres sacerdotes que se habían ofrecido para atender a los desdichados enfermos, el capitán del buque don Manuel Cabrera y el piloto. El empresario, por su parte, sufrió un serio ataque de enajenación mental.
Los enfermos permanecieron casi dos meses recuperándose en la Recoleta y cuando mejoraron las condiciones, se hizo una nómina de las familias dividiéndolas en mayores y menores de diez años para entregarla al Capitán del Puerto, quien les notificó que estuvieran prontas para “embarcarse al primer viento favorable”. Los colonos fueron trasladados a la playa con sus equipajes y los calderos en que se les hacía la comida, “para que les sirvan en el punto a que van destinados por el Superior Gobierno cuando llegue la circunstancia del embarco.” El 23 de agosto por la tarde, fueron conducidos a la isla Martín García “para su mejor asistencia y restablecimiento”.
Al día siguiente, el Dr. Francisco Mier, encargado de la asistencia a los canarios de la Recoleta solicitaba al Jefe de Policía: “que haviendo estado enfermos varios de los vigilantes que han estado ocupados en este depósito, y siendo necesario el que convalescan los unos, y el que descansen los otros, de la gran tarea que han tenido durante la existencia de los canarios en este destino, cree de su deber indicar a V. S. que todos estos vigilantes deben ser licenciados por veinte días o un mes, para que convalezcan y descansen del gran trabajo que han tenido”.
Por su parte, en la isla de Martín García, los colonos canarios recibieron en donación como ayuda humanitaria del gobierno, diez docenas de vestuarios para señora y niño.
La recompensa a los médicos y civiles
La llegada de estos desdichados no sólo conmovió a la población porteña, también fue digna de admiración la sacrificada actitud de aquellos médicos y civiles que decidieron afrontar el contagio y el peligro de muerte -y de hecho, uno de ellos falleció- para llevar alivio y asistencia a personas tan pobres y desamparadas. Tuvieron su recompensa. En efecto, “La Gaceta Mercantil” del 23 de septiembre, informaba:
“Se dio a conocer hoy un decreto del Gobierno por el que dispone se premie con medallas de oro y plata con la leyenda: “Salvó a sus semejantes con riesgo de su vida” y en el reverso “1836. Canarios a punto de perecer”. Se las concedió de oro a los doctores Justo García Valdez, Francisco Mier y a los practicantes Ángel Donado, Faustino Larrosa y José Heredia.
Es un justo premio para estos abnegados servidores que en la pavorosa lobreguez de las bóvedas del Convento de la Recoleta, rodeados de más de cuatrocientos canarios que eran otros tantos espectros, lucharon con la epidemia y la muerte.
Nuestro General Rosas, que Dios Guarde, así como es tan severo para reprimir los crímenes, es generoso y magnánimo en recompensar los servicios, por eso contará siempre con un gran número de ciudadanos dispuestos a prestarle la más decidida cooperación y a hacer todo género de sacrificios en obsequio de su administración y del bien público”.
El decreto firmado por el gobernador Rosas y refrendado por Agustín Garrigós, Oficial Mayor del Ministerio de Gobierno decía así:
“Buenos Aires, Septiembre 17 de 1836.
Año 27 de la Libertad, 21 de la Independencia y 7 de la Confederación Argentina.
En consideración al celo, valor, caridad y demás virtudes con que han desempeñado sus deberes todos los encargados por el Gobierno de la asistencia de los Canarios infectados de una fiebre contagiosa, de la que ha muerto uno de los empleados al efecto, y otros han estado gravemente enfermos, ha acordado y decreta:
Art. 1°: Al Gefe interino de Policía Dn. Bernardo Victorica, Presidente del Tribunal de Medicina Dor. Dn. Justo García Valdez, Médico encargado de la asistencia D. Francisco Mier, Cura Dn. Pedro Antonio Martínez, Capellán Dn. Manuel Cuestas, Oficial de la guardia, teniente Dn. Paulino Camargo de Medina, Comisario Dn. Lorenzo Laguna, Practicante mayor Dn. Ángel Donado, id. menores Dn. Facundo Larrosa y Dn. N. Heredia, y vigilantes Dn. Alejandro Pérez, se les entregará por el Departamento de Gobierno una medalla de oro a los dos primeros, y de plata a los demás, con la inscripción siguiente en el anverso: “Salvo a sus semejantes con riesgo de su vida” y en el reverso: 1836 -”Canarios a punto de perecer”.
Art. 2°: Al capellán Dn. José Acosta, que murió del contagio, se le grabarán sobre la lápida del sepulcro, las mismas inscripciones con su nombre y apellido, variando las palabras con riesgo por las siguientes: A costa.
Art. 3°: A la tropa que hizo la guardia, a los tres vigilantes, y a la parda Margarita Figueredo, se les dará un documento en que conste el importante servicio que han rendido, entregándoseles además una gratificación equivalente a tres meses de sueldo, debiendo el de la parda arreglarse al de un Sargento.
Art. 4°: A todos, y a cada una de las personas comprendidas en el presente decreto, se les dará una copia de él, firmada por el Gobernador de la Provincia.
Art. 5°: Comuníquese, publíquese e insértese en el Registro Oficial.
ROSAS
El 23 de septiembre se remitieron al Jefe de Policía nueve copias del anterior decreto “autorizadas por S. E. para que se distribuyan entre el expresado Gefe de Policía, cura Dn. Pedro Antonio Martínez, Capellán Dn. Manuel Cuesta, Comisario Dn. Lorenzo Laguna, vigilante Dn. Alejandro Pérez, los tres vigilantes de que habla el art. 3° del enunciado decreto y la parda Margarita Figueroa”.
Por su parte, el doctor García Valdez continuó ejerciendo su profesión en el Hospital General de Hombres de Buenos Aires y murió en nuestra ciudad el 5 de noviembre de 1844. Su colega Francisco Mier había fallecido dos años antes, el 10 de noviembre de 1842. Ángel María Donado, por entonces estudiante de medicina en nuestra Universidad, se graduó de médico ejerciendo la profesión en Buenos Aires. En 1848 fue invitado por Urquiza para hacerse cargo del Hospital Militar de Paraná; presidió el Tribunal de Medicina y fue autor del primer reglamento médico de Entre Ríos, provincia donde falleció, luego de ser cirujano de primera clase del Ejército de la Confederación, diputado provincial y ministro secretario de Estado durante la gobernación de Leónidas Echagüe. Carecemos en cambio de noticias sobre Facundo Larrosa, José Heredia, la negra Margarita y los otros acompañantes.
En cuanto a los inmigrantes canarios y sus familias, pasado el peligro, fueron autorizados a radicarse en nuestro país, comunicando el gobierno a los que quisieran hacerse cargo de algunos de ellos, que podían hacerlo pagando sólo los gastos del flete. Y en los años siguientes varios de estos colonos se establecieron en los antiguos terrenos de la Chacarita de los Colegiales.
Así terminó esta tragedia que conmovió a la sociedad porteña en los inicios de la época de Rosas, la misma historia que se repite hoy con los desesperados inmigrantes africanos que cruzan el Mediterráneo sin agua ni alimentos, huyendo del hambre y de las persecuciones, en condiciones miserables y en barcas improvisadas, que muchas veces los conducen a la muerte antes de alcanzar, como ilegales, las salvadoras playas de la Europa meridional.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año VI – N° 29 – Octubre de 2004
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: SALUD, TEMA SOCIAL, Inmigración
Palabras claves: Asistencia humanitaria, Canarios, tifus,
Año de referencia del artículo: 1836
Historias de la Ciudad. Año 6 Nro29