El tema es para muchos conocido, aunque siempre encontramos algo interesante al exhumar viejos textos sobre costumbres porteñas; en este caso los famosos peinetones de carey tan difundidos entre las damas elegantes de nuestra sociedad de la primera mitad del siglo XIX. Aunque la primigenia peineta nos venía de España, aquí en Buenos Aires adquirió un estilo vernáculo propio que puso de moda hasta la exageración don Manuel Mateo Masculino y su taller especializado en la confección de esos vistosos ornamentos de carey. Martín de Achával es el autor de este curioso texto que apareció en 1927 en la prestigiosa revista Plus Ultra. Bajo el título: “Peinetones de antaño”, nos relata la historia.
En las tiendas de antigüedades suelen verse todavía algunos peinetones de los que usaron nuestras abuelas y que, a veces, alguna pobre artista desaprensiva utiliza poniéndoselo en la arrabalesca cabeza, no hecha para semejantes finas elegancias. Porque con estos peinetones pasaba lo que pasa con todas las cosas bellas que la moda impone, bien que no con la frecuencia que sería de desear: era menester tener la cabeza hecha para el peinetón, es decir, era menester tener cabeza y busto y aire y todo de señora.
En sí mismo, el peinetón era ya una obra primorosa de arte. El carey más fino era la materia prima, sometida a la habilidad de los más inteligentes artesanos. Pero el arte supremo de la gran dama estaba en saber llevar el peinetón. Cuando empezaron a usarse no tenían, naturalmente, las dimensiones extravagantes que alcanzaron después.
Los peinetones empezaron a emplearse a fines del siglo XVIII y se mantuvieron de moda hasta mediados del siglo XIX. Buenos Aires prohijó desde los primeros momentos la moda del peinetón, llegando a ser, para la porteña, casi una moda propia; y no faltaron artífices, de gusto refinado, que supieron hacer creaciones estupendas.
Manuel Mateo Masculino, a quien nuestros antepasados tenían por el mejor fabricante de esas monstruosas peinetas que llevaban nuestras abuelas, llegó a ganar con su industria una fortuna respetable. Podrá tacharse a este fabricante de que exageraba la moda, pero en lo que no hay duda es en que tenía espíritu creador y fantasía, pues cada pieza salida de sus talleres era una obra arquitectónica por sus desmesuradas proporciones y un prodigio de calado; a buen seguro que una celosía árabe no
tenía tanta labor como la que llevaba una peineta de Masculino.
Los motivos ornamentales eran variadísimos, pero dentro del mismo tema, hojas y flores; también se diseñaron algunos con leyendas alegóricas. Todos los peinetones que se llevaron en la época de Rosas tenían inscripciones. Existe uno en el Museo Histórico con esta sugestiva leyenda federal: ¡Viva la Heroína de los Federales! Soy hasta la muerte, firme, fiel y fuerte.” Como se comprenderá, la heroína era doña Encarnación Ezcurra, esposa de Rosas, a quien trataban de inmortalizar con entusiasmo partidista los federales de cepa.
Las lindas porteñas de 1810 a 1840 tenían como el adorno más estimado de su indumentaria al peinetón, y en justicia debemos decir que quedaba realzada la gracia de su tocado con ese dosel de carey que se colocaban en la cabeza. Bien es verdad que acompañando a la peineta solían prender a su cabello un jazmín o una rosa, flores que, aunque bellas, les costaba competir en hermosura con nuestras porteñas de antaño.
El peinetón lo heredaban de madres a hijas y muchas lucieron orgullosamente en su toaleta un artístico peinetón que había sido de la abuela. En tan gran estima se tenía esa prenda de la indumentaria femenina, que constituía el mejor regalo que podía hacerse a una novia o a una hermana.
Con el tiempo degeneró la moda, pues los primeros peinetones que se usaron era modestos en su tamaño, pero se empezaron a llevar descomunales, y esos son los que hoy vemos guardados por los coleccionistas en vitrinas como obras del arte colonial y los que dieron motivo a los caricaturistas de entonces para sátiras muy graciosas.
El Museo Histórico guarda una colección de láminas litográficas de Bacle del año 1834 que son una verdadera curiosidad. Una de esas láminas representa un obrero que, armado de un pico, echa abajo una puerta para que la señora de casa pueda salir a pasear luciendo un monumental peinetón. Lo curioso es que el obrero, distraído en su tarea de abrir la puerta, al mover el pico ha quebrado el peinetón de otra señora que pasa por la calle. Otra lámina representa una señora que, yendo por la vereda, deja ciegos a dos caballeros al pasar. Se ve que al artista no le faltaron los motivos para hacer ironías con su lápiz, pues la colección que ha llegado hasta nosotros la componen muchas láminas interesantes en extremo.
Hay una de una señora que, paseando por la Alameda en un día de viento, se le subió hasta la cabeza el tapado y, enredándose con el peinetón, formó una especie de globo que subía por los aires.
La leyenda de esta caricatura es graciosa, pues el marido dice: “¡Auxilio que el ventarrón me arrebata a mi señora!”
Con semejante peinetón en la cabeza es de imaginar lo molesto que sería para los espectadores de un teatro tener por delante a una dama; pero lo que hoy se pudo hacer para que los sombreros no molesten al público en la platea, que fue dictar una Ordenanza, entonces hubiera sido imposible, ¡no se hubiera encontrado cabildante capaz de una medida semejante!
Como es natural, en los salones durante un baile no podían aventurarse a bailar más de tres parejas… el peinetón ocupaba un espacio que convenía dejar libre para que las damas no tropezaran con sus peinetas y las hicieran pedazos.
La moda perduró durante muchos años, desde fines de la época colonial hasta más allá del año 1840, lo que prueba el gran éxito que había alcanzado y, si duró tanto hasta convertirse en una industria genuinamente porteña, esto obedeció a que entonces no cambiaban tanto las modas y las señoras no se desvivían, como ahora, por imitar el último figurín de París. Entonces la indumentaria femenina se reducía al traje de medio paso, sencillo y elegante, que llevaban con tal distinción que cautivaban a cuantos las veían. De ahí la fama que llegó a alcanzar la bella y elegante mujer porteña.
Pero si la moda no cambió en lo que se refiere a indumentaria, sufrió diferentes transformaciones en lo referente al peinado; los hubo con tirabuzones, de pequeños rulos pegados con goma sobre la frente y las sienes y el llamado de patillas, que daba a nuestras damas un carácter de distinción. Pero, a través de todos esos cambios de peinados, continuaba reinando el peinetón, tan insolentemente, que llegaron hasta llevarse algunos que medían dos varas de vuelo, según relata el doctor Antonio Wilde en Buenos Aires desde 70 años atrás.
La moda de la peineta entre nuestras porteñas tiene un abolengo clásico español.
Aquí, como en España, como podrá verse en los cuadros del castizo Goya, se usó la airosa mantilla de blondas y la de encaje y, como complemento de prenda tan graciosa para la mujer, la peineta. Ello obligaba a un peinado especial que daba carácter de matronas a las señoras y una gentil distinción a las niñas. El uso de tales prendas exigía en la mujer elegancia, un porte nobilísimo y un refinamiento coquetón.
Años más tarde, dejó de ser prenda de uso la mantilla pero el peinetón continuó reinando y ostentándose con orgullo sobre las lindas testas de nuestras encantadoras criollas; y vino la moda de los pañuelos y los chales, con los que solían cubrirse la cabeza, pero el peinetón siempre firme como un soberano por derecho divino sin abdicar de su reinado sino, por el contrario, creciendo en proporciones descomunales y dando que hacer a los artífices del carey.
Los creadores de la industria del carey solían fabricar tabaqueras, cajas de rapé y tarjeteros elegantísimos con labores delicadas y artísticas, pero sólo los obreros que eran maestros se atrevían a hacer peinetones; ellos eran el doctorado de los artífices del carey.
Para realizar el trabajo de uno de ellos, se hacían previamente los dibujos y, después de que el interesado aceptase el modelo, se ponían manos a la obra. Era de ver la labor verdaderamente benedictina que era necesaria para dar término a un peinetón. Con pequeñas sierras y a fuerza de paciencia, iban calando los dibujos de hojas y flores, un día y otro, sin descanso, salvando las dificultares que se presentaban como que se pudiera quebrar el carey… pero ellos, diestros y prácticos, iban haciendo filigranas con las sierrecitas hasta dejar la pieza que trabajaban convertida en una obra de arte, que luciría en toda su belleza sobre una linda cabeza femenina, único lugar digno para tan paciente y artístico filigranado.
Las mujeres de aquellos tiempos, díganlo si no las famosas acuarelas de Pellegrini, eran hermosas y distinguidas y, con aquellos trajes amplios de miriñaque, sus bellos bustos, sus tocados irreprochables y aquellos peinetones que semejaban coronas en tan lindas cabezas, se explica que enloquecieran a nuestros abuelos y que la parte de exageración que hubiera en la moda, por llevar aquel armatoste sobre los cabellos, pasase desapercibida y hasta se tomase como prueba de buen gusto.
Pero si las modas no se sucedían con la rapidez de ahora, a buen seguro que no era posible porque nuestras damas no lo deseasen, sino porque los bergantines y goletas que venían de Europa al Río de la Plata, tardaban seis meses en llegar. Más tarde, cuando los paquetes llegaron de ultramar en menos días ya se vio que la porteña… ¡al fin mujer! supo adoptar la moda de París y salir triunfante de la prueba: desde entonces terminó el reinado del peinetón.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año VII – N° 40 – marzo de 2007
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: PERFIL PERSONAS, Mujer, Teatro, Cosas que ya no están, Costumbres
Palabras claves: moda, peinetones, pelo
Año de referencia del artículo: 1834
Historias de la Ciudad. Año 7 Nro40