Villa Santa Rita nació de un loteo realizado en 1889 y desapareció en 1908, y allí hubiera terminado su historia. Pero una investigación minuciosa sacó a la luz apasionantes relatos y personajes vinculado a Josefa Ramos de Garmendia, la primitiva
propietaria de las tierras. Ello demuestra una vez más, que existen y pueden ser relatadas otras historias de barrios aparentemente sin historia. El nombre de Villa Santa Rita fue restituido por una Ordenanza Municipal, recién en 1968.
De las tierras de los Flores al chacarero Ramos
Cuando Ramón Francisco Flores fundó el pueblo de San José de Flores, loteando el centro de una chacra de 500 varas de frente y legua y media de fondo que había heredado de su padre, todavía le quedaron tierras al norte y sur del nuevo poblado que fueron vendidas en grandes fracciones.
Las tierras donde se fundaría muchos años después el barrio de Villa Santa Rita eran la última fracción de la chacra en su límite norte, lindera con la denominada Chacarita del Colegio, con una variante: ella se abría en forma de tijera dando lugar a importantes sobras que nadie había reclamado y que se vendieron más tarde como propias.
Para ello, el apoderado de Flores, don Antonio Millán no tuvo mejor idea, que vender todo en bloque con un recibo en papel simple, sin dar medidas. Transfería todo el terreno que se encontrase entre los linderos: Norberto Quirno al noroeste, los sucesores de Isidro Lorea por el noreste, la Chacarita de los Colegiales por su fondo al norte y Francisco Gamas por su frente al sur, sobre Gaona, llamada entonces Camino al Monte Castro.
Para que el lector pueda ubicarse, daremos una idea aproximada de su ubicación actual. Su frente a la Av. Gaona abarcaba poco mas de 8 cuadras hasta encontrar por el oeste a Joaquín V. González. Tomando por esta calle ligeramente diagonal hacia el norte, unas doce cuadras hasta topar con la Av. Alvarez Jonte, de esta última hacia el este, pasando su curva entre Campana y Cuenca, otras 12 cuadras más hasta encontrar General Artigas y por esta hacia el sur, hasta regresar nuevamente a Gaona.
Esta gran fracción, atravesada en su centro por el arroyo Maldonado (hoy Avenida Juan B. Justo), encerraba unas 120 cuadras cuadradas, por las que un chacarero español llamado Alonso José Ramos y su esposa Juana Josefa Rodríguez, abonaron en el año de 1817, unos 800 pesos de plata.
En junio de 1823 falleció don Alonso y seis años después, en marzo de 1828, su viuda solicitó a Millán reducir la venta privada a escritura pública. El documento notarial, extendido por el escribano Iranzuaga, mencionaba que las tierras no habían sido mensuradas, ignorándose por ello su verdadera extensión. Doña Juana debía medirlas y amojonarlas a su costa y Millán agregó, que la propietaria se comprometía “a no hacer de ello ningún reclamo” en el futuro, con lo cual salvaba su responsabilidad en la venta de los sobrantes.
El agrimensor Feliciano Chiclana levantó en 1830 un plano que fue aprobado por el Departamento Topográfico, encontrando una superficie de 115 cuadras cuadradas que los propietarios habían dividido en dos fracciones, norte y sur, separadas en su centro por el arroyo Maldonado, en gran parte arrendadas y convertidas en alfalfares y tierras de pastoreo.
Doña Juana Rodríguez viuda de Ramos, alternaba su estadía en la chacra durante el verano, mientras en las temporadas invernales se trasladaba a su domicilio de la ciudad. Había contraído segundas nupcias con don José Lastra y falleció en su casa del barrio de San Miguel, el 26 de junio de 1865.
Ella se había reservado la fracción sur con frente al camino de Gauna y fondo al arroyo, donde se hallaba edificada una casa de campo con trece habitaciones de ladrillos asentados en barro, techos de tejas francesas, puertas de pino, rejas en las ventanas y habitaciones con piso simple ladrillo, rodeada de parrales y montes frutales.
María Josefa Ramos de Garmendia
De su matrimonio con Alonso José Ramos, doña Juana dejaba una hija nacida en 1817, llamada María Josefa y si bien su segundo esposo la sobrevivió, no existían bienes gananciales. Su patrimonio pasó íntegro a su hija, casada por entonces con don José de Garmendia y Alsina, hermanastro del famoso militar José Ignacio Garmendia.
Poco después falleció en plena juventud su esposo dejándole una pequeña hija, Anita Garmendia, que a su vez murió en 1876 a los 25 años de edad. Doña Josefa, sola y deprimida por esta desgracia, alejada de sus parientes y amistades y afectada por una avanzada arterioesclerosis, murió el 7 de julio de 1878 en su domicilio de Chacabuco 823, con la única compañía de cuatro sirvientes de color.
La mitad norte de la chacra, limitada por el arroyo Maldonado había sido arrendada, reservándose la dueña la fracción más cercana con frente al camino de Gauna, donde se hallaba el edificio principal que María Josefa, al igual que su madre, ocupaba esporádicamente, pues prefería habitar una casa del pueblo de Flores que alquilaba a la familia Vivot.
No dejaba herederos forzosos y tampoco había hecho testamento, por lo que sus bienes, en principio, pasarían como herencia vacante al fisco, a menos que unos parientes lejanos pudieran probar su vocación hereditaria.
A pesar de no ser herederos, sus cuñados el ingeniero Alejandro Garmendia y su hermano el teniente coronel José Ignacio, este último por entonces Jefe de Policía, se presentaron a la Justicia tres días después de su deceso, para iniciar como administradores, el juicio sucesorio de doña Josefa. Ellos sabían que existían algunos parientes lejanos con derechos a la herencia “a quienes será necesario llamar oportunamente por edictos, mientras tanto –afirmaban– hemos creído nuestro deber denunciar al Juzgado el fallecimiento de dicha Señora a fin de que los bienes no queden abandonados y se nombre un curador que tome posesión de los mismos e inicie el juicio testamentario a la brevedad posible”.
Publicados los edictos, los herederos legítimos se presentaron en agosto de ese año. Eran personas humildes, hijos de una prima hermana de la señora de Garmendia y para acceder a la herencia, debían probar que Alonso Ramos, abuelo de la difunta y Francisco Ramos, su bisabuelo, eran hermanos. El plazo legal era exiguo, considerando que algunos documentos debían ser ubicados en España y se cumplió sin haber podido completar los herederos este trámite, ni obtenido del juez, una mayor prórroga.
Por su parte, el teniente coronel Garmendia, alegando que no habían “probado ser parientes”, pidió que se los apartara de la sucesión “imponiéndoles silencio para siempre”, que el asunto se considerara “cosa juzgada” y que se los condenara además a pagar las costas del incidente. Así fue como estos herederos, por una discutible resolución judicial, fueron en principio, marginados de la testamentaria.
José Ignacio Garmendia tomó posesión como curador de los extensos bienes de la difunta, constituidos por propiedades en la capital y la chacra de Flores. Esta última, valuada en 48.000 pesos fuertes, equivalía en moneda corriente a 1.200.000 pesos.
Hasta entones, la sucesión se había iniciado “ab intestato” por lo que excluidos los herederos que no pudieron justificar su parentesco, los bienes pasarían al Consejo Nacional de Educación como herencia vacante. Pero un hecho inesperado habría de cambiar el curso de los acontecimientos.
En efecto, a los seis meses de iniciada la sucesión, en enero de 1879, apareció un misterioso testamento ológrafo atribuido a doña Josefa donde declaraba que, no teniendo herederos forzosos, nombraba como tales a sus cuñados Alejandro y José Ignacio Garmendia. Dejaba también algunas sumas de dinero a sus ahijados y sirvientes “en recompensa por lo que me han acompañado” y “como recuerdo por el cariño que le han transferido a mi hija Anita”.
Los flamantes herederos se movilizaron rápidamente y solicitaron la protocolización de este documento; dos calígrafos certificaron su autenticidad y comenzaron a partir de entonces a actuar como únicos y legítimos propietarios.
La herencia de Josefa Ramos de Garmendia era muy importante; baste señalar, que los bienes a repartir consistían en la lujosa casa de su habitación sobre la calle Chacabuco con su mobiliario completo, tres propiedades en la calle Alsina, dos en la de Potosí y la extensa chacra de San José de Flores. Esta última, mensurada por el agrimensor Felipe José Arana, se componía de 107 cuadras cuadradas, valuadas en 1.700.000 pesos moneda corriente, mientras los edificios fueron estimados en 129.700 pesos.
Los Garmendia realizan los bienes
Mientras tanto, la aparición de este testamento provocó un impacto en los parientes desplazados, que todavía no se habían resignado a perder tan fácilmente todos sus derechos, y encabezados por la señora Josefa Pérez de Bizzanelli, se presentaron en mayo de 1880 ante el juez Salustiano Zavalía pidiendo un peritaje del documento, al que calificaron abiertamente de falso.
Por su parte, los Garmendia reaccionaron solicitando se rechazara esta acción por temeraria, ya que “estos señores” no habían podido “probar el parentesco y que aunque lo justificaran estarían descalificados por haber sido ellos herederos instituidos por testamento”. El juez hizo lugar al pedido, apartó a los presuntos herederos del trámite sucesorio y los condenó al pago de las costas del incidente.
Los hermanos Garmendia pidieron luego al magistrado, que con “la mayor urgencia procediera cuanto antes a la enajenación de las propiedades de la testamentaria ubicadas en la ciudad para atender al pago de los gastos apremiantes y evitar ejecuciones contra ellos”. También la chacra de Flores debía ser subastada de inmediato y en un solo bloque, para concluir rápidamente la sucesión y evitar mayores erogaciones, propuesta que fue resuelta favorablemente.
En estas circunstancias estalló la revolución de 1880 y mientras el coronel Garmendia luchaba a favor del gobernador Carlos Tejedor, las tropas nacionales ocuparon esporádicamente el vecino pueblo de Flores, lo que produjo numerosos daños en la chacra de Garmendia, pues las caballadas del ejército fueron alojadas en sus extensos alfalfares. Su arrendatario don Luis Tonello, se presentó como damnificado, recibiendo una indemnización de 14.000 pesos en letras de tesorería, de los que se incautó Rafael Petrucci, apoderado de Alejandro Garmendia en 1884, a cuenta de los arrendamientos impagos del colono.
Aprobada la venta de las tierras, el martillero Mariano Billinghurst hizo anuncios en los principales diarios, fijando para el domingo 16 de noviembre de 1880 a las 3 en punto de la tarde, el remate judicial de la “gran chacra sobre el camino de Gauna, situada como a ocho cuadras de la Estación San José de Flores del Ferrocarril Oeste” en el Cuartel 5° de campaña. Su base de 1.133.333 pesos moneda corriente, correspondía a las 2 terceras partes de la valuación. La carpa se erigió sobre los mismos terrenos y varios carruajes se instalaron para conducir a los potenciales compradores desde la estación Flores, pero la subasta fracasó por falta de postulantes.
Es que el cuestionamiento del testamento por los parientes carnales de la difunta continuaba en la justicia y días antes, habían impugnado los remates, publicando en los diarios una solicitada donde expresaban que la subasta de los bienes de Josefa Ramos de Garmendia no podía realizarse válidamente por que existían “herederos que han acreditado su título hereditario y que anulando el Testamento serán los dueños de esos bienes”.
Ante esta situación, los abogados de Garmendia solicitaron que para no entorpecer la marcha normal de la sucesión, los escritos de estos pretendientes se tramitaran por “cuerda separada” y así se hizo, abriéndose un nuevo expediente judicial.
Don Enrique Tully Grigg
En el ínterin, el martillero fijó como nueva fecha de remate de la chacra, el domingo 26 de diciembre de 1880, oportunidad en que Enrique T. Grigg pagó por ella 1.134.000 pesos moneda corriente, suma que depositó en los primeros días de enero en el Banco de la Provincia.
La escritura de compra detallaba minuciosamente las medidas de la propiedad adquirida con sus edificios, alfalfares, plantaciones y cercos: “de forma irregular y mil ciento cuarenta y un metros de frente al sudeste sobre Gaona, y de fondo al noroeste mil trescientos ochenta y cinco metros, encerrando un área de ciento siete cuadras y veinte y cuatro centésimos de otra”.
Poco después, con la participación del agrimensor Arana, el comprador cercaba toda la propiedad, comenzando por su frente a la calle de Gauna donde se encontraba el antiguo lazareto de Flores.
El nuevo propietario había nacido en 1840 en Río de Janeiro, donde su padre Federico Grigg se desempeñaba como Comisionado del gobierno inglés para la supresión de la esclavitud; tenía por tanto la nacionalidad inglesa. Había llegado a Buenos Aires en 1863 y se desempeñó eficientemente como comisionista de bolsa, casándose cuatro años después en la Catedral protestante de San Juan con María Elena Dowse, hija de su colega George y de Dickson Grant.
Enrique Tully Grigg hizo rápidamente fortuna; en octubre de 1868 nació Lucy su primera hija y en 1870 Enrique Tully junior, a los que siguieron cinco hijos más. En 1872 compró varias hectáreas de tierras en la Boca, las que comenzó a lotear en los dos años siguientes. A partir de 1873 se mudó a una extensa casa quinta que había adquirido sobre la calle Victoria en Almagro, vecina al límite de la capital con el partido de Flores.
Era un simpático y activo personaje que mantenía fuertes vínculos con la colonia inglesa, siendo amigo de David Methven, Roberto Inglis Runciman, los hermanos Mulhall y otros vecinos de Flores de la misma colectividad. Como “brocker” o comisionista de Bolsa, Grigg realizó numerosas inversiones inmobiliarias con fines especulativos, comprando grandes extensiones de tierra en los territorios nacionales recién incorporados a la nación por la campaña de Roca. Lamentablemente su salud se fue deteriorando paulatinamente y aunque poco antes de morir hizo un viaje a Europa para realizar consultas médicas, su destino estaba sellado.
Falleció en su quinta de Almagro en la tarde del 13 de marzo de 1887, luego de una agonía de varias semanas, siendo inhumado al día siguiente en el antiguo Cementerio Británico. Tenía entonces 47 años y había hecho testamento el 5 de marzo, señalando que era hijo de Federico Grigg y de Francis Piers y que antes de casarse con su esposa, ninguno de los dos “tenían bienes de fortuna”.
Dejaba trunco su loteo en la calle Defensa y terrenos en Barracas, linderos con Jose Gregorio Lezama y la estación Riachuelo, una isla en el Tigre, una quinta en la estación Martínez, una estancia en Lincoln de 9 leguas cuadradas, y nada más ni nada menos que 40 leguas cuadradas de tierras fiscales, destinadas en su mayoría a pastoreo, en las provincias de Buenos Aires y Río Negro.
Grigg tenía prevista la apertura de calles y el loteo de la antigua chacra de Garmendia, tareas que no pudo concretar por su larga enfermedad, razón por la cual, en 1887, celebró un contrato de venta con Miguel Villarraza por la suma de 321.720 pesos, recibiendo una seña de 10.000. Después de su muerte se escrituraron las tierras a favor de la firma Mallmann y Cia.
Para esta fecha ya hacían siete años que los Garmendia se habían desvinculado de las propiedades de su cuñada y ya no quedaban otros bienes para repartir, pero la historia no terminó allí, como veremos más adelante. Pero antes de continuar, pasemos a considerar la primera de las irregularidades cometidas en la venta de tierras tan valiosas o sea, el primer delito que afectó a la chacra de la señora de Garmendia.
Primer delito: la venta ilegal de tierras del Estado
Si observamos el plano del loteo del pueblo de San José de Flores levantado entre 1808 y 1825, notaremos inmediatamente que esta familia sólo había urbanizado el centro de su propiedad, o sea la parte que atravesaba el Camino Real del Oeste, actual Rivadavia. Y que como adelantamos más arriba, el apoderado de los Flores, don Antonio Millán, había vendido al chacarero Alonso Ramos en la fracción norte, mucho más de lo que legalmente les correspondía.
Este exceso se hace muy ostensible en los fondos de la propiedad, que en su deslinde con las tierras de los jesuitas, (actual Avenida Alvarez Jonte), se abría en una extensión tres veces mayor a lo establecido en los títulos originales.
¿Cuál era el origen de estos sobrantes? Muy sencillo, a fines del siglo XVIII se estableció un cambio en la forma de mensurar las suertes de chacras y estancias. Hasta entonces algunos tomaban como base para establecer los rumbos que debían seguirse en los deslindes y mensuras, el norte verdadero y otros, el que marcaba la aguja de la brújula. Entre ambos existía una variación de aproximadamente 17 grados, que producía sobre el terreno, la aparición de importantes sobrantes.
Hacia el oeste, zona de grandes extensiones de chacras, no hubo problemas en aplicar la nueva medición, pero a medida que nos acercábamos a la ciudad, desde el pueblo de Flores hacia el este, se habían erigido muchas construcciones valiosas que quedaban fuera de los antiguos rumbos de sus terrenos, por lo que se decidió no innovar.
Así entre las mensuras del este y del oeste aparecieron sobras de tierras; dos propietarios, Isidro Lorea y Agustín Pesoa, mantuvieron en vida un reñido pleito por ellas, pero muertos ambos, don Antonio Millán, más expeditivo, procedió silenciosamente a capitalizar esta diferencia a su favor. Notó que en la fracción norte de la propiedad de los Flores, se formaba un triángulo o “tijera”, que en su fondo llegaba a medir 1600 varas, cuando según los títulos la chacra original sólo tenía un ancho legal de 500. Por esta circunstancia, Millán vendió en bloque “todo lo que se encontrara debajo de los linderos” a don Alonso José Ramos.
Pero el problema de la venta ilegal de los sobrantes si bien pasó muchos años desapercibido, se puso en evidencia cuando el agrimensor Felipe José Arana, pidió todos los títulos de propiedad para realizar la mensura general del partido. Puesta la novedad en conocimiento de la entonces Municipalidad de Flores, se inició en 1873 un juicio de reivindicación de tierras contra la señora Ramos de Garmendia, realizándose al año siguiente una nueva mensura.
La Municipalidad, reclamaba como suyos, los sobrantes vendidos ilegalmente. Luego de un reñido pleito, que continuó aún después del fallecimiento de la propietaria, la cuestión finalizó con una transacción donde los hermanos Garmendia, herederos instituidos por testamento, reconocían como propiedad municipal una fracción de 12 cuadras, ubicadas en el costado noroeste y linderas con la quinta de don Vicente Zavala y la Municipalidad desistía de mayores reclamos en el futuro.
O sea que este primer hecho delictuoso, la venta ilegal de tierras del estado, se solucionó muy favorablemente para los propietarios con la entrega en compensación de sólo 12 hectáreas al Municipio de Flores.
Segundo delito: el testamento falso
Dijimos que Villa Santa Rita se erigió sobre la base de dos hechos delictuosos; el primero como hemos visto, fue la venta ilegal de tierras del estado que no pertenecían a los propietarios y el segundo fue la gravísima falsificación del testamento de Josefa Ramos de Garmendia que despojaba a los verdaderos herederos a favor de los cuñados de la difunta.
¿Cómo había aparecido este curioso documento? Veamos.
Ya se había hecho el inventario y tasación de los bienes de doña Josefa y designado el martillero para la subasta, cuando se presentó ante el juez de la testamentaria un húngaro llamado José Kellemen, para hacer entrega de un manuscrito que tenía en su poder y que resultó ser un desconocido testamento ológrafo de la señora de Garmendia, redactado de su puño y letra y refrendado además con la firma de dos testigos, Luis Crocco y Nicolás Oro.
Este nuevo documento, fechado el 10 de marzo de 1878, variaba la situación jurídica de la sucesión al instituir como únicos herederos de su fortuna, a sus cuñados Alejandro y José Ignacio Garmendia.
Kellemen señalaba que el mencionado testamento le había sido entregado en custodia por la señora de Garmendia a su esposa doña Teresa Vignatti y que habiendo fallecido esta última, viajó para olvidar sus problemas al Brasil y a su regreso, leyó casualmente en los diarios los edictos de la sucesión de Garmendia y recordó este papel que yacía olvidado en uno de los muebles de su casa.
Lo poco verosímil de esta versión y otros antecedentes que recordaban el escaso afecto que la señora de Garmendia sentía por sus cuñados, dio a los herederos desplazados la certeza de que su testamento era falso. Sobre esta base y representados por la señora de Bizzanelli recorrieron diversos estudios jurídicos exponiendo el caso, pero en casi todos ellos los desahuciaron, señalando que el asunto ya era cosa juzgada, o que ellos, personas sin mayores recursos y humildes trabajadores, no podían hacer frente judicialmente a personajes tan importantes y considerados de la sociedad argentina.
Finalmente consiguieron un letrado patrocinante, resignando para ello gran parte de los derechos sobre la herencia. Así fue como se presentaron al juez cuestionando esta vez la legitimidad del testamento. Pero los Garmendia alegaron que estas personas no tenían ningún derecho, pues habían sido apartados de la sucesión por sentencia judicial firme al no haber podido probar que eran parientes de la difunta. Pedían que se les impusiera “perpetuo silencio con condena a costas” y así lo hizo el juez de primera instancia, pero los damnificados apelaron y el fallo pasó a la Suprema Corte.
Tres años después, los camaristas fallaron dando la razón a los presuntos herederos, pues la cosa juzgada se refería a no haber presentado en término la certificación de su parentesco, mientras la falsificación del testamento era un asunto jurídico nuevo. Pero este incidente demoró tres años la resolución de la cuestión de fondo, que era la falsedad de este documento.
La opinión de los peritos calígrafos
Los herederos presentaron un acreditado calígrafo, -impugnado por Garmendia que proponía a los mismos que habían certificado originariamente la autenticidad al tiempo de su protocolización- y el juez, designó de oficio a un tercero. Habíamos llegado ya al año 1889, o sea once años después del fallecimiento de la señora de Garmendia
El primer peritaje, entregado al juez el 28 de agosto de 1891, estuvo a cargo del calígrafo don Enrique Hoyo, quien tal vez por la calidad de las personas implicadas en esta contienda, eludió hábilmente pronunciarse en uno u otro sentido, aunque llamó la atención del profesional:
“La rigidez, la perplejidad y las titubeaciones en general con que han sido trazadas las palabras que constituyen el cuerpo del testamento”. En semejantes casos embarazosos, expresaba, el perito ”está contraído a emitir un parecer concluyente y definitivo únicamente cuando del estudio concienzudo que haya hecho se deduzcan circunstancias que palmaria y manifiestamente le induzcan a afirmar en un sentido u otro, o de lo contrario tiene que presentarse en la forma en que lo hago”, es decir que “no es posible declarar del punto de vista caligráfico que el testamento de Doña Josefa Ramos de Garmendia sea apócrifo, encontrándome cohibido, por las anomalías que he apuntado, de declarar también lo contrario” .
Tanta ambigüedad movió a solicitar el nombramiento de un tercer perito, recayendo la elección en don Adolfo Aldao, impugnado también por Garmendia. Este profesional fue categórico en declarar la falsedad del documento: “en la convicción mas perfecta que tanto la firma como el contenido del testamento han sido adulterados, dejando rastros inequívocos de la falsificación”; “la firma del testamento es calcada” hay variantes “entre la forma habitual de escribir de la Sra. de Garmendia y la utilizada en el testamento”.
Este dictamen, apelado por José Ignacio Garmendia, fue defendido por la señora de Bizzanelli a través de su letrado. Se inició así un proceso aclaratorio, con absolución de posiciones y la comparencia de testigos. Alejandro Garmendia había fallecido y José Ignacio en principio no se presentó a la requisitoria judicial, luego lo hizo por medio de un apoderado, el Dr. Ernesto Pellegrini.
Este último, volvió a impugnar la pericia del calígrafo Aldao y el juez de la causa decidió nombrar esta vez a una comisión de peritos integrada por Pedro Uzal, Juan C. Oyuela y Juan Ramón Silveyra.
El amplio dictamen de estos últimos certificó una vez más, la falsedad del testamento, acotando que la forma de escribir de la señora de Garmendia era en estilo español, mientras el texto del testamento estaba hecho en letra cursiva inglesa; que existían expresiones no usuales en escritos de nuestro país y propias de extranjeros y detalla las mismas. En conclusión, este cuerpo de peritos, “certifica que el testamento de la señora de Garmendia es falso”.
La “banda de los napolitanos”
En el curso de la investigación, se pidieron informes a la Legación Italiana, a la policía de Rosario y del Uruguay sobre Kellemen, Crocco, Oro y otros implicados. Se descubrió que todos tenían procesos en Nápoles por falsificación de documentos públicos, que estuvieron procesados y expulsados del Uruguay, donde Kellemen había cometido un asesinato y que habían falsificado en esa ciudad y en La Plata, billetes de lotería.
Y respecto a la señora Teresa Vignatti, salió a luz que era curandera y adivina, que leía el futuro en las cartas y que había conocido accidentalmente a la señora de Garmendia, pero durante meses estuvo recluida enferma en su casa y por tanto no podía haber recibido en custodia el testamento de esta última. Además, había fallecido tres meses antes que la testadora, sin que ésta hubiera tratado de recuperar este documento.
Por su parte, Kellemen había afirmado que a su vuelta de Brasil recordó el testamento y lo buscó entre los muebles de su mujer, cuando se probó que antes de viajar había vendido todo su mobiliario.
En el curso del juicio comparecieron los dos testigos del testamento, Luis Crocco y Nicolás Oro. El primero señaló que conoció a la señora de Garmendia “con motivo de haber acompañado a su amigo Nicolás Oro a Flores a efectos de ver a la señora y tratar de alquilarle una casa y que encontraron que “la finada estaba escribiendo un documento copiándolo de otro y les pidió que la esperaran un poco y cuando hubo concluido, les presentó su papel y les dijo que era su testamento, pidiéndoles que lo firmaran como testigos y agregando que los prefería en ese carácter como extranjeros, para que los parientes no tuvieran conocimiento de sus disposiciones testamentarias”. Algo similar declaró el otro testigo Oro.
Señalaba el abogado de los herederos la incoherencia de que la señora de Garmendia, de elevada posición social y con amistades y relaciones más íntimas, antiguas y respetables, hubiera confiado en dos testigos accidentales. Le llamaba la atención la rapidez con que esta señora se había dejado conquistar por estos dos extranjeros desconocidos para hacerlos figurar en su testamento.
Y ahora fue cuando se recurrió por primera vez, a un novedoso método de prueba: el uso de fotografías. Los dos testigos habían conocido a la señora de Garmendia quien les había pedido que refrendaran su testamento, por lo tanto se les presentaron cuatro fotografías. Debían reconocer cuál de ellas correspondía a la testadora. Tanto Crocco como Oro manifestaron no poder distinguir cual era el de la señora Josefa Ramos de Garmendia. Alegaban que solamente la vieron dos veces, once años atrás. Esta prueba se consideró decisiva para inclinar el juicio a favor de los herederos despojados.
Con respeto a esta declaración y refiriéndose específicamente a Crocco, el abogado de los herederos afirmaba: “Extranjero, desconocido en todas partes, menos en los tribunales del crimen, aventurero anónimo, y sin embargo, sólo con dos entrevistas obtiene una de las más altas pruebas de confianza que una persona puede dar a otra y después ni siquiera recuerda los rasgos fisonómicos de la dama cuyo testamento suscribe. En este caso todos los retratos son disímiles, los diferentes semblantes no presentan entre si ni los más remotos puntos de semejanza y si no lo distingue, la razón es bien sencilla: porque jamás los vio.”
Además se probó que Crocco no se encontraba en Buenos Aires sino en Montevideo al momento de aparecer firmando como testigo el testamento de la señora de Garmendia.
Y en cuanto al otro testigo Oro, se comprobó que era calígrafo y estaba sospechado de haber sido el autor del testamento falso. Para ello se habían valido de recibos solicitados al arrendatario Tonello por el apoderado de Alejandro Garmendia, don Rafael Petrucci. Este último intentó presentar para su cotejo con el testamento, estos mismos recibos, previamente falsificados por Oro. Se comprobó también que Petrucci, tenía amistad con Kellemen, Oro, Crocco y otros implicados.
El abogado de los herederos señalaba: “La Señora de Garmendia murió intestada. Varios individuos de una banda organizada para estafar y apoderarse de lo ajeno, se apercibieron de este hecho, por los medios que ellos tienen a su alcance y resolvieron hacerla disponer por escrito de sus bienes, inventando un testamento ológrafo. Dividiéronse el trabajo, encargándose unos de la falsificación de la letra y firma de la Señora de Garmendia, otros de obtener los documentos auténticos que debieran servir de modelo para la falsificación y otros de presentar el testamento una vez concluido a las autoridades. Dos de estos mismos, sirvieron de testigos en el testamento. Para hacer la historia verídica y circunstanciada de la sociedad de napolitanos constituida en esta ciudad con el objeto de falsificar testamentos y estafar a medio mundo”.
El letrado la denomina “la banda de los napolitanos”, pues “resultan napolitanos Petrucci, Oro, Crocco, Vichione, de Nuncio, Dessiani, Facio, Placido, Forte y casi todos los conspicuos personajes que estafaron a diferentes personas; después de todas las investigaciones realizadas. De modo que cuando los inventores de la grotesca fábula nos presentaban a la infeliz Teresa Vignatti, camino de Flores, acompañada de su digno esposo José Kellemen, cuya siniestra biografía vendrá en breve de Montevideo, con el objeto de recoger en sagrado depósito el testamento de una digna matrona argentina -en marzo de 1878- la misma agonizaba en su lecho a enorme distancia de aquel pueblo y víctima de una enfermedad que la inhabilitaba para el menor movimiento”.
Bien, a esta altura existe una primera pregunta clave en todo hecho delictuoso ¿a quien beneficia? Y aquí no cabe duda que a los hermanos Garmendia. Y es más sospechoso aún el manejo, cuando Alejandro nombra su apoderado, a Rafael Petrucci.
Entretanto, un suceso policial con amplia difusión en todos los diarios, daba cuenta del descubrimiento de una banda de falsificadores italianos y entre los delincuentes involucrados figuraban los dos testigos del testamento de Juana Ramos de Garmendia. Esta vez fueron descubiertos al fraguar el testamento de un señor Juan Bautista Branizan, que designaba beneficiaria a la señora de Rafael Petrucci. La misma “banda de los napolitanos”, había falsificado antes el testamento de un señor Betanzos, maniobra que también fue descubierta.
La sospecha de falsificación ya fue certeza, cuando un año después Kellemen y Crocco debieron huir del país bajo una orden de prisión, después de cometer una estafa, suceso que tuvo inmensa resonancia en la prensa nacional y extranjera. Kellemen que figuraba como extraño y desconocido para Crocco, testigo del testamento, ahora aparecía estafando junto a él.
El coronel insiste en la autenticidad del testamento
Sobre esta base, el juez Dr. Garay falló el 19 de octubre de 1893 “declarando probada la falsedad del testamento ológrafo atribuido a Doña Josefa Ramos de Garmendia y protocolizado como tal en el Registro del escribano Don Eduardo Ruiz; cuyo testamento declaro asimismo nulo y sin efecto alguno”.
El fallo exoneraba del pago de costas a la sucesión de Alejandro Garmendia quien aparentemente no había dejado bienes a su fallecimiento y a José Ignacio por cuanto su conducta en el juicio revela que su intención no fue jamás aprovecharse de un testamento de cuya falsedad estuviese convencido”.
El fallo fue apelado por este último en febrero de 1895, señalando su representante el procurador Coronado, “que consideraba agraviante a los derechos que represento, la sentencia que el Juzgado ha pronunciado en esta causa, vengo en tiempo a interponer contra ella el recurso legal de apelación”.
Dos años después, la Cámara confirmó el fallo apelado, considerándolo justo. Señalaba el dictamen que el testamento había aparecido en forma misteriosa y anómala, que los firmantes eran extranjeros absolutamente desconocidos, aún para la testadora. Que dado los antecedentes criminales de Kellemen, Crocco y Oro, “su intervención en el pretendido otorgamiento del testamento es sin duda alguna sospechosa”. Por estos y otros argumentos y además por las abrumadoras pruebas de las pericias caligráficas, la Cámara confirmó la sentencia de primera instancia.
“Todo hubiera quedado en la nada —dice el letrado de los herederos— sin la sublime perseverancia de una débil mujer, mi representada, la señora Josefa Pérez de Bizzanelli que resistió el tiempo, las contrariedades, la miseria, la secreta laxitud moral inherente a la lucha contra el poderoso, la pesada carga de una familia numerosa, los atrayentes ofrecimientos de una solución quizás exigua, relativa a la cuantía de los bienes (los Garmendia le ofrecieron la mitad de la herencia para dejar todo en el estado en que estaba) las angustias de la más cruel incertidumbre, la falta de medios y recursos aún para traer de Europa los documentos, el fallo adverso de los Tribunales, la indiferencia de los más y la refinada perfidia de algunos que le pintaban su causa como absolutamente perdida y por último aquella sentencia famosa, imponiéndole perpetuo silencio, con especial condenación en costas, la cual hiriendo a persona de menos entereza hubiera destruido toda esperanza de reparación y de justicia”.
Los Garmendia, según expresión del letrado de la otra parte, “tenían a su favor el concepto social, el dinero llave de oro que abre muchas puertas, la influencia máquina de guerra que derriba todas las fortalezas y por último la debilidad del adversario”. Ya dijimos que los litigantes eran gente humilde.
Bien, ganado el pleito por Josefa Pérez de Bizzanelli y los otros herederos, correspondía a Garmendia reintegrar el dinero mal habido, no sólo el de la venta de la chacra sino muy especialmente el de las valiosas propiedades y mobiliario del centro.
Pero el coronel Garmendia señaló que recibió de esta sucesión solo 400.000 presos de la antigua moneda corriente o sea 16.000 pesos moneda nacional. El resto fue dividido entre su hermano Alejandro que los consumió en vida, los legatarios y los extensos gastos. Por lo tanto ofreció arreglar el problema entregando a los damnificados 10.000 pesos moneda nacional que dice, es más de la mitad de lo que recibió. Y presionó en varias oportunidades a la señora de Bizzanelli para que declarara que todo este asunto “no había afectado su buen nombre y honor”.
La oferta de Garmendia, “no se aceptó -dice el expediente judicial- a causa de las exigencias de la parte demandante”. Ya era el año 1899, a casi 25 años del fallecimiento de Josefa Ramos de Garmendia. Desconocemos cuáles fueron las providencias posteriores y cómo terminó este asunto, porque el incidente testamentario termina allí.
El resarcimiento debió tramitarse en un nuevo juicio en el fuero civil, pero nos queda la impresión, que la señora de Bizzanelli y los legítimos herederos, consiguieron después de tantos años de luchas y padecimientos, una frustrada victoria “a lo Pirro”. Las propiedades de la señora de Garmendia habían sido adquiridas por compradores de buena fe y nada se podía hacer contra ellos.
La inocencia del coronel Garmendia
En rigor de verdad, creemos que José Ignacio Garmendia estuvo al margen de la falsificación del testamento y que el verdadero autor de la maniobra habría sido su hermano Alejandro con la complicidad de su apoderado don Rafael Petrucci, quien le presentó a los autores materiales del delito. El calígrafo Oro fue el encargado de confeccionar el documento falso y recibió por ello 30.000 pesos.
En marzo de 1890, el coronel Garmendia había declarado que: “cuando apareció el testamento, el absolvente no lo creyó auténtico y se dirigió a algunos de los sirvientes de la señora Ramos de Garmendia para preguntarle, quien era doña Teresa Vignatti de Kellemen. Le dijo Ildefonsa Ramos, una sirvienta de la señora, que efectivamente iba allí una doña Teresa especie de curandera que le llevaba siempre unturas a la señora y por sobrenombre le había puesto “la gringa adulona”, por haber catequizado de tal modo a la señora que se pasaba largos tiempos con ella. Que si bien es cierto que el no creyó al principio que el testamento era auténtico, después ha tenido razones para creer lo contrario.”
Y como tal siguió en esta tesitura hasta el final del juicio. Su hermano Alejandro en cambio, que aparecía como el más comprometido, no pudo ser indagado pues falleció el 31 de octubre de 1889, pocos días antes de ser intimado a presentarse ante el juez para tomarle declaración y absolver posiciones. Según uno de los testigos, habría ofrecido a Petrucci la tercera parte de lo que le correspondiera en la herencia.
La Constructora de San José de Flores y el barrio “Progreso”
Mientras tanto, ¿qué había sido de la chacra de la señora de Garmendia? La dejamos en el momento en que fallecido Enrique Tully Grigg, había pasado a poder de Mallmann y Cia en 1887. En los dos años siguientes se traspasaron nuevamente la posesión entre diversos especuladores de tierras, entre ellos Juan Parpaglione y Jorge Born y finalmente pasó a poder del Dr. Juan José Soneira quien mandó confeccionar por el agrimensor Julio Díaz, el plano del loteo de lo que denominó Barrio Progreso, encomendando las ventas al martillero Enrique Sauco, quien era su socio en este negocio.
Con este nombre de Progreso se publicitó el loteo en los diarios en abril de 1887, adjudicándose la “Constructora de San José de Flores”, 85 manzanas. Esta empresa, era una de las más activas en la especulación con tierras, habiendo adquirido también la fracción lindera por el este, que había sido parte de la chacra de Isidro Lorea, donde se erigió más tarde la denominada Villa Sauze.
La Constructora se inició con un capital de 8 millones de pesos en seis series de acciones de cien pesos cada una, en gran parte suscriptas por capitalistas de Flores. Sus estatutos fueron aprobados por el Gobierno el 8 de noviembre de 1887 y sus fines eran la compra y venta de terrenos y propiedades, construcciones, locación, préstamos sobre hipotecas y sobre caución de títulos “y en general todas las operaciones que se relacionen con la propiedad raíz”.
El Directorio, elegido en la primera asamblea de socios fundadores se integraba por Mariano Escalada como Presidente, el Dr. José Antonio Terry como vice; los doctores Ramón Muñiz y Daniel Escalada y los señores Emiliano Frías, Miles Pasman y Martiniano Riglos como vocales titulares, y como suplentes Alejo de Nevares, Eleodoro Montarcé y Guillermo Mackinlay. Este último actuaba también como Gerente.
Fueron numerosas las propiedades adquiridas por esta sociedad especialmente en San Cristóbal, Almagro, Caballito, Flores y Floresta, en ese período de fiebre especulativa que precedió a la crisis del 90. Compraban terrenos grandes y chicos, loteaban y en algunos casos tomaban a su cargo la edificación de casas que se vendían en mensualidades. Muchas compras se hacían entregando al propietario una parte del valor de las tierras en dinero y el resto en acciones de la misma compañía, que iban paulatinamente adquiriendo mayor cotización.
Nace y desaparece
Villa Santa Rita
Al iniciar en 1889 el loteo parcial de las antiguas tierras de Garmendia, fue La Constructora de San José de Flores, quien las denominó por primera vez “Villa Santa Rita”. Este nombre, que evoca a la popular santa italiana; no lo usó en vida la señora de Garmendia ni tampoco existía en la zona una capilla en sus tierras que llevara esta denominación. Su origen es por ahora un misterio y en tal sentido, omitiremos toda especulación sin fundamento documental.
Al año siguiente, el famoso crack económico de 1890 llevó a la progresista Constructora de San José de Flores a la cesación de pagos y finalmente a su liquidación tres años después. Esta sociedad, se había asociado con la Compañía de Construcciones y Afirmados para pavimentar calles y edificar casas dentro de una fracción de 45 cuadras.
En los años siguientes continuó la urbanización de las tierras de Villa Santa Rita, abriéndose en los terrenos incultos numerosas calles nuevas. Una Ordenanza Municipal del 27 de noviembre de 1893, les dio por primera vez nombres, de la siguiente forma:
“En la Villa Santa Rita, paralela a Camino Gauna hay once calles, numeradas de 1 a 11, para las cuales se fija los siguientes nombres: 1.Dungeness. 2. Vírgenes 3. Monte Egmont 4. Monte Dinero 5. Deseado 6. San Julián 7. San Matías 8. Camarones 9. San Blas 10. Médanos 11. Indio. Después de estas calles, empezando en el camino a San Martín costeando la Villa Santa Rita por el Norte y prolongándose hacia el oeste, existe otra calle (número 13) Miranda.”
Como hemos visto, el nombre de Villa Santa Rita apareció oficialmente en un loteo de 1889, pero en los años siguientes muchos estaban disconformes con esta denominación, especialmente los miembros de la Comisión de Fomento de las Villas Santa Rita y Sauce, quienes encabezados por el comisario de policía don Juan Fernández, iniciaron gestiones ante la Municipalidad para cambiar el nombre a la naciente Villa, lo que dio margen a la sanción de la Ordenanza Municipal del 15 de septiembre de 1908 que rebautizó a estas tierras Villa General Mitre.
Villa General Mitre
El nuevo barrio incluía las tierras de Villa Santa Rita y sus linderas por el noreste, o sea, la denominada Villa Sauze -fondo de la chacra de Lorea- y los terrenos de la antigua chacra de Pesoa, todos limitados al norte por el Camino a la Chacarita de los Colegiales, denominado más tarde Alvarez Jonte, hasta su intersección con la Avenida San Martín.
Dos años después de su creación, en 1910, Villa General Mitre fue visitada por un cronista de La Nación, quien escribe:
“Hace algo más de una década los entonces potreros del doctor Sauce, como se llamaban, ubicados a quince cuadras al norte de Flores, salían a la venta fraccionados en pequeños lotes. Villa Sauce quedó demarcada y muchos obreros y algunos empleados se apresuraron a adquirir un pedazo de tierra, cuyo precio habían de abonar por cuotas mensuales a largo plazo, sistema que por aquel entonces apenas si se conocía. Poco a poco fueron levantándose algunas viviendas, las primitivas en forma de malos ranchos de adobe o cuartuchos en los que predominaba como material las latas de los tachos de petróleo. Recibió por aquel tiempo la villa el nombre de Santa Rita y su formación lenta en un principio se fue acelerando a medida que se observaba la valorización de la propiedad urbana y el alza de los alquileres”.
Y concluye: “Hoy una población densa ocupa el lugar, las casas de material dentro de su modestia ofrecen agradables perspectivas y alguno que otro chalet aristocrático ofrece una nota de distinción en el conjunto”.
Ese mismo año del Centenario, la zona ofrecía un aspecto desolado pese a los empeños de la “Sociedad de Fomento Villa General Mitre” que insistía ante las autoridades municipales para que se continuara el adoquinado de la calle Sud América (Artigas), entonces de tierra, desde Vírgenes hasta Jonte y el relleno con cascotes o ceniza de los baches abiertos en esta y otras calles adyacentes, para hacerlas transitables.
Una petición de esta sociedad detalla las necesidades más urgentes: “Colocar faroles de alumbrado, siquiera en las esquinas del radio comprendido por las calles Gaona, Boyacá, Bella Vista y Avenida San Martín y focos eléctricos en la calle Bella Vista, donde no existe alumbrado alguno y por tal causa se han producido accidentes con desgracias personales, según consta en los asientos de la comisaría 35. También debe continuarse la apertura de cunetas y nivelación de calles, así como el relleno de una gran laguna existente en la calle Indio entre Caracas y Boyacá. Otra medida que es de imprescindible necesidad adoptar es la de obligar a los propietarios de terrenos baldíos, a que construyan los cercos y aceras de ordenanza, siendo también necesario el establecimiento de los servicios de limpieza y recolección de residuos”.
Y la petición concluye: “Convendría además que la municipalidad adquiriera una o dos manzanas de las menos edificadas con destino a plaza pública, de que la localidad carece, y por último es de gran urgencia que la intendencia inicie gestiones ante la empresa de tranvías del Anglo, para que llegue hasta Villa General Mitre una de sus líneas, cumpliendo así con una cláusula existente en el contrato de fusión”.
Restitución del nombre
Desde 1908 hasta 1968, o sea durante un lapso de 60 años las tierras de Santa Rita estuvieron incluidas en el barrio de Villa General Mitre aunque su primitivo nombre se había mantenido en la memoria colectiva merced a la erección de la parroquia dedicada a esta santa en 1928.
Su segregación de Villa Gral. Mitre y la restitución de su antigua denominación fueron obra de la Ordenanza 23.698 del 11/06/1968, que fijaba los límites de los barrios de la capital, aunque ignoramos quién fue el autor de esta innovación y cuáles fueron los fundamentos de la misma.
Hoy el barrio de Villa Santa Rita ocupa parte de la antigua chacra de Garmendia, la limitada por las calles Gaona, Condarco, Jonte y Concordia, avanzando luego dos cuadras hacia el noroeste hasta Joaquín V. González. Está densamente poblado y las viejas quintas, entre las que sobrevivía en la primera mitad del siglo XX la de Juan A. Gregorini, dieron origen a loteos publicitados para una población obrera, con la proliferación de casitas de una sola planta, con calles bordeadas de plátanos y paraísos, simpáticos paisajes y la bucólica tranquilidad de sus aproximadamente 35.000 habitantes de clase media.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año IV N° 20 – Abril de 2003
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: ARQUITECTURA, ESPACIO URBANO, Avenidas, calles y pasajes, Vida cívica, Vivienda,
Palabras claves: arquitectura, Santa Rita, Barrio, Origen
Año de referencia del artículo: 1889
Historias de la ciudad. Año 4 Nro25