La historia de la fotografía argentina está repleta de ricas anécdotas, pero quizás ninguna tan especial como la que protagonizó a principios de siglo el italiano Miguel De Santi quien, en defensa de la dignidad del oficio de fotógrafo, no dudó en retar a duelo a un impertinente joven de la sociedad porteña.
La irrupción del daguerrotipo en el mundo durante la década de 1840, se sumó a la de tantos inventos, cuyas técnicas conmovieron a la sociedad del siglo XIX y que conformaron una nueva época, denominada precisamente “la era del maquinismo”.
A partir de 1843 comienzan a arribar al puerto de Buenos Aires los primeros daguerrotipistas norteamericanos y europeos, pioneros que pueden ser considerados como los padres de una importante actividad comercial: la de los fotógrafos profesionales. Durante los primeros años después de su llegada, el procedimiento conocido como “daguerrotipo” reinó en forma indiscutida en el territorio argentino, hasta que comenzó el reemplazo sin pausas por el sistema negativo/positivo. Estas económicas copias sobre papel a la albúmina significaron el fin de los costosos retratos al daguerrotipo y ambrotipo.
Posteriormente, ya hacia la década de 1860, se produce la masificación de estas imágenes mecánicas, cuya vertiente más redituable fue la retratística.
La faz artística de esta flamante profesión ya se puntualiza desde sus albores; observando los anuncios publicados en el año 1843 por la Gaceta Mercantil de Buenos Aires, notamos que el argentino Gregorio Ibarra (1814-1883), al referirse a las imágenes de Monsieur Daguerre (1787-1851), asegura “…ofrecer al público sus servicios en este ramo de las Bellas Artes”. Por esa misma época, el norteamericano John Elliot (1815-1875) refiriéndose a sus daguerrotipos, afirma que “…se halla en el caso de poder ofrecer sus servicios en el desempeño de todo lo concerniente a ese admirable arte.”
La creciente actividad de daguerrotipistas y fotógrafos en el campo del retrato, y sus aseveraciones sobre la palabra “arte”, conmovieron hasta sus cimientos a la reducida colonia artística, conformada por pintores y miniaturistas, cuyos ingresos y forma de vida se vieron en peligro ante la arrolladora competencia de aquellas cámaras de madera y sus misteriosos componentes químicos.
El gran público, atento a sus intereses particulares, apoyó sin restricciones un sistema que por primera vez le permitía acceder a su propia representación icónica. En realidad, un privilegio reservado anteriormente a las clases más encumbradas de la sociedad que podían contratar con buen dinero a los mejores pintores retratistas de la época.
Nuestros intelectuales, en cambio, rechazaron de plano las pretensiones artísticas de la nueva fotografía; Nicolás Avellaneda (1813-1885), afirmaba “…jamás una fuerza ciega, y por añadidura, esclavizada, igualará el espíritu libre e independiente del hombre”; Juan Bautista Alberdi (1810-1884) era aún más categórico al respecto: “…entre un retrato impreso por el sol, criatura secundaria, y un retrato pintado por Medrazo, criatura privilegiada de la creación, los que entienden algo de belleza han de decidirse por la obra del artista inteligente.”
En el caso de Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), su actitud fue contradictoria: cuando Pedro Narciso Arata (1849-1922) le solicitó un retrato fotográfico, el gran sanjuanino le envió un boceto al óleo pintado por Eugenia Berlín Sarmiento, por considerarlo “más digno”. Sarmiento escribía en 1884: “…es de augurar un porvenir brillante a la pintura, si el público se persuade de que la fotografía no es anotación digna de gente culta para recrear la vista”; sin embargo, como hombre de estado, percibió de inmediato la importancia política de estas imágenes fidedignas, al ordenar tomar fotografías a las tropas prisioneras de Ángel Vicente Peñaloza (El Chacho), como un recurso efectivo para mostrar que aquellas temibles montoneras “sólo eran un grupo de gauchos rotosos”, y terminar de esta manera con el mito de aquel caudillo norteño.
Una afrenta injusta
Pero si la profesión fotográfica generó todo tipo de controversias en su calidad de expresión artística, tanto entre los pintores como entre los hombres públicos de la época, la condición social del fotógrafo nunca estuvo en duda… por lo menos hasta el año 1907, cuando un inusual incidente público puso al descubierto los prejuicios sociales que ciertos niveles de la población sentían hacia aquellos trabajadores de las imágenes.
A 63 años de distancia de los primitivos daguerrotipos porteños, la fotografía nacional había pegado un gigantesco salto hacia delante; los estudios fotográficos se habían convertido en verdaderos templos del arte, con un lujo y suntuosidad increíbles, y cuyo máximo exponente era la firma Alejandro S. Witcomb, sobre la elegante calle Florida, conocida también como “la fotografía de los presidentes”.
Nuevas técnicas y procedimientos permitían obtener fotografías de una calidad insuperable; la energía modificaba el ritmo de los estudios, logrando tomas nocturnas hasta altas horas de la noche; en los diarios y revistas los lectores podían acceder a excelentes imágenes fotomecánicas; las familias se deleitaban con las fotos estereoscópicas, a través de cuyos visores se podía viajar por todo el mundo, y en los principales colegios de la ciudad los profesores impartían enseñanza de algunas materias con proyecciones fotográficas.
También los profesionales se habían multiplicado en forma notable; el censo del año 1895 arrojaba, para la Capital Federal, un total de 234 fotógrafos, discriminados en 52 argentinos y 182 extranjeros, entre los cuales se contaban dos mujeres.
Dos años más tarde, en 1907, la famosa “Guía Kraft” contabilizaba 88 estudios porteños y un nuevo censo -en este caso el de 1909- aportaba numerosas precisiones; los establecimientos fotográficos de la Capital sumaban 91 firmas comerciales y los profesionales empadronados -a partir de los 14 años- alcanzaban la increíble cifra de 619 fotógrafos, todavía con una mayoritaria proporción de extranjeros.
Buenos Aires cambiaba definitivamente su fisonomía colonial; hacia 1907 ya era una de las grandes capitales de América latina, superando en población y desarrollo arquitectónico a todas las demás. Ese año la ciudad contaba con una población de 1.083.653 habitantes, de los cuales un 40% eran inmigrantes, en su mayoría europeos.
Los italianos formaban la colectividad extranjera más numerosa de la Capital, con 250.000 personas; al servicio de estos compatriotas trabajaban numerosos fotógrafos italianos, entre ellos destacaban Caffaro, Apicella, Avallone, Benincasa, Bizioli, Coviello, Garro y Merlino, Imazio, Stenchina, Stoppani, Zuretti y muchos más; podemos afirmar que los profesionales italianos dominaron en gran medida el negocio fotográfico de Buenos Aires entre las décadas de 1880 a 1920.
Es en medio de ese mundo en vertiginosa transformación -y quizás por ese mismo motivo- que los porteños se ven sorprendidos por una carta abierta publicada en un influyente diario de la tarde, en noviembre de 1907, en la cual se pedían explicaciones y una disculpa pública, o en caso contrario un duelo por las armas, entre un conocido fotógrafo del medio y un “señorito” de la alta sociedad capitalina.
Aunque los duelos estaban prohibidos por la ley, todo el mundo estaba al tanto de la realización de estos lances armados, en especial los que se llevaban a cabo en la casona del Dr. Carlos Delcasse (1852-1941) -también entusiasta fotógrafo aficionado- en el barrio de Belgrano, y que se realizaban bajo la supervisión de aquel experto espadachín francés. De hecho en su famosa “Casa del ángel” de la calle Cuba, se contabilizó un total de 384 duelos a espada, sable o pistola.
Es preciso aclarar que por aquellos años, las ofensas al honor se dirimían por las armas; el Dr. César Viale, autor de la obra Jurisprudencia caballeresca argentina, de la cual hemos tomado estos datos, afirma que “…todos los países poseen, más o menos, tradiciones consagradas a resolver los conflictos de varón a varón, que no incumben o no se estila plantear en el ambiente de la discusión forense”.
Un duelo en defensa de la fotografía
Durante la primavera de 1907, se realizó una elegante reunión en la residencia de una conocida familia porteña, en el transcurso de la cual se comentaba en diversos tonos, el noviazgo de una señorita de tradicional apellido con un fotógrafo extranjero. En cierto momento, uno de los caballeros del corrillo, vertió duros conceptos sobre esta situación, entre ellos, que deploraba que una niña de la mejor sociedad fuera festejada por un “fotógrafo”, al que consideraba, por su profesión, perteneciente a una clase social inferior.
La noticia sobre este comentario desfavorable llegó muy pronto a los oídos del referido fotógrafo, quien de inmediato designó a dos padrinos para que lo representaran en lo que él consideraba -con justicia- una cuestión de honor.
Estos últimos, en representación de su apadrinado, y siguiendo las estrictas normas duelísticas, publicaron una carta en un diario de la tarde, en la que hacían pública la ofensa recibida por su representado, y solicitaban al imprudente mozo su rectificación y disculpa inmediata ante toda la opinión pública, o la ratificación de todo lo dicho. En este último caso se lo retaba a duelo por los procedimientos habituales, es decir la designación de un director del encuentro, la elección del lugar y fecha del lance caballeresco, la presencia de dos médicos y la elección de las armas para batirse; usualmente la espada, el sable o la pistola.
El ofendido en esta historia era un conocido profesional del ambiente fotográfico local, oriundo de Italia, llamado Miguel De Santi, y los padrinos que designó para esta ocasión eran los señores Juan A. Briano y Arturo Cueto. El ofensor era un joven de la sociedad porteña de nombre César M. Roldán, domiciliado en la calle Santa Fe 1848 y con escritorios en Florida 230 quien, ante la noticia en el diario vespertino, decidió apelar al mismo medio para aclarar el incidente y pedir las disculpas del caso al temperamental discípulo de Daguerre.
Para una mejor comprensión de este incidente, hemos decidido transcribir en forma total la carta enviada por Roldán a ese diario, pues la lectura nos ilustra sobre los prejuicios sociales que ciertos segmentos de la sociedad mantenían con respecto a los fotógrafos profesionales.
Buenos Aires, 14 de noviembre de 1907
Señores Juan A. Briano y Arturo Cueto
Mis distinguidos:
En la conferencia solicitada por ustedes, manifestándome que venían en nombre y representación de don Miguel De Santi, para exigirme la explicación y sentido de una frase empleada por mí respecto de este señor, su retracción en caso de ser si significado deprimente, y su fuese denegada, una reparación por las armas.
Haciendo esfuerzos de memoria para reconstruir dicha frase, pues que ha pasado algún tiempo desde que fue ella pronunciada, y no es posible guardar en el recuerdo con caracteres indelebles todas las insignificantes trivialidades que pueden ocurrir en la vida diaria.
Recuerdo que, efectivamente, dialogando en una reunión social con una niña, supe que su señorita hermana era festejada por dicho señor Di Santi,y como se ofreciera a dar mi opinión, lo manifesté en forma quizás algo humorística. Es lamentable que una niña de posición social distinguida sea festejada por un fotógrafo.
Porque, efectivamente, estimados señores, dentro de mi concepto en las diferentes categorías que mi criterio clasifica a las profesiones, la de fotógrafo no me parece distinguida en el sentido social de la palabra. La equiparo con la de otros gremios similares; y este es un concepto íntimo, que está en la sangre, que no puede ser desalojado, y que profesan la misma convicción que yo, todos aquellos que han tenido la suerte de nacer con cierta cuna, de llevar cierto apellido, y de poder actuar en cierto ambiente social, donde aquellos no son admitidos sino en el ejercicio de su profesión.
¿Es esto y aquella frase mía un ataque personal, una ofensa, un agravio al señor Di Santi? No, de ninguna manera. Ese es mi concepto de la profesión que ejerce Di Santi, y no de Di Santi mismo; y si Di Santi se considera personalmente ofendido por ese concepto de su profesión, significaría que él entiende como denigrante a su propio oficio.
Yo no voy tan lejos; creo que la ocupación no es distinguida, pero no humillante ni mucho menos. Por otra parte, si constituyera un agravio mi concepto de ciertos oficios, y si las personas que los ejercen pudieran por ello pedirme una retracción o arrastrarme a cada paso al terreno del honor, por esta disparidad de apreciación social, imagínense ustedes cuál sería mi situación teniendo que batirme con los cincuenta mil representantes de los gremios que encierran dentro de mi apreciación.
En cuanto a la persona del Sr. Di Santi, debo manifestarles que: salvo aquella en la cual me rectifico, jamás he tenido otras vinculaciones con él como no sean en su calidad de fotógrafo, esto es, le he encomendado trabajos en el ramo, me los ha hecho, y se los he pagado. Eso es todo.
Con lo expuesto creo dejar ampliamente satisfecha la misión de ustedes, por cuanto a la persona del señor Di Santi, según queda explicado, jamás ha sido objeto de mi atención, quizás por tener otras cosas más agradables, interesantes o graves de qué ocuparme. No quiero terminar esta carta sin manifestar a ustedes que su inusitada extensión explicativa es debido únicamente a la consideración que me inspiran los distinguidos caballeros que se han dignado favorecer al señor Di Santi con su intervención.
Saluda a ustedes con toda amabilidad
César A. Roldán
Pero la sangre no llegó al río
Como lo indica la popular frase, el enojoso asunto no pasó a mayores; César M. Roldán debió pedir disculpas personales al susceptible fotógrafo Di Santi, y este dio por concluido el episodio, que de duelo sólo quedó reducido a un incidente menor.
Sin embargo, el orgulloso señorito mantuvo firme sus curiosos “conceptos” sobre la poca “distinguida” profesión de fotógrafo. Suponemos que sus exacerbados prejuicios sólo abarcaban el campo de los fotógrafos profesionales, dado que la poderosa Sociedad Fotográfica Argentina de Aficionados (S. F. A. de A.), fundada en 1889 por el distinguido abogado Francisco “Paco” Ayerza (1860-1901), reunía por aquellos años a más de 400 miembros, la mayoría pertenecientes a la más rancia aristocracia argentina, como Marcelo Torcuato de Alvear, Leonardo Pereyra Iraola, Tomás E. Anchorena, M. A. Martínez de Hoz y otros muchos apellidos, seguramente más ilustres que el de César M. Roldán.
Este incidente, producto en cierta manera de una relación amorosa, no es el único caso que conocemos en la historia fotográfica argentina. En nuestra obra Esteban Villafañe: cronista fotográfico de Morón, relatamos la férrea oposición familiar que encontró este fotógrafo bonaerense para poder contraer matrimonio con una señorita de San Miguel del Monte, cuyos padres, fuertes estancieros franceses de la zona, se negaban a que se hija llegara al altar con un pretendiente que “era solamente un fotógrafo”.
Sin embargo, el amor triunfó sobre estos conceptos, y la boda se llevó a cabo… con abundancia de testimonios fotográficos. Hoy los nietos de aquel matrimonio aún regentean uno de los estudios más antiguos que se conservan en la provincia de Buenos Aires.
El fotógrafo Miguel De Santi
Lamentablemente, son escasos los datos biográficos sobre este impulsivo fotógrafo, cuyo nombre no figura en los libros dedicados a la historia de la fotografía argentina.
En primer lugar debemos aclarar que el Dr. César Viale lo identifica erróneamente como “Miguel Di Santi”, pero en realidad su apellido correcto era De Santi, aunque todas sus obras fotográficas las firmó como “M. De Santi”.
A través de nuestras investigaciones hemos logrado determinar que toda su actuación fotográfica la realizó en la Capital Federal, entre las décadas de 1890 a 1930.
Durante ese extenso período regenteó nada menos que cuatro estudios, todos ubicados en el sector céntrico de la ciudad.
Como la mayoría de sus colegas se dedicó en forma casi exclusiva a la fotografía retratística, en la que alcanzó un buen nivel artístico.
Gracias a las guías comerciales de la época, podemos reconstruir buena parte de su trayectoria; por ejemplo, la “Guía Argentina”, editada en 1899 por H. Montheil nos indica que ese años se encontraba instalado en la calle Córdoba 1645. Durante el mismo año en que transcurre el incidente mencionado (1907), la famosa Guía Kraft lo registra en la calle Corrientes 1761, compartiendo esta profesión con otras 88 firmas comerciales, de las que más de 50 pertenecían a propietarios italianos. Este atelier debió ser bastante amplio y cómodo, ya que poseía dos entradas para la atención de los clientes, una sobre la dirección mencionada y la otra sobre el número 1759.
Nuevamente la Guía Kraft, pero de 1910, marca el ritmo de sus actividades durante el Año del Centenario: de los 88 estudios de 1907, en el fin de la década se llega al récord de 105 fotógrafos, siempre con una fuerte presencia itálica. De Santi continúa en su local de Corrientes 1759/61. La excelente Guía Arlas de 1913 nos proporciona novedades de importancia: como muchos de sus colegas, Miguel De Santi decide ampliar sus actividades y abre una sucursal, ubicada en Carlos Pellegrini 752, en pleno Barrio Norte y apunta a captar una clientela de mayores recursos económicos, y con exigencias estéticas más definidas. Acorde con este nuevo rumbo, y debido a la fuerte influencia francesa en la cultura, bautiza a los dos atelieres con el pomposo nombre de “Fotografía Parisienne”.
Por último, el Libro verde de los teléfonos, del año 1922 aporta nuevas evidencias: el italiano De Santi ha decidido trasladar su estudio 100 metros hacia el centro, pero sobre la vereda de enfrente, en Corrientes 1676, y para una comunicación más fluida con su clientela utiliza el servicio telefónico bajo el número 541 de la central Libertad. Paralelamente, y acorde con una prosperidad lograda a través de años de trabajo, se domicilia con su familia en la calle Ayacucho 1236, una de las zonas más elegantes de la ciudad.
De Santi trabajó con todos los sistemas fotográficos de la época y supo adaptarse a los formatos que exigía la moda, desde ladeclinante “carte-de-visite”, hasta los grandes formatos como el “promenade”, “boudoir” e “imperial”, pasando por la popular “portrait-cabinet”.
Lógicamente, este correcto profesional contaba con los elementos técnicos necesarios para producir en su atelier las mejores obras de su tiempo; entre estos equipos debemos mencionar las grandes cámaras de galería, sistemas de ampliación, equipos de retoque y una galería de toma vidriada, conteniendo toda la fastuosa escenografía necesaria de muebles y cortinados para ambientar las poses teatrales de sus elegantes clientes.
Sobre esa misma Corrientes angosta, De Santi debió sufrir la dura competencia de los hermanos Bernardino y Nicolás Pascale, compatriotas suyos ubicados a escasos metros de su estudio, que contaban con gran predicamento entre la numerosa colectividad italiana.
Quizás por este motivo, De Santi adoptó las curiosas imágenes seriados -seis poses diferentes sobre un solo soporte- que constituía una de las especialidades de sus competidores, junto con las fotos tipo abanico.
En nuestro archivo histórico contamos con algunas obras de este singular artista; un portrait-cabinet muestra el retrato de un anciano con cierta iluminación de tipo “Rembrandt”; la publicidad, muy sobria, al frente, está impresa en tinta roja, e indica: “M. De Santi – 1759 Corrientes 1761 – B. Aires”; al dorso, una leyenda manuscrita aporta mayores datos sobre el modelo: “Para mis queridos hijos, Juan y María Costa, Juan B. Bignone. B. Aires, Octubre 21 de 1906”.
Otra de las piezas es un excelente retrato de bodas, en una composición acostumbrada de esa época: el novio de elegante frac posa sentado, mientras que la novia, de pie a su lado, luce un largo vestido blanco con adornos de flores de azahar, que combina con un vaporoso tul, largos guantes y un pequeño abanico haciendo juego. La imagen mide 13,5 x 19,5 cm., y se encuentra montada sobre un costoso passe-partout blanco, y con la publicidad del estudio en delicadas letras negras.
Finalmente, la obra más antigua de nuestros registros, es una tarjeta de visita (carte-de-visite) tardía, montada sobre el clásico cartón grueso y de bordes dentados, con publicidad sobre el frente y en la parte inferior, donde en letras curvas se lee: “M. De Santi. Córdoba 1645, Buenos Aires”.
Es muy probable que esta pequeña foto haya formado parte de una secreta historia de amor, y decimos esto porque fuimos protagonistas del curioso hallazgo, uno de los tantos que gratifican la vida de un coleccionista y lo estimulan a continuar en la eterna búsqueda de “la pieza”.
Hace ya varios años adquirimos en un anticuario de San Telmo un lujoso álbum del siglo XIX, que se encontraba repleto de imágenes familiares, mostrando el clásico árbol genealógico. Al revisar el álbum en detalle, nos llamó la atención una ligera protuberancia en la contratapa, casi imperceptible, que despertó nuestra lógica curiosidad de investigadores, y nos hizo hurgar entre los gruesos cartones de la tapa, hasta encontrar allí este singular retrato. Al analizarlo, nos encontramos con la imagen de un hombre joven y buen mozo, de mirada hipnótica y grandes bigotes; al dorso de la foto, y con letra firme podía leerse la siguiente dedicatoria: “A la Señora Isabel C. De Arana y familia. Su afectísimo amigo, R. Ballesteros Barros. Enero/99”.
¿Por qué se encontraba escondido este retrato en aquel álbum? ¿Quién lo colocó allí?
Todas son conjeturas, y seguramente nunca sabremos la verdad sobre este romántico caballero que permaneció oculto durante casi un siglo; sencillamente sus protagonistas se llevaron su secreto a la tumba.
Con esta otra historia de amor termina nuestra breve reseña sobre la trayectoria de Miguel De Santi; de él podemos decir que fue uno más entre los miles de fotógrafos europeos que un día tomaron sus cámaras y partieron hacia estas tierras libres de privilegios.
Todos ellos viajaban en pos de un sueño obsesivo: triunfar y “hacer la América”. Una vez en este país trabajaron fuerte y sin descanso, y la mayoría de ellos debieron empezar de la nada, pues nada traían de aquel Viejo Mundo, sólo los impulsaba una inquebrantable fe en un futuro mejor para sus hijos.
Además las dificultades propias de todo inmigrante, debieron enfrentarse inclusive con los estúpidos prejuicios de ciertos “señores”, cuyos únicos blasones consistían en la suerte de “nacer con cierta cuna”.
Pero los De Santi ya estaban conformando una nueva “aristocracia”: la del trabajo honesto y sin retaceos; ellos no poseían “ciertos apellidos”, ni provenían de “ciertos ambientes sociales”. Estaban cambiando definitivamente las estructuras económicas y sociales de esta nación… y lo lograron ampliamente. Ellos fueron los constructores titánicos de aquella Argentina que fue llamada con admiración “el granero del mundo”. A estos esforzados pioneros fotográficos todavía les adeudamos nuestro reconocimiento.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año V N° 23 – Reedición – septiembre 2009
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Categorías: Varón, Fotógrafos, Biografías, Historia
Palabras claves: Fotografo, Miguel de Santi, oficios
Año de referencia del artículo: 1900
Historias de la Ciudad. Año 5 Nro23