Una vida de novela. Sus biógrafos se contradicen, pero el aporte realizado por Lacroze al progreso del transporte en la ciudad, es indudable y digno de recordarse.
Una vida de novela
Sabido es que el apellido Lacroze es casi sinónimo de tranvía en la Argentina, y es justo que así sea pues a los Lacroze perteneció la primera concesión otorgada en Buenos Aires, así como el primer tranvía que transitó por sus calles. También suyo fue el primigenio tranvía rural, que aún hoy sigue corriendo por la misma traza original, si bien con otra denominación y totalmente transformado en un ferrocarril. Lógico es entonces que siempre haya habido un cierto interés en saber quién fue este Federico Lacroze, cuya estirpe llega hasta nuestros días.
Cuando acudimos a los diccionarios biográficos existentes en nuestro país, vemos que aparece en el de Julio Muzio, Diccionario Histórico y Biográfico de la República Argentina (1920), en el Diccionario Biográfico Argentino, de Enrique Udaondo (1938), en el Diccionario Histórico Argentino, de Ricardo Piccirilli, Leoncio Gianello y Francisco Romay (1954) y en el Nuevo Diccionario Biográfico Argentino, de Vicente Cutolo (1975).
Dentro del mismo género existen también un par de obras poco frecuentadas, si no prácticamente desconocidas: el Primer Diccionario Biográfico Contemporáneo Ilustrado, de Pedro Fontenla Facal, circa 1920, que en realidad es mas bien un “Qué es quién” de la época (pese a la paradoja de carecer de fecha de edición), pues a muy pocos de los casi 3000 personajes fichados puede considerárselos históricos; incluye, por cierto, a Federico y a Teófilo Lacroze y también —lo que bastaría para darle categoría de rareza bibliográfica— al propio autor, sobre el que, créase o no, desparrama encendidos elogios.
En cuanto al segundo, además de no hallárselo habitualmente en bibliotecas públicas, quizá su título pueda desorientar, pero aporta unas 3000 biografías, todas referidas a miembros de esa corporación, entre las que se encuentran, además de los hermanos Lacroze, a su progenitor, Juan.
Vida y obra de Federico Lacroze cobran mayor desarrollo en la colección de esbozos biográficos de Julio A. Costa, Hojas de mi diario (1929) y Alberto Larrán de Vere, Héroes del trabajo en la Argentina (1949). El primero, pese a haber sido contemporáneo de los hechos que narra —fue gobernador de la Provincia de Buenos Aires entre mayo de 1890 y agosto de 1893— incurre en no pocos dislates, y el segundo además de sufrir igual tropiezo, da rienda suelta a su imaginación.
Si hiciéramos una reseña compendiada con los datos que estos autores aportan, tendríamos que nació en Buenos Aires el 4 de noviembre de 1838 (Larrán de Vere dice 1834); sus padres fueron Juan Lacroze, francés, y Trinidad Cernadas, criolla (V.Cutolo), quienes conformaban una antigua familia de modestos recursos (J.Costa) pese a lo cual dieron a su hijo una esmerada educación (Larrán de Vere). Entró muy joven a trabajar en la casa bancaria Mallmann, hasta los 20 años (todos coinciden), en que se estableció en Chivilcoy (J.Costa nada dice de esto), buscando su independencia económica; dedicado al comercio y las actividades agropecuarias, logró cuantiosa fortuna. Allí “vive acariciando un sueño” (Larrán de Vere); establecer una línea de tranvías en Buenos Aires. Ya de regreso y con 25.000 pesos fuertes (Larrán de Vere; según J.Costa 30.000, que califica de “exiguo capital”; ¿en qué quedó la cuantiosa fortuna?), se instala como banquero (E.Udaondo) y solicita la concesión de una línea tranviaria el 24 de agosto de 1868 (E.Udaondo) la que inauguró en 1870. Dado ese primer paso se expandió a la tracción a vapor (J.Muzio), creando los tranvías rurales. Llega por último, el 16 de febrero de 1899, la hora final para don Federico Lacroze, cuando fallece a los 61 años (J.Costa y V.Cutolo) mientras preparaba la prolongación del Tramway Rural hacia Rojas (Larrán de Vere dice que estaba tramitando).
Ya desde el vamos se ven situaciones curiosas: ¿nació en 1834 o 1838?; si el padre era francés, ¿cómo pudo conformar con una señorita argentina una “antigua familia”?; si sus recursos eran tan menguados, ¿cómo pudieron darle una “esmerada educación”?; recordemos que por los años en que el niño Federico debía comenzar su instrucción primaria Rosas había suspendido las escuelas estatales al anular sus partidas presupuestarias, por lo que solo el apoyo económico de los alumnos (léase los padres) permitió que algunas subsistieran (quedando, por supuesto, los establecimientos privados); ¿cómo a un joven de 20 años con afanes de progreso se le ocurrió para ello dirigirse a Chivilcoy?; en 1854 no existía como localidad, y en 1858 (por tomar los dos posibles 20 años de Federico) apenas se había realizado la traza e instituido el primer gobierno municipal; ¿logró una cuantiosa fortuna o un exiguo capital?
Todo esto sin mencionar errores evidentes dentro de una misma fuente, pues si falleció en la fecha citada, solo tenía 60 años, no 61 como repiten todos (solo para los chinos se tiene un año al momento de nacer, pero por lo que sabemos hasta ahora don Federico no nació en la China).
Es un hecho evidente el que todos estos textos conforman lo que se denominan fuentes secundarias, además que en buena medida unos se copian de otros —y de las necrológicas—, lo que se manifiesta por la similar redacción y giros empleados. Por cierto que ninguno precisa el origen de sus datos; tan sólo Cutolo lo hace, para citar a J.Costa y Larrán de Vere, lo que es comprensible, pues en la compilación de un diccionario biográfico no es exigible una minuciosa tarea de investigación.
En síntesis, ante las dudas planteadas, decidimos verificar tales informaciones en los repositorios documentales: el Archivo Histórico Municipal de la Ciudad de Buenos Aires, el Archivo General de la Nación y el Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires en La Plata, además de los similares de Zárate, Luján y San Vicente. Allí, expedientes, testamentos, actas de defunción, juicios sucesorios, entre los principales papeles hallados, permiten formarnos una imagen más clara, desmentir algunas de las afirmaciones mencionadas, relativizar otras y, por sobre todo, proveernos las importantes informaciones de que hasta ahora carecíamos.
Aclaremos que este es un estudio preliminar, pues sólo para empezar hay que admitir que aún no contamos con el acta de nacimiento de Federico Lacroze. Pero quizá no sea necesario buscar tal documento. Solo basta tomarse una pequeña molestia en la que ninguno de sus biógrafos parece haber pensado: dirigirse al cementerio de la Recoleta donde se encuentran sus restos. Allí, en la bóveda familiar encontramos la siguiente placa:
Incluso el dato es avalado por el mismo Federico, pues en su testamento, fechado el 18 de junio de 1898, declara tener 62 años, y a su fallecimiento, 8 meses después, se nos dice que contaba 63. Podemos dar por buena, entonces, la fecha del natalicio fijada por la familia, un 4 de noviembre, reafirmada por una estación del Ferrocarril Central Buenos Aires que así se denominó, además del establecimiento rural que poseyeron sus descendientes.
¿Padres pobres o ricos?
Referente a los padres, efectivamente su progenitor fue un francés, don Juan Lacroze, y por lo tanto el fundador de la dinastía en la Argentina. Había nacido en 1803 en Castillón, pequeña localidad sobre el Dordogne, un afluente del Garona.1 Radicado desde joven en nuestro país, tuvo destacada actuación en el seno de la colectividad francesa, llegando incluso a ser condecorado con la Legión de Honor. Dedicado al comercio y a las actividades agropecuarias, desposó a una joven criolla, Trinidad Cernadas, con quien tuvo ocho hijos: Emilia, Federico, Julio, Jovita, Mercedes, Trinidad, Juan y Guillermo.
Desconocemos su posición económica en los años en que tuvo a su numerosa prole, pero cuando falleció, el 26 de mayo de 1860 —en alta mar, cerca del puerto francés del Havre- era un próspero comerciante y hacendado: una estancia con 8.000 ovejas en la República Oriental del Uruguay (en sociedad); una importante barraca y casa de comisiones en Buenos Aires, también en sociedad, una casa sobre un solar que ocupaba media manzana en la calle Sarmiento, entre Rodríguez Peña y Callao; “un sitio a inmediaciones de la plaza Once de Septiembre”; una isla de 57 hectáreas “con poblaciones, plantíos y demás mejoras”; sobre el arroyo Carapachay y un terreno en el barrio de Balvanera.
No parece, en esta época al menos, haber sido persona “de modestos recursos” y dada la envergadura de su patrimonio es fácil deducir que el mismo debe haberse formado a lo largo de un lapso más bien extenso, debido a la limitación a que le obligaría su numerosa descendencia. Por cierto que su tercer hijo, Julio, también de destacada actuación en el desarrollo de los transportes en sociedad con Federico, fue enviado a estudiar la carrera de ingeniería en París, en la Ecole Central, y sus gastos sufragados desde Buenos Aires, según ha quedado constancia. En síntesis, que seguramente Federico Lacroze habrá recibido una “esmerada educación”, gracias a la buena posición de su familia y no pese a los “modestos recursos”.
¿Entró luego a trabajar en la casa Mallmann? Imposible saberlo, aunque por cierto existió este establecimiento bancario en la segunda mitad del siglo XIX. Lo curioso es que abandonara este puesto para, en su afán de labrarse fortuna, dirigirse a la inhóspita campaña.
—”¿No has pensado en los indios?” hace decir Larrán de Vere a su gerente en imaginario diálogo, cuando intenta disuadirlo del propósito de irse a Chivilcoy “a comprar y vender frutos del país”, a lo que el joven Federico contesta: “¿Y acaso no se defienden de los indios los que viven allá?”. Aunque Costa no menciona tal estadía en Chivilcoy, es posible que haya viajado a tan incipiente localidad —aún ni había llegado el ferrocarril—, pero difícilmente para hacerse una posición. Resulta que entre las posesiones de don Juan Lacroze —que hemos omitido adrede— se hallaba también una chacra en dicho partido, que comprendía casa de azotea, molino harinero, horno, corral… toda una finca, que en parte estaba arrendada a la Municipalidad por hallarse en el ejido. Que los Lacroze tenían intereses en la localidad no cabe duda cuando nos enteramos que la hermana mayor, Emilia, se había casado con Pablo Gorostiaga, vecino de Chivilcoy, donde vivían por 1860.
De manera que si Federico se estableció allí, habrá sido seguramente para administrar la propiedad paterna. Que gozaba de su confianza nos lo prueba el siguiente hallazgo, que también reconocemos haber ocultado: la barraca y casa de comercio citada, que intervenía en el mercado externo con envíos de lana, cueros, cerdas y demás frutos del país, la tenía don Juan Lacroze en sociedad con su segundo hijo, por lo que giraba bajo la razón “Juan Lacroze e Hijo”.
Ella fue fundada el 1º de abril de 1859, lo que de por sí desvirtúa la especie de que Federico permaneció en Mallmann hasta los 20 años en 1858, para hacer luego una “cuantiosa fortuna” en Chivilcoy. Lo que es más probable es que la fortuna la haya recibido en herencia, pues don Juan murió poco más de un año después de formada la sociedad. Una vez que se repartieron sus bienes por partes iguales, ya Federico en unión con Julio pudieron empezar sus gestiones para iniciarse en la industria del transporte. Según la romántica imagen creada por Larrán de Vere, el joven Federico recuerda la distante ciudad, “con sus calles largas, llenas a todas horas de gente que no tiene más recurso que sus pies para cubrir distancias enormes. Sabe que en otros países más adelantados existen los tranvías que corren sobre carriles de acero…”
Las líneas de los Lacroze
Sin embargo, los Lacroze no fueron pioneros en pretender establecer una línea de tranvías en las calles de Buenos Aires, ni tampoco tenían sus miras centradas sólo en esta ciudad. El hecho de haber sido los primeros en obtener una concesión tranviaria y los primeros en ponerla en práctica, ha hecho olvidar que en realidad hubo quienes los precedieron, aunque más no fuera por frustradas solicitudes de concesión a las autoridades, que sirvieron cuanto menos a fin de preparar el terreno.
Fueron los señores José Rodney Crosky, Enrique Zimmermann, Santiago Bond y Eugenio Murray quienes se presentaron el 10 de marzo de 1862 al gobierno de la provincia elevando una petición en ese sentido, seguidos el día 22 por otra similar de Luis Jager y Otto Arnim. Sería interesante desarrollar qué pasó en cada caso, pero por ahora nos ceñiremos a la historia de Federico Lacroze.
Su nombre aparece ligado al tranvía porteño el 23 de agosto de 1864, cuando presenta ante la Municipalidad una solicitud para establecer en la ciudad “vías férreas para coches tirados por caballos”. Según un trabajo publicado en diciembre de 1875 por el ingeniero Julio Lacroze, y que veremos con detenimiento mas adelante, ellos fueron “los primeros en proponerlos y aplicarlos en esta ciudad, a cuya Municipalidad presentamos nuestra solicitud en 1862, como consta de autos, la que reiteramos en 1864”.
Sin embargo, pareciera que en esta ocasión don Julio se arrogó mas méritos de los que les correspondían, pues ni en los documentos conservados en el Archivo Histórico Municipal aparece tal solicitud en 1862, ni tampoco las actas del Concejo Municipal de ese período traen referencia alguna al respecto. Los primeros pedidos fueron los dos ya citados hechos en marzo de 1862 al gobierno de la Provincia, y cuando pasaron a la órbita municipal, en agosto de 1864, la Comisión de Obras Públicas tuvo buen cuidado de señalar que “se habían tenido en consideración las dos únicas propuestas presentadas, dándose la preferencia a la más ventajosa”.
Según el expediente que se armó tiempo después uniendo todas las solicitudes, la del Sr. Lacroze tuvo entrada el 23 de agosto, el mismo día de la sesión de la que hemos extraído la cita. Y para mayor abundamiento, citemos ahora el acta del 3 de septiembre de 1864, en la cual, “habiendo preguntado el Sr. Argerich qué destino se había dado a una solicitud del Sr. Lacroze para el establecimiento de tranvías en algunas calles, la Comisión de Obras Públicas manifestó que se hallaba en su despacho y observándose que se hallaban ya impresos los demás antecedentes relativos a este asunto, quedó acordado que en atención a su poca extensión se copiara y repartiera manuscrita junto con aquellos”. Creemos que con esto es suficiente para dejar aclarado el punto.
Este fue todo el avance que tuvo la propuesta de Federico Lacroze en ese momento. Ni la suya, ni las precedentes ni las que le sucedieron, tuvieron mejor suerte. La ausencia de una ley que reglamentara las concesiones tranviarias conllevaba la falta de reglas claras al respecto, ya que por empezar no se sabía quién debía ser la autoridad, si la municipalidad o el gobierno de la provincia, pues en aquel tiempo Buenos Aires era solo la capital provincial y asiento provisorio de las autoridades nacionales. También las resistencias que el nuevo medio de transporte despertaba en los desconocedores de sus ventajas contribuían a trabar una resolución favorable a los varios pedidos.
Nuevos proyectos ferroviarios
El caso es que los Lacroze, lejos de aguardar cruzados de brazos, se dirigieron a otras localidades a fin de poner en práctica sus proyectos. Empleamos el plural pues debe haber sido en este momento cuando hizo su aparición en esta historia el ingeniero Julio Lacroze, ya que había obtenido su título en Francia en 1864. Una vez en la Argentina, fue Luján la primera que registró su presencia, tal como puede leerse en el libro de actas del 6 de junio de 1865 de dicha Municipalidad: “Se dio lectura a una nota del ingeniero Sor. Lacros en la cual manifiesta la idea de poner Ferro-Carriles tirados por caballos de la Estación Luján a este centro de Población y de este a Giles y pueblos inmediatos. La Municipalidad resolvió que no estando sus atribuciones garantizar el uno por ciento sobre el capital por una parte; por otra el derecho de crear impuestos por ello corresponde a la Legislatura de la Provincia, y no a las Municipalidades, resolviéndose que el Sor. Presidente de la Municipalidad contestase al Sor. Lacros que se presentase en forma ante la Municipalidad para elevarla al Superior Gobierno con recomendación.”
O sea que en fecha tan temprana ya habían pensado en un tranvía rural, pues no de otra forma puede entenderse la mención “de este a Giles y pueblos inmediatos”. Y aunque la mención del ingeniero quiere decir que se trata de Julio, sin duda los hermanos trataban de consuno, como lo prueba el acta del 8 de julio siguiente: “Se dio lectura de una solicitud de los Señores Lacrose por la que piden a la Municipalidad la suma de $ 90.000 anuales por legua por el término de 25 años para la realización de un ferrocarril desde este punto hasta el Salto, debiendo ellos en recompensa cobrar medio real por arroba de frutos que conduzcan y 2 $ por legua por pasageros. La Municipalidad resolvió apoyar esta solicitud para elevarla al Gobierno, cuya nota corre al folio 252 del Libro Copiador de Oficios que la Municipalidad dirige”.
A estas alturas creemos que, más que los ditirambos acerca de la obra precursora de don Federico en el campo de los tranvías, corresponde el juicio más mesurado de Julio Costa, según el cual “la industria del transporte lo atrajo como complementaria del movimiento comercial que veía desarrollarse a su alrededor”. Pues de los documentos transcriptos se desprende que los Lacroze habían dirigido sus energías, ya desde el principio de su carrera, tanto a los tranvías urbanos como a los rurales, e inmediatamente a los ferrocarriles convencionales. Que hayan podido concretar los primeros en primer lugar parece haberse debido más al menor capital requerido que a un esfuerzo centrado solo en ellos.
Los ferrocarriles económicos
Al respecto es muy interesante leer la primera obrita escrita por Julio Lacroze en nuestro país: Los ferro-carriles económicos y el porvenir de la República Argentina, fechada el 1º de febrero de 1866 y dedicada al ministro del Interior, Dr. Guillermo Rawson. En ella, después de afirmar que el bajo precio del transporte, tanto
de cargas como de pasajeros, es la base de la prosperidad del país, se extiende en lo que el joven ingeniero considera la solución para ello: la construcción de ferrocarriles económicos. Estos consistirían, dicho suscintamente, en rieles livianos colocados “al nivel del suelo en el espesor mismo de la calzada, de manera a no impedir o incomodar en nada la circulación común con los otros vehículos”, ya que el tendido se haría sobre los “caminos ya construidos o por construirse”.
Después de desplegar los beneficios de tal concurrencia y del bajo costo de una línea que no debía comprar terrenos ni efectuar movimientos de tierra u obras de arte extraordinarias, analizaba los sistemas de tracción “que resuelven el problema”: por caballos o por máquinas locomotoras. Al primero le calculaba que tendría poco desarrollo, ya que sus ventajas se manifestarían “principalmente en los suburbios de las ciudades o en aquellas localidades donde el comercio está todavía muy poco desarrollado y que el servicio que tengan que hacer sea más bien de pasajeros que de mercancías pesadas; podrán servir también como ramales de las líneas principales”.
En cambio, la tracción por vapor era el “sistema que propongo y recomiendo adoptar de preferencia a todos los demás a causa de sus mayores ventajas”, que pasaba a enumerar. En síntesis, en ningún momento aparecía referencia alguna a sistemas de transporte urbano y como se ve, consideraba superior el empleo de locomotoras, pues “aunque los ferro-carriles de sangre pueden ser económicos, sobre todo en un país como este, donde los caballos son tan abundantes, no se podrá hacer uso de este sistema ventajosamente, más que en ciertos casos particulares”. Pero no en vano el agua pasa bajo los puentes, según reza el dicho con el que se pretende explicar las mutaciones que ocurren a lo largo del tiempo. En este caso, veremos la parábola que experimentará el pensamiento del ingeniero Lacroze.
Si seguimos analizando las diferentes fuentes, vemos que en el quinquenio 1865-1870 las miras de los hermanos estaban dirigidas tanto a la ciudad como a la campaña, ya fuere para crear líneas de tranvías en una o ferrocarriles económicos en la otra. Así, mientras Federico insiste ante la Municipalidad porteña sobre las bondades de su propuesta frente a las de sus competidores, según nota fechada el 21 de mayo de 1866, paralelamente Julio o ambos trataban de interesar a las autoridades de los partidos de Luján, Giles, Carmen de Areco y Salto acerca de un ferrocarril que uniera la estación del Ferrocarril Oeste en la Villa de Luján con Salto, tal como testifica El Nacional del 23 de julio de 1866, en el que se nos dice que “El presidente de la Municipalidad de Areco ha elevado al gobierno la nota que han dirigido a esa corporación don Julio y don Federico Lacroze sobre establecimiento de una vía férrea desde la Villa de Luján hasta el Salto, y pide apoyo del gobierno para su realización”.2
Lo que intentaban los hermanos era obtener los avales de los respectivos municipios a fin de promocionar la verdadera solicitud de un ferrocarril, que solo podía conceder el gobierno provincial. A este se dirigieron el 5 de agosto de 1866, donde además de repetir la propuesta de “establecer una vía férrea entre la estación Luján, Giles, Carmen de Areco y Salto, con calidad de prolongarla mas tarde hasta el Rosario”, detallaban el meollo de la cuestión, que era, como vimos en la cita transcripta de Luján, la subvención anual que habrían de proporcionar los municipios.
Como ya calculaban que estos no podían recaudar mediante impuestos tal suma, habría de ser el gobierno quien cubriera la diferencia. Se extendían en demostrar cómo, de todas formas, ésta era una operación redituable para la comunidad, dadas las bajas tarifas que su ferrocarril habría de cobrar. Aunque le calculaban un costo de construcción inferior a los existentes en la provincia, este, aclaremos, habría de ser similar a ellos: trocha ancha, rieles de 30 kg/m, locomotoras de gran poder, coches de primera y segunda clase, vagones de carga en número suficiente, etc.
El caso es que, entrado el proyecto a la Cámara de Senadores, fue girado a la Comisión de Hacienda. Esta consultó al Departamento Topográfico de la Provincia quien, pese a declarar incuestionable la conveniencia pública de la obra, hizo algunas objeciones formales. Pero del análisis que realizó la Comisión de Hacienda, expuesto el 17 de septiembre de 1867, emergió un rotundo “no ha lugar”, ya que además de achacarle diversas imprecisiones —no se detallaba el número y clase de estaciones ni del material rodante, ni tampoco la ubicación de los terrenos a expropiar— encontraba que la principal ventaja esgrimida no era tal, pues las bajas tarifas propuestas eran las mismas que el gobierno había aprobado para el Ferrocarril Oeste.
Nuevos proyectos de tranvías
En síntesis, que además de pasar la línea proyectada próxima a la de éste, la encontraba muy gravosa, por la carga que se imponía sólo a los vecinos de las localidades consideradas.
El obstáculo con que chocaban los Lacroze para desarrollar, sea un tranvía rural, sea un ferrocarril económico, era, malgrado los defensores de la tesis de la supuesta “inmensa fortuna”, la escasez de capital. Por ello en noviembre de 1867 insistieron nuevamente ante la Cámara de Diputados, pero esta vez sólo incluyendo la anterior propuesta a la Municipalidad porteña referida a los tranvías urbanos: con ellos los recorridos serían menores y menores también las necesidades de capital.
Y al mes siguiente, como prueba de la pluralidad de objetivos de los hermanos, así como de su dinamismo en busca de soluciones para los problemas de la comunidad, ya que Buenos Aires estaba sufriendo una epidemia de cólera, hicieron una presentación ante la Comisión de Obras Públicas pidiendo se les permitiera establecer surtidores en nueve diferentes puntos de la ciudad, a fin de dotarla con agua potable filtrada de buenas condiciones higiénicas.
Se reconoce aquí la inspiración de Julio Lacroze, pues este había sido autor el 3 de febrero del año anterior de un breve trabajo titulado precisamente “Estudio sobre la distribución de agua en las ciudades. Establecimiento de aguas corrientes en Buenos Aires”.
Pero no nos apartemos de nuestro camino, o nuestra vía, pues los rieles están próximos a aparecer. Sería el 22 de agosto de 1868 el día en que habría de sancionarse la primera ley tranviaria —después de complejo proceso que será motivo de otra exposición— y ahora sí nadie podrá quitarle el mérito al apellido Lacroze de ser el primero en solicitar y obtener una concesión surgida de dicha ley.
En efecto, apenas enterado de la novedad, y sin aguardar a la promulgación de rigor (llegaría el 26 de octubre), don Federico inició el trámite correspondiente ya el 24 de agosto. Después de casi cuatro meses la solicitud fue aprobada (21 de diciembre) y el contrato firmado el 29 de diciembre de 1868. La hora del primer tranvía porteño había llegado.
Pero antes de que este se concretara en febrero de 1870 en lo que sería la primera línea de la gran red del Tramway Central y como muestra permanente de que nuestro personaje no era monotemático, debemos acotar que en el invierno de 1869, cuando los hermanos Lacroze se hallaban plenamente inmersos en su construcción, don Federico aún encontraba tiempo y energía para dedicárselos a proyectos netamente ferroviarios, tal como surge de la noticia aparecida en El Nacional del 16 de agosto de 1869, según la cual: “Los Sres. Luis A. Huergo y don Federico Lacroze tienen un proyecto de establecer una vía férrea entre la estación Luján del Ferrocarril Oeste y la estación Rosario del Ferrocarril Central Argentino pasando por Giles, Carmen de Areco, Sastre, Peyrano y Pavón … la propuesta pasará a la Legislatura”.
Como esta no es una historia tranviaria sino que estamos tratando de aclarar diversos aspectos de la vida y obra de Federico Lacroze, pasamos por alto las etapas del desarrollo de dicho medio de transporte que no tengan relación directa con nuestro tema o que sean ya correctamente conocidos. Así, por ejemplo, Cutolo dice que don Federico inauguró su primera línea tranviaria en marzo de 1871, error sobre el que no nos detuvimos pues es un hecho conocido y probado que tal inauguración se produjo el 27 de febrero de 1870.
El fin del Tramway Central
Vamos entonces al fin de la historia del Tramway Central. Según Piccirilli – Romay – Gianello, esta empresa fue vendida a la Anglo Argentina el 1º de mayo de 1889. Como en otras fuentes se cita el 1º de mayo de 1890, podría suponerse que se trata de un error de copia o una errata. Sin embargo, ambas fechas están equivocadas, aunque tienen su razón de ser. Aclaremos.
El 30 de abril de 1889, según expediente municipal, y no el 1º de mayo, el Tramway Central cambió de manos, pero no a la compañía británica sino a la casa bancaria Samuel B. Hale y Cía. Por ella nos enteramos del “estado atrasado y el mal servicio” en que se encontraba la línea por aquel entonces, y “que sus antiguos propietarios no trataban de mejorar, cosa bien explicable, por otra parte, desde que hacía algún tiempo estaban en negociaciones para su venta”.
No se sabe por qué don Federico decidió desprenderse de su primera empresa, y el hecho de habérsela vendido a un banco argentino3 impide la explicación facilista de las presiones del imperialismo británico. También se supone que prefirió abandonar el transporte urbano, pues por esas fechas ya había fundado el Tramway Rural, y concentrar sus energías en éste. Sin embargo, habría que observar que el Rural, aparte del servicio propio de la campaña, tenía también una sección urbana —con ramales hasta Plaza de la Victoria, Plaza Lavalle y Caballito— y que se seguiría expandiendo hasta llegar a formar otra compañía independiente, la que sus sucesores denominaron Compañía de Tramways Lacroze.
Según parece, el motivo de la venta del Tramway Central se debería a la disolución de la sociedad entre Federico y Julio. Esta información, proveniente de lejanas referencias personales, encuentra asidero en los documentos, si bien de forma indirecta. Así advertimos ya en los primeros expedientes del Tramway Rural que quien figura firmando las distintas presentaciones junto con Federico Lacroze, a título de representante e ingeniero, no es su hermano Julio, como sería de suponer dados los antecedentes vistos hasta ahora y como lo podría reafirmar su constante tarea de difusión en favor de la nueva empresa, que veremos enseguida. No, el representante e ingeniero del Tramway Rural, desde sus inicios, no es sino Carlos de Chapeaurouge, descollante figura en su profesión y del que desconocíamos esta actuación en el campo del transporte, pues no la registran los diccionarios biográficos.4
En cuanto a Julio aparece a fines de 1887 asociado con Manuel Gorostiaga en un fallido proyecto de creación de varios centros agrícolas. Pero fecha más significativa es la del 6 de mayo de 1889, en la cual forma otra sociedad con José Desmarest, con quien crea dos empresas simultáneamente: un lavadero y una fábrica de rodados. Las deducciones son obvias. Acotemos que los ánimos con que parecía enfrentar este nuevo rumbo de su vida, se vieron rápidamente tronchados, pues cayó abatido por una pulmonía el 14 de febrero de 1890. Y un último detalle para pensar: no fue enterrado en la magnífica bóveda de los Lacroze, como cabría esperar, sino en la mucho más humilde de la familia Cernadas.
Y once semanas después tenemos la explicación al por qué también se toma como fecha de venta del Tramway Central al 1º de mayo de 1890, pues éste fue efectivamente el día en que la Anglo Argentina tomó posesión de él, pero de manos de Samuel Hale y Cía. y no de Federico Lacroze, que lo había vendido un año antes.
Nuevamente el Tramway Rural
Hemos mencionado el Tramway Rural, la otra gran creación de Federico Lacroze que aún perdura hasta nuestros días, con otra tecnología, claro está: el Ferrocarril General Urquiza, que llega hasta Zárate y Rojas.
Según los diccionarios biográficos, el Tramway Central fue el paso inicial para expandirse a la tracción a vapor, afirmación también errada si no por desconocimiento, por apresuramiento.5 Pues la expansión —ya intentada mucho antes, como vimos— llegó después de un paso intermedio, que no fue otro que la aparición de los tranvías de caballos cumpliendo funciones de ferrocarril en la campaña. Según viéramos, no fue el primer intento de la familia en ese campo, como prueban los precedentes de Luján y San Vicente.
Y una vez concretado el proyecto de dotar a la ciudad con un sistema de transporte tranviario, mientras se ocupaban de su administración y ampliación, volvieron sus ojos a la campaña, tal como lo habían hecho años atrás, pero en circunstancias muy distintas, cuando sus propuestas ante las autoridades porteñas no habían obtenido resultado. Ahora, ya con la empresa establecida y en expansión, parecían querer demostrar que esta era sólo parte del negocio del transporte, pues nuevamente hicieron, el 25 de agosto de 1874, una presentación ante la Legislatura de la Provincia.
Claro que no se repitieron, pues seguramente habían comprendido que un verdadero ferrocarril, aunque se llame económico por sus tarifas, necesita de un capital que no estaba a su alcance. Por ello lo que solicitaron fue la concesión de un tramway rural. Sin embargo, los legisladores no se ocuparon del asunto. Eran momentos de aguda crisis económica, y el de los Lacroze ahora no era más que uno de los varios proyectos que proponía la tracción a sangre en lugar de la de vapor.
Interin, y a fin de propagar lo que consideraban sus ventajas comparativas, encararon un pequeño trabajo de difusión. Fechado el 15 de diciembre de 1875, y bajo la firma del ingeniero Julio Lacroze, Los tramways en la campaña. Ventajas de este sistema de locomoción y su aplicación en la provincia de Buenos Aires, explicitaba en sus 50 páginas por qué consideraba más conveniente la tracción sobre rieles que utilizara solo caballos: la abundancia de éstos, así como de su fuente de energía, el forraje, los menores costos de construcción, y la ausencia de pendientes marcadas en la mayor parte de la provincia. Y además se extendía en consideraciones que cuestionaban la pretendida superioridad del ferrocarril: aparte de los mayores costos materiales, relativizaba su menor tiempo de viaje, remarcando la erogación continua que significaba la importación del carbón, así como sus talleres y personal especializado.
La respuesta les llegó en forma indirecta, mediante el Informe del Departamento de Ingenieros sobre el tren-vía del Sur, y contestaciones, seguidas de un apéndice, sobre las ventajas de los tren-vías en la campaña, por Pedro Guerín y Cía. Esta sociedad había presentado el 24 de septiembre de 1875 un Proyecto de tren-vía del sud de Altamirano a los centros de los partidos de Pila, Rauch, Tandil, Arenales, Ayacucho, que mereció el dudoso honor del Informe citado; en él se reproducían los dictámenes del 16 de diciembre de 1875 y 6 de octubre de 1876 de dicha oficina, en los que se demostraba que la rentabilidad del proyecto no estaba bien fundada, más aún, se afirmaba que la tracción a sangre era antieconómica para grandes distancias; también la otra base del proyecto, la crítica a los ferrocarriles, merecía similar rechazo por su falta de veracidad.
Si los Lacroze tuvieron conocimiento de estos dictámenes lapidarios no lo sabemos, aunque es de suponer que si, como especialistas en el tema que eran. Sin embargo, no se arredraron y en junio de 1881 elevaron un nuevo proyecto, ambicioso por cierto: una línea de tramways que partiendo de Almagro llegara hasta Tandil, pasando por Cañuelas, Monte, Las Flores y Rauch. Y no satisfechos con esto, a los pocos días hicieron otra presentación ampliando la anterior, con una línea que partiendo de Monte se extendería a Saladillo, Gral. Alvear, Tapalqué, Azul y Olavarría: más de 600 km. en conjunto.
Incluso llegaron a editar un libro de 90 páginas —Tramway de Buenos Aires al Tandil y Olavarría— dedicado al gobernador de la Provincia Dardo Rocha, por “sus amigos F. y J. Lacroze”, según rezaba en la tapa. Allí, además de repetir las bases de la concesión solicitada, se reproducían múltiples artículos de periódicos, tanto capitalinos como del interior, en los que se ponderaban las virtudes de los tramways en la campaña frente a los onerosos ferrocarriles a vapor; completaban el conjunto cartas de apoyo del gerente del Ferrocarril Oeste, Augusto Ringuelet, y del procurador general de la Nación, Eduardo Costa.
Trámites y propuestas en la provincia de Buenos Aires
Parece que tanto patrocinio no sirvió de mucho, pues el 25 de marzo de 1882 ambos hermanos se dirigen por carta al gobernador Dardo Rocha, diciéndole que hace seis años que andan de Herodes a Pilatos “buscando quien comprenda la revolución política, económica y social” que habrá de ser la instalación de tramways de carga en la campaña.
Y habida cuenta de que “no somos de esos aventureros que buscan con engaños o supercherías hacerse de una posición social, tratamos únicamente de ensanchar una industria a la que hemos consagrado nuestra existencia”, venían a rogar “se sirva dedicar solo una hora al estudio del asunto”. Pedían, además, una audiencia particular para hacer una “exposición demostrativa de nuestro proyecto que tiene gran atingencia con la construcción de la capital que tanto preocupa a Ud.”, proyecto en el cual, apenas tuvieran alguna seguridad, “se embarcarán a traer los materiales para empezar la construcción en el presente año”.
Tanta ansiedad parece que no tuvo ninguna respuesta del supuesto amigo, pues el 25 de septiembre es Julio Lacroze quien se dirige al gobernador con similares ruegos, pedidos y aparentemente con el mismo resultado. Los hermanos se resignan a esperar, mientras preparan un nuevo proyecto, especulando quizá con algo que ya habían introducido en la misiva del 25 de marzo de 1882 para motivar a Dardo Rocha: la atención que este prestaba a las obras de creación de La Plata.
Es así que la línea que diseñaron, aunque también habría de partir de Buenos Aires, ahora con ramales dirigidos a Zárate y Villa Colón, también tendía uno desde Giles “hasta el Dique Nº 1 del Puerto de La Plata”, puerto cuya construcción había comenzado a fines de 1883.
Fue con este proyecto que don Federico, dando muestras de su “constancia infatigable y laboriosidad tenaz, cualidades que formaban la faz más saliente de su carácter”, insiste nuevamente ante el gobierno bonaerense el 29 de abril de 1884 (desde el 15 de abril los poderes públicos se habían instalado en La Plata), solicitando la concesión de lo que habría de ser finalmente el Tramway Rural, la primera experiencia de tranvías en la campaña. No insistiremos en ella, pues su desarrollo es bastante conocido. Tan solo habremos de resaltar un par de aspectos que cobran nueva luz vistos en el contexto de estos apuntes sobre Federico Lacroze.
Uno, es la fecha en que hizo la presentación, pues como el 17 de febrero de 1884 había sido elegido Carlos D’Amico como gobernador de la Provincia de Buenos Aires, cargo que debía asumir el 1º de mayo siguiente, es obvio que el día anterior al que debía abandonar su puesto, Dardo Rocha no podía resolver cuestión de esta magnitud, por lo que más parece que se la hizo especulando precisamente con este detalle. Otra cuestión, destacable por cierto, es que después de años de bregar en pro de los beneficios que la económica tracción a sangre habría de traer a la producción rural, que hasta entonces debía servirse solo de las lerdas carretas o los costosos ferrocarriles a vapor, pocos meses después de iniciadas las obras don Federico elevó un pedido a las autoridades platenses a fin de que le permitieran utilizar locomotoras como las del Tramway Ciudad de La Plata.
Cambio de tracción a sangre por máquinas a vapor
Aunque como se puede deducir de su nombre, esta era una empresa que solo podía emplear máquinas de escaso poder, no deja de ser llamativa la circunstancia de que aún antes de inaugurados los servicios, aquel a quien podríamos llamar el campeón del transporte tranviario en la República Argentina y, junto con su hermano Julio, el principal propagandista de la tracción a sangre, no encontrara mejor solución para aumentar el poder de tracción de su pequeña línea que proponer que la misma se hiciera con locomotoras de vapor, o sea las denostadas máquinas que tenían “el grave inconveniente de requerir para la locomoción un elemento del que aquí carecemos completamente, como es el carbón, que tan caro nos llega del estranjero; de donde resulta que ese gasto, que en sí mismo es ya por demás grande, contribuye también a empobrecernos, aumentando nuestras importaciones, las que tenemos que pagar en efectivo”.
Como se verá, no nos extendimos con anterioridad en desarrollar las teorías expuestas por los Lacroze acerca de este tema, pues la obvia perspectiva histórica ya nos indicaba que, aunque hubieran sido honestos al momento de publicarlas, la realidad les habría demostrado prontamente su inviabilidad. Al decir de Mario Justo López en Ferrocarriles, Deuda y Crisis, “en realidad, el pedido de una concesión de un tranvía a tracción a sangre era solo el primer paso para instalar un ferrocarril, sin necesidad de disponer de un gran capital desde el comienzo”.
De todas formas, la solicitud acerca de la introducción de las referidas máquinas se encontró con la negativa del gobierno provincial, dados “los términos claros y explícitos del art.7º del decreto del 2 de octubre de 1884”. Según este, “la Empresa no podrá usar la locomotora a vapor, sino que tendrá que hacer la locomoción por medio de caballos”, lo que no hacía más que sancionar los considerandos del decreto, en el que se expresaba que era “conveniente ensayar en la Provincia el sistema de tranvía, como medio de transporte, por la baratura de los fletes, la facilidad de construcción y sobre todo porque no hace necesario el carbón de piedra, sirviendo a dar ocupación a los caballos que es una de las riquezas de la Provincia”. O sea que se habían tomado, después de larga tarea de difusión, los postulados defendidos por los Lacroze y que ahora se volvían en su contra. Hubo de aguardarse más de cuatro años para que fuera otro gobierno —el encabezado por Julio A. Costa, quien no por nada años después sería justamente el autor del conjunto de semblanzas biográficas entre las que incluiría a Federico Lacroze— el que habría de permitir el cambio por el que el Tramway Rural se transformó en Tramway Rural a Vapor.
Otro de los contrasentidos que hallamos en los textos de los hermanos es que, cuando se hallaban en la mera etapa propagandística -la segunda, más extensa y más conocida, según hemos visto-, afirmaban que entre las marcadas ventajas que los tramways en la campaña presentaban frente a los ferrocarriles figuraba la ausencia de garantías, subvenciones ni privilegios; sin embargo, cuando elevaron sus solicitudes de concesión incluyeron una cláusula según la cual el gobierno les garantizaba un porcentaje de ingresos sobre el capital invertido, si bien dando seguridades de que, dadas las utilidades previstas, “en ningún caso tendrá la Provincia que desembolsar un solo peso”, y que la garantía se pedía “con el solo, único y exclusivo objeto de facilitar la suscripción del capital dentro del país”.
Los últimos proyectos de Don Federico
Vayamos ahora hacia los últimos momentos de don Federico, que cae abatido por una endocarditis séptica en su casa-quinta de Belgrano, Cabildo 1355, el 16 de febrero de 1899. Según uno de sus biógrafos, la muerte lo sorprende mientras “está tramitando una nueva línea hasta la ciudad de Rojas. Y en su mente bullen nuevas grandes iniciativas”.
Siempre es fácil lanzar suposiciones acerca de lo que un difunto se proponía hacer, máxime en este caso en que la “nueva línea” no era tal sino la prolongación del Tramway Rural a Vapor que alcanzará Salto en 1896 y cuya extensión hasta Rojas ya estaba prevista en el contrato de concesión del 4 de febrero de 1886. Pero además tampoco estaba tramitando nada, pues de ello se ocuparon sus sucesores, y en primer lugar por otra sorprendente novedad: poco antes de su muerte don Federico estaba en trámites avanzados, sí, pero para vender el Tramway Rural a Vapor.
Esto surge en principio de la lectura de los grandes matutinos de la primera quincena de febrero de 1899, de la cual se extrae, más allá de las contradicciones y del carácter de trascendidos que la noticia tenía, que la operación, producto de largas negociaciones, era un hecho, si bien ad referendum de la aquiescencia de un consorcio británico. Confirmando esto y de manera harto curiosa, la necrológica de La Nación del 17 de febrero de 1899, al comentar cómo desarrolló su empresa ferroviaria, dice que “ha muerto pocos días antes de ver coronada su obra, habiéndola vendido al Sr. Carlos Bright por la suma de 350.000 libras”. Extraña forma de ver coronada una obra para quien se considera un adalid de ella.
Pero si salimos de las noticias periodísticas y vamos a los documentos, nos encontramos en la tasación de sus bienes que se hizo a fin de cumplir con las leyes de la herencia, con que el perito ve facilitada su tarea por el hecho “público y notorio de que Federico Lacroze mucho antes de su fallecimiento estaba en tratos para venderlo”, fijando el valor ya conocido.
Como colofón a su vida pública, acotemos que a poco del deceso se formó una Comisión a fin de promover la erección de un monumento “que perpetuara la memoria del insigne ciudadano”. Con un comité ejecutivo presidido por el diputado Salvador Benedit, logró muchas adhesiones en un principio, pero después, como suele ocurrir, el proyecto se fue diluyendo hasta quedar en la nada. De todas formas, el hecho sirve para evaluar los méritos que le reconocían sus contemporáneos. Y si su figura no ha llegado al bronce, su nombre ha persistido gracias a un decreto firmado por el presidente Figueroa Alcorta el 4 de marzo de 1908, que trocó por el suyo el de la estación Chacarita, medida repetida por una ordenanza municipal el 9 de junio siguiente, que disponía igual actitud con la hasta entonces denominada Avenida Colegiales, que tantas veces debió recorrer don Federico desde su casona de la Avenida Cabildo.
En cuanto a su vida privada, una vez reinstalado en Buenos Aires, Larrán de Vere lo encuentra casado en la señorita Ana Browne, “mujer fuerte y optimista”, quien ante la decisión de don Federico de volcar totalmente su “pequeño capitalito de 30.000 pesos fuertes en la financiación” de la empresa que está tramitando, “aplaude la inversión y estimula al fundador con su entusiasmo”. Pero ya dijimos que este autor dejaba volar su imaginación. Ciertamente, es sabido por la constitución de la sociedad Lacroze Hermanos y Cía. que formaron sus herederos a fin de explotar sus empresas, que dejó una esposa, Ana Browne, y cuatro hijos: Federico, Carlos, Miguel y Teófilo. Pero en su testamento, a fin de evitarles problemas, dispone que los cinco se repartan sus bienes en partes iguales, “no obstante lo que en contrario prescribe el Código Civil”.
Pues ocurría que ninguno de sus cuatro hijos era nacido de su viuda. Se había casado en primeras nupcias con Margarita Etchevest, que falleció muy joven, en 1868 (o sea cuando estaba gestionando la primera concesión tranviaria), pero que le dio dos hijos, Federico y Carlos. Luego desposó a Ana Browne, con quien no tuvo descendencia. Y aún no sabemos si fue antes, o durante este segundo matrimonio, que tuvo dos hijos: Miguel y Teófilo, a los que reconocía como propios y mantuvo a su lado desde la infancia.
Que quede claro que todas estas puntualizaciones no tratan de desmerecer la figura de don Federico Lacroze, pues aunque ahora parecen fuera de lugar afirmaciones repetidas como que “se formó una posición independiente a costa de su propio esfuerzo” o aquellas referidas a la creación del Tramway Rural a Vapor después del “paso inicial” dado por el Tramway Central, no se puede pasar por alto su laboriosidad, iniciativa y espíritu de progreso, sin los cuales se habría mantenido siempre atendiendo solo sus actividades comerciales en vez de dedicarle energías a la creación de empresas de utilidad pública, como sin duda lo fueron los tranvías urbanos, o a los que en un primer momento consideraba como tales, los tranvías rurales; “nada más que esto se necesita en los Estados Unidos e Inglaterra para colocar al autor en la primera categoría de los servidores de la comunidad”, según glorificaba la necrológica de La Prensa.
Pero, como decía el mismo Julio Costa en su reseña biográfica, “no todo ha de ser apología y hay un método que consiste en pasar la mano cara abajo y después cara arriba, lo que llaman un gusto y un disgusto; y así el publicista hace buena obra para todos sin mengua para nadie”.
Notas
1.- Para quien quiera ubicarla, se halla a 45 kilómetros al este de la gran ciudad portuaria de Burdeos.
2.- El diario The Standard también nos aporta otro dato el 27 de septiembre de 1866 cuando dice que los Sres. Lacroze habían propuesto a la intendencia de San Vicente construir una línea de tranvías que ligara dicha localidad con la homónima estación del Ferrocarril Sud (hoy Alejandro Korn). Se consideraba a este asunto de la mayor importancia local, y de conseguirse apoyo económico se acometería la obra de inmediato. No descartamos encontrar noticias similares en otros puntos de la campaña.
3.- Quizá extrañe esta afirmación conociendo el origen del creador (Boston-1804), pero este no era representante de ningún banco norteamericano, ya que había llegado a Buenos Aires en 1830 como sobrecargo de un buque mercante. Radicado aquí como exportador y consignatario, transformó luego su importante establecimiento comercial en casa bancaria, que sí trabajaba en combinación con Baring Bros, J.P. Morgan y Morton Rose. También era dueño de la estancia modelo Tatay, nombre familiar en el Central Buenos Aires, ya que esta línea tenía una estación homónima en el Km 144 (cerca de Carmen de Areco), que incluía un desvío que se internaba en el latifundio; y por el otro extremo de la línea también partía otro desvío —sobre vías tranviarias— que llegaba hasta la Usina Láctea Tatay, en Federico Lacroze y Enrique Martínez.
4.- Carlos de Chapeaurouge (1846-1922) se recibió de agrimensor a los 19 años, y desde entonces tuvo una larga y meritoria obra en tareas catastrales y delineación de pueblos. Las trazas de las ciudades de Tandil y Mar del Plata así como el magno Plano Catastral de la República Argentina pueden ser ejemplos representativos. Obtenido en 1885 el título de ingeniero civil, su primer empleo en esta profesión debe haber sido el que le ofreció Federico Lacroze en el Tramway Rural.
5.- La rutinaria tarea de chequear informaciones repetidas no deja de tener sus compensaciones. En este caso, el hallazgo del creador del giro “dado ese primer paso”, que no fue otro que el anónimo periodista que redactó la necrológica de don Federico en La Nación del 17 de febrero de 1899, cuando dijo que “dado el primer paso no tardó el Sr. Lacroze en ampliar considerablemente su esfera de acción, hasta fundar el ferrocarril que hoy…”. Así, le siguieron Muzio en 1920 con “dado este primer paso amplió considerablemente su esfera de acción, creando los tranvías a vapor”, hasta Cutolo en 1975, con “dado ese primer paso, el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires autorizó a cambiar los caballos por tracción a vapor”. Pero el que nos trae la compensación por la vía del humor —que por eso hemos traído el tema a colación— es Udaondo (1938), cuando dice que “dado ese primer paso, amplió considerablemente su esfera de acción, creando los ferrocarriles a vapor”. El deseo evidente de evitar una repetición literal del texto que estaba tomando como fuente, en este caso el de Muzio, le hizo cometer el lapsus por el cual Federico Lacroze aparece como un predecesor de George Stephenson.
Alberto Bernades
Investigador de la historia de Buenos Aires
y del Transporte.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año III – N° 12 – Noviembre de 2001
I.S.S.N.: 1514-8793
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Palabras claves: Lacroze, empresario
Año de referencia del artículo: 1900
Historias de la Ciudad. Año 3 Nro12