Con el nombre de”Breve Historia de San José de Flores” publicó en 1976 nuestro maestro y amigo el doctor Natalio J. Pisano, patrocinado por la Junta de Estudios Históricos de San José de Flores de la cual fue un recordado y querido presidente en el período de 1981 a 1986. Como un homenaje de afecto a su memoria y para deleite de los lectores, transcribimos algunos de sus capítulos más importantes.
Desarrollo de Flores desde 1806 a 1830
La Iglesia fue sin duda el centro urbanizador del pueblo y del partido en los primeros años de vida de San José de Flores. Constituido el curato de San José por disposición del obispo Lué –el mismo que actuó en el Cabildo Abierto del 22 de Mayo–, tuvo originariamente jurisdicción sobre una extensa zona. Llegaba hasta una legua y media al norte del Camino Real y lindaba con el de San Isidro; por el oeste llegaba hasta Morón y por el este limitaba con las parroquias de Monserrat y La Piedad; cubría, pues, una extensión mayor que el partido.
La precaria construcción primitiva de la capilla fue sustituida poco a poco por otra de ladrillos, en el mismo sitio original, varas adentro de Rivadavia, sobre la actual calle Rivera Indarte. Los progresos de esta construcción, iniciada en 1810, fueron muy lentos; en 1811 aún no tenía techo.
Mientras tanto la población de la zona crecía también muy lentamente. Las quintas alternaban con alguna casa de descanso de pobladores de Buenos Aires. El Camino Real, verdadero lodazal en tiempos de lluvia, era la vía indispensable para las tropas de carretas que llegaban del interior y para el ganado que se llevaba a Buenos Aires, para alimento de la población. Pocas calles tenían traza firme, sólo las que estaban alrededor de la plaza; ésta no era más que un descampado, pues carecía de arboleda y ornato. Para tener una idea de lo que era el pueblo, tengamos en cuenta que en 1815 los habitantes del partido no llegaban a un millar: eran 993, gobernados por un Alcalde de Hermandad.
Algún hecho curioso sacudía a veces la modorra del pueblo; el paso de tropas patriotas hacia el norte; la detención de algún personaje que viajaba en galera y se acercaba a orar en la capilla, el tránsito del general Belgrano con su pequeño séquito, que se detenía para componer el vehículo que ha roto un eje… Las tropas de carretas, que han hecho el último alto en la posta ubicada en la actual Ciudadela, hacen un alto junto a la plaza descampada, antes de llegar al “paradero” del Caballito. ¿Podemos tal vez citar, como hecho importante, la habilitación de un matadero en la manzana circundada hoy por Juan Bautista Alberdi, Camacuá, José Bonifacio y Esteban Bonorino, cedida al Estado por el fundador? No lo creemos hecho capital, por cuanto se trataba simplemente de un terreno para carnear animales, sin mayores instalaciones.
La preocupación de Rivadavia por dotar al pueblo de una escuela oficial nos indica algún progreso en la década de 1820 a 1830. Entonces Flores ya contaba con Juez de Paz, autoridad máxima del partido. Parece cierto que en 1818 ya funcionaba una escuela en Caracas y Rivadavia. El presidente Rivadavia fundó otra de niñas en 1826. Como dato seguro podemos decir que en 1830 el colegio de niños de Rivadavia y Caracas tenía inscriptos 37 alumnos y funcionaba otro de niñas sostenido por la Sociedad de Beneficencia.
Como hecho importante de la década 1820-1830 tenemos la incorporación de Flores a la ciudad de Buenos Aires, por la Ley de Capitalidad que en 1826 separó a dicha ciudad de la provincia homónima, dándole como jurisdicción una extensa zona, desde Ensenada hasta San Fernando y Las Conchas (Tigre). Después, anulada dicha ley, San José de Flores volvió a ser partido provincial, fuera de la ciudad de Buenos Aires.
La época de Rosas
Los progresos de Flores fueron más efectivos después de 1830. Justamente en ese año el progresista párroco don Martín Boneo asentó la piedra fundamental del nuevo templo –el tercero según nuestra cuenta–, sobre el Camino Real y a mitad de cuadra entre las actuales Pedernera y Rivera Indarte. Designó padrino al gobernador Rosas, que apoyaba y alentaba al párroco.
Se iniciaron las obras de un templo de 18 varas de frente por 42 de fondo. Actuó como arquitecto don Felipe Senillosa y se eligió un estilo clásico, con gran frontón sobre el pórtico y dos torres gemelas, a ambos lados, terminadas por pequeñas cúpulas; podemos observar su aspecto en el grabado del pintor Pellegrini, tan conocido, que ha inspirado al escultor Perlotti el relieve que decora el mástil de la Bandera, en la plaza Pueyrredón.
La construcción, sencilla, por cierto, demandó casi dos años de trabajos: fue inaugurada el 11 de diciembre de 1831, aún sin concluir, por el gobernador Juan Manuel de Rosas. La diligencia del cura Boneo, que vendió lotes de terreno de la manzana de la Iglesia para obtener fondos, y el franco apoyo de Rosas, permitieron terminarla en 1832. El mismo sacerdote obtuvo el traslado del cementerio, que se hallaba detrás de la primitiva capilla, a la manzana cerrada por las actuales calles Varela, Tandil, Culpina y Remedios, donada a la Iglesia por la familia Villanueva. Quedó habilitado en 1832, bajo la jurisdicción de la parroquia; luego, en 1865, pasó a ser propiedad municipal.
Rosas puso especial interés en el pueblo de Flores. Allí se establecieron sus allegados, los miembros de la familia Terrero, propietaria de un extenso predio y una amplia casona entre las actuales calles Boyacá, Gaona, Donato Álvarez y Rivadavia. En esta finca se detenía a veces a pernoctar el gobernador, cuando viajaba desde San Benito de Palermo hasta su estancia de San Justo.
Por esa época el pueblo de Flores ya estaba limitado por calles de circunvalación, trazadas con el ancho de avenidas: la del norte, que era la actual Avellaneda; la del este (Boyacá-Carabobo), la del sur (Directorio) y la del oeste (San Pedrito-Nazca); pero ninguna tenía pavimento; no lo tenía tampoco Rivadavia, aunque Rosas se había propuesto hacerla empedrar desde plaza de Miserere hasta Flores.
Algunos progresos se apreciaban en todo el partido. La plaza había sido arbolada y presentaba algún adorno. Se abrían nuevas calles que atravesaban el Camino Real, al que, en 1835, se le dio el nombre de Juan Facundo Quiroga, en homenaje al caudillo ultimado ese año.
Por otra parte, se poblaba lentamente la zona de Almagro –que pertenecía a San José de Flores–, en la que algunos vecinos importantes de Buenos Aires instalaban quintas y mansiones de descanso; tal, por ejemplo, la de Lezica, con hermosa arboleda, donde se halla hoy el parque Rivadavia.
Recordemos dos episodios característicos de la época, vinculados a San José de Flores. En 1835 se detuvo frente a su iglesia el vehículo que conducía los restos de Quiroga, asesinado en Barranca Yaco (Córdoba); allí se tributaron al caudillo riojano los primeros honores póstumos, en una ceremonia religiosa.
En 1832, en la plaza de Flores, que ya empezaba a ser centro de reuniones domingueras, fueron fusilados 16 ciudadanos. No olvidemos que en aquellos momentos se condenaba a muerte a reos por delitos comunes y también a opositores políticos. Años después los fusilamientos se repitieron en la misma plaza. No cabe duda que la vida de los habitantes de la pequeña villa, rodeada de chacras, no debía ser por entonces muy apacible.
La década 1852-1862
El triunfo de Urquiza, caudillo federal y gobernador de Entre Ríos, y la caída de Rosas, trajeron para Flores un desarrollo que se puso en evidencia por el aumento de su población, la edificación de mansiones señoriales y diversos acontecimientos políticos de trascendencia nacional.
No olvidemos que el partido de San José de Flores, vecino de la ciudad de Buenos Aires, estaba atravesado por el viejo “Camino Real”, ruta obligada para las lejanas provincias del centro, el oeste y el norte del país. El poblado de Flores veía pasar las tropas de carretas, las ligeras galeras en las que viajaban las personas importantes y las volantas de los hombres públicos, así como las fuerzas que tomaban parte en los episodios cruentos de aquella época de revoluciones y cambios políticos muy frecuentes.
Hacia 1852, la población de Flores superaba las 5500 almas. En ella se contaban familias afincadas que poseían cómodas mansiones –algunas suntuosas–, o espaciosas casas con amplios terrenos ocupados por parques o por quintas. Se delineaban ya las calles actuales, entre las avenidas de circunvalación; pero las líneas de edificación eran imprecisas y los cercos precarios, en general.
Entre las grandes mansiones se distinguían ya la de Terrero, en Rivadavia entre las actuales Boyacá y Donato Álvarez, y el palacio Unzué, frente a la anterior, en Rivadavia entre las calles que hoy se llaman Pumacahua y Carabobo. En Almagro y Caballito aparecían también las que, para ese tiempo, eran mansiones de importancia: la de Lezica o la de Vélez. Al oeste, en la actual Floresta, se extendían las quintas y aparecían algunas casas modestas, preanuncio del futuro barrio de “La Floresta”, que debía su nombre a los terrenos arbolados que invitaban al descanso.
No todo era paz y dulce sosiego en San José de Flores. Las lluvias transformaban las calles en lodazales y formaban pantanos o lagunas, especialmente en las excavaciones que se practicaban junto a los hornos de ladrillos. Se faenaban las reses en terrenos baldíos y los desperdicios inficionaban el ambiente. Algún saladero, alguna curtiembre, algún criadero de cerdos, contrastaban con la gloria de vistosas enredaderas y plantas florales que adornaban las mansiones de importantes vecinos, o con los perfumes de paraísos y aromos que, irregularmente, exhibían sus copas en calles y terrenos o en la arbolada plaza.
En cuanto a las comunicaciones, se hallaban casi en el mismo estado que en 1810. El camino de Quiroga, el viejo “Camino Real” que unía la plaza de Flores con los Corrales de Miserere (plaza Once de Septiembre), tuvo desde 1859 nuevo nombre: fue desde entonces, y lo es hasta hoy, la calle o avenida Rivadavia. Pero era solamente un ancho camino mejorado de tierra, que pasaba por los predios de los Miró-Dorrego, los Ortiz-Basualdo, los Unzué, los Terrero, los Lezica, en el que las ruedas de las pesadas carretas formaban zanjas que las lluvias transformaban en lodazales. Los vecinos de Buenos Aires que tenían sus quintas de descanso en Almagro, Caballito o Flores debían realizar azarosos viajes en volantas, en galeras o a caballo para llegar a sus propiedades del partido bonaerense.
Episodios históricos
El año 1852 fue de crisis. Con el triunfo de Urquiza surgieron nuevos conflictos en la República: los emigrados unitarios volvían a Buenos Aires y recelaban del caudillo federal, gobernador de Entre Ríos; los estancieros y comerciantes de la provincia porteña, ex rosistas, federales o unitarios, defendían los privilegios económicos de su provincia; otros hombres públicos de Buenos Aires –los menos– apoyaban a Urquiza en su propósito de unidad nacional federalista.
Todo era confusión. Urquiza ofrecía en San Nicolás, en el célebre acuerdo de gobernadores de 1852, las bases para la definitiva organización. La Legislatura de Buenos Aires las rechazaba. Los hombres públicos de la Capital se agrupaban junto a Valentín Alsina y otros políticos autonomistas y se oponían a la ingerencia de Urquiza en los asuntos porteños; defendían su puerto, con sus rentas de aduana, que alimentaban el presupuesto provincial; no querían cederlo a la Nación. La cuestión política tomaba oscuros tintes; amenazaba borrasca.
En efecto. El 11 de septiembre de 1852 los dirigentes políticos que seguían a Alsina y a Mitre se pronunciaron contra Urquiza; la revolución consagró a Alsina como gobernador de la provincia. Urquiza se preparó para intervenir con sus fuerzas y avanzó hasta San Nicolás; pero mientras tanto, el 1° de diciembre del mismo año, en la campaña de Buenos Aires se sublevó el coronel Hilario Lagos contra el gobierno de Alsina y en apoyo de la unidad nacional sostenida por Urquiza.
Lagos contaba con caballería suficiente para sitiar a Buenos Aires; así lo hizo inmediatamente y ubicó sus tropas en San José de Flores. Primeramente estableció su cuartel general en la quinta de los Olivera (actual parque Nicolás Avellaneda); luego lo trasladó al centro de Flores, en la casa ubicada frente a la plaza, en la esquina noreste de las actuales Yerbal y Artigas. La plaza sirvió para la concentración y las maniobras preparatorias del pequeño ejército.
Buenos Aires se defendió: el general José María Paz organizó trincheras y distribuyó fuerzas armadas. Urquiza por su parte, prestó su apoyo a Lagos y colocó la escuadrilla de la Confederación, dirigida por el capitán de navío Coe, norteamericano, frente a Buenos Aires, bloqueando su acceso fluvial. Luego avanzó con algunas tropas desde San Nicolás y se estableció junto a Lagos, en San José de Flores. Es sabido que ocupó, como residencia personal y de su séquito, el palacio Unzué, en Rivadavia y Circunvalación este (actual Carabobo).
Ya tenemos, pues, los primeros acontecimientos históricos importantes vinculados a nuestro viejo barrio. Pero hay otros, correspondientes al año 1853, que debemos señalar.
A comienzos de ese año el Congreso reunido en la ciudad de Santa Fe, al que no concurrieron representantes de Buenos Aires, aprobó el texto de la Constitución Nacional. En el mes de mayo, los representantes del gobierno de la Confederación Argentina, presidida por Urquiza, llegaron a San José de Flores: traían el texto de la nueva Constitución y lo presentaron a Urquiza, probablemente en el palacio Unzué. Y aquí, en San José de Flores, el 25 de mayo de 1853 –aniversario patrio– el gran entrerriano promulgó para todo el país la Constitución que, con varias reformas, nos rige todavía. Es un hecho importantísimo vinculado a la historia de nuestro barrio.
No es el caso de recordar aquí, en este breve resumen, todas las vicisitudes de aquella lucha entre Buenos Aires, constituida en estado poco menos que independiente y la Confederación Argentina. Diremos solamente que en los límites entre San José de Flores y la Capital se libraron algunos combates.
La intervención de diplomáticos de naciones extranjeras –Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos– llevó a las partes a gestionar un acuerdo; en verdad, las fuerzas sitiadoras de Lagos y de Urquiza se habían debilitado, sobre todo por la defección de la escuadra: el capitán Coe, estimulado por el dinero de los porteños, se había pasado a éstos con sus pequeñas naves.
Urquiza, desde su residencia de San José de Flores, envió a los representantes de Buenos Aires las bases para un acuerdo que se firmó en la Capital el 1° de julio de 1853. El general entrerriano se comprometía a retirar sus fuerzas de la provincia, y ésta, sin incorporarse a la Confederación, mantendría con ella amistosas relaciones, mientras se buscaban las bases para un acuerdo definitivo.
Ese mismo día, el 10 de julio, en San José de Flores, Urquiza firmó con los representantes de Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos, un tratado de libre navegación de los ríos de la Plata, Paraná y Uruguay, con ánimo de estimular el comercio con la Confederación y disminuir la importancia del puerto de Buenos Aires. Este tratado fue mal visto por las autoridades porteñas, que no ratificaron el acuerdo del 10 de julio.
No obstante, Urquiza abandonó San José de Flores; con su séquito tomó el “Camino del Ministro Inglés”, –la vieja calle Canning–, y se embarcó en Palermo rumbo a Entre Ríos.
Lagos ya había levantado el sitio de Buenos Aires; su ejército, minado por las deserciones, se había disuelto en Flores, después de la defección de la escuadrilla de Coe. Digamos como resumen que 1853 fue un año histórico para San José de Flores: hechos importantes de la historia nacional tuvieron lugar en el ámbito del pequeño pueblo.
Progresos de Flores
¿Fueron tiempos de calma los posteriores a 1853? De ninguna manera. Continuó la tirantez entre la Confederación y Buenos Aires. Esta última provincia-estado crecía a ojos vista, a pesar de que su frontera sur, poco más allá del río Salado, sufría el ataque de los malones indígenas. Las estancias eran un factor importante de desarrollo. Lanas, cueros y carnes saladas llenaban las bodegas de los barcos ingleses, franceses, portugueses y holandeses. La agricultura, en cambio, se hallaba en pañales: se reducía, poco más o menos, a las quintas que rodeaban a la Capital o que se extendían por los partidos de San José de Flores, Matanza, Morón, Belgrano y San Isidro.
Flores desarrolló entonces su vitalidad, nacida de su fama como lugar de esparcimiento para las familias porteñas. Tenía municipalidad. Al gobierno de los jueces de paz (primitivos dueños y señores de las decisiones administrativas, que resolvían pleitos y manejaban elecciones), sucedió el del Concejo Municipal, cuyo presidente compartía la administración edilicia con el intendente.
En el Consejo de San José de Flores se reunían varias veces por semana –a menudo no más de dos– los vecinos caracterizados designados como municipales, que a su vez elegían al presidente del cuerpo. Eran sesiones que –según lo comprobamos en algunas actas que se conservan– no se caracterizaban por la discusión y el examen prolijo de problemas de orden superior: conceder permisos para abrir calles y delimitar propiedades, disponer la instalación de pasos de piedra en algunas esquinas, atender quejas sobre animales muertos o focos de infección, cuidar la instalación y conservación de faroles de querosén, rellenar algún pantano Con estas pobres finanzas, que el gobierno provincial no alentaba mucho con sus aportes, era muy poco lo que podía hacerse en materia de obras públicas.
En cambio, se apreciaba la obra de los vecinos acaudalados o de los ciudadanos de la Capital que poseían en Flores, no muy lejos de la plaza, sus mansiones de descanso. Surgían residencias como la de Naón, extensa quinta hacia el norte, pasando las actuales Avellaneda y Donato Álvarez, hacia el camino de Gauna (hoy Gaona); la de Dorrego-Ortiz Basualdo (Rivadavia entre Beltrán y Granaderos), la de Miró-Dorrego (Rivadavia entre Granaderos y Gavilán), la de Máximo Terrero (Rivadavia entre Carabobo y Esteban Bonorino), la de Carabassa (Bacacay, Artigas, Bogotá y Bolivia), etc.
Esas casonas, con sus parques un poco rústicos, sus cercos de madreselvas y sus plantaciones de paraísos, plátanos, acacias, aromos, etc. adornaban la tranquila villa. Cuando no llegaban las emanaciones de las aguas descompuestas del Bañado, que se extendía desde la barranca de la actual Balbastro hasta el Riachuelo, era una delicia aspirar los perfumes de las flores de aquellas mansiones, que alternaban con modestas viviendas de ladrillo crudo, rústicas, algunas sin revoque, y con las pulperías y sencillos negocios que se ubicaban en las esquinas.
¡Tiempos de gauchos! La vestimenta campera se veía aún en los transeúntes de las irregulares calles de aquel Flores de mediados de siglo, compitiendo con la de los “gringos”, que usaban pobres prendas de tipo europeo. Si los señores de Buenos Aires, dueños de mansiones en Flores, exhibían en sus lujosos coches o en la plaza sus fraques y levitas, prendas ciudadanas, no faltaban entre ellos, quienes recorrían a caballo las polvorientas calles, ataviados con las vestimentas que distinguían a los estancieros ricos.
Por el camino hacia Cañuelas –Avenida del Trabajo, actual Eva Perón– solían organizarse carreras cuadreras en las que se jugaba por dinero y se peleaba, a menudo, como saldo de espectáculo. En las pulperías no faltaba la guitarra; tampoco los viejos juegos por dinero: la taba, los naipes o la riña de gallos.
Flores, aislado por las difíciles comunicaciones con la Capital, vivía así su vida de municipio pobre, pero mantenido por los potentados capitalinos que tenían allí sus quintas de recreo. Para los pobladores estables, la plaza, con sus retratas o su calesita, o con la sombra de sus paraísos sobre Rivadavia, era el lugar de esparcimiento nocturno o dominguero de las familias de prestigio. En las pulperías, –que no faltaban– se reunían los hombres del común del pueblo.
El ferrocarril
Llegamos ahora al año 1857. Tres años antes un grupo de hombres emprendedores había comenzado en Buenos Aires la campaña para construir un ferrocarril, el primero del país. Propaganda pública, suscripción de bonos, estudio de líneas europeas y estadounidenses todo se puso al servicio de aquella idea: instalar los rieles desde el “Parque” (frente a la actual plaza Lavalle) hasta San José de Flores o La Floresta y adquirir locomotoras a vapor –usadas, desde luego en Europa. La tarea no fue fácil: muchos intereses se movían en contra de la revolucionaria transformación. Sarmiento, el gran civilizador, fue uno de los principales hombres públicos que sostuvo firmemente la necesidad de instalar aquella primera línea férrea y la idea se concretó.
Adquiridos en Europa los rieles “Barlow” y dos viejas locomotoras, bautizadas aquí con los nombres de “La Porteña” y “La Argentina” y realizados con toda celeridad los trabajos de instalación, la primera línea férrea quedó lista para su funcionamiento. La inauguración lugar el 29 de agosto de 1857 y significó una fiesta para la provincia y particularmente para San José de Flores.
La primera estación de Flores se instaló entre las calles Caracas y Gavilán; por eso ésta y su prolongación (Esteban Bonorino) se conocían como “calle del Ferrocarril”. En cuanto a La Floresta, –estación terminal de la línea–, se instaló en ella un “quiosco” con confitería y algunos entretenimientos, atendido por el señor Soldati, que “ofrece todas las comodidades que son de desearse para las personas que se dirigen a gozar de algunas horas de recreo en aquel destino”, decía El Nacional, del 3 de septiembre.
Los primeros servicios, atendidos con las dos locomotoras, fueron muy espaciados. En los días laborables partían dos trenes diarios desde el Parque, a las 11 y a las 14, y dos de La Floresta, a las 12,30 y a las 16 hs. En los días feriados, como La Floresta era lugar de esparcimiento para los habitantes de Buenos Aires, se agregaba un tren y los horarios eran los siguientes: desde el Parque, a las 9, las 12 y las 15; desde La Floresta, a las 11, las 14 y las 17 hs. Se cobraba 10 pesos por viaje de ida o de vuelta entre las estaciones terminales, con coches de primera clase y 5 pesos en carruajes de segunda, descubiertos.
Los horarios indicados nos permiten afirmar que el ferrocarril no suprimió los otros servicios de transporte entre Flores y Buenos Aires: por Rivadavia continuaban su tránsito las galeras, las diligencias y las carretas, tanto para el transporte de pasajeros como para el de cargas.
No obstante, el ferrocarril contribuyó al desarrollo de Almagro, Caballito, Flores y Floresta, que fueron puntos de paseo dominical para los porteños, especialmente Flores, en cuya plaza se ofrecían conciertos de banda local o militar, los sábados por la noche y los días feriados, en audiciones vespertinas o nocturnas.
El Pacto de San José de Flores
Desde 1853 hasta 1859, Buenos Aires permaneció separada de la Confederación Argentina, cuyo gobierno tenía su sede en la ciudad de Santa Fe. Aunque mantenían relaciones oficiales, ambas secciones de nuestro país actuaban como estados soberanos. Cada una tenía sus propios representantes diplomáticos en el extranjero. Esa situación se prestaba a frecuentes encuentros políticos y militares que hicieron crisis en 1859.
El 23 de octubre de ese año, las fuerzas de Buenos Aires dirigidas por Mitre y las de la Confederación, al mando de Urquiza, libraron una batalla en los campos de Cepeda, al sur de Santa Fe. Urquiza, vencedor, avanzó con sus tropas hasta San José de Flores. Buenos Aires organizó prestamente la defensa.
El jefe entrerriano ocupó otra vez la residencia de la familia Unzué, el palacio que se alzaba sobre Rivadavia, cerca de la actual Pumacahua y hacia Carabobo. Esta contingencia no impedía que siguiera funcionando el ferrocarril, medio por el cual se trasladaban de la Capital a Flores o Floresta y viceversa, los políticos de una y otra parte.
Flores en pie de guerra no perdió la prestancia de su señorío. Las familias más representativas alternaban con los jefes que rodeaban a Urquiza, en las tertulias lugareñas. La actividad militar no alteraba mucho la calma de los pobladores, pero ponía su nota de color en las sombreadas calles. Se carneaban más animales y se obtenían más alimentos porque la tropa reclamaba vituallas.
Y los municipales, a cuyo cargo se hallaba la administración del pueblo, debían proceder con toda mesura para responder a sus autoridades legales –las de la Capital– y no disgustar al general triunfador, que se imponía por la natural gravitación de su personalidad. Reconozcamos que Urquiza, dentro de la energía que era propia de su grado, de su prestigio y de su carácter, procedió con toda mesura y ecuanimidad, e impuso orden en la vida urbana, reprimiendo conatos de adversarios y persiguiendo a los malhechores.
Pero todo esto duró poco tiempo; apenas un mes, como veremos. Expuesta Buenos Aires a la presión de importantes fuerzas nacionales, se sabía empero que Urquiza difícilmente ordenaría el asalto de la ciudad. Se buscó la vía diplomática. Aparte de la presión de los representantes de potencias europeas, que deseaban proteger los intereses de sus connacionales –especialmente británicos–, se hizo notar la amistosa y eficaz intervención negociadora del general paraguayo Francisco Solano López, hijo del presidente de ese país.
En buenas relaciones con Urquiza, López visitó a los hombres públicos de Buenos Aires y llegó a convencerlos de la necesidad de un acuerdo con las autoridades de la Confederación.
Las negociaciones fueron duras. Los representantes de las dos partes (generales Tomás Guido y Juan E. Pedernera y doctor Daniel Aráoz por la Confederación, y doctor Carlos Tejedor y señor Juan B. Peña por Buenos Aires) se reunieron primero en Caseros y, después, en días sucesivos, en San José de Flores.
Con precisas instrucciones de sus respectivos gobiernos y concesiones reciprocas estimuladas por la habilidad del diplomático paraguayo, llegaron finalmente a un acuerdo, que se firmó el 10 de noviembre de 1859 en la casa-quinta de Terrero, en Rivadavia y Boyacá. Al día siguiente 11 de noviembre, lo firmaron en San José de Flores, en el cuartel general de las tropas de la Confederación, el presidente Urquiza y en Buenos Aires el gobernador interino, don Felipe Llavallol; así quedó ratificado el acuerdo del día anterior.
Es el Pacto de San José de Flores o Pacto de Unión Nacional. En virtud del mismo se daba por terminada la lucha entre ambas partes, se declaraba incorporada la provincia de Buenos Aires a la Confederación Argentina y se disponía la convocatoria de una Convención para revisar y reformar –si era necesario– la Constitución Nacional.
En esta Convención estaría representada la provincia de Buenos Aires, con lo cual se salvaba el inconveniente de su ausencia en el Congreso Constituyente de 1853. Además se nacionalizaba la aduana de Buenos Aires, lo que satisfacía el reclamo de las demás provincias. El ejército de la Confederación debía abandonar la provincia dentro del término de quince días. Como podemos apreciar, la ocupación de Flores por las fuerzas de Urquiza duró aproximadamente un mes.
El Pacto del 11 de noviembre es, a justo título, timbre de gloria para el vecindario de Flores. Fue la base segura para la definitiva unión nacional y, si algún tiempo después nuevas acciones militares ensombrecieron el cielo de la patria –batalla de Pavón, el 17 de septiembre de 1861–, el convenio de Flores se cumplió por ambas partes y condujo luego a la constitución definitiva de la República. La reforma constitucional de 1860, propiciada especialmente por Buenos Aires, fue la coronación del Pacto de San José de Flores.
Información adicional
Año VII – N° 36 – junio de 2006
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: ARQUITECTURA, Palacios, Quintas, Casas, ESPACIO URBANO, Avenidas, calles y pasajes, Historia, Mapa/Plano
Palabras claves: Barrio, San José de Flores, Flores, construcción, ciudad, progreso
Año de referencia del artículo: 1980
Historias de la Ciudad – Año VI Nro 36