El Dr. Emilio R. Coni, autor de este artículo sobre el antiguo Buenos Aires fue un destacado médico higienista, que luchó muchos años contra un flagelo bastante común en la población argentina: la tuberculosis. Pero además, su relevante actuación le valió
su ingreso a la Academia de Medicina de París y fue miembro honorario de la de Buenos Aires, Rio, México etc. Este artículo, no es conocido; apareció en el número 1° de marzo de 1916, de una inhallable revista “Labor”, publicada en La Plata.
Su prosa amena con información inédita o poco conocida, es parangonable a las vívidas descripciones del antiguo Buenos Aires, de Calzadilla o de Wilde, por lo que hemos decidido incluirlo aquí “in extenso” en “La Sección del Director”.
Cuando se llegaba de Europa, el vapor fondeaba en la rada exterior, en la gran rada, como se la llamaba. Allí, al abandonar el transatlántico, el pasajero transbordaba a un vaporcito, que después de largo, penoso y no pocas veces accidentado viaje, lo dejaba en las escaleras del muelle de pasajeros, y esto cuando el estado del río lo permitía. A veces la bajante de este lo obligaba a ocupar un carro y, después, a horcajadas, sobre los hombros de un musculoso changador criollo, ponía los pies, al fin, en la escalera del muelle, en medio de las exclamaciones ruidosas y risotadas de los numerosos y abigarrados espectadores que asistían a escenas jocosas por el sinnúmero de peripecias y porque también esas operaciones revestían ciertos contornos de salvamento de náufragos.
¡Y decir que las señoras y las niñas tenían que pasar por esas horcas caudinas! Los cambios repentinos del color de sus mejillas revelaban a las claras los duros trances que atravesaba el espíritu de esas pobres mujeres. Idéntica cosa sucedía con los pasajeros de Montevideo y con los procedentes de los ríos llegados a la rada interior.
Las mercancías venidas de Europa eran desembarcadas en lanchones del muelle exterior y traídas a las costados del muelle de la aduana, situado a unos seiscientos metros del de pasajeros. Una parte de aquellos fondeaba lo más cerca posible de la orilla del río, en el espacio comprendido entre ambos muelles, para ser transbordada a carros especiales de dos grandes ruedas y plataforma elevada, a fin de protegerla del contacto con el agua. Los caballos que los arrastraban a menudo tenían que marchar nadando.
En el mismo paraje destinado al fondeadero de descarga de los lanchones venían, precisamente a llenar de agua sus carros-toneles, los aguadores de la época (designados vulgarmente “aguateros”), casi en su totalidad españoles. Puede juzgar el lector la pureza del agua de consumo, por las condiciones especiales del lugar en que se captaba (resaca, inmundicias de todo género, etc.). Sin embargo, la vendían a cinco centavos la “caneca”, medida que consistía en un balde grande, que era de madera en su principio y más tarde, por comodidad y economía, de latas de kerosene con manija de madera. Los aguadores, sin embargo, en ciertas ocasiones en que la ausencia de lluvias agotaba los aljibes, se convertían en verdaderos dispensadores de favores entre el público, pues debe observarse que no todas las casas disponían de aquellos, de manera que el agua de los aguadores se tornaba entonces la única fuente de provisión.
El agua de aljibe ofrecía, indudablemente, la ventaja de ser límpida, fresca y agradable, en el verano sobre todo, no obstante que, procedente de las aguas de lluvia, arrastraba consigo todas las sustancias orgánicas de los tejados y de los techos de azotea existentes en gran número, que servían de esparcimiento y de lugar de reunión a las familias en las estaciones favorables. Los aljibes tenían siempre en su fondo una capa espesa de limo putrefacto, repleto de sustancias heterogéneas, que a menudo hacían “abombar” el agua, transmitiéndole sabor y olor desagradables. Generalmente, en esos casos, se recurría a las tortugas, ayudadas por algunas bolsas de carbón de leña como elementos de purificación. Cuando el agua no mejoraba con estos recursos, se acudía al agotamiento y limpieza completos del aljibe.
Todas las familias, sin excepción, usaban el agua provista por los aguadores para el baño, y como para llenar una bañadera común eran menester muchos recipientes de cinco centavos, de aquí resultaba no pocas veces que la misma agua servía para toda la familia; primeramente se bañaban los padres y después, en orden decreciente de edad, iban desfilando los hijos, de manera que cuando le tocaba el turno a los más pequeñuelos, tenían que sumergir sus cuerpecitos en un verdadero caldo de cultivo.
Las personas que no podían bañarse en sus casas, por no poder procurarse el agua de los aguadores, tenían que hacerlo entre las toscas de la orilla del río, generalmente en traje de Adán.
Las orillas del río, situadas entre el costado sur del muelle de la aduana y la calle Brasil, por un lado, y la parte entre el muelle de pasajeros y Palermo, por la otra, estaban ocupadas por el gremio de las lavanderas, quienes utilizaban los charcos de agua dejados entre las toscas al retirarse del río. Esos parajes eran los favoritos de los “raboneros” de las escuelas y del Colegio Nacional, porque allí gozaban de un paisaje agradable, a la sombra de sauces llorones, disfrutaban de las brisas perfumadas del río y completaban su esparcimiento con juegos de todo género, haciendo travesuras sin cuento a las pobres lavanderas que, cansadas al fin, recurrían al auxilio de un vigilante, que en esos lugares brillaba por su ausencia.
Como en esa época no se conocía aún la microbiología, no era posible realizar análisis bacteriológicos ni del agua vendida por los aguadores, ni de la de los aljibes, ni tampoco de la de los charcos que servían de piletas a las lavanderas.
Las orillas del río en los paseos de Julio y Colón, después de fuertes sudestadas y temporales de Santa Rosa, ostentaban, a veces, espectáculos curiosísimos con la presencia de grandes vapores y veleros que, habiendo garreado sobre sus anclas, habían sido arrojados a la playa y por poco no habían entrado en las calles de la ciudad.
Las vías de Buenos Aires permanecían, en su mayor parte, sin pavimentación alguna y las que la tenían esta consistía en el “empedrado” primitivo, hecho de piedra bruta de granito, de forma irregular, asentada sobre un lecho de arena del río que, en realidad, no era más que una mezcla de fango y basuras, sin ninguna de las condiciones requeridas para su destino.
Este detestable empedrado ofrecía los serios inconvenientes de deteriorar toda clase de rodados por sus aristas salientes, por el sinnúmero de charcos de agua detenida que salpicaba con la circulación las ropas de los transeúntes, sirviendo también de mortificación para los que tenían que usar vehículos, a causa de las grandes trepidaciones y “barquinazos” consiguientes. ¡Para colmo, las calles eran rellenadas y niveladas con los residuos domésticos! La calle Esmeralda, frente al lugar ocupado por la Asistencia Pública, fue sometida a este antihigiénico procedimiento en 1850. La hermosa Plaza Lavalle, los paseos de Julio y Colón y los demás parajes públicos sufrieron, sin excepción, semejantes atentados. Cuando las calles no necesitaron más de basuras, estas fueron acumuladas en terrenos bajos y pantanosos del sur del municipio, donde constituyeron las “montañas de la muerte”, que la feliz inspiración del administrador de limpieza, señor Borches, comenzó a destruir, después de la luctuosa epidemia de fiebre amarilla de 1871, por medio de un sistema sencillo de incineración, completamente criollo y primitivo, que lleva su nombre.
Buenos Aires, debido a la incuria de sus autoridades edilicias, soportó por muchísimos años la vergonzosa quema de las basuras, con sus humos penetrantes, acres y malolientes, ayudado por el barrio infecto y mal afamado por el robo y el libertinaje, denominado de las “Ranas”, cuadros descriptos con pinceladas maestras en La Prensa por la malograda publicista y filántropa, la señora Gabriela L. de Coni.
No existiendo aún en Buenos Aires los tranvías, los transportes tenían que hacerse con carruajes y ómnibus. Cuando se regresaba de las plazas de Once y de Constitución (ambas destinadas a las carretas cargadas con frutos del país), pensaba uno haber realizado una lejana excursión.
A la Plaza del Once se iba en ómnibus y para ir a Flores, partido de la provincia de Buenos Aires, se empleaban los de Rom y Cousandier, que recorrían la calle Real (hoy Rivadavia), saliendo de la Plaza del Once. Partían a toda velocidad, como mensajerías de campaña y como resultado de la competencia entre los propietarios, sus ocupantes terminaban contusos y maltrechos, debido a un vuelco impensado en las zanjas laterales del camino, cubiertas de pitales, ortigales y demás plantas silvestres.
Más tarde surgieron los tranvías a tracción animal, que contribuyeron a cambiar el aspecto colonial de la ciudad y que iban precedidos por una especie de postillón que se detenía en cada bocacalle, para anunciar con un toque de corneta la aproximación del tranvía, lo cual servía también de “cuarta” en los repechos de las calles o para auxiliar a las pobres bestias agobiadas por la fatiga cuando se negaban a marchar. Conviene recordar que en los archivos gubernamentales existe una nota suscripta por los principales propietarios y comerciantes de Buenos Aires, protestando por el establecimiento de tranvías, “por ser perjudiciales a las conveniencias públicas y por constituir graves inconvenientes para la carga y descarga de las mercaderías”. Conservo entre mis papeles copia de dicha solicitud, y si no doy a conocer tan curioso documento es por respeto a sus firmanes, que duermen todos el sueño de la eternidad. ¡Seguramente si volvieran a la vida cambiarían de opinión!
Las vías públicas, mal o no empedradas, tornaban muy dificultoso el tránsito de los rodados, de manera que era asunto serio el transporte a los alrededores de la ciudad y aún hacia los barrios no muy lejanos. Tal sucedía, por ejemplo, cuando había que ir a la Convalescencia (manicomio de hombres y mujeres). El camino que conducía a este (hoy calle Vieytes) asustaba a los cocheros en tiempos lluviosos, quienes no hacían el viaje sino mediante elevadas retribuciones, pues no sólo tenían que contar con muy buenos caballos, sino también proveerse de una “cuarta”, porque el camino se transformaba en verdadero tembladeral, lo cual hacía hundir los rodados en el fango hasta los ejes. Era tal la situación, que los directores de los manicomios, Dres. Bosch y Eguía, se veían forzados, a veces, a trasladarse a caballo para poder desempeñar sus funciones.
Desprovista la ciudad de pavimentación, era muy frecuente asistir a fuertes tormentas de tierra, producidas por los vientos del Sud y del Este, que arrastraban consigo el polvo desde grandes distancias. Recuerdo que el 19 de marzo de 1866, sobrevino en Buenos Aires una tormenta de tierra como no había habido jamás otra igual. Eran las cinco de la tarde cuando comenzó, súbitamente, un violento huracán de tierra que dejó a la ciudad completamente en tinieblas durante quince minutos. Los destrozos y desgracias personales fueron numerosísimos, como se comprende.
Varias calles servían de cauce de derivación de las aguas de lluvia, convertidas en torrentes imponentes, que arrastraban personas, vehículos, bestias, muebles y demás objetos de las casas colindantes, por efecto de las inundaciones producidas por las copiosas lluvias. En este sentido, se distinguían, especialmente, las calles Paraguay, Viamonte, Chile y Méjico; en la primera de ellas el nivel de las aguas alcanzaba, algunas veces, cerca de tres metros. Estas calles formaban los “terceros”, que tenían que cruzarse por medio de puentes giratorios. Los terceros eran verdaderos ríos, temibles por la masa considerable de agua que arrastraban y la enorme velocidad de sus corrientes. En muchísimas otras bocacalles se hacía materialmente imposible cruzar de una acera a la otra, inconveniente subsanado con el auxilio de fornidos “changadores” quienes, a horcajadas sobre sus espaldas, trasladaban a los viandantes, con gran contento de los vecinos del barrio, que se procuraban así un agradable pasatiempo.
Los terceros, que tantos perjuicios ocasionaban a los propietarios colindantes, por efecto de las inundaciones y la humedad que dejaban detrás de sí en pisos y paredes, no desaparecieron sino cuando las obras de salubridad hicieron construir los cuatro “caños de tormenta”destinados a llevar al Río de la Plata las aguas torrenciales de las lluvias. Los mismos ocupan las calles Paraguay, Cangallo, Méjico y Garay.
En vista del mal estado de las vías públicas en cierta época, los médicos tenían que realizar las visitas a sus enfermos a caballo. Este último, generalmente, era de “sobretrote”, con “cabestro” que servía para dejarlo atado a un poste en la acera o bocacalle, con frecuencia representado por un cañón de la época colonial. Siendo muy niño recuerdo haber visto a los médicos de ese tiempo recorriendo, gravemente a caballo, las calles de levita y sombrero de felpa. Viene a mi imaginación la silueta de un ilustre médico británico, el doctor Brown, facultativo de preferencia de las familias aristocráticas, quien no obstante sus muchos años y los achaques de sus dolencias, recorría las calles al paso reposado de su cabalgadura, visiblemente inclinado sobre el lado derecho de su montura.
Los vigilantes hacían solamente el servicio policial durante el día. A la caída de la tarde eran reemplazados por el cuerpo de serenos, que en su casi totalidad estaba formado por gallegos genuinos. Los serenos, con traje especial, llevaban en una mano una larga lanza y en la otra una linterna con un reflector poderoso, para poder descubrir y perseguir a los delincuentes en las tinieblas de la noche, pues el alumbrado público debía considerarse casi como no existente, debido a sus notorias deficiencias. Más aún, en las noches de luna era suprimido por razón de economía. Los serenos tenían obligación de permanecer en sus funciones hasta el alba, recorrer cada hora la o las manzanas correspondientes y, siguiendo la costumbre española, cantaban con voz de bajo profundo: “Las doce han dado y sereno o nublado”, según el caso. Los vecinos de sueño liviano no se manifestaban muy satisfechos, porque la lánguida cantilena se repetía cada hora, hasta la madrugada.
Los más filósofos se resignaban, reflexionando: “Contamos, por lo menos, con un agente encargado de vigilar nuestras vidas y nuestras propiedades, que nos sirve de reloj sin tener que recurrir al despertador y, por fin, de una especie de barómetro que nos anuncia el estado del cielo”. Niño, no dejaba de tener para mí cierto atractivo el cantar grave de los serenos en medio del silencio de la noche y me dormía tranquilo.
Como prueba del coraje de algunos de estos sencillos y honrados hijos de Galicia, me permitiré recordar un hecho que no deja de tener cierto tinte jocoso. Mi familia ocupaba una antigua casa colonial en la calle Perú, a la altura de Independencia, con amplios patios y una gran huerta de árboles frutales al fondo. Percibió mi padre una noche los ruidos producidos por la entrada de ladrones en la casa y entonces requirió al sereno de facción para llevar el hecho a su conocimiento.
Este buen hombre esperó para proceder que llegaran en su auxilio cuatro de sus compañeros. Permanecían de pie en la acera con sus linternas reflectoras y lanzas en ristre, discutiendo, probablemente, el plan de ataque y repetiendo con frecuencia: “Entra tú primero, entra tú.” Excusado es decir que cuando penetraron en corporación los ladrones habían tomado las de Villadiego, llevándose el producto de su botín.
Los lecheros y panaderos repartían su mercancía montados a caballo en monturas especiales; para los primeros consistentes en divisiones de cuero en que iban ajustados los tarros, y para los segundos por medio de “arganas”, también de cuero, con tapas de igual sustancia, que entre los muchos inconvenientes que ofrecían para la circulación, tenían el de atropellar y llevarse por delante a los peatones.
Los lecheros, en su casi totalidad robustos vascos españoles y franceses, traían la leche de los tambos situados en los partidos vecinos de la capital, y no pocos tenían que recorrer diariamente quince o veinte leguas de camino, de manera que para hacer el reparto a horas convenientes estaban obligados a ponerse en marcha a altas horas de la noche.
Felizmente la robusta contextura eúskara les permitía soportar oficio tan duro y fatigoso, expuestos a todas las vicisitudes del tiempo. En las noches oscuras los caminos a la ciudad, algunos intransitables, eran iluminados solamente por las fosforescencias de las luciérnagas, que les servían de guía en las tinieblas.
Cuando llegaban los jueves y viernes santos, en que por edicto policial se prohibía la circulación de rodados y personas a caballo, no revelaban ningún enfado los corpulentos y sencillos lecheros, que cargaban sobre sus hombros cuatro grandes tarros de 20 litros cada uno y satisfacían así las exigencias de su clientela. Las sacudidas experimentadas por la leche en el transcurso de su largo viaje tenían la ventaja de fabricar la manteca en los tarros no muy bautizados.
Con todo desparpajo he presenciado muchas veces a los sencillos vascos servirse de la mano derecha como colador o cernidor, para retener la manteca entre los dedos y la palma de la mano. Entonces le daban forma de pan y la recubrían con trapos sacados del bolsillo.
¡Cuando se instaló la primera fábrica de manteca, las familias, con mucho, preferían la del lechero, porque, según ellas, era más sabrosa! Quizás tuvieran razón, pues las adulteraciones de esta sustancia alimenticia han seguido el mismo camino de otras tantas, pues en la manteca de los viejos lecheros no entraban, ciertamente, elementos extraños, como la margarina, las patatas, los sesos, etc. Las fábricas con pausteurización y esterilización, por felicidad, han venido a subsanar los inconvenientes apuntados.
Durante los jueves y viernes de la Semana Santa no solamente estaba prohibida la circulación de vehículos y jinetes, sino también se suspendía el repique de campanas, reemplazado por la poca armoniosa “matraca”.
Las señoras y las niñas concurrentes a las iglesias, por falta de asientos, se veían forzadas a sentarse sobre el frío suelo, a la vieja usanza española. En cambio, las más acomodadas se hacían acompannar por un negrito, especie de “groom” que llevaba sobre el brazo una pequeña y lujosa alfombra para extenderla en la iglesia.
A propósito, debo referirme aquí a la evolución higiénica que han sufrido ciertas prendas de vestir de la mujer, por efecto de la moda. Alcancé, siendo aún niño, a ver la ridícula costumbre del “miriñaque”, que en las encrucijadas de las calles exponía al bello sexo a serios percances en los días ventosos, comprometiendo seriamente su pudor. Felizmente el mal ideado aparato desapareció para siempre.
El corsé, ese otro aparato de tortura, condenado por los médicos de todos los tiempos por las perturbaciones traídas en el funcionamiento regular de los órganos toráxicos y abdominales, a tal punto que la elegancia exigía en la mujer el talle más reducido, ha sido, si no desterrado, por lo menos aplicado en condiciones menos perjudiciales para la salud. Ya las mujeres no estrangulan el hígado y no torturan sus estómagos.
Tiempo hubo en que las mujeres, con sus vestidos de arrastre, servían de verdaderas barredoras de las aceras, llevando consigo los polvos microbicidas de la vía pública y sirviendo, también para limpiar las escupidas y esputos. A propósito, debo recordar que el 8 de octubre de 1907 presenté a la Comisión Municipal, en mi carácter de Presidente de la Liga Argentina contra la Tuberculosis, un proyecto de ordenanza disponiendo que, a partir del 1 de enero de 1908, quedara prohibido a las mujeres el uso de los vestidos que arrastraran en el suelo, so pena de ser amonestadas la primera vez y multadas en caso de reincidencia.2
El proyecto de la Liga tuvo la desgracia, después de soportar las sonrisas irónicas de los comisionados municipales, de ser encarpetado entre el cúmulo de expedientes relegados al archivo, o sea el osario municipal. ¡Quién hubiera dicho que lo propuesto en 1907 por una noble y benemérita asociación, persiguiendo una medida elemental de limpieza e higiene públicas, la moda, la tiránica moda, la impondría en forma aún más amplia que la propuesta! Las señoras y señoritas hoy están muy lejos de arrastrar sus vestidos, puesto que estos apenas cubren sus rodillas, y si antes el buen tono impedía dejar ver, simplemente, el calzado, en el presente la moda obliga a lucir la hermosa piel de los pies y de las pantorrillas a través de vaporosas medias de tul y muselina. ¡Oh tempus, oh mores! Se ve que la moda puede mucho más que la más imperativa higiene.
La ciudad bonaerense antigua se distinguía por su reconocida insalubridad que, de continuar la habría obligado a cambiar de nombre. Su mortalidad alcanzó a 34,5 por mil habitantes en 1855, sin contar con las desoladoras epidemias de fiebre amarilla (106 por mil habitantes), cólera, viruela, fiebre tifoidea, difteria, crup, escarlatina, sarampión, para no citar sino las más mortíferas. Los antihiginénicos hospitales de hombres y mujeres, verdaderas necrópolis, están sustituidos hoy por monumentales y magníficos nosocomios.
Los servicios de asistencia pública y administración sanitaria han alcanzado un nivel que los coloca entre los mejores del mundo.
En el orden electoral, Buenos Aires presentaba en los atrios de sus iglesias, en los días de elecciones, un verdadero campo de Agramante, en que salían a relucir, por quitarme esas pajas, dagas y revólveres.
Presencié, en la iglesia de La Merced una reñida elección, disputada por los “crudos” y los “cocidos”. Los primeros, más listos, se habían posesionado de las torres de las iglesias y desde esos puntos estratégicos lanzaban sobre la cabeza de los contrarios una lluvia granizadas de ladrillos y cascotes.
De la refriega resultaron numerosísimos contusos, heridos y un muerto. Tan triste espectáculo no se repite hoy, debido al voto secreto y al cuarto oscuro.
La edificación era en un tiempo enteramente colonial. Casi todas las casas eran de piso bajo, grandes patios y huertas al fondo, techos de teja en forma de canaleta y azoteas rodeadas de reparos o rejas, utilizadas para esparcimiento y reunión de las familias.
Las casas con tejas acanaladas ofrecían, en tiempos lluviosos, la ventaja de hacer las veces de baños de lluvia, cuando las canaletas de desagüe se obstruían o no existían.
Las reuniones y diversiones familiares eran las más sencillas imaginables. Nada de estiramiento, nada de high-life. Las niñas y los jóvenes se reunían en las clásicas salas de recibo, generalmente modestas y a media luz, para tomar mate, agua con panal o chocolate y entretenerse con la lotería, las prendas, los bailes u otras diversiones que hoy se considerarían infantiles. No existía el five o’clock, ni días especiales de recibo, ni corso de las flores, ni funciones de gala en el Colón. Las familias se obsequiaban entre sí con amistades sinceras, con mazamorra, dulces, empanadas y alfajores. ¡Oh sencillez de aquellos remotos tiempos!
Las diversiones populares se celebraban en la Plaza de la Victoria (hoy de Mayo) y consistían en representaciones acrobáticas que se desarrollaban en tablados improvisados al efecto, calesitas, palo jabonado, fuegos artificiales, etc., esparcimientos que atraían a la mayor parte de la población infantil.
En diciembre de 1880, para festejar la federalización del municipio, el genial intendente Alvear tuvo la peregrina idea de distribuir en la Plaza de la Victoria cerveza a discreción a las masas populares, consiguiendo así recargar el trabajo de la policía, sin mayores ventajas, por otra parte.
Durante el Carnaval antiguo se jugaba con huevos vacíos rellenados con agua, que se lanzaban como proyectiles, teniendo a veces el poder de vaciar un ojo, para dejar un recuerdo de la bulliciosa fiesta. Las familias desocupaban los muebles de las salas para que las niñas de la casa pudieran jugar más a sus anchas. El agua se prodigaba a baldes, a jarros, con bombas de papel y mecánicas sobre la humanidad de los pobres transeúntes que se atrevían a recorrer las calles. En muchas casas se preparaba en el patio una bañadera, en la que era sumergido, sin piedad alguna por parte de un grupo de aguerridas niñas, el pobre hombre que se había dejado sorprender y que salía del percance con sus ropas destilando agua y con la lastimosa fisonomía de un derrotado por personas del bello sexo. Más tarde surgieron los corsos, los pomos y los “confetti” para parodiar los carnavales de Niza y de Roma. Felizmente para el decoro público, las fiestas de carnestolendas, brutales en un principio, groseras y sin gracia siempre, han quedado reducidas a los bailes en los teatros y a pequeños corsos suburbanos. La gran metrópoli, como no podía dejar de hacerlo, ha estigmatizado un juego reñido con su cultura, motivo de severas críticas de la parte sensata de la población y, especialmente, del elemento extranjero, que en sus respectivos países nunca presenció semejantes desbordes y bacanales.
Como médico puedo afirmar que en mi práctica profesional he tenido ocasión de prestar asistencia a muchos jóvenes de ambos sexos, cuya tuberculosis pulmonar tuvo, a no dudarlo, su principio en los desarreglos del carnaval.
Emilio R. Coni
Médico higienista (1854-1918)
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año IV N° 20 – Abril de 2003
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Mujer, Varón, Vida cívica, Vivienda, Cosas que ya no están, Costumbres, Historia, Medio Ambiente
Palabras claves: espacio urbano, costumbres, vida social,
Año de referencia del artículo: 1886
Historias de la Ciudad. Año 4 Nro 20