La inicial aparición de Buenos Aires en los textos en que circula la gran literatura se produjo en 1759, cuando la pluma de Voltaire dejó en paz las cuartillas de Cándido o el optimismo, que es, como se recordará, un apólogo brillante en que fueron ridiculizados para siempre los sistemas ideológicos basados en la presunta armonía innata de los hechos de la vida y en la abstracción filosófica.
Al promediar ese relato por tantos motivos memorable, Cándido —designado a la sazón como el “capitán Cándido”— llega con su nave a Buenos Aires deseoso de alcanzar las Misiones Jesuíticas —”Misiones del Paraguay”, según entonces se decía—, intención por demás representativa de los intereses y curiosidades del mundillo erudito del siglo XVIII. Buenos-Ayres era en esos días y en ese ámbito, apenas una inscripción en letra cursiva en los imperfectos planisferios de la época y es, de ese modo, como debe haberla conocido Voltaire; pero, no obstante, el paraje que ocupamos no era tan insignificante como podía suponerse, debido a que río arriba se encontraba cierta extensión recóndita en la que prosperaba un pasmoso imperio teocrático, “obra maestra de la razón y el espíritu”, en la que “los padres lo poseen todo y los pueblos nada”, por supuesto muy digno de ser conocido y desentrañado en sus secretos y oscuro sentido.
El paradójico comunismo establecido en medio de las selvas del Nuevo Mundo avivaba las imaginaciones y las disputas entre los sabios empelucados. Como es natural, Cándido —que no en vano había sido aleccionado en infinitas cosas por su porfiado maestro Pangloss— estaba imbuido de vivo interés por ese tema y emprendió, en consecuencia, el correspondiente peregrinaje didáctico. Ya en nuestra ciudad y como manifestación de cortesía, Cándido y su amada Cunegunda acudieron a visitar al gobernador, “don Fernando de Ibaraa y Figueora y Mascarenes y Lampourdos y Souza” (sic), denominación estrambótica y desprolija, a la que acompaña un fuerte tufillo lusitano, matiz curioso sobre el que enseguida volveremos.
“Este señor —relata Voltaire— poseía una arrogancia adecuada a una persona que lleva tantos nombres. Hablaba a los hombres con el más noble desdén, levantando tanto la nariz…” y haciendo otras monerías hasta un punto tal que “cuantos le saludaban sentían deseos de pegarle”. Además, “era un mujeriego furibundo y Cunegunda le pareció lo más bello que nunca había visto. Lo primero que hizo fue preguntar si era la mujer del capitán. El tono con que formuló dicha pregunta alarmó a Cándido; no se atrevió a decir que era su mujer porque, efectivamente, no lo era; ni siquiera osó decir que era su hermana porque tampoco lo era…”
Con un pretexto banal, el gobernador consiguió hacer ausentarse por un momento a Cándido, e ipso facto declaró su pasión a Cunegunda y le juró que al día siguiente se casaría con ella. La dama reflexiona y consulta: “Señorita —obtuvo en respuesta— poseéis setenta y dos cuarteles nobiliarios y ni un céntimo; en vuestras manos está el ser la esposa del más grande señor de América meridional, que tiene un hermosísimo bigote… Habéis sido violada por los búlgaros; un judío y un inquisidor obtuvieron vuestras gracias… Confieso que si estuviese en vuestro lugar no tendría escrúpulo alguno en casarme con el señor gobernador…”
Tras breve vacilación, Cunegunda acepta tan prudentes razones, sin por eso dejar de amar a Cándido, dato en el fondo irrelevante. La situación fuerza a este a huir, que en realidad equivalió a seguir el previsto camino hacia las Misiones. Buenos Aires queda atrás y todo induce a la creencia de que en adelante desaparecerá de esa pequeña y episódica novela, aunque no es así. Entretando, como adherencia local le queda a Cándido la compañía de Cacambo, cuarterón tucumano, en el que van inextricablemente unidos el confidente compasivo, el criado obsequioso y el escudero con pujos caballerescos.
Tiempo después, Cándido procura recuperar a Cunegunda, trámite del que justamente se encarga Cacambo, quien debe pagar por ella un considerable rescate a don Fernando, quien no sólo no había cumplido su promesa de casamiento sino que, además, redujo a la mujer a la esclavitud y la sometió a toda clase de violencias e indignidades. Pero en el viaje de regreso a Europa son asaltados por piratas y la trajinada dama vuelve a desaparecer. El ubicuo Cacambo consigue encontrarla de nuevo, esta vez en Constantinopla. Y cuenta a su amo: “Lava las vasijas de cocina a orillas del Prepóntide, en casa de un príncipe que tiene muy pocas vasijas; es esclava en la casa de un antiguo soberano llamado Ragostsky a quien el Gran Turco da tres escudos por día en su exilio. Pero lo más triste, es que ha perdido su belleza y se ha vuelto horriblemente fea”. —”¡Ah! Hermosa o fea —dijo Cándido— soy un hombre de honor y mi deber es seguirla amando…”
Reunidos los personajes, se establecen en la capital del Imperio Otomano donde forman una suerte de comunidad; entre las cosas curiosas que Voltaire consigna al acercarse el epílogo de su obra se halla la de que Cacambo cultivaba una huerta y que, a su turno, iba al centro de la ciudad a vender las verduras, en lo que acaso constituye el primer antecedente sobre las migraciones ultramarinas de los trabajadores tucumanos.
De lo anterior queda perfectamente aclarado que Voltaire no tenía la menor idea precisa acerca de Buenos Aires, aparte del hecho cartográfico de que era un lugar por donde era necesario pasar para ir al Paraguay jesuítico. Pero no hay duda de que, en cambio, poseía cabal conocimiento de algunas generalidades corrientes en aquel entonces sobre cómo era Buenos Aires, nociones con seguridad prejuiciosas e inexactas, aunque no por eso forzadas.
Un ejemplo al respecto sería, en principio, la bastante incomprensible confusión entre españoles y portugueses en que incurre el autor, cuando, por lo contrario, la lógica postula que para un francés culto del siglo XVIII resultaba mucho más hacedero tener información exhaustiva de los primeros que de los segundos. La explicación de esa aparente incongruencia quizá sea que a la sazón, la mayor parte de las noticias provenientes del Río de la Plata que llegaban a Europa eran casi todas de origen portugués, pues para el reino lusitano las luchas por la posesión de la Colonia del Sacramento no dejaban de tener su importancia, en tanto que para la corte madrileña no era sino una disputa de tantas, opacada por otras entabladas con contendientes más aguerridos y más rapaces, como los omnipresentes ingleses. Por otra parte, es verdad que en la Banda Oriental abundaban los portugueses y que probablemente lo mismo ocurría en la propia Buenos Aires, lo que aseguraba, por lo pronto, la existencia de frecuentes testimonio de ese origen.
En efecto, los periódicos relevamientos del vecindario daban invariablemente cuenta de que existían unos cuantos lusitanos entre nosotros, aun en las épocas de mayor enfrentamiento y pese al explícito interés de las autoridades porque no hubiese extranjeros, lo que lleva a suponer que estos, por su lado, intentaban disimular su condición. En 1777, la Colonia finalmente capituló ante don Pedro de Ceballos, y muchos de los prisioneros que se tomaron en esa ocasión fueron traídos a esta ribera del Plata, entre ellos el padre Pedro Pereira Fernandes de Mesquita, quien dejó un relato de sus andanzas en extremo malevolente y que pone a los porteños por el mismísimo suelo, producto de un evidente resentimiento pero no por ello carente de sagacidad. Fernando O. Assunção, aprovecha el prólogo que hizo en l980 a esa obra poco conocida para recordar que del grupo de cautivos que integraba el citado sacerdote, sólo los oficiales y sus familias fueron repatriados y que el resto —la tropa, el “pobrerío”— fue dispersado en los pueblos de la frontera: Luján, Arrecifes, Magdalena, San Antonio de Areco.
“Esa diáspora —añade el destacado historiador uruguayo— cerrará el ciclo de los ingresos masivos de lusitanos en tierras del occidente del Plata, iniciados desde la fundación misma de Buenos Aires por Garay (en 1580, coincidente con la anexión de Portugal a la monarquía de Felipe II), y que tuvo hitos siempre notorios en cada una de las tomas de la Colonia; en especial la primera, de agosto de 1680, y en la de 1762, así como por la deserción portuguesa desde esa plaza hacia Buenos Aires y tierras entrerrianas, todo a lo largo de ese casi siglo de existencia (1680-1777). Ciclo que dejó sembrados por esas zonas toda una pléyade de apellidos de origen luso y que justifica la feliz frase-síntesis de Virginia Carreño: “Muy poca gente en el Río de la Plata sospecha hasta que punto es portuguesa” (Estancias y Estancieros, Bs. As. Ed. Goncourt, 1968).”
Es concebible, pues, que surgieran de estas comarcas y llegasen a las capitales europeas versiones que atribuían un marcado carácter portugués a la región entera con su población incluida, pese al dominio político español, o que podían dar pábulo a vagas interpretaciones de ese tipo, clima cultural posiblemente difundido en la Francia contemporánea a Voltaire.
Otro punto llamativo es el carácter por demás abusivo y corrupto del gobernador, rasgos que si bien se atribuían universalmente a toda la administración colonial española, razonablemente podía creerse que se encontraban acentuados al máximo en un lugar remoto, el más distante de todos de los centros de gobierno y religiosidad establecidos por los monarcas castellanos, que además era puerto y frontera, es decir antro de piratas, negreros y soldados de fortuna. En rigor, si la teoría postulaba la práctica inevitabilidad de que ese tal gobernador de Buenos Aires fuese un redomado malandrín, la fama lo acreditaba y, a despecho de sus cautelas, la historia, en una etapa ulterior, ha tendido a corroborarlo.
Es tan sólo por ese negativo renombre que don Luis de Góngora pedía, con ademán cómplice y en octosílabos, que quienes penaban en el río Marañón, siguiesen las ondas favorables del de la Plata. En el terreno de la investigación objetiva tenemos que, pese a todos los apañamientos posibles e imaginables, entre los cincuenta gobernadores que hubo entre 1608 y 1770, nada menos que ocho terminaron condenados por conducta delictuosa en el consabido juicio de residencia(*). El citado padre Fernandes de Mesquita da, por su lado, detalles tan deprimentes sobre el comportamiento habitual de los porteños en cuanto a cuestiones de honestidad y convivencia, que a pesar de poderse desechar su testimonio sin más y considerarlo dictado por un feroz y comprensible odio a España y a todo lo español, no se puede menos que reconocer la persistencia de ese mito desfavorable, sin perjuicio de admitir, a la vez, que se trata de una narración muy coherente, llena de observaciones inteligentes y cuyas exterioridades son sumamente creíbles.
Pero al margen de todo esto, también es verdad que Buenos Aires poseía, de por sí, otros excelentes pergaminos en materia de fantasías deseables, lo que seguramente también sirvió para estimular la imaginación colectiva de diversas comunidades, en especial no hispánicas, actitud de la que tal vez quepa descubrir reflejos involuntarios en el texto de Voltaire.
Al fin y al cabo, en los mapas que pudo haber tenido este a su alcance, un poco más hacia el océano de donde figuraba Buenos-Ayres se abría una imprecisa bahía denominada San Borombón, nombre que todavía formaba dos palabras y que quizás aún despertase asociaciones con el mítico obispo San Brandán. En términos más concretos, las fábulas acerca del ignoto Buenos Aires del siglo XVII —una de ellas era la de la Ciudad de los Césares—, difundidas por España y por los restantes países cuyos buques navegaban habitualmente por el Atlántico provenían de dos fuentes: una, el nombre promisorio, engañador y a la vez demasiado farsesco que ostentaba el río que habría de ser epónimo. La otra, el libro de Ulrico Schmidl y no tanto por las inexactitudes y exageraciones que contiene, cuanto por las conocidísimas ilustraciones que acompañaban casi sacramentalmente a las numerosas reediciones que de él se hicieron en los primeros tiempos, y que son hoy finalmente, el único legado tangible —o, si se prefiere, perceptible— que nos queda del asiento de don Pedro de Mendoza.
Al contrario de Voltaire, Schmidl conoció muy bien si no la prehistoria de Buenos Aires, sí, al menos, el hábitat de lo que sería la campaña porteña por más de tres siglos y, asimismo, el entorno correspondiente al curso de los grandes ríos que afluyen al Plata. No obstante, y tal vez en razón de los extravagantes acontecimientos en que participó y le tocó contar, lo cierto es que el crédito que mereció el viajero alemán fue siempre muy escaso y más bien se tuvo su obra —injustamente, por otra parte- como relato de aventuras y no como la verdadera reseña de una expedición real. Pero esto sucedía entre los estudiosos; en cambio el público no avisado es probable que haya visto las fantásticas ilustraciones con ojos acríticos, lo que es natural si se piensa en personas que no tenían por qué ser doctos en cuestiones de Indias. El Buenos Aires pentagonal, con muro circundante y artillería apostada a su amparo, puerta “de homenaje”, salida al fondeadero y, sobre todo, una casa absurda al frente, de dos plantas con altillo y techo a dos aguas y hasta humeante chimenea, no sólo era descabellado sino también una tentación para que los desprevenidos imaginasen aquí, en el fin del mundo, la perspectiva de una vida confortable y desahogada, medida con los parámetros europeos de la época, muy a pesar que en el mismo grabado se ve a los famélicos pobladores de esa villa ilusoria devorando los cadáveres de los ajusticiados.
Don Fernando, el ridículo gobernador volteriano, debía entonces ser forzosamente un señor opulento, ”el más grande de la América meridional”, se dice expresamente de él, sin que aparentemente haya razón alguna para ese alarde-, según correspondía tanto a su dominio sobre esa región de nombre pretencioso, como al estado de la ciudad en que se hallaba su sede, ya en su origen edificada con edificios de puntillosa albañilería y detalles propios de un burgo centroeuropeo.
Después llegaron a las capitales europeas las noticias de las riquezas presuntas que los jesuitas amasaban no lejos, en unos rincones selváticos del extenso país del Plata. Más tarde, se supo de las luchas cruentas que entablaron por larguísimo tiempo las coronas portuguesa y española por poseer la desembocadura del preciado río, lo que daba tanto más alimento a las presunciones de riqueza que la región alentaba, puesto que su posesión originaba guerras, como razonablemente podía suceder con países ricos en mineral de plata como México y el Perú, o en yacimientos de diamantes como Brasil.
Por supuesto, todo esto se contraponía frontal, extremada e indemostrablemente a la realidad de un territorio que era el más pobre y apartado de todo el imperio español, cuya población era ínfima y más bien misérrima. Pero a la distancia la imagen era otra y así siguió siendo por mucho tiempo, si es que no subsiste todavía.
Queda por ver qué influjo tuvo la persistencia de esa ilusión en la posterior llegada a nuestra ciudad indiana de enormes muchedumbres de desvalidos, arrojados de Europa por la despoblación de los campos y que aquí hallarían, en general, muy poco de lo que esas fábulas les habían prometido.
(*) Tomo el dato de La revolución inconclusa, de E. F. Sánchez Zinny, Bs. As. 1942. Los ex gobernadores de Buenos Aires hallados formalmente culpables fueron Diego Marín Negrón (1608-1613), Diego de Góngora (1618-1623), Diego Páez de Clavijo (1623), Francisco de Céspedes (1624-1631), Jacinto de Lariz (1645-1653), Pedro de Baigorri Ruiz (1653-1660), Andrés de Robles (1674-1678) y Manuel de Velazco y Tejeda (1708-1712). Un noveno gobernador, Alonso de Mercado y Villacorta (1661-1664), fue muy seriamente incriminado, pero, al parecer, con injusticia. En todo caso, sus presuntos delitos no pudieron ser probados.
Fernando Sánchez Zinny
Poeta, escritor y periodista.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año II – N° 10 – Julio de 2001
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Categorías: PERFIL PERSONAS, POLITICA, RELIGION,
Palabras claves: Voltaire, Candido, escritos, misiones jesuiticas, misiones del paraguay
Año de referencia del artículo: 1567
Historias de la Ciudad. Año 2 Nro10