Se nombra a Celedonio Flores, o simplemente al “negro Cele”, y nadie se equivoca: todos piensan en ese porteño auténtico que en 1916 obtuviera un premio otorgado por el diario “Última Hora” con el que se distinguían sus versos titulados “Por la pinta” (que llegarían a convertirse, cantados por Gardel, en el conocidísimo tango “Margot”).
Y se piensa, también, en el autor de otros tangos no menos famosos, tales: “Mano a mano”, “La mariposa”, “El bulín de la calle Ayacucho”, “Corrientes y Esmeralda”, “Sentencia”, “Viejo smocking”, “Mala entraña”, “Canchero” y otros más. Se lo considera como un “poeta social” ganado por el tango. En sus poemas, utilizó el lunfardo con mesura, con discreción y no en todos los casos, aunque es con este vocabulario que sus versos adquieren mayor fuerza y un inconfundible aire arrabalero.
Celedonio Esteban Flores entró al mundo por San Cristóbal, en Talcahuano a escasos metros de Rivadavia, el 3 de agosto de 1896, el mismo año en que nacieran Rosita Quiroga, Lino Spilimbergo y el barón Megata.
Desde los quince años vivió en Villa Crespo, barrio que amó, y donde frecuentaba el entonces conocido local “La Chinche Celeste”: allí bailaba con cortes y quebradas, a razón de cinco centavos la pieza; corrían los tiempos del Centenario. Cursó estudios, que dejó incompletos, en la escuela “General Roca”. Estudió violín en el Conservatorio Williams y dibujo en la Academia de Bellas Artes. Practicó efímeramente el boxeo (fue Kid Cele); si bien sus golpes más certeros los dio con sus propios versos. Se casó con María Luisa Vinci, a quien dedica su primer libro, “Chapaleando barro”.
Ni escéptico ni lapidario en sus sentencias; “su acento es varonil y tierno a la vez”. Lo descubrimos como un poeta vital, fervoroso, de alegre desenfado, poeta de la calle que se expresó sin complicaciones retóricas, sólo “la que manda el lunfardo”.
La “bacana” de “Sonatina” tiene antecedentes en la “princesa” de Rubén Darío, a quien leyó con fruición, lo mismo que a Carriego, su antecesor inmediato.
Pero más allá de la influencias recibidas, “Cele” tenía natural facilidad para versificar y fue original en la composición poética. Buenos Aires revive cálidamente en los versos de este poeta de “musa popular”. Sus letras, porteñas hasta en las comas, tienen calle y bohemia; barrio y vida vivida.
Él mismo nos descubre su técnica de escritor: -“Busco un pedazo de vida, la vivo intensamente en mi interior, me la tomo en serio, y despacito, con cuidado, voy haciendo el verso. Como he vivido un poco, como he dado muchas vueltas, y como conozco el ambiente canalla, es que tengo la pretensión de vivir mis personajes”. Falleció el 28 de julio de 1947, a los cincuenta y un años.
Entre 1919 y 1925, Celedonio vivó en Donado 2548, medianera mediante con la casa del poeta Ricardo Molinari. Me contaba su hermano Manuel, quien, como yo, fuese apadrinado por Genaro Videla, entrañable amigo de nuestras respectivas familias y antiguo vecino del barrio, que, junto a otros tangos memorables, La mariposa, escrito en aquella época, comenzó a volar en nuestro barrio. Fue también su hermano quien me dijo que “Cele” era parco de palabras, siempre risueño, amigo cabal, buen hijo, buen hermano, y que su tango preferido era “Tengo miedo”.
Recordar hoy a este poeta, quien con sus tangos se dio el lujo de debutar en las voces de Gardel y de Rosita Quiroga, es recordar, también, al autor del libro Chapaleando barro.
Tal vez ha sido en uno de aquellos primeros ómnibus que comenzaron a competir con los tranvías, en viaje de Urquiza al centro, que el negro Cele concibió este soneto:
Guarda de ómnibus
Pa’ fioca no sirvió, porque una mina
a quien le hizo un laburo deshonesto,
le dio el apuntamento en una esquina
y delante del cana le dio el pesto…
Quiso hacer un scruche y cuando fueron
a’ arreglar la cuestión de la viyuya
te le hicieron un laburo, te le hicieron,
que tuvo que poner menega suya.
Fue pintor, albañil, bandoneonista,
cantor aficionado, fue cloaquista,
batidor, amargado y atorrante…
Hoy requinta una gorra, usa taquito,
se apila a una piolita y pega el grito:
“Se me quieren correr más adelante”.
El poeta Ricardo Molinari, nació en Buenos Aires el 23 de marzo de 1898. A los cinco años quedó huérfano de padre y madre. Está orfandad marcará su vida y su obra, y se verá reflejada en Las sombras del pájaro tostado, publicado en 1975, a instancias de su amigo Federico Vogelius, libro que recoge su producción poética entre 1923 y 1973. Allí puede leerse:
Tal vez no sepa gran cosa de aquel tiempo. Tendría yo cinco años, y habían muerto mis padres. Estaba sentado en el largo corredor de baldosas rojas abierto hacia el fondo, en aquella casa de paso. Me hallaba allí, en ese lugar, quieto y perdido. Veía volar las golondrinas y cambiar de figura las lejanas nubes altas; los pájaros azules sesgaban duros y cortantes las frondas de los árboles, la torre del molino. No recuerdo si en esa época me gustaba hablar o andaría dentro de mí, sumido en lo mutable, en la nada despojada y anhelante.
Ese tiempo perdido de la infancia, al decir de Jorge Cabrera, vuelve evocado en la madurez de l poeta a través de su prosa serena, límpida y candorosa:
Todo vuelve o merodea. Quizás la existencia sea un círculo, o conforme con otros amplísimos, suspendidos, el cielo, una lejana ignorancia valedora.
Criado por su abuela paterna, Bartola Delgado de Molinari, vivió su niñez y adolescencia en Villa Urquiza. Al autor de El Imaginero, me lo presentó una tarde Manolo Quiñoy, en la puerta de la librería Premier y, años después, ya al final de su vida, me tocó asistirlo como médico en una clínica de la calle Colpayo en la que se encontraba internado. En una de las tantas conversaciones que tuvimos entonces me dijo que durante los primeros años del siglo vivió en Donado 2544.
En 1927, Molinari fue incluído en la Exposición de la Actual Poesía Argentina, de Pedro Juan Vignale y César Tiempo, en la que se registra su domicilio en la calle Donado.
Siendo muy joven editó su primer libro «El imaginero», cuyo lenguaje poético hizo que los intelectuales de su país lo reconocieran como unos de los grandes poetas de la época.
Su formación la debe, por una parte, a los clásicos españoles (de ahí su predilección por el romance, las coplas, el soneto) y a la poesía francesa, en la cual erigió como maestro a Mallarmé.
Junto a Borges y Leopoldo Marechal, integró un importante grupo literario reunido alrededor de la revistas Martín Fierro, Inicial y Cuadernos del plata.
En 1933 viajó a España, donde conoció a los poetas españoles de la generación del 27: García Lorca, Alberti, Altolaguirre y Gerardo Diego, uno de sus descubridores.
Ya casado, ingresó como empleado en el Congreso de la Nación, ocupación que desempeñó hasta jubilarse.
Obtuvo el Premio Nacional de Poesía en 1958 y ocupó desde 1968 un sillón en la Academia Argentina de Letras.
La temática de su poesía abarca desde el paisaje hasta el amor y lo religioso vistos a través de su experiencia personal.
Se ha dicho que la producción poética de Molinari sólo puede ser leída como una totalidad, dadas las permanentes autorreferencias e imágenes que se reiteran o se explicitan de un texto a otro. Estas recurrencias llevan a una lectura circular de su obra.
Su característica literaria fue la de no romper con el pasado y continuar con la tradición hispánica y americana precedentes (Góngora, Garcilaso de la Vega y el romancero) y así trabajó su poesía sobre el material proporcionado por dichas lecturas.
En 1927, refiriéndose a su arte poética, dijo: “El trabajo consiste, en todo caso, en la tarea de “arrimar palabras”, como si hubiera en ese acto más que un arte, una artesanía: “fui uniendo las palabras con disciplina. Pasión de ocioso, la de arrimar a una, otra -a veces repetida en el curso del poema, insistentemente- para ver cómo con ella cambia el sentimiento, hasta volverse más fino “.
Y así, siguió escribiendo hasta sus últimos días. Falleció en 1996, a poco de cumplir los cien menos dos.
Entre sus obras destacan: Panegírico de Nuestra Señora de Luján (1930), Odas a la orilla de un viejo río (1940), Seis cantares de la memoria (1941), El alejado (1943), El huésped y la melancolía —poemas escritos entre 1944 y 1946—, Días donde la tarde es un pájaro (1954), Una sombra antigua canta (1966), La escudilla (1973) y La cornisa (1977).
Ricardo Molinari publicó sus primeros poemas -entre los años 1917 / 1919- en el periódico zonal “Crónica”, de Villa Urquiza.
Recordemos ahora uno de sus “Sonetos lunáticos” que escribió cuando tenía veinte años:
Engarba tu sombrero poeta amigo
Te haré de mi alma un pálido derroche
Te hablaré de las cosas que bendigo.
¡Seremos argonautas de la Noche!
De las frondas iremos al abrigo.
Fingirán nuestras sombras un fantoche.
Y blancas nuestras almas sin testigo
Rezarán a los mundos su reproche.
De las cosas oiremos sus historias
Truncas, pletóricas de amores viejos.
Y el resonar lejano de algún coche…
Y en tanto lloran las agrestes norias.
Dejemos nuestras casas… lejos… lejos…
¡Siendo los argonautas de la Noche!
R.M., 8 de diciembre de 1918
Bibliografía: Ricardo H. Herrera. Centro Editor de América Latina, Los Grandes Poetas Nº 41. Año 1988
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Año de referencia del artículo: 1919