La institucionalizada costumbre de cambiar nombres de calles, secciones diversas de una misma arteria, homenajear a correligionarios de los partidos de turno o dar denominaciones diferentes a lugares de un mismo barrio, ha creado confusiones en los hábitos conservadores de los porteños.
Y en algunos casos, errores de ortografía, cambios de significados tradicionales,inclusión de largos títulos y nombres para calles sencillas instaladas ya en la memoria colectiva, dan lugar a situaciones paradójicas, divertidas y, en algunos casos, hasta hilarantes.
Luis María de Madrid, perseverante radical de Flores, fue concejal después de 1983, por lo menos durante un período completo. El desempeño por mi parte de tareas periodísticas en esa misma época hizo que lo tratase con relativa frecuencia, relación que recuerdo gratamente y de la que nació un vínculo de confianza, familiaridad y aún amistad. Adornaban a ese hombre –fallecido a comienzos de los 90–, cualidades valiosas y atrayentes como la simpatía irónica y campechana, una buena voluntad cercana a la humildad y, sobre todo, una inusual franqueza, dato este último que me era muy útil a la sazón, pues lo convertía en uno de los contadísimos ediles con los que era dable conversar seriamente sobre los acontecimientos políticos del momento.
Por supuesto, la importancia de los asuntos que se manejan en un concejo deliberante es siempre menor, pero hay matices en la conversación o en los sobreentendidos que son buenos para sugerir sobre el transcurso de lo que en verdad interesa, que es la lucha por el poder. En el ámbito municipal todo es exterior y por eso mismo hay escaso margen para el engaño; en aquel tiempo, en medio de las petulancias de un régimen nuevo y de la todavía inmediata impresión del anonadamiento en que había concluido el anterior, todo era plácemes, elogios y homenajes, entre éstos la imposición de nombres variados, ocasión, a la vez, para procurar mantener el clima festivo. El amigo Lucho tramitaba a menudo las formalidades que rodeaban a esas decisiones, si bien su innato equilibrio lo hacía dudar con frecuencia y lo llevaba, incluso, a temer que la complacencia hacia algunos equivaliese a ofensas para otros. Su inquietud se traducía en consultas numerosas y desordenadas, expuestas sin ambages, según cuadraba a su carácter.
La gran cuestión de esos días era la necesidad de dar a una calle el nombre de Perón, para lo que se había pensado en Cangallo –que no significa nada– y que tendía a integrar una suerte de galería de presidentes, con Yrigoyen, Rivadavia y Bartolomé Mitre a un lado y Sarmiento al otro. El concejal sabía que lo primero era falso: al contrario, Cangallo era la única calle de la ciudad cuyo nombre no se podía cambiar por mediar un compromiso de honor, pues respondía a la voluntad de frustrar el designio despótico de borrarlo de la faz de la tierra, como obraron los realistas con el pueblo rebelde de Cangallo, sobre cuyo emplazamiento pasó el arado y fue derramada sal. En cuanto a la ubicación era asunto casi baladí: los presidentes arquetípicos del conservadurismo falaz y descreído –Roca, Sáenz Peña y Pellegrini– no figuraban en esa nómina y tampoco los dos emblemáticos de la oligarquía de frac, a saber: Quintana y Figueroa Alcorta.
Convenido que Perón debía tener una calle y que los viejos reparos del encono carecían de sentido, ¿pero cuál era la adecuada? En charlas cafeteras con De Madrid, se barajó una seguramente mucho mejor que la que finalmente recibió el nombre. Pues Independencia es una avenida con todas las de la ley, con simbólico arranque en la sede de la CGT y extinción en barrios sinónimos de pobrerío. Su designación, por otra parte, no menciona algo de existencia concreta sino una noble abstracción que está también representada en cuanta cosa se haga patrióticamente, de modo que poco podía molestar que se lo cambiase: Perón mismo había pasado a ser –siquiera para sus partidarios– una bandera de soberanía e independencia.
El punto era cómo alterar tan tardíamente los mecanismos comunales puestos en marcha. Alguien había dicho que había que cambiarle el nombre a Cangallo tal como se había hecho con Victoria y el sólo amago de evitar o demorar esa compensación interpartidaria1 arriesgaba desencadenar sobre el incauto que lo hiciera la suma de todas las furias democráticas. El concejal muy lejos estaba de querer embarcarse en una aventura semejante y tampoco poseía especial espíritu crítico. Su único deseo era arribar a una solución razonable que le permitiera quedar bien, a la vez, con su conciencia y con sus amigos y valedores. Le acerqué entonces una propuesta que se estudió y discutió un par de días, lapso tras el cual fue literalmente defenestrada de toda posible consideración, con violencia no por figurada menos contundente.
Era ésta: ¿por qué el Concejo (o el Departamento Ejecutivo, según las épocas) tiene que poder ejercer el libre mangoneo de nombres, si no es condición para integrar esos cuerpos tener conocimientos históricos, folklóricos, o como quiera llamárseles? ¿Por qué no se atribuye esa función a alguna comisión ad hoc, o a una Junta de Nomenclatura como la establecida antaño en la Dirección de Ferrocarriles, organismo al que se deben la mitad de los topónimos existentes en el país, sin que, casi, sus decisiones hubiesen originado conflictos?
Lucho le pensó una y dos veces y dijo “no”; redondamente no: “Si todo lo que podemos hacer es poner nombres y perdemos eso, ¿en qué nos convertiríamos?
Todavía quedaba disponible un recurso de ribetes chicaneros, consistente en proponer el desdoblamiento de la calle, según el modelo de Charcas, cuyo tramo principal recibió el nombre de Marcelo T. de Alvear, pero resultaba desairado venir con esa propuesta a último momento. Al votarse, la mano del amigo se alzó para decretar la afirmativa unánime. “Atrévase, salte el cerco, arme un escándalo”, se le insistió afectuosamente, pero fue en vano. La verdad, ese hombre amable y comprensivo, modesto y también, en el buen sentido, calculador, no estaba hecho para los enfrentamientos y perdió en el trance esa oportunidad a la que pintan calva, si no de entrar en la historia –que es mucho decir–, al menos de incorporarse al pequeño anecdotario porteño. Su reticencia de entonces impone, en virtud del cariño con que se retiene su memoria, esta mínima referencia, no más que botella mensajera que se arroja al mar del olvido.
La relatado no hace sino ilustrar las contradicciones que presenta un fenómeno recurrente entre nosotros y seguramente en todo el mundo, que insta a nombrar, bautizar y rebautizar cuanta cosa hay, por la necesidad de erigir determinados recordatorios, de tributar ciertos homenajes y de atender a una natural disposición iconoclasta que todos tenemos pero que la cultura fuerza a reprimir. En la vida cotidiana nos pasamos desvistiendo santos para vestir otros, pero la proyección social de ese comportamiento se paga al precio del perturbador recelo de que esos santos ahora desnudos tengan parientes, capaces de venir mañana a pedirnos cuentas, o de tramar, venganzas difusas, encarnadas en la burla y en el desprecio. Se camina a tientas y todas son aprensiones; así, tener “nombre de calle” reviste, en principio, sentido admirativo pero también puede ser cáustico; peor todavía: hay sospechas de que en alguna medida ese afán por redesignarlo todo ha contribuido a la desmoralización de un pueblo acostumbrado a ver en muchos homenajes públicos la simple manifestación de antojos personales o sectoriales.
Enfocado el asunto desde un plano superior, surgen todavía más dudas, temores de que en una de ésas el desprestigio esté a la vuelta de la esquina. Demasiado a menudo se advierte2 que cuando no es factible modificar algo —dicho de distinta manera: si no se puede hacer algo efectivo—, se le cambia el nombre, lo que, al fin y al cabo, vendría a ser una forma indirecta de dar muerte al malo. En tal sentido, los cambios de nomenclatura equivalen a la representación inocua de un proceso revolucionario, más o menos como el ajedrez es una imagen incruenta de la guerra. Se entiende que en ese punto la reflexión del concejal –”Si no podemos cambiar los nombres…”–, se convierte en una meditación depresiva sobre los obvios límites de todo régimen político.
Otra consideración insoslayable es que quienes cambian los nombres son, por supuesto, los que pueden hacerlo y que esto, en términos republicanos, refleja las cambiantes potencialidades electorales, fuentes de toda presunta equidad o iniquidad en el conjunto de las designaciones. Porteñistas antiprovincianos, socialistas y radicales han sido las constantes más duraderas en cuanto a la integración de los cuerpos municipales y esto es fácilmente reconocible, sobre todo si se anda en busca de rastros de sectarismo. Por ejemplo, el paso de los radicales no sólo ha dejado las quejas de los vecinos de Núñez y Saavedra por los sacrificios relativamente recientes de las tradicionales avenidas del Tejar y Republiquetas, ni tampoco la aparición de nombres como Illia o Rabanal, ciudadanos que de cualquier manera merecen la gratitud pública, sino también material para la enojosa comparación de casos puntuales: tenemos que Honorio Pueyrredón es una calle importante, Carlos Saavedra Lamas, en cambio, un cantero perdido y José Luis Murature y Juan Atilio Bramuglia, nada. Una calle es Elpidio González, ninguna Julito Roca. Otra, Tomás Le Bretón, en tanto que Antonio De Tomaso permanece en la sombra. Las disparidades pueden seguirse interminablemente (Marcelo T. de Alvear – Agustín P- Justo, Ricardo Rojas versus Ernesto Quesada o Ezequiel Martínez Estrada, Tamborini en comparación con Patrón Costas), pero no se trata de acumular menoscabos en perjuicio de algunos compatriotas, sino, simplemente, de comprobar que asimismo en esto hay hijos y entenados.
Los radicales, como es lógico, no son los dueños del sectarismo; es pertinente recordar que el primer peronismo contentó a su vertiente católica mediante un avance en regla sobre designaciones de origen socialista, como Juan B Justo y Jean Jaures; pero que, por un error fundado acaso en la vecindad, en la volteada cayó también Saadi Carnot, quien no había sido socialista sino un presidente francés asesinado por anarquistas, cuya inclusión en la nomenclatura porteña pretendía expresar simpatía hacia una colectividad extranjera, tal como se había hecho en el caso similar y contemporáneo de Humberto I. Empero, a la caída de Perón el socialismo se cobró la ofensa con creces: no sólo recuperó el usufructo espiritual de la avenida del embaldosado rojizo y de la benemérita calle “Juan Jaurés”, sino que asimismo la ex Saadi Carnot terminó llevando el nombre de un notorio integrante del “viejo y glorioso”, el poeta y legislador Mario Bravo.
Nadie, sensatamente, podría plantear las mil y una cuestiones de ese tipo que se arrastran por ahí como injurias a una justicia conmutativa de la guía de calles que no existe; es evidente, por lo demás, que los méritos o deméritos de no importa quién no dependen de algo tan fantasmagórico como una decisión comunal, sin contar con que hay formas múltiples, eventualmente a cargo de cualquiera de nosotros, de restablecer la equidad allí donde se la suponga vulnerada. Algunas son casi inconscientes: por ejemplo, empeñarse en atribuir a unos los nombres que corresponden a otros. Pese a la explícita ordenanza, la calle Antonio Machado es por el poeta sevillano y no por cierto médico filántropo y la vez traficante de esclavos; la cortada Casacuberta recuerda al mítico actor y no a un coronel. Y tampoco Pedro Calderón de la Barca ostentaba ese grado militar sino que era un célebre inquisidor y dramaturgo. Otro recurso usual consiste en ampliar el número de aquellos a los que el nombre de la calle podría referirse. Así, Balcarce, Alsina3 o Mansilla, recuerdan en principio a todos las personas notables que han llevado esos apellidos, aunque en realidad esto sea falso. Lastimoso, al respecto, fue lo ocurrido con los Obligado, adecuadamente recordados en un tiempo por una calle de Belgrano, pero luego don Rafael vino a unir su romántico distanciamiento con la Costanera Norte y esa calle de extramuros recibió el nombre de Vuelta de Obligado, por el combate contra las escuadras inglesa y francesa. De tal modo, don Justo Pastor Obligado, primer gobernador constitucional de la provincia de Buenos Aires, y don Pastor S. Obligado, el más notable de los tradicionistas argentinos, quedaron del todo destituidos en cuanto al honor que dispensan esos carteles azules con letras blancas.
La víctima no es la justicia, cuyas instancias son muy otras, ni tampoco el orden cívico, para nada afectado por inevitables simpatías, compadrazgos y otras nimiedades, por mucho que se presten a la ridiculización. El perjuicio no lo padecen las figuras del pasado que no necesitan de una calle para continuar presentes ni tampoco aquellas a las que en vano intenta recordar una ordenanza, sino el sentimiento de los vecinos, vinculado a ciertas denominaciones y zaherido con encono cada vez que se las altera. No es el heroico Rauch el damnificado porque la cortada ya no lleve su nombre sino el común de la gente acostumbrada a repetirlo. Un día ya no lo lleva más, y no es el fin de nada; la vida sigue, sólo que algo se ha perdido inevitablemente.
Del otro lado hay mil razones para justificar la depredación, algunas atendibles, como las circunstancias del momento, las complacencias del poder, los grandes entusiasmos, las modas invasoras, la voluntad política de olvidar lo malo4 y las recomendables cortesías hacia colectividades extranjeras o provinciales. Contrariamente a lo que se afirma, el resentimiento, si es que existe, ocupa una porción muy pequeña y casi nula en la génesis de esos periódicos desmanes; bien visto, la inquina hacia quienes tienen “nombres de calles” parece no ser sino una convención de sainete. En cambio, es indudable que incide el deseo de ser, de sentirse agente del destino, de suponerse asiendo una hilacha de la omnipotencia. ¿”Y si no cambiamos los nombres de las calles, qué haremos”? es una frase que forzosamente vuelve y que quizá sirva, entre otras cosas, para poner la cuestión en su peculiar dimensión latinoamericana, ámbito en el que la esperanza suele ser una suma de puerilidades y la realidad una permanente opción por el inmovilismo. En este contexto, es claro que los gobernantes no sólo cambian nombres para ocultar su impotencia sino porque entienden que exaltar a una personalidad, incorporarla a las inscripciones de un mapa, se asemeja mucho a ennoblecerla, a darle un título o señorío: puesto en ese papel, el príncipe se alegra de su munificencia y distribuye sus favores con inusitada largueza,5 pues ser generoso da contento.
Los grandes nombres se agotan con rapidez pero quedan en gran cantidad otros pequeños, disponibles para ser desparramados por las zonas alejadas y que conocerán sólo los historiógrafos, los maniáticos y los parientes, esto último si es que son argentinos. Es sabido que Borges se desesperaba ante la perspectiva de ser un día nombre de calle y es muy comprensible, no sólo por la razonable suposición de Fernando Sorrentino, quien lo imagina sospechando una conjura de sus émulos, concretada —como realmente sucedió—, en la ejecución decretada pero por fortuna todavía incumplida del cadencioso alejandrino: “Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga”. Aunque es de presumir, asimismo, que lo atormentasen pensamientos más ceñidos y pesimistas: cuando se seque la fuente de la fama y esos versos se pierdan sobre la tierra, como hojarasca otoñal, ¿quién será Borges? ¿Tal vez una chapa en una tapia celeste, al amparo del olvido regenerador? Hombre de caminar, de conversar, de recordar, es muy posible que se haya preguntado alguna vez, en esas “calles que ahondan el poniente”, quiénes eran Zárraga, Donado, Bauness, Morlote.
La amenazadora respuesta que necesariamente halló había sido esbozada ya antes por un ilustre poeta brasileño, Mario de Andrade, a propósito de San Pablo, lo que indica que no sólo aquí se cuecen habas tristes. Decía, en portugués traducido:
“En la calle Lopes Chaves
envejezco y me avergüenzo:
no sé quién fue Lopes Chaves.”
Borges, Mario de Andrade y tantos otros, participan de un mundo de sensibilidad en que es normal captar lo despiadado de la situación esbozada por los munícipes e idealmente diferida —en cuanto a su aplicación condenatoria, según preveía el autor de Fervor de Buenos Aires— a unos años más adelante. Pero no hay por qué desdeñar la compresión, el sentimiento y aún el ánimo compasivo de los funcionarios: finalmente ellos también vienen del olvido y van hacia él, y lo lamentan no menos que el resto de los mortales, sólo que debido a los cargos que ocupan no son libres de apenarse como simples particulares sino que están obligados a tomar medidas para solucionar un problema que no es tal, pues carece de solución. El desafío ante el que se encuentran es que de pronto los nombres impuestos ya no son de aquello a lo que se había querido rendir homenaje sino de las calles mismas, según se reconoce muy fácilmente cuando se dice que se vive en Estados Unidos (no los), en Montevideo o en Paraná.
Claro que esos ejemplos son extremos y desaniman al más pintado. Pero hay otros casos al parecer más sencillos y que permitirían, a su respecto, recoger el hilo del tiempo. Entonces surge una reacción absurda pero siempre reiterada, lo que indica que se la adopta con deliberación y sólidos motivos: si la gente no sabe qué o a quién representa un nombre, aclarémoslo, como para no dejar lugar a dudas. El gran esfuerzo formalista iniciado en la década del 40 y quizá todavía vigente está presidido por un denodado empeño didáctico, inspirador de detalles como restituir artículos —Pampa y Rioja trasmutadas en La Pampa6 y La Rioja—, pero también de remiendos importantes. Pozos llegó a ser Combate de los Pozos, y tuvimos —y tenemos— Virrey Liniers, Virrey Cevallos, Sánchez de Bustamante, Sánchez de Loria, Presidente José Evaristo Uriburu, José Andrés Pacheco de Melo. Formas barrocas y hasta monstruosas7 fueron desplegadas, pero con escasísima fortuna, y la ignorancia no hizo sino alejarse un paso, pues quien alguna vez creyó erróneamente que la avenida Cruz recordaba al amigo de Fierro, no sabía —ni tenía obligación alguna de saber— quién fue el brigadier general Francisco Fernández de la Cruz. Asombra hallar que en medio de esa hecatombe erudita y pleonástica haya podido sobrevivir Ventana, mención a todas luces incompleta de la Sierra de la Ventana, tanto más después de que, con entera lógica, Junta pasó a ser Primera Junta.
En los últimos tiempos han entrado a campear modalidades especialmente culposas de rectificación, que rondan el territorio ambiguo de las invocaciones rituales, un poco a manera de ejercicio de exorcización laica. Un procedimiento clásico es el siguiente: descabezado un nombre y como para evitar que se convierta en alma en pena, se lo restituye en versión minúscula. Importe o no, Rauch, Cangallo, Cuyo, Piedad, Victoria, Buen Orden, Artes, Adolfo Berro, Almeira, Arguibel, Monte, Atacalco, Vértiz, Guayquiraró, Mocoretá, Parral, existen más o menos desmedrados en la nomenclatura, y hasta hay que anotar la circunstancia excesiva de que en Pompeya una cortada, cercana al Riachuelo, se llama Mar Dulce, con el fin expreso de salvar la denominación impuesta por don Juan Díaz de Solís al Río de la Plata.
En el fondo, el tema único es el de la tradición, tercamente convencida de que todos los nombres proceden de una arbitrariedad originaria y constituyen una arbitrariedad actual. Alguna vez se los puso, por causas cuya discusión no interesan, y luego, insensiblemente, llegaron a ser estimables y significativos en otro terreno. Es una lástima que Rauch ya no se llame así, pero no hay el menor motivo para no creer que si la denominación Enrique Santos Discépolo perdura por siglo y medio concluirá por ser también entrañable y que mucho se lamentará una decisión de cambiarla. Cada vez que surge una iniciativa por el estilo tiende a pensarse, con incurable ingenuidad, en una disputa entre partidarios de un personaje y nostálgicos de otro; en realidad, las cosas son harto más simples en lo formal y bastante más complejas en lo emotivo. De lo que se trata es de una escaramuza en la persistente lucha entre los obedientes al devenir de la historia y quienes se rebelan contra ella, en el sentido de creer que es hija del albedrío y que puede ser modificada retrospectivamente, lo que quizá muestre la subsistencia en el inconsciente colectivo de obstinados anhelos milenaristas.
Por lo que a los argentinos hace, hemos llegado a alterar el nombre a un río —el de las Conchas, hoy mojigatamente llamado Reconquista—, a dar bautismo de adulonería a dos provincias8 a proponer seriamente que el cabo de Hornos se llame cabo de Hoces, a publicar mapas oficiales en los que la Tierra de Graham, en la Antártida, aparece como Península Antártica (y en ella, recientemente, una “Tierra de San Martín”), y hasta a aceptar, sin asomo de burla, que el doctor Eduardo Duhalde, a la sazón gobernador de la provincia de Buenos Aires, propusiera “para evitar confusiones”, que esta ciudad se llamase Trinidad, colección de datos que impiden y hasta anatematizan cualquier atisbo de pasmo o de extrañeza.9
Pongamos las cosas al revés: si no es por unas pocas herejías cometidas bajo manto ideológico en las últimas décadas, a partir del cambio de Canning por Scalabrini Ortiz, el resto han sido alteraciones más bien inofensivas, en las que lo común fue desdeñar citas geográficas o abstracciones de escasa carnadura, a su vez consecuencias de que en un comienzo hubo necesidad de desperdigar por la pampa parcelada elevadísima cantidad de nombres, superior a las posibilidades del enciclopedismo municipal. La nómina de diputados al Congreso de Tucumán extendida hasta Godoy Cruz y también a uno y a otro lado de Rivadavia, los naturalistas apostados cerca de la plazoleta Falucho, los cuerpos militares del barrio de Belgrano, los aviadores que levantan vuelo en Chacarita, los navegantes y descubridores alineados en la Boca, muy a las claras recuerdan, con su prolija artificiosidad, la etapa en que la administración más que consagrar glorias oficiaba de Adán.
Py y Margall se llamó antaño Dulce, lo que no era un adjetivo cariñoso sino rastro de otra serie de ríos hoy frustrada, pero de la que subsiste la paralela Pilcomayo, en tanto que al sur Tomás Liberti era Salado. Se ha salvado Gualeguay, acaso preservada por su doble condición de cauce fluvial y de ciudad, pero (arroyo) Diamante se ha transformado en Arzobispo Espinosa y Carcarañá en 20 de Septiembre. En otro sector de la urbe tenemos que Juan B. Ambrosetti se llamaba Mocoretá y Eleodoro Lobos, Guayquiraró; Angel Gallardo fue Chubut, Aranguren era San Eduardo (¿?) y Arturo Jauretche, un tramo guacho de Méndez de Andés. Cierta porción anómala de Río de Janeiro pasó a ser durante un tiempo Lavalle —como continuación de la calle céntrica— y se trasformó por fin en Estado de Israel. Urquiza fue Caridad; Rondeau, Armonía; Humberto I, Comercio; Pedro Echagüe, Progreso y Baldomero Fernández Moreno, Monte. José P. Tamborini era Guayrá; Franklin Delano Roosevelt, Guanacache; Bebedero se transmutó en Pedro Ignacio Rivera y Nahuel Huapi fue amputada en homenaje a Manuel Ugarte, al igual que Concepción Arenal en beneficio de José Ortega y Gasset, transferencia en este caso entre hispanos, con un intenso aroma a finura acomodaticia y actualizada. Como similar trámite se siguió en Parque Centenario con Leopoldo Marechal, cabe creer que se trata de un procedimiento recomendado para escritores.
Tras haber sido vía ferroviaria, Pueyrredón se llamó Centroamérica. La avenida Mosconi supo ser la avenida América; Salvador María del Carril, avenida Nacional y Francisco Beiró, Tres Cruces. Centenario era el nombre originario de Figueroa Alcorta, denominación que duró unas dos décadas, lo mismo que la de Leones, conocida hoy como Santos Dumont. General Paz antes de ser avenida y autopista fue una calle de Belgrano, que al concretarse la mudanza recibió el nombre, próximo verbalmente aunque distante en significado, de Ciudad de la Paz, en tanto que Luis Agote es desglose de Anchorena; Silvio L. Ruggieri, de Vidt; Ricardo Rojas, de la ex Charcas; Cátulo Castillo, de Pedro Echagüe; Palestina, de Rawson y Combatientes de Malvinas, de Donato Alvarez.
Esta enumeración, por demás parcial, quiere probar que, en rigor, no hubo tanta mala voluntad, que los sacrificios no han sido tan grandes y, tampoco, en general, tan graves; también que ha sido notoria, a lo largo de los años, la intención de provocar las menos bajas personales posibles y que también sería injusto enfatizar los esporádicos períodos de intolerancia, de hecho desaparecidos al extinguirse los remezones de la revolución del 55. En verdad, apenas si ha sido la convivencia la ofendida por la inconsecuencia y ligereza de los ediles porteños, aunque sí lo fue el sentido de pertenencia, la propiedad espiritual que los vecinos tienen indudablemente derecho de establecer en su contorno.
Justificada o no y sin debatir si es hija del respeto o del capricho, si la actual nomenclatura mantiene vigencia durante un lapso prolongado, llegará a la plena legitimidad, será tradicional y una porción grande de los futuros vecinos se enorgullecerá de ella. Pero es dudoso que eso llegue a suceder, en primer lugar porque no parece existir la menor intención de ayudar a ello por parte de ninguno de los sectores que acostumbran influir en las constantes transformaciones, aparte de que una hipotética inmovilidad absoluta en la materia constituye un desiderátum ilusorio y hasta de objetable consistencia ética. A lo más, son de desear contemplaciones y lentitud en los trámites, en la inteligencia de que alcanzado cierto nivel en el desarrollo de la conciencia nacional —y de la consiguiente autonomía de la elaboración histórica— sería natural que nadie reciba el homenaje público de que su nombre sea el de una calle, barrio, instituto, etc., si no ha pasado un lapso extenso desde su muerte, digamos, cincuenta años o, mejor, un siglo, demora forzada ante todo por el buen gusto y que no debe interpretarse como algo en desmedro del alcance emocional o afectivo que pueda tener la memoria de alguien para un grupo de amigos o seguidores.10
Entretanto, es posible (o imaginable) que, efectivamente, se esté a un tris de que ningún vecino de la calle 33 Orientales sepa cuál es el significado de esta denominación, lo que no quiere decir que muchos no la vayan a seguir amando, siquiera por su singularidad exótica, pese a ignorar el hecho que la motiva, del mismo modo que en nada inhibe un error, incluso grosero, la calidad de la adhesión que suscitan otras, por ejemplo, Ancaste por Ancasti, Ricchieri por Riccheri, o Puán acentuado por Puan como Dios manda.
Pocas, muy pocas agresiones abiertas cabe reconocer y generalmente se las ha enmendado. Marcelo T. de Alvear, Perón, Scalabrini Ortiz, Discépolo, Balbín, Rabanal, Borges y Crisólogo Larralde han sido ocasión de los casos más notorios de los últimos tiempos, pero adviértase que ya Cangallo y Rauch, fueron reacomodados de algún modo y que Charcas y Serrano subsisten tras la amputación. Adolfo Berro (Don Bosco) y Andrés Arguibel (Dr. Emilio J. Ravignani) también fueron reivindicados y si bien Tellier, Canalejas y Canning pagaron con su cabeza el pecado de ser extranjeros y de carecer, por lo tanto, de padrinos locales, convengamos que es imposible preverlo todo y que —para usar una fraseología reminiscente y desagradable— siempre hay “consecuencias no deseadas”, como lo fue el deceso total de Ataliva Roca. Sin perjuicio de lo cual congratula que Malabia y Acevedo subsistan, y también que los sacrificios emotivos hechos en honor de Armenia, República de la India, República Arabe Siria y República Dominicana (la vereda oeste de Charcas entre Coronel Díaz y Salguero) constituyan eficaces tributos ofrendados en el altar de la concordia con colectividades y naciones amigas.
En orden a las preocupaciones que desvelaron a Luis María de Madrid —y que inexorablemente desvelarán en el futuro también a otros hombres de buena voluntad—, es del caso recordar que Buenos Aires ostenta una plétora de calles que se cortan y reaparecen más adelante, por no haberse realizado en su momento las aperturas de terrenos previstas, o bien que poseen trazas quebradas como resabio de la irregularidad de antiguas propiedades: en ambos casos son perfectamente adecuadas para un cambio parcial de nombres que, además, hasta puede ser útil puesto que introduciría distinciones aclaratorias.
Desde hace una treintena de años, la disputa a propósito de los nombres de las calles se ha extendido a los de los barrios, como resultado de varias decisiones napoleónicas adoptadas por los intendentes general Manuel Iricíbar y Dr. Saturnino Montero Ruiz, para delimitar formalmente los barrios según el modelo parisino de los arrondissements,11 secciones de la ciudad dispuestas para facilitar el reparto postal,12 en razón de que en la capital francesa —como en casi todas las ciudades del Viejo Mundo— las más de las calles no están cortadas a cordel y la traza urbana es, por consiguiente muy compleja. Contrariamente, en las del Nuevo –y en particular en Buenos Aires–, las calles suelen prolongarse por kilómetros y atravesar sucesivos barrios; tan largas son que se ha encontrado práctico fijarles puntos en los que la denominación cambia.
Claro que había barrios antes de esos inventos municipales: la ciudad virreinal tuvo el Barrio del Alto y el andurrial conocido como barrio del Tambor. Más tarde tuvieron vigencia oratorios o parroquias como Monserrat, Balvanera, la Concepción, San Cristóbal y comenzaron a adquirir sentido de población vocablos como Recoleta o Palermo. Después cupo hablar de Retiro, Once y Constitución. La Boca era, en realidad, un poblado marinero autónomo que muy tempranamente vino a integrar la conurbación porteña, aunque no de manera perfecta,13 destino que luego seguirían los pueblos de Belgrano y Flores. En general, la vieja extensión de la ciudad y sus afueras, extremo no inundable de la margen del Maldonado, Corrientes, Río de Janeiro, avenida La Plata, puente Alsina y el Riachuelo, está ocupada hoy por barrios claramente diferenciados, a saber: la Boca, Barracas, Pompeya, Constitución, San Telmo, Parque Patricios, Boedo, Almagro, San Cristóbal, Once,14 Caballito, Retiro-Recoleta, Barrio Norte, Palermo, Villa Crespo y Abasto. De esa nómina, San Telmo es, en rigor, el más reciente y no se trata sino de una fracción degradada15 del centro, rasgo explotado comercialmente sólo hace unas pocas décadas. Cabe, además, rastrear recuerdos —o resabios— de algunas bajas sensibles: Clínicas, Corrales y el fugaz Chiclana, surgido simultáneamente con Boedo y extinguido hacia 1930; en cambio “Pacífico” es una denominación que aún circula, aunque presuntamente se está desvaneciendo.16
Afuera de ese perímetro se hallan Primera Junta y Chacarita y más allá Belgrano y Flores. Los satélites menores son Parque Centenario, Colegiales, Villa Urquiza, Villa Ortúzar, Parque Chas, Villa del Parque, La Paternal, Villa Devoto, Liniers, Versalles, Mataderos, Soldati, Lugano, Lugano 1 y 2, Parque Avellaneda, Parque Centenario. Independientemente de las arbitrariedades del Boletín Oficial y del humor caprichoso de quienes se dedican a la combinación anacrónica de testimonios, ésa sería la enumeración sincera y actual de los barrios porteños, salvo error u omisión que en ningún caso afectaría más que a pormenores. En cuanto a éstos, la principal fuente legítima de imprecisiones es la semántica, empeñada en dar diversas definiciones según el concepto del que se ha partido: así es posible que filiemos a barrios ciertas porciones de la ciudad que ningún rasgo tienen de tales, debido, por ejemplo, a que son estaciones ferroviarias, dato históricamente importante para nosotros. Por ende, decir de alguien que vive en Floresta –y esto vale, igualmente, para Villa Luro o Coghlan–, es a todas luces correcto: quiere decir que vive en las cercanías de esa estación. Pasa lo mismo con ciertas calles y avenidas: así la referencia “Fulano vive en Libertador”, no es un dato baladí, fenómeno que se conecta al “carácter” que imprimen ciertas denominaciones, en mayor medida que otras: en el código porteño, Santa Fe es más que Córdoba, Corrientes más que Rivadavia, Belgrano más que Independencia, San Juan más que Garay y aún Caseros, tan resabiada de camino rural, tiene lo suyo. El esquema general es “una sí, otra no”, con lo que las primeras definen una suerte de barrios supletorios y las segundas los dividen de los siguientes.17
Hay un segundo punto que llama a confusión: se entiende por barrio un núcleo de población diferenciado dentro de una ciudad; por lo tanto, toda mención concreta describe la existencia de uno de esos centros (o “focos”, según la terminología urbanística) y no su siempre imprecisa zona de influencia. Cualquier división municipal atenta a precisiones contendrá, pues, extravagancias inevitables en función de que los límites son siempre absurdos si hablamos de barrios, si bien resultan lógicos para definir zonas, áreas, cuarteles, parroquias, seccionales, como presuntamente quisieron hacerlo las ordenanzas de 1972. Pero, por cierto, si nos atendemos a la concreta existencia de centros, quizás haya un centenar de ellos en la ciudad, muchos más que los barrios prohijados por la autoridad y también que los que serían admisibles para nuestra tradición cultural.
Todos ellos trazan, al menos, un esbozo de barrio, como ocurre con el de la esquina de Varela y la ex avenida del Trabajo, notorio eje de Flores Sur que no hay que confundir con lo que fue el bañado de Flores. Palermo tiene evidentemente dos centros: uno al sur, en Coronel Díaz y Santa Fe y otro en Plaza Italia. Barracas tiene tres: uno es avenida Patricios; otro, Montes de Oca y el tercero está en proximidades de la antigua estación ferroviaria, reforzado éste en su carácter por la aparición aislante de la Nueve de Julio. Hay también dos barrios en La Boca: uno sobre Almirante Brown que sería el verdadero y otro pintoresco y turístico sobre la misma ribera; la escisión se repite en Liniers: la parte comercial y las “Mil Casitas” presiden el sector sur y la iglesia de San Cayetano, la parte norte. Por su lado, Eva Perón (avenida del Trabajo) y Mariano Acosta marcan un centro perceptible pero todavía innominado.18
Es notorio que las ordenanzas incurren en superposición de criterios históricos, demagógicos al servicio de localismos interesados o triviales, deseosos de equiparar habitantes y conformar distritos electorales parejos para ajustarse a una eventual descentralización, y hasta respetuosos de prestigios apreciados por las inmobiliarias, de modo que en la nómina pergeñada aparecen junto a nombres consagrados, sombras fantasmales como Monserrat, Balvanera, Vélez Sárfield, Monte Castro (que cuando existió como paraje se llamaba Monte de Castro), y también fantasías “neovirreinales” del tipo de San Nicolás. Hay, asimismo, residuos melancólicos de remotos loteos, como las supuestas villas General Mitre, Santa Rita, Real y Riachuelo y hasta un invento liso y llano, como es Saavedra.19
Y no es culpa de nadie sino mera fatalidad –aunque gravosa y descalificante–, el que como la Municipalidad se ocupa esencialmente de calles –”Alumbrado, barrido y limpieza”, se llama la tasa–, los límites elegidos están marcados por éstas, aún en los numerosísimos casos en que la división se funda en razones anteriores a su apertura. Tanto se ha tomado a burla eso de que una vereda pertenezca a un barrio y la de enfrente a otro, que tiende a olvidarse que es imposible que sea de otra manera, si en efecto se pretende demarcar porciones de una urbe de llanura. En el fondo, esta limitación alude a la dificultad invencible con que se choca al querer a designar a entidades inasibles como son los barrios, definidos sólo por la existencia de un núcleo de población. A una calle sí se le puede poner nombre o numerarla, así como puede abrírsela o clausurarla, pero en cuanto a un barrio la única alteración súbita posible es el arrasamiento. En la práctica, en Buenos Aires el cambio de nombres de calles funciona como un signo de poder, en tanto que el de barrios es un menester irrisorio.
Añádase a esto la tenue contrariedad de que una reseña razonada de la ciudad obligaría a utilizar algunos nombres que son resistidos y que, por supuesto, los bien intencionados munícipes eludieron usar para no crearse más conflictos, Tribunales y Congreso, por ejemplo. Y sobre todo Barrio Norte, denominación vaga aplicada en origen a las Cinco Esquinas y más tarde, acaso, al “barrio de Clínicas”. Convengamos que el área que se inicia atrás de Tribunales y se extiende hasta donde comienzan Abasto y Palermo, carece propiamente de nombre y que, en principio, el vulgar con que se la designa no es descabellado. Hay otras zonas que han quedado en el aire como el contorno de Parque Pereyra, sobre la avenida Vélez Sársfield y las manzanas perdidas entre el viejo Pacífico de las bodegas, los cuarteles, la vía y el mercado de Dorrego, y la avenida Córdoba, extensión a la que sólo se puede llamar Palermo por comodidad (“Palermo Holywood” han dado en decirle las inmobiliarias), y a modo de fehaciente testimonio de que no existe en ella nada de fácil identificación. Falta ahí, digamos, el parque epónimo o el campito de la antigua Facultad de Agronomía y Veterinaria, universalmente conocido con el nombre del primer término de la dupla, sitios en donde si bien nadie vive sirven para identificar los alrededores.20
En general, todo lo que toca a Palermo es por demás embrollado y así ha sido siempre: Palermo Chico (“Bosque Alegre” cuando se adecentó La Recoleta y dejó de ser lugar de kermeses y festejos populares) y el Parque Hale son una cosa y el trayecto de Las Heras otra bastante distinta. Más allá “de los puentes” no es Palermo, pero el bosque ignora porfiadamente esta restricción y el hipódromo es el Hipódromo de Palermo por mucho que sus víctimas lloren en “Pampa y la vía” que es Belgrano de los pies a la cabeza. Con constituir un verdadero abuso de la adjetivación, el nombre de “Palermo Viejo” no es del todo inútil, pues describe una unidad real derivada de similitudes en el poblamiento inicial, correspondiente a tres frustrados conatos de barriadas: Villa Alvear, Villa Malcom y Villa Santa Rosa, conjunto de cuño pobretón y “laburante”, muy ajeno a los bailongos, cines de mala muerte y sórdidos reservados que la abundancia de conscriptos diseminó por el Pacífico y plaza Italia. El hoy llamado Palermo Viejo, en espíritu siempre estuvo cerca de sus linderos Villa Crespo, Almagro y Abasto, del enclave armenio, maronita y sirio de Córdoba y la antigua Canning, conjunto puesto bajo el aura judía que dan el café servido en vasitos y las partidas de dominó. Mutatis mutandi, esos rasgos siguen siendo los actuales.
La tipología también incide y establece particularidades de peso tanto en lo relativo a la disposición urbanística, cuando la hubo, como a la actividad predominante. El olor a vino en Juan B. Justo entre Charcas y Costa Rica, los talleres de autos en Warnes, las mueblerías en la avenida Belgrano, la venta de artículos para la construcción en la Juan Bautista Alberdi inmediata al inicio de Parque Avellaneda, equivalen largamente a barrios y hacen olvidar casi por completo los nombres formales.21 En cuanto a lo primero, Palermo Chico y el Parque Hale son un extremo de cierta tendencia organizativa a la que en general se ha rechazado, pero que es reconocible en muchos otros sitios y niveles, como en Parque Chas, en los monoblocks de Lugano —con cuidado que son la más notable muestra en la Argentina de las premisas arquitectónicas y urbanísticas de Le Corbusier—, de Piedrabuena y de Cardenal Samoré, en las torres de Matheu y Brasil y en las de Rioja y Salcedo, en los llamados barrios General Mitre y Roque Sáenz Peña, situados en los bordes de la vieja “Siberia” que miraba hacia Villa Martelli, en los “barrios de casas obreras” (Caferatta, Varela) y en innúmeras urbanizaciones particulares —como “La Colonia”, de Pompeya— y aún en las “casas colectivas” con que el mutualismo del primer cuarto del siglo XX quiso paliar la endémica falta de viviendas padecida por la clase pobre.
En un enfoque más abarcador, tenemos, por ejemplo, que sin perjuicio de su clara identidad esencial, abiertamente Belgrano presenta naturaleza trina: Barrancas de Belgrano, Belgrano R y el mítico Bajo, pero que esto mucho más es por tipología social que arquitectónica. Cuestión ajena es la de Núñez, en realidad barrio de la ciudad que hubo de ser Belgrano y cuyo mismo nombre es confesión de índole aledaña: como en el caso de las estaciones del subte —o las paradas de un tranvía rural—, Núñez se llama así por la calle en cuyo cruce se estableció un apeadero. Y, en efecto, no es sino un Belgrano desvaído, hasta que de pronto deja de serlo y pasa a ser Puente Saavedra.
Abajo se produce un hueco: ¿la Ciudad Universitaria en qué barrio está? ¿El Aeroparque? ¿Los clubes a lo largo de Figueroa Alcorta, Obras Sanitarias, la Escuela de Mecánica de la Armada, las Escuelas Raggio, la cancha de River, esa ignota vía de trocha angosta que portentosamente no consagra barriada alguna, quedan en dónde? Todo el margen fluvial es un añadido que nos sume en desorientación profunda: Puerto Nuevo no es un barrio sino un puerto, pero Puerto Madero no es un puerto y, sin embargo, algo le falta para ser un barrio, por lo pronto los vecinos y “la vereda de enfrente”, para decirlo con palabras de Borges. También hay algo invenciblemente distante e insular en la fuente de Lola Mora, o en el enclave del abolido monumento a Luis Viale; el espigón enterrado entre pastizales y la meritoria Reserva Ecológica, en materia doméstica resultan bastante difíciles de ubicar, lo mismo que los Tribunales nuevos de abajo de Retiro, la Casa de la Moneda, el abandonado Hospital Ferroviario y las jefaturas de la Aviación y la Marina, los carritos y ex carritos, Costa Salguero y el Muelle de Pescadores.22
Los barrios son el complemento de un centro poblado más o menos grande; el ulterior crecimiento del conjunto provoca conurbaciones que incorporan otros centros cuyas afueras necesariamente se diluyen, sometidas al influjo más o menos absorbente del centro principal. Después, el crecimiento interno de la urbanización así formada tiende, asimismo, a fortalecer la relación de influencia del núcleo predominante en desmedro de otros puntos, aunque sean más cercanos. Así, Colegiales y Chacarita no son subsidiarios de Belgrano, contra lo que sería lógico, si bien este ordenamiento tienen sus excepciones, como la de Liniers, extensión directa del centro porteño en cuanto ámbito residencial, pero que debido a la “servidumbre de paso” en que se encuentra en relación con Flores, desde el punto de vista comercial es parte este centro secundario, el que ha conseguido así algo de lo que fue incapaz durante su período autónomo, cuando lo desperdigado de su población le impidió desarrollar sistema alguno de barrios.23
Las ampliaciones sucesivas del núcleo existente hacia 1860 determinaron poblados del tipo barrio, varios de ellos poseedores de innegable identidad; el proceso asimiló a los pueblos de Belgrano y Flores y creó algunos enclaves nuevos como el correspondiente al cementerio (La Chacarita), función que de por sí basta para caracterizar a un área de la ciudad, rasgo más tarde acentuado al consolidarse la terminal de la Compañía Lacroze.
Pero más allá se hablaba de villas y era correcto, pues no se trataba de parajes urbanos, sino de agrupaciones de casas —o de proyectos de agrupaciones de casas— a las que se llegaba salvando tramos considerables de campo,24 circunstancia que para Soldati y Lugano subsistió hasta hace no más de cuarenta años, con el consabido acompañamiento de caminos de tierra, alambradas y ganado vacuno a la espera de ordeñadores y matarifes. Zona en partes inundable a la que se englobaba bajo la denominación genérica de “bajo de Flores” o “del Bañado”, desde el último tercio del siglo XIX se pudo cruzarla de arriba abajo sin mayores inconvenientes merced a la apertura de dos caminos por los que venía la hacienda hasta los viejos Mataderos del Sur y que hacia 1930 eran ya las avenidas Coronel Roca y Cruz. Hasta no mucho antes, porciones aledañas habían sido campo más que virgen abandonado, según lo recuerda Elías Carpena en su prólogo de Cuentos de Reseros, libro aparecido en 1981: “El haber vivido con gozosa temeridad y en errabundia, la vida en las ariscas tierras bajas de Floresta Sur, Sur de Villa Lugano, con la atracción y hechizo de los Mataderos, me fueron dando valiosos frutos en lo que pertenece al conocimiento de seres singulares que son típicos de una región: como aquello que corresponde al paisaje del lugar, en cierto sentido virgen con su fauna y su flora, la cacería de todo animal viviente en un predio riquísimo en aves silvestres, por la abundancia de agua, de esteros y lagunas, con cañadas, carrizales y plantas acuáticas bellamente florecidas, hacían de mí un gustoso prisionero.
“Yo tocaba en la guitarra estilos y milongas y componía canciones y solía improvisar versos al instante, cantándolos. De ese menester poético nació que me nombraran “el chico, o el muchacho payador”. Mis primeras canciones las publicó el concejal Fernando Ghío en su periódico Nueva Era de Mataderos. Aquello de cantar e improvisar me sirvió para que me dispensaran acogida feliz los cuatreros, en las reuniones de doña Paula; y los reseros en las noches de la casa vieja. Les cobré gusto y constante afición a los relatos de aquellos sacrificados guiadores del ganado y tan codiciado haber fue sirviendo de motivo esencial para mi literatura.”
Los relatos de Carpena apenas si evaden la jurisdicción de la Capital; en ese libro –cuyas historias se datan, aproximadamente, en 1920– no más que hay unas pocas referencias a La Matanza, a Cañuelas y “a las cuadreras de Isidro Casanova”. El resto, casi enteramente describe andanzas y vagabundeos por la cuenca del Cildáñez. Era como un campo urbano: retazos de pampa entre los huecos que dejaba el desarrollo ferroviario y tranviario, pampa por supuesto retaceada, con un horizonte en que las arboledas alternaban con lejanas poblaciones y con el humo de fábricas. Lo rural todavía hacia 1940 formulaba alardes bajo la forma de jardineras colectivas que cubrían servicios hasta lugares excéntricos de Mataderos y —en el otro extremo— del ritual despacho de equipajes a Villa Devoto. Para entonces era común poner en los sobres y al pie de la dirección del destinatario, aclaraciones que hoy juzgaríamos ridículas, por ejemplo, Villa Pueyrredón más la sigla FCCA (Ferrocarril Central Argentino), antes de la consabida rúbrica Capital Federal.
Los nombres de esas villas solían ser mero capricho de los rematadores y así se tuvo Villa Chicago (Nueva Chicago, más tarde), Villa Versailles, Villa Real, Villa Lugano. Varias han constituido posteriormente genuinos barrios y son, en general, aquellas que por poseer una parada ferroviaria desarrollaron en torno de ésta un centro comercial y de servicios. Otras se han perdido en mayor o menor medida y algunas del todo, aunque ninguna al punto de la muy curiosa Villa Juncal, loteo que abarcaba el ángulo sudoeste del cruce de la avenida San Martín y las vías del Ferrocarril Pacífico, tan promisorio que en 1908 se instaló un apeadero con ese nombre apenas se pasaban las barreras de aquel entonces. Terrenos sanos y libres de inundación, todo parecía indicar un futuro próspero. Pero los adquirentes demoraban en edificar y los pasajeros eran pocos; a los pocos años se suprimió la parada y el nombre se esfumó.
La reseña no sería completa sin la contraparte ingrata pero inevitable de los nombres de la miseria y la marginación. Como todas las grandes ciudades —y más los puertos y centros de intercambio—, nunca Buenos Aires se privó de hacer sus ofrendas a las lástimas de la vida. A la prehistoria de las minucias porteñas pertenecen nombres como los de barrios del Mondongo y del Tambor, que seguramente entrañaban unas cuantas cosas más que los efectos jocundos de la esclavatura y la promiscuidad. El barrio de las Latas, el de las Ranas, Villa Tachito, Villa Riachuelo,25 Villa Desocupación, Villa Puerto Nuevo, Villa Paraguaya, son algunas de las denominaciones posteriores que anteceden casi inmediatamente a las referencias actuales, a menudo en las mismas ubicaciones, presuntamente destinadas por condena perpetua a ser tristes lunares en el conjunto de la ciudad. Porque es curioso, pero las llamadas villas 21 y 24 –las de Barracas, o Pompeya, o Patricios, como se prefiera, pues todos pugnan por sacarse el sambenito de compartir esos vecinos– están asentadas en un sitio que hace ya más de una centuria alberga ese tipo de viviendas, en un comienzo extendidas hasta cerca de Vélez Sárfield, pero luego empujadas más hacia la Quema por la paulatina expansión de las playas ferroviarias, que justamente ahora tienden a ocupar sus habitantes al haber sido abandonadas por los vagones.26
Otra gran concentración villera se remonta a unos noventa años atrás; la Villa Puerto Nuevo se formó con gente que conseguía conchabos temporarios en esa obra durante la segunda década del siglo pasado y nunca desapareció del todo, aunque evidentemente se redujo al cesar esos trabajos. Hacia 1960 se la conocía como Villa Taxista, si bien la difusión de noticias acerca de su existencia durante la etapa de actuación del padre Carlos Mujica hizo que exteriormente se la conociera más bien como “la villa de Retiro”, nombre que todavía es el más común. Desalojada en parte por la construcción de la Terminal de Ómnibus, subsiste tras ésta y extrañamente posee denominaciones formales, puestas ex profeso por el gobierno de la ciudad: un sector de llama Barrio Güemes y el restante, más alejado, Barrio YPF.
La inmensa villa situada a partir del “codo de Cobo”, en la especie de centro marginal que existe donde concluye Carabobo, ostenta el pomposo nombre de Barrio Municipal Presidente Rivadavia; más hacia el oeste, Ciudad Oculta es, en los papeles, el Barrio General Belgrano; en fin, entubado el arroyo Cildáñez podría haberse creído que esta denominación iba a desaparecer de la ciudad, pero no fue así: la presente ciudad autónoma posee un afán preservacionista no menos considerable que el de la vieja municipalidad y ha procedido en consecuencia: la villa miseria que bordea la Autopista a Ezeiza a partir de la altura de Mozart ha recibido, a manera de antipático recordatorio, el nombre de Barrio Cildáñez.
Notas
1.- En 1946, por ley de la Nación, el peronismo había reemplazado el nombre tradicional de Victoria por el de Hipólito Irigoyen; cuarenta años después era natural esperar del radicalismo un gesto similar a propósito de ahora fallecido Perón. Por supuesto, también en aquella época hubo fuerte oposición al cambio y para justificarlo se llegó a sostener el disparate de que era un homenaje a la reina Victoria. En verdad, la denominación recordaba la victoria del pueblo de Buenos Aires justamente sobre los ingleses. Cito como curiosidad que mi suegro —nacido hacia 1910 y fallecido en los 90 y que lo que menos tenía era de conservador— jamás pudo adaptarse al cambio y recaía siempre en el uso del viejo nombre, del mismo modo que a mí me cuesta decir “Marcelo T. de Alvear”. Debe haber sido el último hombre unido a aquel anacronismo y es muy probable que yo sea el último adherido al segundo.
2.- Esto, por supuesto, no se refiere sólo a la nomenclatura urbana o, más bien, apenas se conecta con ésta.
3.- Valentín Alsina es una hermosa avenida arbolada del Parque 3 de febrero; pero carece de casas, de modo que apenas si es. Quizás esa relativa orfandad en cuanto a reconocimientos tenga que ver con la batalla de Cepeda, estruendosa derrota porteña que puso fin a su mandato de gobernador y al período de secesión provincial.
4.- Las calles 3 de Febrero y 11 de Septiembre siguen llamándose así, pero han cambiado de santo patrono. Ya no recuerdan a la batalla de Caseros y a la rebelión contra Urquiza, respectivamente, sino al combate de San Lorenzo y el Día del Maestro. Es ingenioso ese hallazgo de coincidencias, a la vez que surrealista.
5.- El feudalismo tomaba nombres de lugares y los atribuía a personas, junto con cierta jurisdicción, o autoridad; las repúblicas latinoamericanas hacen algo parecido pero post mortem. Otra similitud entre ambos procesos es que, al menos en teoría, ambos crean beneficios perpetuos.
6.- Repárese en la sutileza de que así dejaba de ser la zona geográfica y pasaba ser la provincia.
7.- La calle Martínez se convirtió en General Enrique Martínez, pero hay, además, una plazoleta llamada Brigadier general don Enrique Martínez; otra perla de la colección corresponde a la calle Zequeira, tan característica de Liniers Sur, que para las autoridades es General Severo García Grande de Zequeira. Por supuesto, el tiempo pasa y el afán simplificador del común no se cansa nunca de roer. Hace años que en el lenguaje de los colectiveros, Federico Lacroze es Federico, y últimamente Marcelo T. de Alvear se ha convertido en Marcelo T. Lo más curioso que me sucedió al respecto fue la vez que se me envió a la esquina de Combate y Belgrano, por Pozos y Belgrano. A propósito, no creo en esa leyenda sobre que a Pozos se le haya complicado el nombre por temor a que se entendiese que significaba “baches”; del mismo modo me parece pura charlatanería lo de que a Parí le pusieron Batalla del Parí, para que no se confundiera con la forma rioplatense del imperativo de “parir”… Pero si esa fue la intención, resultó frustrada, pues enseguida los chistosos de la zona dijeron que esa tal batalla era un modo de designar al parto…
8.- En ambos casos se alegó que había confusión entre las regiones pampeana y chaqueña y las provincias en cuestión, prurito, como vemos, muy nuestro. Véase la llamada N° 6.
9.- Este asunto, en general, no es sencillo, Si el Nuevo Mundo fue el paraíso de los nombres nuevos, las revoluciones en cuanto intentos redentoristas de crear nuevos mundos, lo han sido asimismo. Miranda propuso el de Colombia para la totalidad de la América española y algunos obvios cultismos de esa época subsisten hasta hoy como Ecuador y la Argentina. El culto de los héroes dejó Bolivia, Morelia, Rondonia, Washington y mil otros testimonios entre los que hay que citar el trueque de Angostura por Ciudad Bolívar. Antes, la Revolución Francesa había querido cambiar hasta el calendario y después la rusa pobló la geografía del país más grande del mundo con derivados de Lenin, de Stalin y de los apellidos (o apodos) de algunos otros de sus prohombres, y hasta la montaña más alta del Pamir vino a llamarse Comunismo. Recordemos, además, a Ciudad Trujillo y a la isla de la Juventud, que es como Fidel Castro llama a la isla de Pinos. Hasta Francisco Franco sucumbió a la tentación de ponerle a la ciudad en que había nacido, El Ferrol, Ferrol del Caudillo.
10.- Se dirá, al respecto, que todo es cuestión de comenzar. En efecto, si Oscar Ringo Bonavena y Herminio Masantonio tienen sus calles, ¿por qué no habrían de tenerlas Carlos Monzón y Diego Armando Maradona? Reconozco no tener argumentos valederos en contrario.
11.- Término que en francés significa distrito y también “redondeo”; por supuesto, no barrio, que se traduce por quartier.
12.- Posteriormente —durante el gobierno militar— se implantó el sistema de los llamados códigos postales que, como era lógico, para nada tuvo en cuenta a la división establecida en 1972.
13.- Todavía hoy se ve esa fractura: la Boca comienza al terminar el descampado que ocupan el Parque Lezama y los terrenos de Casa Amarilla. Un fenómeno similar se da entre el viejo núcleo porteño y Belgrano, separados por una extensión de cuarteles e institutos militares, obviamente establecidos ahí por haber sido, en su momentos, un área no parcelada; de hecho, la única conurbación completa es la de Flores. En cuanto a ulteriores fenómenos de ese tipo, es digno de notarse que el nombre “Saavedra”, o “Puente Saavedra” abarca, en rigor —y pese al tajo de la General Paz—, Aristóbulo del Valle en Vicente López, y la porción de la Capital que corresponde a Cabildo desde que se le separa y vuelve a unir la avenida San Isidro, junto con el sector circundante, nominalmente parte del barrio de Núñez.
14.- Por cierto, esto es una simplificación notoria: a todas luces existen con el mismo nombre de Once dos barrios bien distintos; uno tiene eje en Rivadavia y otro en Corrientes.
15.- Expresión que se usa en su sentido urbanístico, dicho sea para evitar herir susceptibilidades.
16.- En general, la gente aún conoce ese nombre, a veces con al variante Puentes del Pacífico, en principio incomprensible, aunque quizás englobe a los puentes de Santa Fe y de Paraguay. Gente grande, por otra parte, a veces dice Nueva Pompeya.
17.- No hay que confundir esta pertenencia con la frecuentación que antaño hizo clásicas a Florida y a Avenida de Mayo: Las chicas de Florida —hoy diríamos de Recoleta—, no vivían en esa calle o en sus cercanías sino que pasaban por ella. “Toda la calle Florida lo vio…”, menciona a habitués, no a otra cosa.
18.- A su turno, el intendente Guillermo Del Cioppo propuso la “creación” de unos 150 barrios; como se estaba en vísperas de elecciones generales, se debatía una eventual descentralización con sus consabidas juntas barriales, todos supusieron que la intención era repartir canonjías a troche y moche, con finalidades clientelísticas. Sin embargo, la idea tenía bastante más racionalidad que las normas vigentes. No nos olvidemos que Alberto Castillo cantaba a los “cien barrios porteños”.
19.- “Saavedra” designa a la zona de Puente Saavedra. Dos de los imprecisos centros de la extensión oficialmente denominada con ese nombre se conocen como “Luis María Saavedra” y “Parque Saavedra”. Más al oeste la complementa parte de lo que antaño se llamó “La Siberia”, campo semiabierto en el que había esparcidas algunas viviendas muy pobres; no sería absurdo llamarle hoy día “Parque Sarmiento”, pero ignoro si es así.
20.- Si algo identifica muy fuertemente a un sitio, la diferenciación se impone aún a distancias muy cortas. Un caso es el representado por El Cid y plaza Irlanda; otro, por Pacífico y plaza Italia y hasta por ésta y La Rural. Otra forma habitual de identificación —sobre todo para los itinerarios de los colectivos— son los grandes hospitales.
21.- Aunque no siempre es así. El olor a frigorífico y curtiembre es Mataderos, los negocios de implementos agrícolas e industriales son la parte de la ciudad vieja que va de San Francisco a Santo Domingo. Las imprentas, papeleras y afines definen en buena medida a San Cristóbal, Parque Patricios y Pompeya, así como los studs al Bajo Belgrano, pero es claro que en esos casos la inserción de esas actividades no anula las designaciones barriales.
22.- ¿La Costanera es un barrio? Creemos que no, más bien sería un paseo. Y una acotación al respecto: hasta hace unos años, la isla Martín García integró la jurisdicción de la Capital Federal. Por fortuna eso había cambiado ya para 1972, pues de lo contrario se hubiese convertido manu militari en barrio. Supongo que todos esos puntos mencionados entre interrogantes tiene, debido al componente acuático, algún grado de afinidad con esa afloración de terrenos cristalinos en el Río de la Plata.
23.- En el Conurbano apenas si hay barrios, con excepción de Avellaneda, que sí tiene un sistema completo: Dock Sur, Isla Maciel, Piñeyro, Gerli, La Crucecita, Villa Domínico y Sarandí, aparte del paraje llamado “La Costa”. A Olivos los complementan Vicente López y La Lucila y a San Isidro, Béccar y Acassuso, aunque por conurbación reciente este último también puede serlo de Martínez. San Martín se estira extrañamente hacia un lado y hacia otro, Banfield es la zona paqueta de Lomas de Zamora y la tríada Adrogué-Mármol-Turdera es digna de estudio pormenorizado, pero paremos de contar. En rigor, las cabeceras antiguas (Quilmes, San Isidro, Morón) son todas “pueblos”, a los que complementan otros más pequeños y villas residenciales. En cuanto a la idea de “vecindario”, que tan propia es de los barrios, probablemente donde más fuerte se registre en toda esa área sea en las numerosas villas miseria.
24.- Seguramente pronto desnaturalizadas. Borges recuerda un recorrido en tren a Adrogué a través de “leguas de pampa basurera y obscena”, lo que también suele testimoniar la pintura de Daneri. En efecto, los caseríos incipientes afean siempre sus contornos.
25.- No confundir con la Villa Riachuelo del Digesto Municipal, predio ocupado por el Autódromo. En muchos casos los nombres se repiten a lo largo del tiempo pero designan lugares diferentes; así el Puente de la Noria no se encuentra donde se hallaba el puente viejo, sucesor a la vez del “paso de la Noria”, ubicado en una aproximada proyección de Lacarra hacia ese cauce fluvial, paraje que tras la rectificación del Riachuelo ha venido a quedar en la provincia.
Es el linyera el que utiliza los vagones como habitación circunstancial, acorde con su modo de vida sin hogar fijo. El habitante de la villa, en cambio, se ha sedentarizado y no puede permanecer en un lugar donde se ejerce una actividad cualquiera.
Fernando Sánchez Zinny
Periodista
Historiador porteño
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año IV N° 19 – Febrero de 2003
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: VIDA SOCIAL, Historia
Palabras claves: calles, nombres,
Año de referencia del artículo: 2003
Historias de la Ciudad. Año 4 Nro19