Un sacerdote alsaciano nos dejó una serie de curiosas observaciones y reflexiones sobre el arte, la muerte y los cementerios. Se desglosa aquí este tema, sin agotarlo, dejando al lector curioso margen para seguir la investigación en sus fuentes originales.
Juan Arsenio Rouard, fue un sacerdote francés que cultivó con esmero la literatura y la estética. Nacido en Alsacia en 1846, se ordenó en su país natal y arribó joven al Río de la Plata y, luego de pasar unos años en Montevideo, se radicó definitivamente en Buenos Aires. En julio de 1902 fue nombrado capellán de la Nueva Casa de Expósitos y el 30 de agosto del mismo año, confesor ordinario de las Hermanas Sacramentarias. Luego, desempeñó su misión pastoral como capellán en el Colegio de las Hijas de la Misericordia en la calle Asunción 3775, en Villa Devoto.
Pero su erudición en las disciplinas que lo apasionaban quedó plasmada en una serie de publicaciones que vieron la luz en la Revista Eclesiástica del Arzobispado de Buenos Aires durante los años 1908, 1909, 1910 y 1911. Y allí quedaron archivadas y olvidadas en un rincón insignificante y oscuro de la biblioteca. Y yo no hubiera podido rescatarlas para esta nota, sin la ayuda de un amigo por el que sentía especial reverencia, el padre Guillermo Furlong S. J. quien nos señaló sobre los anaqueles, uno de esos tomos cubiertos de polvo.
Allí descubrimos el virtuosismo que Rouard volcó en las notas que vamos a comentar, donde sus agudas observaciones están dirigidas a valorar las expresiones de la arquitectura y la estatuaria de nuestro país.
Atraído por su amor a las obras de arte visitó diversos lugares, pero nosotros sólo rescataremos sus juicios sobre la iglesia del Pilar y el vecino cementerio de la Recoleta. Su peregrinación se inició frente a la imagen de San Pedro de Alcántara, tal vez la más importante que existe en esa iglesia, atribuida por algunos al afamado escultor don Alonso Cano.
Trasluce su observación la importancia que asignó a una de las más finas tallas que dan realce a Buenos Aires: “No hay languidez, ni abatimiento, ni postración como en el tísico –señala– siéntese la robustez, la energía, el ardor bajo esa piel pegada a los huesos. Fuera de ello, una profunda mirada hacia lo alto, las manos extendidas en adoración estática, el cuerpo de pie y la cabeza levantada, pero ambos si bien diversamente inclinados, como para dar la idea de una llama que sube al cielo.”
Inquisitivo por naturaleza, observa el cementerio desde lo alto del campanario del Pilar: “El espectáculo desde allí es verdaderamente sublime –escribe–, es un conjunto de cúpulas de entre las cuales surgen flechas, que aparecen separadas unas de otras por muros y techos inclinados. Diríase el potente esbozo de una visión que representa la resurrección de los muertos.”
Y se detiene ante la singular coincidencia de que allí donde habitaban los religiosos recoletos, “moren ahora muertos cuyas celdas llenas de recogimiento y silencio, se agrupan bajo el mismo nombre de Recoleta. Los difuntos –se pregunta– ¿no parecen en cierto sentido verdaderos recoletos que esperan, muy recogidos, el juicio de Dios?”
Y más adelante estampa otra sutileza. En Buenos Aires, la ciudad de los muertos, “es asimismo la ciudad de los vivos y no un simple terreno alejado del centro; está en el corazón mismo de la urbe.” Comprueba que “aquí los hijos no han alimentado vergüenza, ni temor, ni desdén, para con sus padres y sus madres, porque guardan junto a sus propias moradas esos queridos despojos”.
Enternecido por su inspiración romántica, baja el vigía del mirador y penetra en la Recoleta. El peristilo no le produce mayor impresión, tal vez por compararlo con otros edificios más ambiciosos, que conoce bien y, con cierta dosis de crudeza, anota que ese conjunto es lo que corresponde mejor a la muerte misma.
No bien deja atrás el peristilo vuelve a señalar: “En el cementerio de Buenos Aires la arquitectura es la regla, la estatuaria, la excepción; en el de Montevideo, la estatuaria domina, mientras que la arquitectura sigue de muy lejos a su rival”.
Y, en efecto, la casi totalidad de las construcciones funerarias del Cementerio del Norte tienen forma de capilla o de iglesia y por ello acota Rouard, cuando dice ciudad, emplea la palabra que cuadra para la Recoleta. Su concepción espiritualista otorga escasa importancia a la decoración de estos lugares y ello se hace patente cuando recuerda que “los cementerios no son sino ciertas áreas de tierra en las que van a desembocar y desaparecer todas las generaciones humanas: vanidad de vanidades…”.
Luego polemiza consigo mismo acerca de qué es lo más apropiado para estos predios, si la arquitectura como en la Recoleta o la estatuaria como en Montevideo: “¿Dónde hallar base para un juicio de comparación? Dentro de un mismo género sí, se palpa la superioridad de una obra de escultura sobre otra; acontece lo mismo cuando de trata de dos obras de arquitectura. Pero no admite parangón ni puede determinarse superioridad entre una obra maestra de arquitectura y otra de escultura, como no se la puede determinar entre una ópera perfecta y un elocuente discurso.
Arrastrada hacia regiones superiores por la percepción de los sonidos, por la visión de las formas, de las líneas o de los colores, vuestra alma podrá decir cuál es el poder de emoción estética que obra más frecuente y eficazmente sobre ella, pero no podrá determinar cuál de estos poderes debe considerarse en sí mismo el más triunfador.
He aquí pues el verdadero estado de la cuestión ¿Puede establecerse comparación entre la estatuaria y la arquitectura fúnebres y cuál se adapta mejor a la decoración de un cementerio cristiano?”
Con intención omitimos nosotros la conclusión de Rouard, para dejar la consulta de sus ensayos al lector interesado en descubrir su contestación y que ello lo estimule, más todavía que este trabajo, para redescubrir los conceptos de quien, con tanta efusión, ha detenido su mirada sobre nuestras riquezas estéticas destacándolas con trazo agudo y delicadísimo.
Ya frente al monumento a los caídos el 26 de julio de 1890, Rouard medita con profundo sentimiento cristiano sobre la guerra y su destrucción, pero hace un descubrimiento alborozado: “¡En la extremidad del asta de la bandera argentina se yergue una cruz, y aquí ha sido forjada en bronce, sobre un sepulcro. Después de los lutos de combates fraticidas la unión de los dos símbolos más sagrados: el de la religión y el de la patria¡”
El grupo artístico en la parte superior de la pirámide le parece ubicado a tal distancia que se hace difícil apreciarlo sin la ayuda de un binóculo, del que seguramente se ha valido para emitir su juicio.
Señala que el personaje alegórico de la Patria sostiene a un moribundo al que levanta con una de esas fuerzas musculares centuplicadas por el dolor. “El brazo izquierdo de la madre ofrece generoso su ramo de olivo, en tanto el moribundo se estremece en espasmos de agonía: una de sus piernas críspase mientras pende la otra quebrantada, inerte; uno de sus brazos amenaza aún al enemigo con un trozo de espada a la vez que expirando inclina la cabeza. Se arrebata –prosigue– la imaginación hacia horrores desconocidos al prolongarse la visión aterradora”.
Tranquilo en su admirable majestad, comprueba que “contrasta enérgicamente el conjunto inferior con la agitación desordenada del grupo de la cúspide. Son cuatro tipos de soldados de pie, en los que se une la naturalidad con el ideal. En los ojos no brilla la cobardía ni la crueldad. Es el soldado envuelto en una atmósfera de disciplina y de heroísmo.”
Hombre prudente y pulcro, Juan Arsenio Rouard, no quiere inmiscuirse en la historia del país: “Toda mi ambición se reduce a estudiar estatuas, considerar mármoles, apreciar bronces y manifestar sincera y libremente mis ideas acerca de lo que han visto mis ojos bajo la luz del sol.”
No obstante, tratándose de arte no se amilana el docto alsaciano. Ante una estatua fúnebre con adornos japoneses exclama conturbado: “¿Dióseles ese destino?¡Son tan chillones!… De no verlo, jamás hubiera creído que la moda japonesa se extendiera hasta la decoración de los sepulcros argentinos. Amo a los argentinos; mi patria en el fondo de mi corazón se ha transformado y como fundido en la suya. Permítanme, pues decirles –se disculpa– como hermano que habla a sus hermanos: sois demasiado imitadores, demasiado inclinados a hacer como los demás. ¡Hay en vosotros tantas cualidades naturales, tantas riquezas propias que desarrolladas, os habrían debido hacer marchar, ya que no al frente de la civilización, por lo menos en una misma fila con los demás pueblos civilizados! ¿Por qué dejaros, pues, remolcar humildemente? Argentinos, sed pues argentinos.”
Retumba formidable la reconvención del galo. Lejos estamos de echarla en saco roto, pero concédanos al menos, crítico amigo, que la Argentina que tenía en 1869 un millón ochocientos mil habitantes, iba a recibir por necesidad demográfica en el lapso de sesenta años, a más de seis millones de extranjeros, incluidos los de vuelo intelectual, que se sumaban al esfuerzo creador de la República. Hubiera sido difícil, si no imposible, escapar a esa tremenda influencia.
Y si este argumento no sirve para justificar el extraño ornato de la tumba del cementerio, es útil para comprender el ascendiente, en nuestro medio de la modalidad artística europea, de la que vos mismo, padre Rouard, fuiste despuntado portador.
Otro de sus trabajos aparece bajo el título de “Los tres dolores” y está referido a otros tantos bronces colocados en los sepulcros. Por razones de espacio sólo reproduciremos las conclusiones fragmentarias relativas a uno de ellos, el que pertenece a la tumba de A.M.
Advierte que tiene el carácter de las estatuas de Rodin: la vestidura sin pliegues, sólo algunas vagas ondulaciones de una tela que no se amolda al cuerpo, sino que más bien lo disimula. Estima que por medio de este bronce se puede apreciar cómo, a pesar de la supresión de las apariencias de la forma, nada se ha quitado a la significación y a la emoción estética. Y concluye: “Cien veces contemplaré esta maravilla, cien veces repetiré que es verdaderamente bella y sublime: es poesía, esto es, un acto creador humano, elevándose en cuanto le es dado hacerlo hacia la perfección de las creaciones divinas”.
Finalmente, en otro pasaje, el pensador vuelve a descubrir el apego a los valores eternos y sus múltiples galas de conmovido polígrafo. Nada agregaremos a los sentimientos de su alma, para que el lector quede inmerso en las reflexiones sugeridas por el virtuoso sacerdote, sobre las obras atesoradas dentro de los muros de la Recoleta.
Y nosotros damos fin a esta evocación de su memoria con una conclusión final. Aquí el pensador vuelve a descubrir la altura de su estro, el apego a los valores eternos y sus múltiples galas de conmovido polígrafo, se agregan los sentimientos de su alma. Pulsadas pues las cuerdas de su lira en este mismo luctuoso lugar, sus sones se dejan oír así:
“Los sabios, ¡ah sí! alrededor y por encima de la cabeza del hombre han desafiado las leyes de la astronomía y de la meteorología; bajo sus pasos han descubierto las leyes de la geología y de la mineralogía; a su lado, bajo sus miradas, al alcance de su mano, han reconocido y ordenado las leyes de la física, la zoología, la botánica, la química, la mecánica; han dominado el aire y el mar, el vapor y la electricidad. Luego, inclinados sobre el hombre mismo, le han pedido que descubriera los secretos y las leyes de la naturaleza.
Se los ha visto sumergidos unos en una admiración muda, rebozando los otros lirismo, arrebatados todos en una especie de éxtasis vecino de la adoración cuando sus escalpelos y sus microscopios sacaron a la luz del día las armonías y maravillas acumuladas en cada órgano del cuerpo…
“Todo ha sido minuciosamente estudiado, todo se reveló en perfecto orden, sometido a leyes sabias y poderosas, nada ha aparecido desproporcionado, inútil o sin razón de ser… Pues bien, ¡sabios! ¿Y las lágrimas? ¿Por qué sufre tanto el hombre al esparcirlas? ¿Por qué se aflige el hombre aún con sólo verlas surcar el rostro de sus semejantes? ¿A qué ley corresponden sus amarguras que agitan la vida humana? ¿Cual es la razón de ser de un fenómeno repetido y universal hasta el punto de que haya podido llamarse a la Tierra: Valle de Lágrimas? Sabios, que nada queréis conocer fuera de la materia y de sus leyes, ¿quién de entre vosotros explicará el motivo de las lágrimas y de las leyes del dolor?”
Y, con esta última reflexión nos despedimos del ilustre sabio alsaciano a quien hemos tratado de rescatar en una mínima parte de su obra, de un injusto olvido. Juan Arsenio Rouard falleció en Buenos Aires el 12 de marzo de 1925 recluido en un Hogar Sacerdotal, a los 83 años de edad.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año VII – N° 41 – junio de 2007
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Cementerio, Iglesias y afines,
Palabras claves: Juan Arsenio Rouard, recoleta
Año de referencia del artículo: 1906
Historias de la Ciudad. Año 7 Nro41