Al fallecer Fernando VII de Borbón en 1759, le sucede como Rey de España su hermano, Carlos III, hasta ese momento Rey de las Dos Sicilias. Correa Luna relata en “Caras y Caretas”las peripecias de la noticia en Buenos Aires y los problemas de realizar
una celebración acorde con el gausta acontecimiento.
Si de pronto, resquebrajándose la herrumbre de sus moles inofensivas, se hubieran puesto a tronar los cañones del Fuerte, al fondo de la enorme plaza cuajada de vendedores, paseantes, carretas, bueyes, perros y caballos, junto a las desordenadas pilas de comestibles y de leña, no habría sido mayor el espanto de los venerables miembros de la Casa Capitular de Buenos Aires, el primer día de septiembre de 1760.
No era para menos. Con augusta indiferencia ante la pobreza de la ciudad, la reina gobernadora de España e Indias, doña Isabel de Farnesio, después de participar al Cabildo de la aldea colonial que “Dios se había servido de llevarse para sí el Alma del serenísimo Rey Don Fernando sexto”, y de prescribir “el alzamiento de pendones en el real nombre de S. M. con el de Don Carlos Tercero, su muy claro y muy amado hijo”, mandaba que la exhausta comuna hiciera cuantas demostraciones “en semejantes casos se requieren y acostumbran”.
El golpe era rudo. Ahí estaba la carta del anciano teniente de rey don Alonso de la Vega, gobernador interino por ausencia de don Pedro de Cevallos, quien se hallaba retenido en el campamento de San Borja a causa del enredado litigio de límites con el Portugal. Cuatro testimonios de otras tantas cédulas reales la acompañaban, y todos, con la prolijidad enfadosa de los documentos de antaño, trasuntaban la misma regia gana de dejar sin blanca a la ciudad, como para que los cabildantes no dudaran de la catástrofe.
Y eso que no se les tomaba de sorpresa. El mismo barco “Nuestra Señora de las Tres Fuentes” en que llegaron los pliegos, desparramó la novedad, si es que no se supo antes. La mano inexorable de doña Isabel, estampó el clásico “Yo La Reyna”, al pie del papelote, el 5 de septiembre de 1759, justamente un año antes de llevarse en copia al Cabildo. No sólo, pues, tardó la cédula original largos meses en atravesar el océano, sino que, llegada a Buenos Aires, don Alonso, sin facultades bastantes para abrir pliegos de la Corte, lo remitió a Cevallos, quien a su vez lo devolvió de San Borja el 11 de agosto.
Estas y aún mayores dilaciones, hubieran deseado al regio turba-fiestas, don Francisco Rodríguez de Vida, alcalde de primer voto, y don Joseph de Iturriaga, de segundo, y los regidores en masa que lo eran don Diego Mantilla y los Ríos, don Miguel Jerónimo de Esparza, don Bernabé Denis, don Alonso García de Zúñiga, don Vicente de Azcuénaga, don Gaspar Bustamante, don Blas Alonso de Castro, don Santiago de Castilla, don José de Ramos, y el mismo procurador de la ciudad, don Antonio de Velazco Quintana. Cuando más tarde se tuviera conocimiento de estas incitaciones a un despilfarro imposible, tanto mejor para la menguada hacienda del municipio.
El único a quien quizá no escocía el espanto era el alférez real don Jerónimo de Matorras, personaje llamativo que desde 1750, en que llegara de Santander con un valioso cargamento de géneros de Castilla, tenía renombre de acaudalado y generoso. Dos años antes, en 1758, acreditó su anhelo de distinguirse en servicio del rey adquiriendo por mil pesos en público remate la propiedad de su empleo, y no pasarían muchos sin que gobernara el Tucumán e intentara pacificar el Chaco. Sobre sus hombros iba a pesar lo más costoso de las fiestas en loor del monarca. No importaba.
La futura “gran Capital del Sud”, en 1708, no tenía más rentas que 320 pesos, producto de las licencias de cuatro pulperías, del impuesto de un real por cada botija de vino, y de los derechos de anclaje y corte de leña. En 1765 llegaban a 3.500. De modo que cinco años antes, en la época de esta historia “el ramo de propios” sería algo menor. Ahora bien, sólo en cera para las funciones religiosas, en limosnas a la Catedral, en los maceros y en los honorarios del verdugo, se consumía casi la mitad. ¿De dónde sacarían los ilustres cabildantes dinero para coronaciones?
Pero no hay que afligirse. Si el Cabildo era pobre, la sociedad era rica. Rodríguez de Vida, auxiliándose de su ingenio fértil en arbitrios, y de la vanidad de Matorras, todo lo arreglaría. La “literatura” haría el resto, con la magnificación oportuna de la “Breve” reseña de las fiestas (10 páginas de los “Documentos” de Peña y doce de las “Juras” de Rosa, ¡todas de gran formato!) El contrabando, resorte oculto de la economía colonial, permitía atesorar misteriosas fortunas, que de cuando en cuando, asomaban tímidamente. Sería esta una de tantas ocasiones.
Por lo pronto, declaró el Cabildo no sólo que la ciudad carecía de “fondos para fomentar diversiones”, sino que debía ser ajeno al pensamiento del monarca “que una dura, forzosa contribución ocasionase a estos buenos vasallos melancólicos ayes…” Sin embargo, reunió al “más distinguido vecindario para que insinuara libremente cada uno la cantidad respectiva que sacrificaría a tan glorioso destino”. Total, se nombró -como diríamos ahora- una comisión recolectora de fondos, compuesta de don Joseph de Arroyo, don Francisco Suloaga y don Baltasar de Arandía, “de cuya actividad y soficiencia es la mejor y más calificada prueba el nombramiento mismo”.
Por su parte, el teniente del Rey nombró en el comercio dos diputados, e igual número en el clero y en los gremios, el reverendo obispo don José Antonio Basurco y Herrera y los dos alcaldes ordinarios, concluyendo así de organizarse un sistema de perfecto asedio a la bolsa de los vecinos.
Bien pronto empezaron los preparativos. En medio de un trabajo febril, de una agitación desconocida al somnoliento villorrio de 20.000 habitantes, transcurrieron los meses de septiembre y octubre, y los primeros días de noviembre. El ocho, antevíspera de San Martín, patrón de la ciudad, casi todo estaba listo. La gente se hacía lenguas de las asiáticas maravillas, del insólito boato desplegado por el Alférez Real. “Adornó la portada de su casa -dice la narración del cabildo- con una curiosa perspectiva de ricos bastidores”, cuyo centro mostraba la imagen y el estandarte de Carlos III. “Razonables pinturas” embellecían el zaguán, “un poco más adelante estaba el patio, perfectamente quadrado con treynta varas de claro”, en el que sobresalían diez bastidores de 28 palmos cada uno, ocupados los del medio por dos “verdaderos retratos de Vs. Ms. Colocados en el fondo de un pabellón de rico damasco carmesí”, cubierto por un dosel. “En el espacioso campo de los demás lienzos se registraban de bella pintura y proporción agradable, los señores reyes don Carlos II y don Phelipe V”, Luis I, Fernando VI y Carlos III. Y por si no fuera bastante, el anónimo cuanto temario artista colonial, se había ensañado con la Fama, el Valor, la Piedad, la Justicia, “las cuatro partes del mundo”, un magistrado vestido de ceremonia en ademán de solicitar audiencia, un cuerpo de guardia, las armas de España, las de Buenos Aires” y un “sinnúmero de jeroglíficos llenos de muy apreciables alusiones…”
Si la casa de Matorras deslumbraba, la Plaza Mayor enceguecía. Arroyo, Suloaga y Arandía habían hecho allí cosas estupendas y sus colegas del comercio cosas nunca vistas. En la parte norte aquellos construyeron “un magnífico teatro”, es decir, un tablado, “en el que se dibujaron diversos países que fueron capaces de llamar la atención del hombre menos curioso”. “La notoria suntuosidad” del edificio del Cabildo no acobardó a los otros que deseando imitarlo, “a fin de dejar la plaza en un perfecto cuadro”, lo consiguieron, “y en pocos días se vieron las casas de la Ciudad con otras iguales a su frente. Era el edificio de muy robustos maderos; su longitud, sesenta varas; su elevación correspondiente”, no faltando en la reproducción ni uno solo de los once arcos del Cabildo, como no faltaban, “de razonable pincel, muchas fabulosas deidades en ademán de obsequiar a S. M., cuya efigie con ingeniosos jeroglíficos se divisaba sobre el espacioso balcón”, mientras hacía adentro, “una pieza de 45 varas se destinó a Coliseo en que habían de representarse varias óperas con el adorno de colgaduras, espejos y demás alhajas. “:
¡Cuál no sería el dolor de los buenos y leales vasallos, cuando la víspera de San Martín, a punto de gozar la plenitud de tantas maravillas, encapotóse el cielo, abriéronse las nubes y cayó una lluvia torrencial que duró hasta el día siguiente! Era forzoso aplazar las fiestas… Pero, por fin, el sábado 15 de noviembre de 1760, ya bajo un cielo apacible, la ciudad pudo deleitarse en la contemplación de su fastuoso alférez real vestido de gala y de sus dignos cabildantes severamente engolillados, presidiendo las ceremonias.
“Rompía la marcha un concierto de clarines y trompas… Seguía de vanguardia un escuadrón de Dragones con uniformes que estrenó ese día, con buenos caballos y sable en mano, infundiendo en la plebe el temor… Seguíase luego el más lucido vecindario que jamás e ha visto; ocupaba el centro el Real Estandarte precedido del Magistrado en dos filas, y cerraba la marcha otro esquadrón de Dragones… La gallardía, la casi increíble riqueza de los vestidos, los aderezos de excesivo precio con que se habían guarnecido los caballos; los caballos mismos, a quienes la industria y la maestranza habían comunicado el más gallardo y bizarro movimiento, el crecido número de lacayos cuyas costosas libreas eran el más claro indicio del ánimo generoso de sus dueños”… Todo, todo era como para enloquecer a la plebe porteña, que no recordaba un espectáculo semejante desde 1747, época de la coronación de Fernando VI.
“Llegó el deseado instante de marchar con el Pendón Real para la Plaza Mayor”. Además de los dos “theatros” mencionados, había mandado construir otros dos, a expensas propias, don Francisco Rodríguez de Vida, varón insigne, “cuya acreditada conducta, dilatados servicios, antigua experiencia y conocido celo”, no tenían, por desgracia, el correctivo de la modestia. Suyas son estas frases de alabanza, como es suya la retórica excesivamente colonial con que, después de “mandar que el más inferior de los theatros, aunque bien adornado, se ocupase por un concierto de Música, que sólo interrumpió su exercicio para el acto de la aclamación”, agrega: “Antes de executarlo ocuparon los del acompañamiento su respectivo lugar: tomó la Ciudad el suyo; la tropa formó un espacioso cuadro… Apeóse el Alférez Real cerca del Teatro que estaba preciosamente construido con particular idea. Había recibido el Estandarte el Regidor Decano; subieron los dos con el Alcalde de primer voto y el Escribano de Cabildo, y después de haber intimado a todos el silencio… tomó el Estandarte… y en voz que percibió muy bien el incomprehensible (?) concurso… dijo: ¡España y las Indias! ¡España y las Indias! ¡España y las Indias! ¡Por el Rey nuestro Señor D. Carlos III que Dios guarde!…
Vibraron las campanas, tronó algún asmático cañón en la Fortaleza, y el eco de las trompas y clarines, con los vivas de la multitud, llevó a todas partes la fausta nueva, animándose aún más los entusiasmo al arrojarse al pueblo las medallas que regaló Matorras, con la efigie del flamante soberano y las armas de la ciudad. Y mayores extremos habría habido, a seguir la misma senda las medallas de Rodríguez de Vida; pero este digno magistrado, si bien mandó grabar “las que juzgó necesarias a su desempeño”, prefirió guardarlas…”para sí”.
La aclamación se repitió en las cinco plazuelas “que están a la frente del Colegio de la Compañía, del Hospital de Padres Betlehemitas, y de los conventos de Santo Domingo, San Francisco y Nuestra Señora de las Mercedes…quedando la ciudad agradecida a los R. P. Que a una leve insinuación destinaron competentes Theatros con ricos adornos, variedad de versos y juiciosos enigmas…” Allá, a las 5 de la tarde, descansó la comitiva en la Catedral, mientras el Deán oficiaba el Tedeum; luego vino el retorno del Real Estandarte a casa del Alférez. Por último, ya de noche, dilatado el ánimo y todavía saboreando el delicioso refresco de Matorras, “en el que únicamente pudo censurarse el exceso mismo de la profusión”, los excelentes vasallos del gran rey ganaban sus hogares, y en torno del humeante puchero, con alegría de niños, abriendo un paréntesis risueño a la vida triste y sin sal de la colonia, exaltaban su amor a la Madre España, su gratitud al monarca generoso que les permitía gozar de aquellas horas… mientras no llegaba el tiempo de reír sin su permiso.
No paró aquí el regocijo de la coronación. Durante veintiún días siguiéronse las cabalgatas a las misas cantadas, a los sermones, como aquel del padre Parras que prometió imprimir Rodríguez de Vida, sin realizarlo jamás; a los banquetes de don Alonso de la Vega y de Matorras, de casi cien cubiertos y 3.500 pesos de costo, a los fuegos de artificio; a las luminarias en que llegó a contarse 86.339 luces; a las “óperas”, a los saraos; a las comedias, como el “Segundo Sciption”, y a una abundante comida, generosamente obsequiada por los alcaldes a los 130 presos de la cárcel.
Por último, los plateros, con una reproducción del castillo de Montjuich al que llegaba la familia real, precedida por ocho bailarines de contradanza y veinticuatro máscaras de negro y blanco, llevando hachas de cera y escudos; los carpinteros, con una mojiganga de hasta 400 de a caballo “y doce muchachos a pie, que en traje y apariencias de monos bailaron graciosamente”; los sastres y cordoneros que en número de 300 se presentaron a la zaga de “un carro triunfal con nueve varas de altura imitando a un monte en cuya cumbre se divisaba la Fama, llevando…un Concierto de Música… e interrumpiendo el canto con algunas contradanzas de buen gusto; los zapateros, con 387 parejas más extravagantes aún en vestidos, carro triunfal, música, etc; y el Cabildo, autorizando, con refresco final, seis corridas de toros “sin que alguna notable desgracia desazonase el ánimo de los que asistieron…” Todo esto, aún descontando lo que puso en ello la interesada imaginación de Rodríguez de Vida, debió dar un aspecto inusitado a la humilde columna, contribuyendo a exaltar la vanidad nativa de las “primeras familias” el famoso sarao de doña Manuela Larrazábal, que coronó las fiestas. Representóse en él “una loa alusiva al cabal desempeño de quantos habían cooperado…a las funciones públicas” y todo terminó con “un baile de gigantes y enanos de una estructura sumamente ingeniosa en la que se advertía con admiración el movimiento sucesivo de la cabeza, las manos y los pies y la pronta execución de quantas figuras, enlaces y mudanzas pudiera executar el más versado en contradanza francesa y española. Y estas máquinas que dieron al concurso tan realzado gusto, las cedió el Alférez Real a la Ciudad…para que las destinase a la presesión dl hábeas…
Acumulación tan notable de acontecimientos no podía menos que alterar, para siempre, la paz de algún espíritu. Tal fue el caso de don Baltasar de Arandía. Tallado en la misma madera de su contemporáneo Moreno y Argumosa, padre del grande hombre, aquel fugaz honor de ser diputado del Cabildo, la actuación prominente, los veintiún días de gloria, desquiciaron su ánimo de pacífico tendero, impulsándole a correr enormes vicisitudes den una de las más raras aventuras de covachuelismo colonial que pueda ambicionar el cronista para saber algo de indianas psicologías.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año IV N° 21 – Junio de 2003
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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Año de referencia del artículo: 2020
Historias de la Ciudad. Año 4 Nro21