Merced a los esfuerzos de un ignoto periodista, don Enrique Stefanini, se lograron editar desde el barrio de Flores, entre 1918 y 1926, 59 números de una revista dedicada a la literatura hispanoamericana, con la participación de los más importantes literatos de la época. Nuestra América se proponía, entre otras cosas, frenar al “victorioso capitalismo” del “poderoso estado del norte que conquista y domina con el dólar”, afianzando la solidaridad entre las naciones de habla hispana.
Siempre San José de Flores supo alentar un periodismo activo y destacado. Ya en 1873 el pueblo cuyo destino habría de ser barrio, contaba con un periódico local, El Progreso de Flores y hubo otros, posteriormente, en una continuada secuencia de real interés y de no desdeñable importancia intelectual e informativa. El vecindario —no menos que la sociedad argentina en su conjunto— gozaba con la lectura, estaba animado de real curiosidad y quería estar al día.1
Era inevitable que en esa sucesión de publicaciones aparecieran intentos cada vez más ambiciosos y dotados de medios operativos y expresivos igualmente incrementados. Por ese camino, un día ciertos espíritus inquietos, a los que les quedaba chico el damero de calles al norte y al sur de Rivadavia, se conjuraron para abordar no ya lo local y sus adyacencias sino los grandes asuntos nacionales y latinoamericanos, a los que se propusieron enfocar con rigor y con pasión. Ellos dieron vida a Nuestra América, revista mensual dirigida por Enrique Stefanini que aspiró a tener difusión americana y lo consiguió; la patriada se estableció en Caracas 440, donde estaba la administración y el olor a tinta se sintió en el taller de Rosario 900. Único y universal concesionario para la venta era la librería de J. A. Pellerano, sita en Rivadavia 6832, modesto despliegue en cuanto a circulación con el que, no obstante, Stefanini logró expandir notablemente los límites del barrio y dar a la publicación singular presencia en la actividad literaria de varios países de América latina.
Al margen de los aspectos gráficos fue, indudablemente, una revista de gran aliento, característica, por muchos motivos, del período al que designa como el de “los años dorados”2 de la prensa cultural argentina. La aparición se inició en octubre de 1918 y finalizó en diciembre de 1926, lapso en el que vieron la luz 59 números. A partir del 26 se produjo un cambio sensible en el diseño y el acento editorial se puso nítidamente en elementos conceptualmente vinculados con la “América morena”, en actitud muy propia de una posición ideológica que a la sazón tenía intensa difusión.
Desde un comienzo el objetivo había sido enunciado con entera precisión y en términos hasta ingeniosamente elegantes: se trataba de “hacer conocer en América a los escritores y poetas americanos”. A Stefanini lo acuciaba el deseo de superar el escaso conocimiento que en la Argentina existía sobre los demás países americanos, y en especial la amplia ignorancia en pormenores —no tan grande como la actual, sin embargo—, acerca de temas comunes de índole mercantil, industrial, agrícola, política y aun en el campo más accesible de todos, que es el de la literatura. El anhelo de la “fraternización” de los pueblos de América estaba en el aire y en ese sentido la orientación de la revista distaba de ser un hecho aislado; al igual que en todas partes, ese latinoamericanismo vigorosamente proclamado no era gratuito, sino que tenía el explícito fin de contener al “victorioso imperialismo”.3 La prédica contra el “poderoso estado del norte que conquista y domina con el dólar” fue pertinaz en las páginas de Nuestra América, en perceptible respuesta a los estímulos del primer nacionalismo, para entonces en plena maduración.
No es posible citar, en una nota breve, a todos los colaboradores de Nuestra América, en primer lugar por su elevado número, pero en el caso presente también porque más que a traer una enumeración se apunta a marcar tendencias, destacar intencionalidades y exponer un inusitado clima intelectual en el barrio de Flores, con seguridad no demasiado distinto del que campeaba en los principales centros del debate de ideas en el país, pero que igualmente contribuye a describir la “patria chica” en un momento peculiar de inflexión entre la Argentina vieja y la que habría de perdurar durante el resto del siglo XX.
Dos etapas bien diferenciadas se reconocen en la revista: en los inicios hay menos elaboración ideológica y el principal énfasis está puesto en acercar a los lectores trabajos de figuras relevantes de la literatura latinoamericana, por lo común tomados de otras publicaciones.
Luego, Nuestra América tomó fuerzas y comenzó a marchar sobre sus pies. Entonces empezó a recibir artículos, cuentos, poemas de esos mismos escritores antes “tijereteados” —no sabemos si formal o informalmente—, que se convirtieron así en colaboradores, lo que venía a reconocer y a premiar el prestigio hasta allí conquistado. Es indudable que esto fue resultado del tesón, la valentía y la perseverancia de Stefanini, incansable en la gran batalla que debe librar todo editor cultural, narrada por él con palabras elocuentes y hasta con un dejo sarcástico: “Contra la indiferencia del pueblo y a veces hasta de los mismos hombres de letras por cuya reputación estamos trabajando…”, pues —y aquí vuelve a su argumento fundamental— “los americanos no nos conocemos y parece que no quisiéramos conocernos”. 4
Pero no sería justo desconocer lo que cada tanto se lee recorriendo esas páginas añosas: llegaban muchas y muy valiosas voces de aliento desde los más distantes parajes, lo que en rigor, al parecer, fue la recompensa casi exclusiva que obtuvo la publicación.
En lo tocante a la línea ideológica es ilustrativo lo expresado con precisión militante por el argentino César Carrizo, al afirmar que había que abrir “los caminos para el tránsito del espíritu indoespañol”, ya que “los americanos vivimos mas lejos de nosotros mismos que de las naciones de Europa y Asia”. Fustigaba a los diplomáticos refugiados en las cancillerías y que no trabajaban “en bien de la armonía moral de la raza…” Así “ignoramos a los poetas, escritores, educadores, estadistas, historiadores, industriales, a la juventud que empieza el repecho y a las cabezas ancianas y todo por culpa de esa casta diplomática”. En su opinión la revista era un esfuerzo por “traducir e interpretar los valores subjetivos y objetivos de América… (de) ser el verbo de las letras indopeninsulares”.5
En el fecundo trance que vivía la cultura de nuestros países, esa posición tomada no impidió que confluyesen en la revista representantes de una actitud intelectual divergente de la de Carrizo, aunque asimismo inmersos en el notable proceso de transformación que iba a signar, al respecto, la primera mitad del siglo pasado. Entre ellos hay que citar, en primerísimo lugar, la figura patricia de Rubén Darío.6 Él había llegado a ser el principal referente del ensimismamiento estético, de la musicalidad verbal, del amor por lo fastuoso, de la seducción parisina, del exotismo, de las innovaciones métricas y de la renovación lingüística que fueron el aporte sustancial del modernismo, “América entraba por la vía cosmopolita”, según palabras del magno poeta nicaragüense. Nuestra América tampoco fue ajena a esa inquietud un poco previa a su nacimiento y entre los trabajos publicados se hallan firmas arquetípicas; Julio Herrera y Reissig y Javier de Viana, uruguayos; Amado Nervo y José López Portillo, mexicanos; Federico Gana, chileno; Manuel Cestero, dominicano; José Asunción Silva, colombiano; José Santos Chocano y Ventura y Francisco García Calderón, peruanos; Gonzalo Zaldumbide ecuatoriano, y Román Mayorga Rivas, el maestro de periodistas perpetuamente itinerante por América Central.
Pero al cosmopolitismo y al universalismo modernistas habría de sucederlos una evolución interna dentro de ese mismo movimiento, de pronto afanoso por reencontrar las fuentes locales de la sabiduría y aun de dejarse llevar por algún grado de exclusivismo americanista. El mundonovismo7 fue una noción difundida por A. Torres Ríoseco (el término fue acuñado por el chileno Francisco Contreras, quien fue el primero en utilizarlo en el Mercure de France, en 1920) para englobar la alteración anímica que se operó en el modernismo a partir de Cantos de vida y esperanza (1905), cuando Darío accedió abiertamente a una materia poética que se ufanaba de pertenecer al nuevo mundo y cuando asumió conciencia de los valores raciales y de la responsabilidad hispanoamericana en lo social y en lo político. Sobrevino entonces, en un número cada vez mayor de escritores, una reacción contra los “cisnes” y las “fiestas galantes”, a menudo manifestada mediante la elección de temas inspirados en la historia o en el paisaje de sus países, o bien por la revalorización gozosa del significado espiritual del legado hispánico.
Autores ejemplares en cuanto a intentar la creación de una literatura nacional latinoamericana —“conviene que nuestra literatura sea nacional en todo lo posible”, sostenía José López Portillo— fueron Federico García Godoy, dominicano que inició la novela de ambiente histórico en su país; Viriato Díaz Pérez, poeta paraguayo; Manuel Carpio, mexicano dedicado a la poesía dramática y narrativa; Rafael Malenda, chileno, escritor costumbrista que frecuentó el cuento, la novela y el teatro.
Entre las figuras señeras del mundonovismo unas cuantas pasaron por las páginas de Nuestra América y es obligación mencionarlas: el poeta chileno Manuel Magallanes Moure, poseído por una voluntad de autoctonía que se transfiguraba en imágenes del regreso a la tierra y a los motivos locales, y en la afirmación de un americanismo literario que encaraba la universalidad como algo que se debía alcanzar por un camino propio; el salvadoreño Juan Ramón Uriarte y el ilustre ensayista y educador mexicano José Vasconcelos, y también la uruguaya Juana de Ibarbouru, o “Juana de América” como la llamó don Juan Zorrilla de San Martín con la anuencia entusiasta de Alfonso Reyes y de Gabriela Mistral.
En general, casi todos los colaboradores de la revista se inscriben en uno u en otro movimiento o, más comúnmente, por razones generacionales se inician en el modernismo y andando el tiempo participan del mundonovismo o incorporan, siquiera, algunos de sus rasgos. Así ocurre con Herrera y Reissig, clásico epígono del modernismo y que encarnó, a la vez, uno de los primeros atisbos de lo que en una etapa ulterior se conocería como “vanguardia”; y otro tanto cabe decir del albacea del civismo y de la erudición de Cuba, Enrique José Varona. Asimismo es forzoso citar a Froylán Turcios, hondureño que luego sería secretario de Augusto César Sandino y al colombiano Rafael May, cuya vida fue un prolongado peregrinaje desde el premodernismo hasta las nuevas tendencias. Tampoco faltaron en Nuestra América las plumas argentinas: Carlos Guido y Spano, Gontrán Ellauri Obligado, Juan Rómulo Fernández, Bernardo González Arrili, José Pacífico Otero, Carlos Ibarguren, Ricardo Rojas, José Ingenieros, Joaquín V. González, entre muchos otros.
Como es natural, dada la filiación latinoamericana orgullosamente exhibida y el momento de efervescencia cultural que se vivía, uno de los ejes ideológicos en que se sustentó la revista fue la ardua insistencia en la condena al imperialismo norteamericano. Al respecto, la línea editorial compartía plenamente el clima emocional dominante de aquellos días y constituye, en ese sentido, un testimonio de diafanidad absoluta: en su visión maniquea hay un orden latinoamericano de valores y, enfrente, un sistemático disvalor yanqui, extrema simplificación muy de la época y, por supuesto, bastante cercana al sectarismo. “Los yankees necesitan productos —se dice— les hace falta tabaco, azúcar, kerosene, esclavos que trabajen, el alma americana…” La conciencia “se revela indignada frente a la farsa urdida para justificar esos atropellos de la nación poderosa que dice fundar sus leyes en el espíritu de la más estricta justicia”.8 Las colaboraciones de Manuel Ugarte se mueven todas en la misma dirección: “Los Estados Unidos —anota— aspiran a ejercer una hegemonía no sobre la mayor parte de América Latina, sino sobre el continente entero”;9 su posición era reciamente acompañada por muchos, como el dominicano Fernando García Godoy, los argentinos Alejandro Sux y Félix Esteban Cichero, el colombiano Jorge Corredor de la Torre, el salvadoreño Salatiel Rosales y el peruano Luis Velazco Aragón.
En un artículo de fondo, la dirección de Nuestra América lanzó un ferviente llamado a todos los “americanos latinos” cuando Estados Unidos invadió Nicaragua para perseguir al heroico Sandino: “La soberanía de las naciones latinoamericanas sufre, en Nicaragua, su primera humillación. Otra América, la América codiciosa, imperialista, pone su planta orgullosa sobre la libertad de un país hermano… Defender a Nicaragua es levantar bien alto el pabellón de nuestra soberanía; tolerar este avance de los norteamericanos sería humillar a nuestros libertadores, sería algo así como renegar de nuestra obra santa”.10
Otro tipo de manifestación clave —aunque más contemporizadora— del sentimiento americanista halló cauce en los números temáticos que se dedicaron a los centenarios de las independencias de Perú y Brasil y de la gesta de los 33 Orientales, memoraciones de cuya exaltación la revista se ocupó con verdadera devoción cívica.
Son los anteriores unos pocos y someros datos sobre Nuestra América, esfuerzo realmente extraordinario realizado por hombres del barrio de Flores, convencidos de las ideas que defendían y convertidos de un modo muy noble, en genuinos representantes de la intelectualidad argentina ante los países latinoamericanos, en circunstancias de maduración histórica que han dejado un trazo indeleble en la memoria colectiva continental. ss
Notas
l.- Para el tema cfr. Arnaldo Cunietti-Ferrando, San José de Flores, Bs.As., 1997.
2.- Pereyra, Washington Luis, La prensa literaria argentina 1890-1974. Los años dorados 1890-1919, Vol. 1, Bs.As., 1993.
3.- La Dirección, “A los lectores”, Nuestra América, año I N° 1 octubre 1918, pág. 3.
4.- La Dirección, “Nuestro primer aniversario”, Nuestra América, año II, N° 13, octubre 1919, pág. 111.
5.- Carrizo, César, Nuestra Arnérica, año II, N° 14, noviembre 1919, pág. 175.
6.- Para el tema cfr. Cedomil Goic, Historia y crítica de la literatura hispanoamericana, Barcelona, Crítica, T. III, 1991; Luis Madrigal (cooordinador) Historia de la literatura hispanoamericana, Madrid, 2° edic., T. 2, 1993; Luis Sainz de Medrano, Historia de la literatura hispanoamericana desde el modernismo, Madrid, 1989.
7.- Pollman, Leo, “Naturalismo, modernismo, mundonovismo. Una época de transición entre siglo XIX y siglo XX”, Revista Chilena de Literatura, Santiago de Chile, N° 44, abril 1994.
8.- La Dirección, Nuestra América, N° 28, marzo de 1922.
9.- Ugarte, Manuel, “La fuerza del ideal”, Nuestra América, N° 29, abril de 1922; “Solidaridad hispano-americana”, Nuestra América, N° 32, julio de 1922; “Las nuevas tendencias de la literatura latinoamericana”, Nuestra América, N° 38 y 39, marzo y abril de 1923.
10.- La Dirección, “El peligro”, Nuestra América, diciembre de 1929.
Hebe Carmen Pelosi
Investigadora del Conicet.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año IV – N° 17 – Septiembre de 2002
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Escritores y periodistas, PRENSA, Asociacionismo, Cosas que ya no están
Palabras claves: Enrique Stefanini, literatura hispanoamericana, revista,cultura, latinoamerica
Año de referencia del artículo: 1918
Historias de la Ciudad. Año 4 Nro 17