De todos los gentilicios adecuados a los hijos de esta ciudad, el que más me place —y el que personalmente prefiero que me endilguen— es el de porteño; desdeño, en cambio, el de bonaerense, y voy a explicar por qué: la mutación del bue por bo me trae un fastidioso tufillo a culteranismo trasnochado, pariente remoto de aquella moda poética —coetánea de la Revolución de Mayo— que preconizaba el acaramelado Bonaria para designar a la hija de Garay y nieta de Mendoza.
Por otra parte, los jefes políticos de La Plata se han apoderado de la expresión y han dado en creer —y en tratar de hacer creer— que corresponde exclusivamente a los nacidos o avecindados en jurisdicción de la provincia. Carecen de todo fundamento y, sin embargo, es probable que el invento prospere, siquiera por razones de comodidad, pues, en efecto, de alguna manera hay que distinguir lo que está de un lado o de otro de la General Paz, lo que se halla sobre una o sobre otra ribera del Riachuelo.
Está bien: bonaerense es de ellos, pese a que José Ceppi (Aníbal Latino) trabajó sobre Tipos y Costumbres Bonaerenses con referencia tan sólo a la ciudad, pero ahí terminan las concesiones. No vaya a ser que, por aflojar demasiado, en una de ésas vuelvan a las andadas y nos pidan despropósitos como aquél de que alteremos el nombre de nuestra ciudad. Para evitar confusiones –dijeron–, en tanto esgrimían el recurso leguleyo de que, en los papeles originarios, se llamaba “de la Santísima Trinidad” y únicamente el puerto era “de Santa María de los Buenos Aires”. Con lo cual —y no hace mucho de esto— formalmente se nos solicitó que, por vía de enmienda legal, pasásemos a ser trinitarios.
Chistes aparte, cuadra que lejos de achicarnos ante semejante compadrada de orilleros, recordemos a esa runfla que, para su orgullo, son hijos nuestros y que todo lo que tienen no es sino por donación que les hicimos. Pues nuestras eran, porque eran una misma cosa, —al igual que en casi todos los casos con que ilustra la historia colonial—, la ciudad y su campaña; es decir, Buenos Aires asentada donde la puso Garay y los términos de su jurisdicción.
Lo importante, lo esencial era el damero urbano y sus arrabales, y, en menor medida, los caminos, o rastrilladas, que iban a dar al puerto. Afuera se hallaban estancias, poblados, postas, capillas, fortines: la pampa, en suma y al respecto pareciera que si algún nombre distintivo habría de ser propio de esas afueras, sería el de La Pampa, provincia de La Pampa si se quiere mayor exactitud. ¿Que ya lo usa la ex gobernación de la Pampa Central? Problema de ustedes y ustedes lo arreglan, pero no vengan a pedirnos que dejemos de ser quienes somos. Con extrema precisión lo señala el poeta aquel de “Cada lugar en la tierra / tiene un rasgo prominente, etc…” Luis L. Domínguez expone, sin dejar lugar a la menor duda, que “Buenos Aires, patria hermosa/ tiene la pampa grandiosa,/la pampa tiene el ombú”. Y a otra historia.
A la sazón, todo era lo mismo y esa pampa constituía, con entera justicia, la campaña porteña; sus habitantes eran los gauchos porteños y cuando, en son de guerra, los ejércitos porteños salían a levantar polvaredas, iban en calidad de milicianos o enganchados tanto gente de la ciudad como del campo. En realidad, mucha más de aquella que de éste, pues por estos rincones del orbe la macrocefalia se dio siempre silvestre; vaya un botón de muestra: en tanto Azara calculaba en 40.000 los pobladores de la ciudad, estimaba en no más de unos 30.000 el resto de quienes vivían en la jurisdicción provincial.
Las manecillas del reloj
Convengamos que acaso haya cierto esquematismo apasionado en estas apreciaciones. Por supuesto, los pormenores históricos en que se apoyan responden a una etapa, a una instancia construida por la ciudad en el curso de su paulatino avance, con sus hombres y su influencia, hacia el Norte, el Oeste y el Sur. Eso quedó cristalizado en un momento y es forzoso reconocer que el posterior desarrollo —ahora sí bonaerense en el sentido que se le quiere atribuir— habría de quedar al margen de la inmediata impronta porteña.
Porque las manecillas del reloj se detuvieron, pero no lo hizo la expansión de las vías del ferrocarril. La gente de Bahía Blanca, de Patagones, de Tres Arroyos, de Carhué, de la Sierra de la Ventana, seguramente es ajena a la porteñidad. Acaso también lo sea la de San Nicolás —los antaño arroyeros y hoy nicoleños—, que siempre tuvo una peculiaridad muy marcada y hasta un especial dejo en el lenguaje, dentro de un espíritu afín a lo litoraleño extendido, posiblemente, a los pagos de Colón y de Pergamino. Pero en cuanto al resto, hasta Arrecifes, hasta Junín, hasta Bragado, hasta Azul y Tandil, hasta Dolores y, más allá: hasta Lobería, Quequén y La Ballenera e incluyendo todos los cangrejales del Tuyú, todo eso es, con pleno derecho, la campaña porteña y su gente se me hace tan porteña como la que más, por mucho que sea, o haya sido, del campo. No se trata de imperialismo urbano, ni Dios permita que alguien aliente fantasías de ese tipo, sino de citar datos antiguos y hechos presentes que constituyen una realidad sentimental incontestable y que, como es lógico, se ríen de las demagógicas puntualizaciones de los funcionarios.
¿Que lo de porteño se refiere exclusivamente al puerto? Hasta por ahí no más, según hemos visto. Pero volvamos a Azara para rematar la argumentación, ahora desde otro ángulo: tras describir la ciudad y sus calles tiradas a cordel, informa que tiene dos puertos: el del Riachuelo y el de la Ensenada
Culteranismos
Bonaerense es un obvio culteranismo; pero no es el único. Toda América española se llenó de ellos en los años de la Independencia y un poco antes, cuando el afán libertario llevaba a cambiar e improvisar nombres por doquier, presuntamente para darles un cariz republicano: al Alto Perú le tocó Bolivia; a Nueva Granada, Colombia; a Quito, Ecuador. Nosotros optamos por las reminiscencias literarias, y ellas nos trajeron a las mientes que el arcediano Martín del Barco Centenera había reunido bajo el nombre de La Argentina —”título inmortal de una obra muerta”, como dijo don Ricardo Rojas— el relato legendario de las gestas que acompañaron el descubrimiento y poblamiento de la zona del Plata.
Posteriormente, Manuel José de Lavardén tomó el adjetivo como algo ya consagrado: del Río de la Plata, en versión poética, culterana y con sugerente etimología latina, tenemos argentino. La región era la del Plata y así se la llamó cuando hubo virreyes y más tarde, al surgir las Provincias Unidas. Argentino quería decir platense, propio del río y, en un sentido más amplio, de las comarcas de la que ese curso de agua es el eje.
Todavía mucho después, la utopía sarmientina que aspiraba a habitar la isla Martín García, se hubo de llamar Argirópolis (Ciudad del Plata, esta vez en griego); pasadas tres décadas, Dardo Rocha puso a su ciudad La Plata, para recordarle la cercanía del “argentino río”. Estaba en el habla y en el sentimiento de todos. El poeta se hacía eco de esa forma refinada de llamarnos porteños y la llevaba hasta el desplante: “He nacido en Buenos Aires, / ¡argentino hasta la muerte!”. La musa popular reiteraba en tono coloquial la asociación y así vino a comparecer “la morocha argentina” que, muy de madrugada, cebaba un cimarrón al, precisamente, “noble gaucho porteño”.
Era una palabra nuestra, absolutamente nuestra; pero tuvo fortuna y, como pasa siempre, cuando algo resulta con suerte excesiva, al igual que el pajarito que comió, levanta vuelo. Se fue, llegó a los Andes, a la Puna, a la Patagonia, al Chaco y remontó por los ríos hasta arribar a la roja tierra misionera. Y ya la designación argentino no fue más nuestra, sino de todos, y nos llenó de gusto y de alegría el poder entregarla como prenda de hermandad.
Hasta los orientales —en rigor, no menos argentinos que nosotros, esto aparte del afecto y de la historia— cayeron en la volteada. Argentino era un adjetivo que les iba perfectamente pero cuya posesión pasó a estarles negada. Y platense* se había vuelto ya el gentilicio de La Plata. Había pues que idear un sustituto; se dieron maña y lo hicieron, porque de ellos y solamente de ellos es la ocurrencia: rioplatense.
* Es curiosa y significativa la persistencia arcaica de ese adjetivo para designar a un club de fútbol de Buenos Aires. En cuanto a “del Plata”, o “de la Plata”, como nombre general dado a nuestro país, subsistió mucho tiempo en idiomas extranjeros, según testimonia el título de dos diarios extintos: Le Courrier de la Plata y La Plata Zeitung.
Información adicional
Revista Buenos Aires Historia, Año I- N° 1 – agosto de 2007
Categorías: ,
Palabras claves: gentilicios, apellidos
Año de referencia del artículo: 2020
1