Borges escribió: “Yo a Eduardo Wilde lo veo clarito por las calles de Montserrat (cuyo médico parroquial fue el setenta y uno) caminoteando por la calle Buen Orden, parándose a mirar la puesta de sol en la esquina de México, soltándole un cumplido a una chica…”. 1
Y yo a don Santiago Wilde lo veo clarito paseándose pensativo por los jardines floridos de su manzana: Uruguay, Viamonte, Paraná, Córdoba.
Buenos Aires le dedicó al doctor Eduardo Wilde, héroe en tiempos de epidemia, “una callejuela cortada, sin veredas ni pavimento, de ochenta metros de extensión, flanqueada de aguas estancadas en un andurrial escondido de urbe…”.2 A su abuelo, don Santiago, no hay calle ni esquina porteña que lo recuerde. Y al igual que su nieto, le sobraban méritos para merecer un reconocimiento.
Mr. James Wild nació en Londres en marzo de 1771, hijo de James Wild y Sarah Heard, una dama de noble linaje. Cursó estudios en su patria, en tiempos de grandes cambios. Inglaterra perdía su principal colonia americana y gobernaba el rey Jorge III, irremediablemente loco según era público y notorio; Europa se conmovía hasta los huesos con la revolución francesa. Desde Escocia, Adam Smith difundía las ideas fundacionales del liberalismo económico: laissez faire, laissez passer…; desde Cambridge Thomas Robert Malthus publicaba sus estudios sobre los riesgos del crecimiento de la población, y desde Londres Jeremy Bentham sugería que el fin de toda actividad moral y de toda organización social debía ser “la mayor felicidad posible para el mayor número de personas”. Richard Arkwright utilizaba la máquina de vapor y comenzaba la fabricación en serie. El teatro era, como siempre, el templo; en los salones londinenses se recitaban las poesías de Blake y Coleridge, y los románticos se paseaban por los parques de Vauxhall, Ranelagh o Kensington.
Wild se especializó en economía, aunque su cultura era tan rica y variada como la época que le tocó vivir.
Poco sabemos de sus días y trabajos anteriores a su traslado a América, aunque seguramente actuó para alguna casa de comercio inglesa que lo enviaba a distintos puntos de Europa continental.
Tenía sólo 21 años cuando se casó en Londres, el 17 de mayo de 1792, con la joven francesa Leonor María Simonet Lefrevre. En Estocolmo, París, y principalmente Londres, fueron naciendo sus nueve hijos europeos, algunos de los cuales murieron en la infancia.
South America!
En el otoño de 1806 Londres se despertó con la sorpresiva noticia de la primera invasión inglesa a Buenos Aires. Y nadie perdió tiempo. Cuenta John Parish Robertson que “El comercio británico, siempre listo para volar a tierras extrañas, pronto desplegó las velas de sus naves en dirección a Sud América. El rico, el pobre, el necesitado, el especulador y el ambicioso esperaban hacer o mejorar fortuna en aquellas regiones privilegiadas. El Gobierno se ocupaba de equipar, para el aumento y seguridad del territorio recientemente adquirido y para la protección de sus súbditos y bienes, una nueva expedición al mando de Sir Samuel Auchmuty. Al par de otros jóvenes atrevidos, me entró ansia por visitar una tierra descripta con tan brillantes colores. En consecuencia, me hice a la vela de Greenock, en diciembre, 1806, en un lindo buque llamado Enterprize mandado por el capitán Graham..”
Así, de los distintos puertos británicos fueron partiendo los buques con destino Buenos Aires, que traían unos cuatro mil soldados cargados de armas y dos mil civiles, cargados de mercaderías. Llegaron a las costas de Montevideo en enero de 1807: “Cuando apresurábamos alegremente nuestra marcha en las aguas interiores —sigue relatando Robertson— y esperábamos al día siguiente domiciliarnos en Buenos Aires, fuimos saludados por un barco de guerra británico; ¡ay! Para desvanecer los dorados sueños acariciados durante todo el viaje”. Es que recién entonces supieron que la aventura de Popham y Beresford había durado apenas 45 días.
Desde sus barcos, los comerciantes pudieron observar el sitio, ataque y toma de Montevideo. Y pudieron desembarcar para establecerse en ese puerto mientras esperaban que llegara el resto de la expedición, a cargo del general Whitelocke, que los cruzaría a Buenos Aires.
Ya sabemos como terminó la historia: a fines de junio llegó la expedición y desembarcó en Buenos Aires, los británicos fueron repelidos, debieron capitular y fueron obligados a reembarcarse.
En cuanto a los mercaderes establecidos en Montevideo, se les dio un plazo para retirarse que vencía en septiembre de 1807. En los ocho meses que permanecieron lograron vender buena parte de su mercadería y, obligados a reembarcar o abandonar el remanente, no se rindieron: algunos volvieron a su patria decididos a buscar nuevos cargamentos y otros se quedaron esperando una nueva oportunidad en las costas brasileñas. Cuando la corte de Braganza se mudó a Brasil a principios de 1808, fueron obteniendo grandes franquicias comerciales y muchos establecieron casas en Río de Janeiro.
A su vez, a partir del tratado de alianza con España de enero de 1809, Inglaterra comenzó a obtener algunas tibias autorizaciones para descargar mercadería en distintos puertos hispanoamericanos, y cuando no, ingresaban por contrabando. Vicente Sierra dice que “en el Río de la Plata la presión de Sir Sidney Smith y la rivalidad entre Liniers y Elío fue aprovechada por los mercaderes británicos, los cuales, al amparo de la situación comenzaron a organizar en Buenos Aires y en Montevideo dos pequeñas comunidades integradas por comerciantes cuya principal actividad fue el contrabando”.
1809: el puerto de Buenos Aires
Es posible que nuestro James Wild integrara aquel primer contingente de comerciantes que desembarcó en Montevideo. Si así fuera, ante la derrota de Whitelocke, volvió a Inglaterra pues allí se encontraba a fines de 1807. Y si no integró el grupo, seguramente se entusiasmó con lo que aquellos viajeros le contaron.
Lo cierto es que llegó definitivamente a Buenos Aires en julio de 1809 con su segundo hijo, Spencer James, de 14 años. Y aquí se encontró con la pequeña comunidad británica a la que se refiere Sierra.
Eran tiempos de definiciones. En el mismo mes de su llegada, el buen francés Liniers era reemplazado por don Baltasar Hidalgo de Cisneros y se precipitaban los tiempos de revolución.
Si bien Mr. Wild fue testigo directo de este proceso político y social, debemos concentrarnos en el aspecto económico, vital para el reducido grupo de británicos.
Veamos. Cisneros, dispuesto a poner orden, revocar franquicias y cumplir estrictamente con las leyes, se encontró con un panorama financiero de tal gravedad que debió admitir la descarga de algunos buques en determinadas condiciones, lo que le permitiría cobrar derechos de aduana.
Así, por ejemplo, cuando el 30 de julio de 1809 llegó a Montevideo la fragata inglesa Etheldred de Daniel Mackinlay, sus consignatarios pidieron autorización para que se le permitiera el ingreso en ese puerto, a lo que se opuso el fiscal Villota, aprobado por Cisneros, pero ante la falta de numerario se les permitió finalmente ingresar.
El caso que en definitiva fue utilizado para producir la apertura de los puertos, fue el de los irlandeses John Dillon y John Thwaites, de la firma Juan Dillon y Cia., que el 16 de agosto de 1809 pidieron autorización para introducir mercadería de lícito comercio, previo pago de los derechos correspondientes. Era una solicitud como tantas otras, explicando que habían partido de Cork a bordo de la corbeta “Speediwell” con cargamento para vender en los puertos de Brasil; que cuando llegaron a Río no pudieron descargar porque la plaza estaba abarrotada de mercadería de todas clases; que allí tuvieron noticia que se habían abierto los puertos de Montevideo y Buenos Aires al comercio inglés y, por lo tanto, al no encontrarse con la autorización prevista, solicitaban permiso para descargar.
Luego de varias consultas, objeciones y reservas de los sectores interesados, los británicos lograron el apoyo del apoderado de los labradores y hacendados José de la Rosa, quien presentó un largo memorial conocido como “Representación de los Hacendados”, escrito por el abogado Mariano Moreno, cuyo objetivo era refutar los informes adversos y pedir el franco comercio por dos años. Así, tanto el Consulado como el Cabildo recomendaron aprobar el comercio con países aliados con ciertas reglas y con la condición de que las mercaderías inglesas se expidieran por medio de españoles. El 6 de noviembre de 1809 Cisneros firmó el decreto del Reglamento de Libre Comercio.
Thwaites y Dillon pudieron ingresar su mercadería, al igual que los diecisiete veleros ingleses que esperaban en la rada, y si bien poco después Cisneros comenzó su persecución contra los comerciantes ingleses que residían en la ciudad —cuestión que recién se solucionó con la Revolución de Mayo— estos se afincaron para siempre en Buenos Aires.
El 15 de octubre de 1810 La Gaceta publicó una carta de los “comerciantes ingleses residentes en esta ciudad” dirigida a Mariano Moreno, mediante la cual un grupo de casi setenta mercaderes donaban onzas de oro para la recién fundada Biblioteca Nacional. Santiago Wild aportó “3 onzas dos por sí, y una por su hijo” y, a renglón seguido, Santiago S. Wild aportó 3 onzas más.
Es que Wild —que ya comenzaba a ser Wilde— había llegado para quedarse. Por eso en julio y septiembre de 1811 adquirió sus primeras tierras en Buenos Aires: una chacra en las lomas de San Isidro de unas 1.300 varas de frente por 1.400 de fondo, y otra lindera, en la costa del mismo paraje de 150 varas de frente por 3.600 de fondo, que con el tiempo pasaría a George Macfarlane. Y por eso, en abril de 1812, al crearse la Lotería Nacional, aceptó el cargo de administrador. Ya afincado en la ciudad con trabajo y propiedades, convocó al resto de su familia que arribó de Londres en el mismo año de 1812: su mujer y cinco de sus hijos, Eliza Leonora (1796-1873), Rosina Leonora (1798-1851), Henrietta Leonora (1800), Perceval James (1806) y Wellesly James (1808-1866). En 1814 nacería en Buenos Aires su décimo hijo, Joseph Anicetus, bautizado en San Nicolás porque Buenos Aires aún no contaba con pastor anglicano.
Mr. Wild se ganaba la vida como contador o actuando como intérprete de sus connacionales y traductor de leyes, decretos, contratos y partidas para unos y otros. En tiempos de Pueyrredón dictaba además clases de inglés en el Colegio de la Unión del Sud, y ya comenzaba a relacionarse con la intelectualidad porteña. Su cultura versaba sobre temas tan diversos como teatro, literatura, astronomía o agricultura. Así, en 1816, redactó un periódico de ilustración popular llamado “La Colmena”; en 1817 formó parte de la Sociedad del Buen Gusto en el Teatro; y en 1821 fue uno de los 12 primeros miembros de la Sociedad Literaria, siendo el primero en presentar un trabajo, “Lecciones de Astronomía”, y luego un “Ensayo sobre la Agricultura en la provincia de Buenos Aires”. A la vez escribía en el periódico El Centinela, y traducía y adaptaba diversas piezas teatrales como La delirante Leonor, La rueda de la fortuna, de Cumberland o El Judío. Y se hacía tiempo para escribir algunas comedias —como Las dos tocayas— y una serie de almanaques con noticias curiosas y anécdotas cargadas de “british humour”, ese humor que heredó su nieto Eduardo, dirigiendo “El Argos”.
Su aporte más conocido fue la fundación, junto con su gran amigo Ignacio Núñez, del periódico semanal “El Argos de Buenos Ayres” cuyo primer número apareció el sábado 12 de mayo de 1821. Fue uno de los redactores del periódico durante ese año, hasta el 24 de noviembre en que se interrumpió su aparición. El periódico volvió a publicarse, a cargo de la Sociedad Literaria de Buenos Aires, dos veces por semana, a partir del 19 de enero de 1822 y hasta el 3 de diciembre de 1825. Vale aclarar que se ha discutido mucho sobre quiénes fueron los redactores del periódico y en qué épocas.
Juan María Gutiérrez señala como redactores en 1821 a Manuel Moreno, Ignacio Núñez y Esteban de Luca (pero Moreno estaba en Estados Unidos en aquel año); en 1822 a Moreno, Wilde y Vicente López, y en 1823 al deán Funes. Según el catálogo del Museo Mitre los redactores de 1821 fueron Wilde y Núñez, mientras que el deán Funes se hizo cargo del periódico en 1822. Las dudas sobre sus redactores fueron provocadas por el mismo periódico que escondía celosamente sus nombres ya que, según decía, “Que se muestre el nombre del autor para que se entre a considerar el mérito o desmerito de una obra no sólo está contra los principios del Argos sino que conceptúa esta idea muy destituida de prosélitos”.
El cónsul norteamericano John Murray Forbes, testigo directo que solía contratar los servicios de Wilde como intérprete, cuenta que este se hizo cargo de la dirección del Argos en julio de 1822, en reemplazo de Manuel Moreno.
Sea como fuere, el Argos fue órgano fundamental de los tiempos rivadavianos: allí se informaba y se debatía sobre política, economía, comercio, teatro, literatura, y hasta cuestiones de orden urbano como la identificación y numeración de las calles.
El economista
Ya desde los tiempos de Pueyrredón, Wilde fue adquiriendo prestigio como economista. Por eso, a comienzos de 1821, fue designado contador de cálculo en la Contaduría Nacional, donde implantó el sistema de libros por partida doble, y miembro de la flamante Comisión de Hacienda. El 15 de mayo de 1821 presentó a la Junta de Representantes de la Provincia de Buenos Aires una Memoria conteniendo una propuesta para un nuevo sistema de hacienda, donde se pueden apreciar las ideas que traía de su Londres natal.
Es interesante destacar que el Cónsul Forbes, en carta a su gobierno adjuntando la Memoria, señala “Entiendo que este folleto contiene muy buenas indicaciones para el mejoramiento de las finanzas de este país, pero es generalmente admitido que ningún cambio de teoría puede modificar la situación mientras no se extirpe el veneno de la corrupción tan difundido en la comunidad comercial”.
Probablemente tuvo —y tiene— razón Mr. Forbes, pero Wilde era más optimista. Con estas ideas asesoraba al Ministro de Hacienda en la implementación de la reforma económica emprendida por Rivadavia, y actuaba como administrador de sellos. En 1823 fue miembro de la Junta Directiva de la primera Caja de Ahorros, de la que era también contador; y en 1829 intervino, como representante del gobierno, en la auditoría y liquidación de cuentas del Banco Nacional. Ya en tiempos de Rosas, y hasta 1834, continuó en su puesto de contador de cálculo de la Contaduría General.
La rectitud de don Santiago como funcionario público —y su honestidad— se prueba con una pequeña anécdota familiar. Parece que en 1823 resolvió colocar a su hijo Diego Wellesly, de 15 años y algo díscolo, en el Departamento de Ingenieros que presidía James Bevans y logró que el gobierno lo empleara con sueldo y todo. La cosa no funcionó y el 1° de junio de 1824 le escribió una nota a Bevans que decía así:
“Notando con sentimiento que mi hijo nada ha adelantado en más de un año, en el departamento que el Exmo. Gobierno se dignó colocarle, bien sea por falta de aplicación y docilidad, o de la debida instrucción; y conociendo por tanto que el joven, en una edad importante, está malgastando su tiempo, así como el Estado el sueldo que le paga, sin esperanza de mejora para uno ni para otro; pido se sirva V. representar al Exmo. Gobo. en los términos más respetuosos, que mi deseo es que mi hijo cese su empleo”. Como Bevans se resistía a despedir a Diego, don Santiago reiteró su pedido y el chico finalmente quedó cesante el 30 de junio de 1824.
En ese mismo año, Santiago Wilde recibía carta de ciudadanía rioplatense y, quizás intentando regalarle a su nueva patria un trocito de su infancia, iniciaba su gran proyecto: El Vauxhall.
Un emprendimiento fascinante
El 18 de agosto de 1824 adquirió de Manuel José de Ocampo una quinta que comprendía una manzana completa entre las calles Córdoba, Viamonte, Paraná y Uruguay, que hasta 1803 había sido de Juan Gregorio Zamudio, con entrada principal en Uruguay 222 (antigua numeración), esquina Viamonte. Pagó por el terreno y sus edificios “cuatro acciones del Banco”. El mismo día compró a Manuel Zenzano otro terreno de 85 varas cuadradas (media cuadra más) en la manzana siguiente, esquina sudeste de Uruguay y Córdoba.
La primera de estas propiedades pasaría a la historia como el Vauxhall o Parque Argentino.
Ya desde su compra, Wilde planeó establecer allí un jardín público al estilo del antiquísimo Vauxhall de Londres, un famoso parque a la vera del Támesis, del lado de Surrey, al que se llegaba en bote. Cuatro hectáreas, con avenidas arboladas, exquisitos jardines floridos, laberintos, arroyos, puentes de hierro y cascadas, glorietas con enredaderas, teatro y conciertos de los más afamados músicos, como Mozart por ejemplo. El Vauxhall londinense tuvo épocas de apogeo y épocas de muy mala fama pues allí, en escondidos paseos que se llamaban “dark walk” o “lover´s walk”, solía uno encontrarse con deliciosas damas enmascaradas o podían escabullirse los jóvenes amantes sin testigos.
El primer proyecto de 1825 había sido programado por Wilde en sociedad con los empresarios del teatro Coliseo, pero este cambió de administradores, vino la guerra con el Brasil y el proyecto fracasó. Mientras tanto, fue sembrando su manzana de árboles y flores, mandó a comprar en Londres lámparas, faroles y luces de color que, con la guerra, quedaron en el Janeiro y, aunque sólo en su nostalgia el jardín podría parecerse al original, don Santiago persistió en su sueño.
A principios de 1828 había reunido a un grupo de interesados, con los que acordó formar una sociedad cuyo objeto sería “el establecimiento en Buenos Ayres de un jardín público a imitación del Vauxhall de Londres, bajo el título del Jardín Argentino”. Él aportaría la quinta y sus socios un capital de $ 100.000, dividido en cien acciones de 1.000 pesos, pagaderas en cinco cuotas anuales. El propietario y los accionistas se repartirían las utilidades por mitades.
Al 1° de julio de 1828 ya eran cuarenta los socios: Carlos de Alvear, Manuel de Arroyo y Pinedo, Thomas Armstrong, James Brittain, James Barton, William Brown, Thomas Duguid, José Echenagucía, William P. Ford, James P. Fisher, Manuel García, Manuel Galup, Daniel Gowland, Henry Gilbert, Charles Harton, Henry Hoker, John Hyndman, Ramón Larrea, Ladislao Martínez, George Macfarlane, Francisco Magariños, J. Fortunato Miró, Carlos Moreno, Juan Cayetano Molina, Ignacio Núñez, Francisco M. de Orma, Antonio Marcó del Pont, Toribio Peisez, Miguel de Riglos, William Parish Robertson, Pablo Rosquellas, Agustín R. Thiesen, Juan B. Torino, Angela Tanni, Juan A. Viera, Miguel Vacani, Pedro Villanueva, James Wilde, Thomas Whitfield y Pablo Ximenes. Como vemos, un conjunto sumamente heterogéneo de británicos, norteamericanos y alemanes, tres artistas italianos, un cantante mulato, y un grupo de conspicuos criollos. A ellos se sumaban, probablemente como socios honorarios, el gobernador Dorrego y sus ministros José María Rosas y Juan R. Balcarce.
Las primeras acciones tenían un anexo que explicaba el proyecto y del que surgen algunos datos interesantes, por ejemplo, que se construirían un teatro rústico, algunas glorietas y asientos, y en el portal tornos, para llevar cuenta de los concurrentes. Cuando sólo se ofreciera música instrumental y refrescos, el precio de la entrada —la ficha o contraseña— sería de $ 1; cuando hubiera función extraordinaria de teatro, nocturna, $ 1 y medio; y cuando hubiera función extraordinaria lírica, $ 2. Se establecerían puestos de confiteros y cafeteros, mediante concesión, debiendo los concesionarios construir las glorietas y asientos para el despacho. Cada propietario de por lo menos tres acciones podría construirse su propia glorieta familiar, con llave. Se alquilaría a algún “fondero” la casa de Uruguay 224, con comunicación a jardines y salones. En el primer año se utilizarían sólo cinco piezas de la quinta, que daban al jardín; pero luego de haberse integrado la totalidad de las acciones, Wilde cedería también la casa principal de Uruguay 222. En caso que la empresa fracasara, Wilde recompraría lo edificado en dos terceras partes de su tasación.
El 26 de julio de 1828 el British Packet de Thomas George Love dio la bienvenida al proyecto: “VAUXHALL. Con gran satisfacción podemos asegurar a nuestros lectores que existe un plan muy adelantado para establecer una réplica de ese delicioso lugar de recreación, en uno de los suburbios de Buenos Aires…”; y agregó el 9 de agosto “… ¡Cuantas veces hemos deseado gozar de un paseo matutino disfrutando de la sombra de nuestro propio Vauxhall, y quién no se ha sentido con frecuencia amodorrado en un concierto, por más que sus oídos se hayan deleitado! ¿Quién no ha deseado que la partitura fuera arrebatada de las manos inmóviles de los bien trajeados cantores y verlos animarse y representar en el escenario, con ropas apropiadas, sus respectivos papeles? Parece que ni el propietario, ni los tenedores de acciones se proponen disponer para sí de las ganancias que resulten de la venta de refrescos. Esto promete abrir un campo lucrativo a personas de empresa, que ya están establecidas aquí con tabernas, pastelerías y cafés…”
Así se inició este parque famoso en tiempos de Rosas, el Vauxhall porteño, que llegó a ser un pedacito de Inglaterra insertado en los suburbios de nuestra ciudad. Los carruajes llegaban del centro por caminos poceados, obstruidos a veces por animales muertos y un lío de cercos de tuna. Sobre el frente de Uruguay estaba el enorme pórtico y una pared de adobe que, según dicen, corría a cinco metros de la línea de la calle para que estacionaran coches y caballos sin molestar la calzada. Dicen que esta es la razón por la que la calle Uruguay es más ancha en el tramo entre Córdoba y Corrientes, pero conviene recordar que el ensanche es en la vereda opuesta a la que estuvo el Vauxhall. Creemos por tanto que, siendo Wilde dueño de parte de la cuadra enfrentada, fue en esa vereda donde se corrió la línea de la calle para estacionamiento.
Llegó a tener el parque un buen hotel francés, casa de té, glorietas de refrescos, una buena banda de música que tocaba diariamente, magníficos salones de baile con luces de colores, un gran circo donde trabajaron compañías ecuestres como la de Smith o la de Chiarini, y un pequeño teatro en el que actuaban los mejores actores de la época, como el célebre Juan Casacuberta, todo rodeado de bellísimos jardines a la inglesa.
Cuenta José Antonio Wilde que “los jardines estaban perfectamente arreglados y cuidados; se importaron muchas plantas y semillas extranjeras, por entonces muy raras aquí. Es preciso confesar que el país, aunque muy adelantado, no estaba aún preparado para esta clase de paseos, en que se mira y no se toca; así es que, a pesar de la vigilancia empleada, los concurrentes, o mejor dicho, las concurrentes, arrancaban a hurtadillas plantas, que sacaban las sirvientes debajo de sus pañuelos o rebozos, creyendo, sin duda, que éste era un pecadillo perdonable, no contentándose con los hermosos ramos de flores que se les permitía llevar, hechos por el jardinero encargado”.
Las familias principales tenían allí sus glorietas privadas donde se acomodaban para oír conciertos al aire libre y disfrutar de los más sofisticados fuegos artificiales. La más memorable de sus fiestas de gran gala tuvo lugar el 24 de enero de 1830, con la asistencia de unas dos mil personas, incluyendo al gobernador Rosas y su comitiva.1 También tuvo el Vauxhall su hora de tristeza: fue una tarde de enero del 29 cuando, entre las flores de los cuidados jardines, cayó muerto el venerable deán Gregorio Funes.
Cerró sus puertas al público en 1838 para convertirse en la residencia particular de Mr. Wilde, quien recompró las acciones.
El 11 de septiembre de 1847 vendió la casa principal de Uruguay 222, esquina Viamonte, a Daniel Gowland, presidente de la Sociedad Filantrópica Británica, quien instaló allí la segunda sede del Hospital Británico. La propiedad vendida sólo comprendía una pequeña porción del terreno, de 24 1/4 varas de frente al Este por 39 de fondo al Oeste.
La familia
¿Pero qué fue entretanto de la familia Wilde de Buenos Aires? Henry James, el mayor de los hijos, nacido en Estocolmo, permaneció en Londres aunque quizá haya visitado nuestro país. Spencer James, convertido en Santiago Spencer —ha sido muchas veces confundido con su padre—, fue también contador y comerciante y casó con la porteña Candelaria Lagos para formar una familia de larga descendencia. Eliza Leonora Wilde de Heathfield y Rosina Leonora Wilde de Barton se dedicaron a la docencia: allá por 1845 Eliza tenía su escuela en la calle Belgrano N° 196, y Rosina, con sus hijas, en Corrientes Nº 131. Henrietta Leonora Wilde de Burdon se estableció en Santiago de Chile. Perceval James residió en Buenos Aires por lo menos hasta 1844.
Wellesly James, traducido a Diego Wellesly, merece un párrafo aparte. Había llegado a Buenos Aires con sólo 4 años, por lo que fue quizás el más criollo de estos británicos. Su padre intentó que fuera boticario y lo colocó de aprendiz en la botica de Thomas Whitfield, pero fracasó; lo mandó luego al Departamento de Ingenieros para ver si James Bevans lo enderezaba, y fracasó. No quedaba más remedio que mandarlo a la milicia y ahí sí, hizo carrera en los ejércitos del norte. Dejando de lado su foja de servicios, que fue importante, veamos lo que cuenta su hijo Eduardo: “Don Diego a la edad conveniente, entró en la milicia y sirvió en los ejércitos levantados por el partido unitario. Después de varias batallas en que mostró su bravura, se vio obligado a emigrar a Bolivia, a donde llevó a su mujer (la tucumana Visitación García) y no recuerdo si a alguno de sus hijos. Llegó a Tupiza, donde se estableció como comerciante, abrió una tienda que prosperó rápidamente y la familia alcanzó una situación modesta, pero eficiente. En esto fue atacado por la fiebre de las minas; liquidó su tienda, adquirió un mineral y se puso a trabajar en él, con cierto éxito al principio solamente; después los rendimientos disminuyeron y ello continuo así hasta que don Diego emigró de Tupiza, y de ahí en adelante no se supo más de las minas ni de nada. Don Diego era un hombre muy inteligente, instruido, lleno de humor, escritor elegante, narrador insuperable; era bondadoso y sumamente sensible; bien constituido, casi atlético y de una fuerza poderosa; lindo hombre blanco, ojos azules, tiernos y suaves. En la sien izquierda tenía unas manchas de pólvora, resultado de un fogonazo que recibiera en una batalla…”.
El menor de los hijos del matrimonio Wilde, Joseph Anicetus, o José Antonio Wilde, fue un conocido médico, además de maestro, periodista y director de la Biblioteca Nacional. Escribió varias obras aunque la más conocida fue su simpatiquísima “Buenos Aires desde 70 años atrás”, publicada en 1881.
Pero volvamos a don Santiago. El 14 de julio de 1852 falleció en la “quinta Wilde” Leonora Simonet Lefevre de Wilde, a los 82 años. El British Packet informó su muerte y recordó que llevaba 40 años de residencia en el país y que dejaba una numerosa familia para lamentar su partida.
El 9 de noviembre de 1852 nuestro biografiado dictó su testamento al escribano Mariano Cabral. Del mismo surge que sus únicos bienes consistían en su casa-quinta “conocida por el Parque Argentino” y algunas cantidades de dinero; que legaba “por los motivos que explicaré por escrito a mis albaceas, a mi hijo natural Luis Florencio la mitad del quinto de mis bienes, y la otra mitad a mis quince nietos, a saber: los siete huérfanos de mi hija Rosa Leonor, y los ocho hijos de mi hijo Diego Wellesly…”; que designaba albaceas a John Eastman y Daniel Gowland y herederos a sus hijos.
James Wild no pudo ser enterrado en el cementerio protestante de Buenos Aires, como lo había ordenado, porque murió en Londres, el 16 de julio de 1854. El British Packet del 30 de septiembre de ese año informó: “Muerte: En Londres el 16 de Julio pasado, James Wild Esq., muchos años residente en este país, a los 84 años”. Para entonces sólo residían en Buenos Aires sus hijos Santiago Spencer y José Antonio Wilde.
La testamentaria fue abierta en Buenos Aires por los albaceas Eastman y Gowland quienes un año más tarde pusieron en venta la quinta con un aviso en el British Packet: “Quinta en venta. La quinta del finado Mr. James Wilde, conocida como el ´Jardín Argentino´ con 53 varas de frente, por 93 de fondo; con enorme y cómoda vivienda de 13 habitaciones, y otra pequeña casa independiente. Los jardines diseñados con muy buen gusto, y sembrados de los más selectos árboles frutales…”.
En uno de los últimos capítulos de su libro “Buenos Aires desde 70 años atrás”, José Antonio Wilde pregunta con un tono bastante tímido: “¿No me será permitido dedicar en este libro algunas palabras consagradas al recuerdo del mío (su padre), tanto más, cuanto que su nombre se encuentra vinculado con acontecimientos pertinentes a la época que venimos estudiando? Esperamos que el indulgente lector nos disimulará este acto que reputamos de justicia. No pretendemos escribir su biografía; vamos a dar simplemente algunos apuntes.”
Y es una lástima que nos haya dado sólo eso, unos apuntes, porque habríamos podido conocer mucho más de este riquísimo personaje del siglo XIX a quien Buenos Aires, algún día, deberá hacerle justicia. a
Bibliografía
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Periódicos La Gaceta, El Argos, British Packet
Capdevila, Arturo, Prólogo de la edición facsimilar de El Argos, Biblioteca de la Junta de Historia y Numismática Americana, Buenos Aires, 1931.
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Borges, Jorge Luis, Epílogo a Páginas muertas, de Eduardo Wilde, Editorial Minerva.
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Robertson, J.P y G.P., Cartas del Paraguay,
1.- The British Packet, 30.1.1830.
Maxine Hanon
Abogada, historiadora.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año III – N° 16 – Julio de 2002
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: PERSONALIDADES, Vecinos y personajes,
Palabras claves: Eduardo Wilde, invasiones inglesas, economista,
Año de referencia del artículo: 1810
Historias de la Ciudad. Año 3 Nro16