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Boedo

De Poetas, Libros y Libreros de Boedo

Aníbal Lomba

, 2003.

Nos cuenta José León Pagano en El arte de los argentinos, que Pío Collivadino fue el primer artista plástico que retrató la humildad suburbana hecha poesía a través del arte. En 1907 presentó una de las exposiciones de Nexus, grupo que formaron con Ernesto de la Cárcova, Carlos Ripamonte y Cesáreo Bernaldo de Quirós, un óleo titulado El farol, que dice Pagano, mostraba el alma porteña de los barrios suburbanos. Nadie lo había visto ni  sentido antes. Y ese farol –se supo luego por boca del propio autor-, alumbraba los adoquines de Boedo. En esos años comenzaban a popularizarse fondas, cafés y glorietas que supieron de la presencia de los payadores, vates populares que tuvieron su momento de mayor esplendor entre los años 1885 y 1915, declinando tras la muerte de tres de sus principales exponentes: Higinio Cazón, José Betinoti y Gabino Ezeiza.

Este es el momento oportuno para señalar que dadas las particularidades de Boedo, nos encontraremos muchas veces con nombres que seguramente serán vinculados luego con la historia de barrios vecinos, especialmente Almagro, San Cristóbal, Parque Patricios, Parque Chacabuco y Balvanera. Es que, como expresó Borges, a pesar de que él se negara a pensarlo, Boedo era –en las primeras tres décadas del siglo pasado- la realizada aspiración de Almagro y San Cristóbal. Como no existían las fronteras geográficas inventadas por el Intendente Manuel Iricíbar, el sentimiento porteño había idealizado el barrio de Boedo como espectro de la avenida que, desde 1882, llevaba ese nombre. Así sucedía con el poeta payador José Betinoti, que vivía en Quintino Bocayuva 539, territorio reclamado como propio por Almagro. Lo cierto es que el autor de los versos de Pobre mi madre querida, como los no menos famosos Martín Castro, Ambrosio Ríos, Tomás Davantés, Federico Curlado, Generoso D’Amato, Luis García Morel y Gabino Ezeiza, tuvieron frecuente escenario de sus encuentros, como lo testifica Ismael Moya en El arte de los payadores, en el café de Bareto, en Carlos Calvo (hasta diciembre de 1908, Europa) entre Mármol y Muñiz; en el café de Don Vicente, en San Juan y Castro Barros; en el café Olimpo de avenida La Plata y Avelino Díaz; en la glorieta de Don Luis, ubicada donde luego se inauguró el cine Los Andes; en El aeroplano en San Juan y Boedo; en la cantina lindera con el café El Capuchino en Carlos Calvo y Boedo; en el bodegón existente en Carlos Calvo y Boedo, hoy café Pugliese, etc.

Como bien lo señaló el profesor Miguel Ángel Caiafa, el payador, además de su inspiración poética debía tener agilidad mental, ingenio, información sobre hechos pasados y presente, ejecución de la guitarra, entonación en su canto, conocimiento de las leyes de versificación, variedad de adjetivación, brillo en las imágines, coherencia en las metáforas y riqueza en las rimas. Es decir, una suma de talento congénito y adquirido.

Dejando atrás el suceso de los payadores urbanos, nos internaremos en las tres décadas siguientes, en cuyo transcurso Boedo alcanzó reconocimiento por su aporte cultural y su conocimiento social. Mucho se ha escrito sobre las vanguardias literarias de Florida y Boedo, tanto que sus aportaciones son motivo permanente de estudio en nuestro país y en el exterior. En palabras de César Tiempo: Hubo un tiempo en que el meridiano de la literatura nacional pasó por Boedo, para agregar luego: Toda capital, dijo alguna vez Balzac, tiene su poema en que se expresa, en que se resume, en que es más particularmente ella misma. Boedo fue ese poema.

¡Cómo los boedenses de hoy podremos no sentir el orgullo y la emoción de ser herederos de esa cultura! Este cosmopolitismo barrial que nos permite imaginar que Boedo es Buenos Aires mismo, es el que nos autoriza a incluir en las citas de hoy a poetas nacidos en otros puntos de la ciudad, del país o del exterior, pero ciudadanos de Boedo por adopción.

Fueron una imprenta, luego una librería, poco después, el germen de una editorial, los elementos aglutinantes de la pléyade de escritores, poetas y prosistas que alumbraron este enclave literario, componente mayor de un universo abarcador también de vanguardias políticas, plásticas, escénicas.  Fijaremos nuestra primera mirada en la poesía de Álvaro Yunque, Gustavo Riccio, Nicolás Olivari, Raúl González Tuñón y Clara Beter. Álvaro Yunque (Arístides Gandolfi Herrero), se definió a sí mismo en ocasión de publicarse la Exposición de la actual poesía argentina, reconocida antología que firmaron en 1927 César Tiempo y Pedro Juan Vignale, como “ciudadano del mundo, argentino por accidente”. Ya sabemos que había nacido el La Plata en 1890 y que fue uno de los iniciadores del grupo literario de Boedo. En ese tiempo sólo había publicado un libro de poesías, su primera obra, Versos de la calle (1924) editada por Claridad. Estaban inéditos Nudos corredizos, Cobre de 2 centavos y Poemas gringos. En años posteriores se conocieron Descubrimiento del hijo; La o es redonda; España, 1936; El guerrero sabio, y las compilaciones Poetas sociales en la Argentina, Poetas gauchescos y nativistas y La Moderna poesía rioplatense.

Gustavo Riccio, en la citada antología se presentaba diciendo: He nacido en Buenos Aires pero al revés de lo que le ocurre a mi colega don Carlos Guido y Spano, los desaires con que me trata la suerte me preocupan bastante, tal vez porque me desaira vuelta a vuelta. Nacido en 1900, parecía presentir su pronta muerte, ocurrida el 6 de enero de 1927, previo a la publicación del libro. Álvaro Yunque lo despide desde las páginas de La Exposición, con sentidas palabras y reconocido afecto. Ahora él, dice el autor de Versos de la calle, está allá, ¡quién sabe dónde!, junto al predilecto de sus poetas, el gran Evaristo Carriego, que amó tanto. Allá se está él, oyendo al otro versos de sus suburbios criollos, guitarreadores de Palermo y recitándole a su vez, los de sus suburbios gringos, trabajadores del sud de Buenos Aires.

Nicolás Olivari fue un transitorio habitante de Boedo. Destacado entre los iniciadores del Grupo, fue expulsado por sus compañeros por la irreverencia que significó parodiar, los versos de La costurerita que dio aquel mal paso, escritos por Evaristo Carriego y que Olivari incluyó en La amada infiel.

Raúl González Tuñón. Infaltable presencia en la peña del café “El Japonés” de Boedo, ubicado en la avenida, entre la cortada de San Ignacio y Carlos Calvo. Mesa compartida con César Tiempo, Nicolás Olivari, Roberto Arlt, Álvaro Yunque, Leónidas Barletta, Elías Castelnuovo y Cátulo Castillo, artísticamente representada por Ana María Moncalvo en una de las dos aguafuertes dedicadas al café mencionado, parte de las 20 que integran su carpeta Los cafés de Buenos Aires. Cuenta la historia que caminaba Raúl González Tuñón por la entonces calle Boedo, cuando se encontró con Nicolás Olivari que venía con rostro triste y preocupado. Es que uno de sus colegas del Grupo de Boedo terminaba de apostrofarlo por su travesura de La Costurerita… No te preocupés, le dijo el poeta de El violín del Diablo, vení que te llevo a Florida. Y así fue.

Y esta primera mirada sobre el parnaso boedense de los años 20 del siglo pasado termina con Clara Beter, autora de Versos de una…, libro publicado por Editorial Claridad en 1926, en su colección Los Nuevos, prologado por Elías Castelnuovo, firmante en esa ocasión bajo el seudónimo de Ronald Chaves. Todos conocemos ya la verdadera identidad de la desconocida poeta, supuesta prostituta judía rusa que hacía llegar sus versos a la redacción de Claridad y que durante varios meses acaparó la atención del mundillo literario rioplatense. César Tiempo, con el desenfado propio de sus veinte años, había sido el autor de la broma, deslizando los manuscritos en la mesa de Castelnuovo o haciéndolos llegar a la editorial por vía postal.

César Tiempo, inigualable poeta bendito, según le llamó Eliahu Roker en la introducción a la antología publicada por el Archivo General de la Nación, falleció el 24 de octubre de 1980.

A esta llamada Generación del ’22 que dio brillo al tiempo que le tocó vivir dejando huellas indelebles en la historia social de Buenos Aires, habría que agregar otros escritores y poetas que a pesar de sus innegables méritos, no alcanzaron a estampar su nombre en la galería de la memoria colectiva. Aún antes de que se integrara el Grupo de Boedo alrededor de la librería de Munner, la imprenta de Raño y la editorial Claridad, un no tan reducido número de vecinos del barrio con inquietudes sociales y literarias había creado el Círculo Literario Almafuerte, con sede en avenida Independencia 3546, donde comenzaron a editar Cerebro, revista bimestral de letras y artes, de efímera duración. Formaban parte de aquel núcleo iniciado en 1921 José Felica, Cayetano Oreste, Fernando Gualteri, Torcuato Imondi, César Garrigós y Vicente Bove entre otros, a los que se unió luego Gustavo Riccio. Sus integrantes se calificaban a sí mismo como “obreros manuales siempre, intelectuales de a ratos”. Pocas fueron las obras volcadas en libro, pero sus versos, sus cuentos, se leyeron en revistas y periódicos zonales y hasta a veces en suplementos dominicales de diarios de circulación nacional. A ellos rendimos también nuestro homenaje.

El 6 de agosto de 1906, en una humilde casita sobre la calle Castro, próximo a San Juan, nacía quien estaba llamado a ser uno de los mayores poetas del tango: Cátulo Castillo. En 1918, de regreso del exilio, José González Castillo, su padre, acompañado de toda su familia, volvía a Boedo. Alquilaron entonces una casa en Quintino Bocayuva 957, a pocos metros del lugar de nacimiento del hijo. Tras un tiempo intermedio durante el cual el domicilio se trasladó a Loria 1449, el dramaturgo adquirió una casa en Boedo 1060, que se convertiría muy pronto en moderno remedo de la mansión de las musas. El Olimpo boedense albergó a la mayor parte de ellas, corporizadas en Rubén Darío, Carlos Gardel, Alberto Franco, José Betinoti, Stephan Erzia, Luis Acosta García, Pedro Maffia, Homero Manzi, Sebastián Piana y muchas otras figuras de la escena, la plástica, el canto, la poesía, las artes en general que con asiduidad visitaban al gran maestro: José González Castillo.

Recordando a su padre, en un reportaje que en 1975 le realizó el periodista Julio Ardiles Gray, Cátulo decía que era un apasionado de la preceptiva literaria. “Me enseñaba a medir los versos, las formas, los acentos interiores. Soñaba que su hijo fuera escritor”. José González Castillo, a quien Buenos Aires le quedó debiendo una calle con su nombre, fue uno de los primeros poetas del tango, constituyendo con su hijo Cátulo (que comenzó a escribir letras tras la muerte de su padre, ya que se había iniciado como compositor) y con Homero Manzi, la entrañable trilogía que Boedo le ofreció a la música popular para poetizar las letras de sus tango y milongas.

El último de la trilogía es Homero Manzi. De él dijo Julián Centeya: “Nunca más tendrá el barrio un narrador más sincero ni más profundo.

Impensable sería omitir en esta pequeña antología de poetas boedenses precisamente  a Amleto Vergiatti. Nacido en Parma, Italia, en 1910 e incorporado por siempre a la memoria colectiva de Buenos Aires como Julián Centeya. César Tiempo y Julián Centeya transitaron a lo largo de su vida variados caminos, pero por obra de Dios o del destino se encontraron en la encrucijada de alguno de ellos y sólo los separó, en vida, la muerte. Boedo fue, como para Cátulo, para Homero, la cuna de sus primeros desvelos literarios. “No conocí a Julián en ninguna rueda literaria, ni en Boedo, por donde caminoteamos tanto, desgarrados de soledad, ni en Chiclana, donde mi padre que no era príncipe ruso, tuvo abierto un bazar….” Nos cuenta César Tiempo.

“Su cuna y andador (que tal vez no los haya tenido), fue el barrio de Boedo. Su padre, carbonero de esa barriada, traía como bagaje las ideas libertarias en auge en Europa”, menciona Juan Ángel Russo, en su antología poética Letras de Tango. Lo cierto es que Julián Centeya El hombre gris de Buenos Aires, nos dejó entre sus creaciones seis libros de poemas y varias letras de tango, entre ellas Claudinette y Lluvia de abril. Le dedicó al barrio de su adolescencia y juventud, entre otros, los versos de Ausencia, Muchacha de tango, y Boedo, Eufemio Pizarro y dos composiciones de igual título: Boedo.

Y así, como el correr de una película, vamos llegando al fin del recorrido. Nos corresponde ahora mencionar algunos de nuestros contemporáneos, aquellos poetas con cuyos libros hemos gozado durante los últimos veinte o treinta años.

El primero de ellos, que nos cautivó no sólo con sus versos sino con su sonrisa ancha y generosa, fue Atilio Jorge Castelpoggi. El escritor, nacido en las entrañas mismas del barrio, publicó su primer libro de poemas hace ya más de cincuenta años, Tierra sustantiva. En el más de medio siglo recorrido hasta su muerte, Castelpoggi incursionó por las más diversas expresiones literarias. Fue un notable ensayista que nos ofreció tanto un analítico estudios sobre la obra de Miguel Ángel Asturias, El poeta narrador, como titulara a su libro, como una vívida estampa de su Boedo natal, a través de la nostálgica recreación de Una calle fuera del tiempo. Como escritor metafísico nos entregó El exilio de mis personajes y como poeta social El alucinado. Incursionando en la poesía épica, publicó Los de mi sangre. Pero a mi juicio, su principal legado a la ciudad lo constituye Buenos Aires, mi amante.

A Buenos Aires la quiero como una amante, como a una mujer que nunca se la posee del todo. Junto a los bellos versos dedicados a su ciudad, el autor incluye su no menos cautivante poema El barrio que para él no es un lugar geográfico sino un mito que llevamos en el corazón.

En palabras de Jorge Göttling, escritas al presentar en 1993 el libro Homo Porteñensis, voy a decir de Rubén Derlis que ha dado pruebas suficientes de su conmovedora cercanía a las cosas de Buenos Aires. 28 libros publicados, casi todos ellos poemarios, hablan elocuentemente no sólo de la fecundidad intelectual del poeta, sino del grado de aceptación de su poesía en un medio usualmente poco afecto al goce estético que ofrece un buen poema. Sin mostrar el ornato de mirlos, rosas, laúdes y tórtolas que acompaña la presencia de Erato, Derlis, ungido por la musa de la poesía amorosa con todos sus dones, escribe páginas inolvidables. Caminador incansable de las calles de Buenos Aires, observador inclaudicable, Derlis nos entrega bellísimas estampas que nos hacen descubrir calles, rincones, lugares, personajes, nombres, que en el agitado andar de transeúntes distraídos muchas veces pasamos por alto. Sus poemas nos ayudan a transponer las puertas del tiempo para adentrarnos en memorias ausentes.

Y dejamos el Parnaso barrial, no sin antes mencionar a tantos otros poetas, ausentes o presentes en el paisaje actual de Boedo, entre los cuales están Emilio Breda, Julio Camilloni, Alfredo Carlino, Manuel Casais, Evaristo Coalova Arias, Ricardo A. De Biase, Alfredo De La Fuente, Horacio Di Giuseppe, Alberto González, Guillermo Julio Gorbea, Hilda Guerra, Elvira Gutiérrez Garra, Carlos Kapusta, Mario Keegan, Beatriz Mazliah, Graciela Montenegro, Esteban Alberto Roca, Hugo Enrique Salerno, Horacio Trimarco y Carmelo Volpe. También cabría mencionar algunas voces de las nuevas generaciones, como Fabián Casas y María C. Quinteiro.

Esta segunda parte nos impone hablar de libros. Esto se refiere especialmente a los dedicados al tratamiento de particularidades histórico-culturales del barrio, comprendiendo biografías o auto-biografías de sus personajes, o los que señalan, con presencia literaria, una particular circunstancia o actividad artística. Merced al interés puesto por la Junta de Estudios Históricos del Barrio de Boedo, de Ediciones Boedo XXI y Ediciones Papeles de Boedo, la colaboración de la Academia Porteña del Lunfardo y del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, contamos con un estimable fondo editorial que no se agota en el detalle siguiente:

En Ediciones de la Junta de Estudios Históricos de Boedo:

Ayer y Hoy de Boedo, de Diego del Pino, 1986

Una calle Fuera del Tiempo, de Atilio J. Castelpoggi

Boedo y otras adicciones, de Rubén Derlis, 2000

Manual Histórico Geográfico del barrio de Boedo, de Alicia Kapusta y Aníbal Lomba, 1998

Pacha Camac: Una peña de Boedo para toda la ciudad, de Aníbal Lomba

El alma que canta, de Aníbal Lomba

La Ciudad de Boedo, de Alberto Cortazo, Ediciones Cañón Oxidado

Ediciones Boedo XXI:

Pasión de Boedoaires, antología

Ediciones Papeles de Boedo

Pedro Bidegain, un hombre de Boedo, de Eduardo R. Bernal, 2001

Boedo también tiene su historia, de Silvestre Otazú, 2002

Café “Margot”, 2002, antología

Edición del Centro de Estudios Internacionales:

El Barrio de Boedo, de Alfredo Sonsini

Ediciones Rescate:

Nacimiento, vida, muerte y resurrección del Grupo de Boedo, de Lubrano Zas, 1988

Ateniéndonos a la definición dada sobre el término “libreros”, corresponde citar sólo un par de referencias, separadas ambas por más de medio siglo de distancia. Allá por 1920, en un pequeño local ubicado al frente de un edificio de planta baja, que aún subsiste, señalado con el Nº 841 de la hoy avenida Boedo, un alemán, al decir de Cátulo Castillo, muy inquieto, abrió un negocio de cigarrería, librería y papelería, al que muy pronto anexaría la venta de libros. El autor de Tinta Roja recuerda que en la trastienda de su negocio, Munner, a él nos estamos refiriendo, reunía a escritores, pintores, artistas de teatro y cuanto ser humano, dice, que tuviera alguna comezón.

Como en uno de los departamentos internos del edificio estaba afincado Manuel Rañó, un impresor gallego que había ya incursionado en la impresión de pequeños libros, la vecindad se tornó luego en tarea común, y cuando en 1922, Francisco Munner inició la publicación del pensamiento universal, como él gustó en llamar a su colección de “Las Grandes Obras”, su impresor fue Rañó. Los libros, en general pequeños fascículos, se vendieron de a miles y fueron el germen de la futura serie “Los Pensadores”, que desde el mismo lugar comenzaría a editar más tarde Antonio Zamora. Para los años cincuenta, cuenta Silvestre Otazú en sus crónicas volcadas en el libro Boedo también tiene su historia, Munner regresaba al barrio luego de haber intentado otra aventura, abriendo una librería en la avenida Corrientes.

El último librero con mayúscula que tuvo Boedo fue Isidoro Blaisten o Blaistein, como figuró en su primer libro, el poemario Sucedió en la lluvia que vio la luz en 1956. No conociendo la verdadera historia del apellido, me inclino a creer que en el camino del éxito el autor de Dublín al Sur perdió la segunda i, quizás pensando que con una ya era bastante. De todas formas, el escritor fue valorado por la Academia Argentina de Letras que en septiembre de 2002 lo honró con el sillón José Hernández, a la que ingresó como Isidoro Blaisten. Lo importante para Boedo, que celebró como propio el acontecimiento, es que en las invisibles alforjas de su alma, y también de su corazón, el escritor llevaba consigo tres de los cuentos que más trascendencia le otorgaron. Aquél ya mítico Dublín al Sur, publicado en 1978 y los más recientes Carroza y Reina y Cerrado por Melancolía todos con la marca en el orillo señalando el origen boedense del producto. En el borrador de los cuadernos Gloria sobre los que escribía en su librería de San Juan y Boedo estaban los textos de su posterior Anticonferencias.

Cerrado por Melancolía es, precisamente, la crónica de vida y muerte, incluída su partida de defunción, de la librería que allá por los ’80 Blaisten abrió, casi para sus amigos, en un pequeño y humilde localcito de dos metros veinte por uno ochenta, situado en el subsuelo de la galería ubicada en San Juan y Boedo. Los siete años que duró su establecimiento, como él lo llamó, le sirvieron para adentrarse aún más en el espíritu del barrio, al que ya había tenido presente en Dublín al Sur, cuando bautizó el puente levadizo Nº 2 de acceso al castillo de Esteban Dedales, con el nombre de la esquina inmortalizada por Homero Manzi. El escritor-librero cita a quienes solían visitarlo en su “establecimiento”; nosotros lo haremos con unos pocos de la larga lista: Ulises Petit de Murat, Juan José Ceselli, Abelardo Castillo, Aída Carballo, Alfredo Moffat, Atilio Castelpoggi, Manuela Fingueret, Orlando Barone, Rubén Derlis y muchos más. Y de ese tiempo nos quedaron para siempre dos cuentos que dieron nombre a sendos libros: Cerrado por Melancolía y Carroza y Reina. Este último tiene para nosotros, los boedenses activos, una connotación especial, pues su personaje, retratado con calidez y humanidad es Gonzalito, representación literaria del auténtico Héctor González, nuestro amigo ya desaparecido, que llenó con su presencia y su labor muchos capítulos de ese libro que nunca tendrá fin: el libro grande de Boedo.

 

Información adicional

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2003 /

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