Esta es la historia de las aventuras y desventuras de la joven Mary Clark, embarcada con otras sesenta y cinco convictas en la fragata “Lady Shore”, desterradas hacia Australia y a las que el destino desembarcó en el Buenos Aires de 1797…
Londres. Tarde de otoño de 1795. Una muchacha de unos veinte años, buena moza pero algo desaliñada, entra en la poblada tienda de Thomas Gilson. Pide ver unos vestidos y aquel género estampado, y ese y éste. Toca, revuelve, mira, duda, conversa con el empleado. Finalmente, decide comprar dos vestidos por tres libras, y paga con un cheque de diez. El empleado llama al patrón para que le dé cambio y éste, por lo bajo, le advierte que tenga cuidado, ha visto antes a esa mujer en actitudes sospechosas. La compradora recibe el vuelto y se va.
Al doblar la esquina, Mary Clark saca el rollo de tela que ha escondido bajo las ropas amplias, y corre, corre calle arriba, escaleras abajo, dobla una y otra vez. Llega con el último aliento a una puerta de mala muerte, donde tiene su propia humilde mercería con ventana a la calle y un cuarto vivienda al fondo.
Allí la ubicará, después de varios días, el tozudo tendero y la policía, y en un baño, que comparte con otro pensionista, encontrarán las telas robadas. La muchacha rogará a Gilson que no la denuncie y le ofrecerá pagar el precio de las piezas, el hombre contestará que debe cumplir con su deber cívico. Será juzgada por tres robos y declarada culpable de uno solo. Pero, en la Inglaterra de la revolución industrial, el hurto de unos metros de género estampado se castiga con pena de muerte. Mientras espera la horca, alguien se apiada de ella, y le reduce la condena a siete años de destierro en Australia.
De Mary Clark a doña Clara
En mayo de 1797, Mary Clark es embarcada, junto con otras 65 desterradas, en la fragata Lady Shore, al mando del capitán Willcock, con destino New South Wales. Algunas convictas viajan con sus maridos, pero no Mary, casada con un marino mercante que prefiere seguir su propia ruta.
El buque es una suerte de torre de Babel. La tripulación se compone de marineros ingleses, escoceses e irlandeses reclutados a la fuerza, y lleva una guardia formada por docenas de prisioneros de guerra franceses y alemanes, más algunos españoles y norteamericanos. Salvo los oficiales, nadie navega a gusto en la Lady Shore. En la sórdida bodega, abarrotada de cuerpos y bultos, espesa de humedades y mareos, Mary vengará el desamor del marido tomando un amante francés.
Viven horas de tempestades y de calma, el barco hace escala para abastecerse en una isla, pero las convictas son prisioneras y no podrán caminar por la arena. Van corriendo los días y las semanas, el único bullicio alegre ha sido aquel de la ceremonia de Neptuno, cuando cruzan el trópico y el Ecuador. Por lo demás, el capitán mantiene el orden a los azotes y las convictas pasan largas noches curando espaldas heridas. Se maldice en todas las lenguas y hay conciliábulos secretos entre los franceses.
La revolución estalla a la altura de las costas brasileñas, en las aguas calmas de la noche del 31 de julio de 1797. La encabeza el galo Jean Baptiste Prevot, que en nombre de la República Francesa, mata al capitán, y dicen que Lochart, el amante de Mary, es quien decapita al primer oficial. Los amotinados apiñan al resto de los oficiales en un bote, junto con un grupo de mujeres y niños, y los abandonan a la deriva, cerca de Río de Janeiro.
Las convictas no han participado del motín, pero seguramente comparten la algarabía general.
La Lady Shore cambia de bandera y tuerce el rumbo, enfilando la proa hacia Montevideo. Llega a ese puerto el 7 de agosto y, por supuesto, la fiesta se acabó, porque a pesar de las explicaciones inexplicables, todos son apresados y se inicia un sumario donde los testigos acusan a un grupo de franceses y a seis jóvenes británicos.
Las mujeres son repartidas entre las casas de familia (sólo las más lindas, dicen los memoriosos), y luego, todos, enviados a Buenos Aires. Todos salvo algunos, porque el cabecilla Prevot será retornado a Londres, juzgado y ahorcado, él sí, sin piedad que valga.
Así es como Mary Clark llega al Río de la Plata.
Buenos Aires es la capital de un extenso virreinato, pero no una gran ciudad sino una aldea de unos 40.000 habitantes, sobre una barranca a la vera del río, con unas pocas calles angostas que recién comenzaban a empedrarse. Un puerto sin muelle, una larga playa, algunas torres altas que sobresalen en el caserío chato alrededor de la bulliciosa plaza Mayor. En el Fuerte gobierna un virrey, Antonio Olaguer y Feliú, secundado por pomposos funcionarios reales que rezan por un mejor destino en Perú o en Méjico. Los porteños, pendientes del movimiento del puerto, son extremadamente amables, especialmente con los extranjeros.
Las convictas han quedado ancladas en una ciudad que no se parece ni a la gran metrópoli de Londres ni a la soledad de New South Wales, pero pocos sitios superan a Buenos Aires en materia de hospitalidad.
Algunos de los varones también se establecerán en la ciudad, y aquí se casarán; otros serán enviados a pueblos de frontera, y un grupo se embarcará en 1804 de regreso a su patria.
La ladrona de telas pasa un tiempo en la cárcel de mujeres y luego es recogida como criada en casa de don Felipe Illescas. Así comienza el nuevo siglo, y pronto se liberará convirtiéndose al catolicismo para casarse con el zapatero asturiano Rosendo del Campo. Quizá haya sido el zapatero, o alguno de sus clientes, quien transformó a Mary Clark en María Clara, y luego, simplemente, en doña Clara. Poco sabemos de sus compañeras, salvo que Jane Grigg, otra ladrona, se juntó con un tal James Jackson, marino mercante, con quien tuvo dos hijos, y que Elizabeth Hill se casó con el herrero Alexander Williams.
Las Invasiones Inglesas
La vida porteña transcurre monótona y gris hasta el 27 de junio de 1806. En la tarde de aquel día, nuestros exilados británicos vieron llegar, por la calle de San Francisco (Defensa), a una larga fila de compatriotas, marchando al compás de sus gaitas y tambores, para tomar la plaza mayor del Virreinato. La nostalgia de la patria perdida pudo más que el rencor del destierro: ¿Cómo no soñar el sueño de la Buenos Aires propia? Uno de los oficiales del ejército invasor, el mayor Alexander Gillespie contará más tarde: “No había cerrado la noche cuando se nos acercaron algunos paisanos nuestros, sobre cuyas historias individuales se cernía mucha oscuridad. Algunos, según se nos dijo, habían sido sobrecargos o consignatarios, que abusaron de la confianza en ellos depositada, haciéndose así eternos desterrados de su país y de sus amigos, mientras otros, se componían de ambos sexos, que, por una violación de nuestras leyes, habían sido desterrados de su protección, y cuyos crímenes, en parte de ellos, habían sido todavía más oscurecidos en su tinte, como perpetradores de asesinato. Estos eran algunos culpables del delito de Jane Shore, que se habían naturalizado por su religión, el preliminar más esencial en este continente, para la seguridad y prosperidad personal. Como en nuestras circunstancias no podíamos distinguir sus sombras de culpabilidad, solamente puedo hablar de ellos como de un cuerpo de infortunados y, al proceder así, me regocijo que la verdad me autorice a vindicesa lista, exceptuando una sola mujer disoluta, fueron colocados en empleos decentes y se condujeron bien y todos compitieron en buenos oficios para nosotros. Los servicios parciales de algunos pocos para nuestros desamparados soldados, mientras estuvieron prisioneros, expiaron muchos grandes pecados…”. ¿Quién sería aquella mujer disoluta, y quiénes los pocos que luego expiaron sus pecados?
Vale la pena hacer un paréntesis para contar que, en la primera noche de la invasión, algunos oficiales británicos comieron y durmieron en la posada de los Tres Reyes, el único hotel decente de la ciudad (que hoy no merecería más de dos estrellas). La casa, de dos plantas, techo de tejas y piso de ladrillos, con fonda a la calle, unas quince habitaciones y varias salas rodeando dos patios, estaba sobre la hoy 25 de Mayo, entre Perón y Bartolomé Mitre. La regenteaba el italiano Juan Bonfillo, y en la fonda atendía una moza brava, que según cuenta el mismo Gillespie, se paró frente a sus compatriotas varones –que comían en la fonda a la par de los ingleses– y les espetó: “Desearía, caballeros, que nos hubiesen informado más pronto de sus cobardes intenciones de rendir Buenos Aires, pués apostaría mi vida que, de haberlo sabido, las mujeres nos habríamos levantado unánimemente y rechazado los ingleses a pedradas! ”, dicho lo cual, siguió atendiendo amablemente a los británicos.
Sabemos cómo terminó la aventura de Beresford, el 12 de agosto de 1806, con los soldados marchando con la cabeza gacha y los uniformes rasgados, cruzando la Recova para entregar las armas frente a los portales del Cabildo, ante una plebe enardecida. Al relatar la rendición, Gillespie vuelve a referirse a nuestras ex convictas: “La palabra de aquella desdichada mujer desterrada por el delito de Jane Shore, que antes se ha mencionado, dio a conocer un arrebato de orgullo patriótico al contemplar la vista humillante ‘Miren, miren, mis valientes muchachos, a qué cuadrilla de cobardes andrajosos se han entregado’”. Y después cuenta que mientras los soldados estuvieron encerrados en la prisión de la ciudad, con escaso alimento, varias criollas caritativas y algunas de sus “compatriotas desterradas desempeñaron papeles distinguidos. Dos mujeres, que antes habían sido criminales, pero que ahora eran casadas, daban diariamente ejemplos de estas virtudes” a sus soldados confinados en la Residencia. Todas las mañanas “los visitaban con dinero, ropa y provisiones que habían juntado el día anterior de los bien dispuestos…”.
No sabemos si Mary Clark fue la “mujer disoluta” o una de las dos ex criminales casadas, pero nos inclinados por esta última opción, porque sí sabemos que actuó como enfermera de sus compatriotas, y que para 1807 ya estaba casada con del Campo.
Sea como fuere, la joven ladrona se fue convirtiendo en una matrona respetable. Rosendo del Campo murió poco después, dejándole cuatro esclavos y su tienda de zapatos. Con esta pequeña fortuna instaló una posada en la calle 25 de Mayo, casi frente de la de los Tres Reyes. La casa, con azotea y magnífica vista al río, era propiedad de Juana de Prieto y Pulido, dueña también de la fonda de Bonfillo. Ya volveremos a Juana Francisca, una criolla tan pintoresca como la inglesa.
Hada bienhechora
Las invasiones inglesas fracasaron pero ya nada sería igual en el Río de la Plata. En primer lugar, los criollos descubrieron que podían defenderse solos, sin ayuda de la Madre Patria. Por otro lado, la propaganda británica de libertad y comercio libre logró sacudir la impaciencia de los jóvenes criollos, que iniciaron su camino de emancipación. Y, a su vez, los cargamentos de mercancías de todos los gustos y colores con que los comerciantes ingleses inundaron la plaza de Montevideo, desde febrero a septiembre de 1807, lograron infiltrarse en Buenos Aires para abrir el apetito de los porteños. Por aquel tiempo, la posada de Doña Clara comenzó a alojar a mercaderes ingleses.
A fines de 1809, un grupo de estos comerciantes, unidos en su lucha para no ser expulsados por el virrey Cisneros (quien pretendía cumplir con las estrictas leyes de Indias que prohibían a los extranjeros residir en las colonias españolas), organizaron un Comité de Comerciantes Británicos que, luego de la Revolución de Mayo, fundó la British Commercial Rooms, conocida como Sala Comercial Británica. Era una suerte de cámara de comercio y club de mercaderes de ultramar, que tendría una enorme influencia en el puerto de Buenos Aires durante dos décadas.
¿Dónde se fundó y funcionó esta primera institución británica? Pues en la azotea de la casa de Doña Clara. Allí se armaban los negocios, y se contaba con varios catalejos para observar la llegada de los barcos mercantes y recibir las noticias transmitidas desde ellos por medio de banderas. Allí también se reunían los capitanes de los buques, que tenían libre ingreso a la sala, al igual que los comodoros de los buques de guerra. Sus socios tenían acceso a una biblioteca, fundada en 1815, que llegó a tener unos 600 volúmenes, además de mapas y periódicos nacionales y extranjeros que traían los buques.
Y aquí empieza la leyenda. Mary Clark se había civilizado, pero no tanto. Era una mujer buena y generosa, pero ruda y mal hablada. Y, probablemente, cuando los comerciantes recién llegados preguntaban a los residentes, entre whisky y whisky, quién era esta curiosa mujer, alguien –o ella misma– comenzó a hilvanar una mentira que se hizo “verdad” entre los extranjeros: Doña Clara, sentenciada por un crimen atroz, fue cargada en el Lady Shore, aprovechó su belleza para hacerse amante del capitán, y una noche lo mató a sangre fría, en complicidad con otras convictas.
Por eso, en 1823, el encargado de negocios norteamericano John Murray Forbes la describió a su gobierno como “delincuente británica convicta, que encabezó un motín y que se dice, ayudó con sus propias manos a ultimar al capitán y trajo luego el barco aquí, donde vive desde entonces, siendo propietaria de una hostería con la que ha hecho una fortuna”. Sus detractores decían, además, que era informante de distintos políticos.
Pero, en su posada, Doña Clara también adquirió fama de bondadosa y hospitalaria. Los hermanos John y William Parish Robertson, que fueron sus amigos, contarían más tarde que era un personaje muy popular “por su carácter vivaz, por su bondad y el espíritu hospitalario que demostraba, sobre todo para los extranjeros”.
Hacia 1810, poco antes o después, Mary se había vuelto a casar, esta vez con el marino norteamericano Thomas Taylor, un aventurero que, según los hermanos Robertson, “se casó con el dinero de la señora Clarke”, pero que debe haber sido bastante bien considerado porque después que murió, en 1822, el Argos de Buenos Aires lo menciona como el “sargento mayor D. Tomás Tailor, que tanto se distinguió en el servicio de nuestra marina…”. Y esto de la fortuna parece haber sido cierto, porque en un testamento que otorgó en 1819, estando gravemente enferma, dijo tener en Londres 4231 libras (una suma importante para la época), además de una cantidad de alhajas y dos esclavos, el negro Francisco y el mulato Eugenio. En el mismo documento nombró como albaceas a George Frederick Dickson y George Dickson, representantes de una de las casas comerciales más importantes de Buenos Aires, y les encomendó la manutención de una chiquita que protegía, Juanita Grigg (o Jackson), hija de su amiga Jane Grigg. Tiempo después, adoptó a la niña con el nombre de Francisca Clara Taylor, y, más tarde, la desheredó por ingratitud.
En 1820 llegó a Buenos Aires un comerciante que poco después sería designado secretario gerente de la Sala Comercial Británica: Thomas George Love, londinense medio socialista, muy romántico, de gran sentido del humor y extremadamente culto. Vivió en la posada de doña Clara durante ocho años, y con ella se mudó, en 1822, a una casa de Cornelio Saavedra en la misma calle 25 de Mayo, y, en 1824, a otra propiedad de 25 de Mayo 47 (antigua numeración), donde ambos convivieron con la Sala Comercial hasta 1829. Love, que tenía gran cariño por esta mujer, a quien llamaba “el hada bienhechora del lugar”, escribió en su casa su célebre libro Cinco Años en Buenos Ayres por Un Inglés (1825), y allí fundó, en 1826, el no menos célebre periódico The British Packet and Argentine News.
En 1822, vivía con ellos la propietaria de la casa, Juana Francisca de Prieto y Pulido, que, además, era dueña de otras en la misma calle (incluyendo, como dijimos, la fonda de los Tres Reyes). Juana Francisca, hija única de un rico abogado, era también una mujer de armas llevar. La habían casado con un escribano sin fortuna, con quien tuvo dos hijos varones, y que, en 1809, la encerró en la Casa de Santos Ejercicios por pródiga y estafadora. Al llegar la Revolución de Mayo, Juana creyó que ella también podía pedir libertad, pero el marido se negó, acusándola de las más curiosas lindezas. No podemos resistir la tentación de transcribir la acusación del marido que pinta, como pocos documentos, el “pueblo chico” que fue Buenos Aires.
El escribano, parece que harto de ser humillado, escribe en 1810 a los jueces: “Que mi mujer es una estafadora del público es hecho positivo, y tan notorio que apenas habrá un tendero, negociante, menestral, y aun vecino en Buenos Aires que lo ignore (…) Ella ha vendido todo el ajuar, y o menaje preciso de mi casa, muebles, cortinas, cubiertos de plata, lozas, vidrios, y hasta el tren de cocina: en término que no ha dejado en que sentarnos ni en que componer la cocina, a pesar de la abundancia prodigiosa que siempre hubo en ella de todas estas especies. Ella ha consumido las alhajas costosas, ropas y esclavos que dejó a mis hijos su abuela, sin haber aun perdonado siquiera unos candelabros de plata y otros utensilios que asimismo dejó para el culto y adorno de una imagen dolorosa que se venera en la iglesia de recoletos… Todo, todo lo ha vendido, y consumido, pues siendo todo su fin y anhelo agarrar dinero para gastarlo (sin que haiga yo indagar ciertamente el destino que le da, pues en casa o en sus usos nada se ha repuesto) no ha reparado ni en el precio en que lo vende, ni en la carencia, y falta que nos hace…”.
Y así sigue relatando las extrañas ventas de ropas, alhajas, menajes, terrenos, libros o esclavos. “… Ni la casa en que vivo se ha libertado de ser acertada con los tiros de su desenfrenada ambición de dinero (…) Fueron escandalosos los acaecimientos con mi mujer en tiempo que era virrey el Sr. Del Pino (…) que llega el caso de hacer fuga de mi casa, y armar tramoyas, que me pusieron en un estado de precipitarme si no me hubiera armado de tolerancia y paciencia, si bien que todo hombre sensato acusaba mi indolencia, al paso que aplaudía mi sufrimiento. Aún hay más: llego también ya el caso de atentar contra mi vida, buscando arbitrios para robarme, y darme medicamentos para adormecerme a fin de hacer ella lo que quisiese, y encargando al efecto llaves maestras, que fue lo que últimamente me obligó a dirigir mi instancia contra ella…”.
Así se logró mantener recluida a la mujer varios años más, y recién fue liberada después de la muerte del marido ofendido. Fue entonces que se fue a vivir a una de sus casas de la calle 25 de Mayo, alquilada a su amiga doña Clara, quien, seguramente, supo protegerla de las malas lenguas.
Inglesa, delincuente y rosista
El año 1829 sería fundamental para Buenos Aires y sus habitantes. Recordemos que en diciembre de 1828 un grupo de unitarios, encabezados por el general Juan Lavalle, derrocaron al legítimo gobernador, Manuel Dorrego, y lo fusilaron en Navarro. Sobrevino, entonces, la guerra civil que duró casi un año, durante el cual la ciudad de Buenos Aires estuvo sitiada por la montonera, se obligó a los civiles a tomar armas, los tenderos y comerciantes se empobrecieron y hubo una serie de quiebras, algunos periódicos (como el British Packet) fueron temporariamente clausurados, y, en fin, todo fue caótico hasta que Juan Manuel de Rosas asumió el poder. Los residentes extranjeros que fueron testigos de aquellos días vieron en Rosas a un salvador, el hombre que venía a poner orden. Tanto Thomas George Love como doña Clara fueron desde entonces fervorosos defensores del “Ilustre Restaurador de las Leyes”, cada uno a su modo: el periodista de manera razonada y razonable, y ella, por supuesto, en forma exaltada.
Esta es la Mary Clark, de 58 años, acriollada y apasionada, que conoció el joven Charles Darwin a fines de 1832: “Junto con el capitán Fitzroy visitamos a doña Clara o Mrs. Clarke. La historia de esta mujer es extraordinaria. Alguna vez fue muy hermosa. Embarcada por un crimen atroz, convivía a bordo con el capitán. Poco antes de llegar a la latitud de Buenos Aires, conspiró con otras mujeres convictas para asesinar a todos a bordo, salvo unos pocos marineros. Mató al capitán con sus propias manos y con la ayuda de algunos marineros condujo el barco hasta Buenos Aires. Aquí se casó con una persona de gran fortuna a quien heredó. Tan extraordinaria fue su labor como enfermera de nuestros soldados, después de nuestra desastrosa tentativa para ocupar esta ciudad, que todo el mundo parece haber olvidado sus fechorías. Hoy es una mujer vieja y decrépita, con un rostro masculino y evidentemente todavía con una disposición feroz. Son sus expresiones más comunes: ‘Yo los colgaría a todos juntos, señor’, ‘Lo mataría, señor’. Para ofensas más pequeñas: ‘Les cortaría los dedos’. Tiene esta digna anciana todo el tipo de hacer estas cosas, más que de amenazarlas”. Lo que no sabía el correcto inglés Darwin es que la gran Inglaterra había condenado a esta mujer a la horca por la pequeña ofensa de haberse robado unos metros de tela (de tal palo, tal astilla).
Claro, su tipo físico y sus modales entonaban perfectamente con el lenguaje y los procedimientos del rosismo. Por eso fue tan popular, y verdaderamente querida, en los círculos más íntimos del Dictador.
Cuando Darwin la conoció, ya se había desligado de la Sala Comercial y de Love, y vivía en una casa propia, chiquita pero elegante, que se había hecho construir sobre la misma 25 de Mayo, mirando al Oeste, pero hacia el Retiro, cerca de la iglesia de Santa Catalina. Ya no tenía posada ni huéspedes, pues desde 1823 el hotel preferido por los británicos era el de Faunch, que en un principio estuvo en Rivadavia y 25 de Mayo, y luego sobre San Martín, frente a la Catedral. Pero, como vemos, Mary Clark –o Clara Taylor– no había pasado de moda, pues recibía a cuanto visitante británico llegara a Buenos Aires. Su casa parece haber sido una parada obligatoria en el tradicional tour de la ciudad.
Por aquella época, se hizo muy religiosa. Sus mejores amigas eran las monjas Catalinas, y no era extraño encontrarse en su casa con el cura músico José Antonio Picasarri o el reverendo Felipe de Elortondo y Palacio, director de la Biblioteca Nacional y uno de los sacerdotes más prestigiosos e influyentes de su tiempo. Y así como había adoptado el nombre Clara, también adoptó su santo. Cada 12 de agosto, día de Santa Clara, sus fans la despertaban con una serenata, y ella convidaba a sus amigos con una comida. En 1838, el British Packet informó que “En el día de Santa Clara, doña Clara Taylor ofreció una selecta recepción y fiesta en su casa de la calle 25 de Mayo. Entre los concurrentes, estaba doña Manuelita, hija de Su Excelencia el Gobernador, su tía doña Josefa, el Rvdo. José A. Picazarri, el Comandante Maza de la Artillería de Marina y don Juan P. Esnaola. La banda del cuerpo mencionado se encontraba ubicada cerca del comedor y se ejecutó música durante la comida. Después de que el servicio fue retirado, se bailaron minuets y todos los comensales quedaron encantados con las atenciones y hospitalidad de la digna anfitriona”. Al año siguiente, en agosto 1839, la velada incluyó, además de a Josefa Ezcurra y Picasarri, al embajador inglés, John Henry Mandeville, y al capitán Thomas Herbert, de la escuadrilla naval británica en el Plata.
Mary Thompson Clark del Campo Taylor, o simplemente doña Clara, murió en Buenos Aires a fines de julio de 1844 en su casa de 25 de Mayo, rodeada de monjas, curas y damas encumbradas. Fue enterrada en la Recoleta acompañada de ocho clérigos en dos carruajes, pero sus funerales se celebraron el 3 de agosto en la Catedral. Thomas George Love informó en su periódico: “Mrs. Mary Clark (doña Clara) cuyo deceso informamos la semana pasada, era nativa de Londres. Las honras fúnebres por el descanso de su alma se celebraron en la Catedral el sábado pasado, y las invitaciones para la ceremonia fueron cursadas en nombre de sus albaceas, doña María Josefa Ezcurra y el reverendo Felipe de Elortondo y Palacio. La concurrencia fue numerosa, en especial de miembros del clero. Desde 1822, la difunta disfrutaba de 200 libras anuales, un seguro de vida de la Royal Exchange Assurances Office de Londres, que, por supuesto, muere con ella. Entendemos que su residencia de la calle 25 de Mayo será vendida; deja varios legados, incluyendo uno al convento de Santa Catalina, con cuyas internas tenía relaciones de íntima amistad. Sus obras de caridad eran vastas, especialmente en tiempos pasados cuando contaba con más medios. Hemos sido testigos de estos actos, habiendo residido en su casa durante más de ocho años ”.
En su último testamento, ordenó a sus albaceas perdonar deudas y repartir sus bienes (casa, muebles y depósitos en la financiera Dickson) entre sus criados, protegidos, los pobres de su barrio, los hospitales y distintas instituciones católicas como los conventos de Capuchinas y Catalinas, la Casa de Santos Ejercicios, la orden tercera de Santo Domingo, la hermandad de los Dolores de la Catedral y la de Santa María del Socorro. Única y universal heredera fue su alma “para que todo se invierta en sufragios por ella”.
Así fue como Mary Clark, la vulgar ladrona condenada a la horca en Londres por robar unos metros de tela, fue enterrada en la Buenos Aires de Rosas como Doña Clara Thompson y Taylor, una venerable dama casi patricia.
Información adicional
Año VII – N° 33 – octubre de 2005
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: PERSONALIDADES, Vecinos y personajes, Biografías, Historia
Palabras claves: Río de la Plata, aventura, Londres, invasión, ingleses, británica
Año de referencia del artículo: 1800
Historias de la Ciudad – Año VI Nro 33