Una trayectoria de más de 195 años
El seguimiento de una trayectoria operística, como la que tiene Buenos Aires, supone siempre la presencia de hitos, de acontecimientos que han gravitado en esa continuidad que felizmente la han convertido en la ciudad sudamericana más activa en el terreno de la ópera. ¿Y cómo se generó este proceso? ¿Cuáles fueron los diferentes pasos para llegar a la situación actual, en la cual el Teatro Colón se presenta como heredero de un proceso sin duda continuo y constantemente creciente?
Buena es la ocasión que presentan los 155 años de la primera representación de una ópera completa en la ciudad de Buenos Aires para advertir los hitos, los grandes momentos y los hechos determinantes de esta fuerte raíz y entronque con el arte lírico que se generó en el ámbito rioplatense, y en nuestro medio capitalino.
Con el nacimiento de la patria, tras las jornadas de la Independencia, comienza a gestarse en el ámbito cultural porteño un paulatino fluir de corrientes y expresiones. La ópera no queda marginada de esta posibilidad y llega en forma parcializada, mediante fragmentos, oberturas, arias, concretándose incipientes intentos de asentamiento, en espectáculos de limitada concurrencia en el ámbito de la sociedad porteña.
Es fundamental la influencia de la “Camerata Fiorentina”, donde nació la ópera como género y desde donde se expandió por el nuevo continente, apareciendo así América bajo la radiación que produjo un apasionante y nuevo género del espectáculo para estas tierras.
Todo ese entusiasmo se vería cristalizado en septiembre de 1825, cuando el día 27, subió a escena “El barbero de Sevilla” de Rossini, en el Coliseo Provisional, teatro que en un primero momento —hasta 1812— se consideraba, como su nombre lo dice, con un carácter provisorio, y que, con el el transcurso de los años adquirió otra denominación: la de Teatro Argentino.
Este edificio, pese a su precariedad, marcó el rumbo en la trayectoria de la ópera en nuestro medio. Como lo he consignado en “El arte lírico en la Argentina”, se trataba de una “sala de modesta arquitectura, en la que debe advertirse la importancia del aspecto histórico, puesto que fue el teatro de los hombres de Mayo, de los forjadores de la argentinidad”.1
En efecto, este precario edificio consistía en un volumen arquitectónico simplísimo, con un techo a dos aguas de escasa volumetría y otro cuerpo trasero, cobijando el escenario, también rematado con un tejado a doble vertiente.
Su ubicación en la ciudad, en la esquina de Reconquista y Perón, lo hacía accesible por las cortas distancias de la “Gran Aldea”. El director Santiago Massoni, al frente de 28 músicos, fue el responsable de aquella función inaugural y los cantantes Pablo Rosquellas, (figura principal que daba su nombre además a la compañía), Angelita Tanni y Michele Vaccani, interpretaban los personajes de Almaviva, Rosina y Fígaro, respectivamente, de la célebre partitura rossiniana.
Mucho entusiasmo y mucha elocuencia hubo en los conceptos de la prensa de entonces sobre la ópera y sobre los intérpretes. Con respecto a Rossini, el creador del inmortal “Barbiere…”, no se escatimaron los elogios: “Esta obra, por sí sola, es capaz de fundar la reputación de su ilustre autor”, se lee en “Argos” en edición fechada el 12 de diciembre de 1825.
También se elogia la versión ofrecida: “Su ejecución, honrando nuestra escena, no ha dejado que desear a los aficionados”. Los cantantes también merecieron aplausos en aquellas columnas periodísticas. Se habló entonces de “talentos superiores” y, en cuanto a la soprano Angelita Tanni, se advirtieron progresos “tanto en la parte del canto como en la acción teatral”, completando el concepto al decir que “brilla al lado de sus maestros”.
La función fue, como el lector habrá advertido, un hito para nuestro medio. Sumamente auspiciosa además para un comienzo de actividades operísticas en este medio sudamericano. La compañía de Rosquellas volvió al año siguiente —1826— para reanudar con “La cenerentola” de Rossini su contacto con el público porteño, que seguía creciendo en experiencias, siempre rossinianas en estos primeros tiempos. Y si bien con “L’inganno felice”, una farsa cómica del compositor pesarés —el llamado “Cisne de Pesaro”— no consiguió el mismo éxito, a poco volvieron a representarse en una verdadera seguidilla otras óperas de Gioachino Rossini, como “La italiana en Argel”, su “Otello”, “Armida e Rinaldo”, “Tancredi”, “La gazza ladra” (la hurraca ladrona) y “Aureliano en Palmira”. El resto de aquellas representaciones pioneras no interesaba de idéntica manera, y títulos líricos como “Romeo y Julieta” de Zingarelli, y hasta una “Vestale” de Puccitta, pasaron sin pena ni gloria para nuestro público, así como tampoco perduraron los nombres de los autores. El interés destinado a Rossini se extendió también a Mozart cuando se produjo el estreno local de “Don Giovanni” en la temporada de 1827.
Quedó abierta, de esta manera, una brecha definitiva en la trayectoria y asentamiento de la lírica en nuestro suelo, echándose las bases para formar este género musical que fue determinando el concepto de tradición y que llevaría implícita la superación y perfeccionamiento de las salas teatrales, hacia una arquitectura más desarrollada y avanzada.
Del antiguo Coliseo, que había sido inaugurado en 1804, sin duda modesto y deficiente, aunque funcionalmente útil para sus fines específicos en la Gran Aldea, se pasó al Teatro de la Victoria, proyectado por el arquitecto José Santos Sartorio, en la época de Rosas, que fuera inaugurado el 24 de mayo de 1838. Su arquitectura significó una superación de la anterior aunque no totalmente emancipada de un modelo todavía precario.
De ahí se pasó, en un avance permanente de nuestra edilicia teatral porteña, al avanzado proyecto del ingeniero Carlos Pellegrini —padre del homónimo presidente argentino— que puede ser considerado como una obra emblemática para nuestra ciudad, dado que se trató del primer edificio en nuestro medio con estructura metálica para el techo. Un teatro importante en dimensiones y en su resolución arquitectural que también tuvo que ver con estrenos y presentaciones de jerarquía, como la función inaugural misma, cuando el 25 de abril de 1857 cantaron “La Traviata” de Verdi la soprano Sofía Vera Lorini y el afamado tenor italiano —de apellido nada itálico en su caso— Enrico Tamberlick, el tenor del do de pecho, favorito del mismísimo Verdi y cuya llegada a nuestro estuario significó un gran emprendimiento y esfuerzo económico.
Si la labor del viejo Colón, situado en aquel solar bautizado como “hueco de las ánimas” frente a la Plaza de Mayo, predio que ocupa hoy la casa central del Banco de la Nación Argentina significó un aporte inestimable al historial lírico porteño, la apertura del Teatro de la Ópera sobre la calle Corrientes (angosta entonces) en 1872, creó otro polo de atracción para la lírica en Buenos Aires.
Así se produjo una labor conjunta entre ambos teatros (el antiguo Colón y la Ópera) con ocasionales funciones del Argentino todavía existente por aquellos años decimonónicos. La incorporación del Politeama (en Corrientes 1490, casi Paraná), demolido hace más de cuarenta años y la presencia de teatros menores, ya desaparecidos, como el Nacional de la calle Florida 146, el San Martín, de Esmeralda 247, el lamentablemente desaparecido Odeón, sobre la calle Esmeralda 367, casi Corrientes (demolido hace pocos años) y hasta el modesto pero recordado Marconi de Rivadavia 2330 (donde estaba antes el Teatro Doria), fueron configurando escenarios líricos proveedores de un movimiento amplio, variado, estratificado en categorías también, en términos de calidad artística y de público, en una Buenos Aires que se convertía en la principal ciudad latinoamericana del arte lírico.
Finalmente el Coliseo Argentino, abierto como circo en 1905 y convertido dos años más tarde, a partir de una “Tosca” de Puccini, en una nueva sala de la lírica porteña (teatro que sigue funcionando hoy, totalmente modificado y transformado en sala de conciertos), abre el espectro definitivo para la llegada, el 25 de mayo de 1908, del Teatro Colón actual (el Nuevo Colón, como entonces se decía, ya que heredó el nombre de su antecesor), cuya excepcional arquitectura, que demandó casi dos decenios de construcción, bajo el desarrollo de tres excelentes profesionales de la arquitectura sucesivamente, los arquitectos Tamburini, Meano y Dormal, lo ubica entre los teatros líricos más relevantes del mundo, tanto por sus condiciones estéticas como por su proverbialmente excepcional acústica.
Pero este es tema para otra nota y otra oportunidad, dado que el Colón encierra, en más de noventa y dos años de vida, una parte fundamental de nuestro historial, siendo la vidriera porteña del siglo XX, tanto en el movimiento nacional como internacional. Sobre esto volveremos.
1.- Echavarría, Néstor, “El arte lírico en la Argentina”, Buenos Aires, 1979.
El arq. Néstor Echavarría es profesor universitario, crítico musical, investigador e historiador del arte. Es autor de varios libros, como “Historia de los teatros líricos del mundo”, presentado recientemente en el Salón Dorado de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Es fundador y actual presidente de la Junta de Estudios Históricos del Retiro.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año II – N° 7 – Diciembre de 2000
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Edificios destacados, En obra / construcción, VIDA SOCIAL, Arte, Teatro,
Palabras claves: opera, colon,
Año de referencia del artículo: 1825
Historias de la Ciudad. Año 2 Nro7