El campito, la cancha del barrio, un espacio mayor sin construir delimitado por las calles, Boquerón, Carhué, Peribebuy y Cosquín. Sólo una media docena de casas allí edificadas, simples, sencillas, impidió que fuese una manzana abierta completa.
Desde los fondos de mi casa, es decir desde el terreno triangular recostado sobre la calle Carhué –un lote irregular que formaba parte integral de la propiedad y cuyo vértice estaba constituido por un metro de ochava de su esquina con Boquerón-, por encima de la pared a la manera de un mirador, podía observar, con esa visión temprana y curiosa, ese campito situado en diagonal.
Aquel campito, bautizado así de manera innominada, durante mi infancia y primera etapa de adolescencia, fue escenario de una variedad de espectáculos y situaciones que alimentaron la sorpresa, la alegría y el jolgorio que entonces embargaron mi vida de emociones.
Así, por ejemplo estaban los habituales desafíos de fútbol de los días sábados por la mañana, pues el domingo la mayoría de los jugadores lo tenían reservado para el rito de “los fideos de la vieja” y tras los postres ir a la cancha donde había que alentar a “la camiseta de nuestros amores”.
Pero en el campito, los partidos eran otra cosa. Puede decirse “de hacha y tiza” o bien “a cara de perro”. Estaban en juego en estas justas la representación y el honor de los barrios intervinientes.
No había vestuario por lo tanto, cada hinchada improvisaba una barrera visual entornando a sus jugadores que, sentados en el pasto, efectuaban el cambio de ropa. No estaban equipados reglamentariamente. Solo la camiseta era uniforme. El resto, cada cual con lo que podía tener. Incluso el calzado que, a falta de botines, eran buenas las zapatillas azules de básquet “Pampero”. La pelota, sin aire era traída por uno de los equipos, según lo acordado. Con un inflador de bicicleta se la llenaba. Manos expertas la apretaban para indicar cuándo finalizar el operativo. Luego, se retiraba el pico del tubo de la cámara, se lo doblaba y enrollaba con hilo de algodón, se lo tapaba con la lengüeta de cuero y se cerraba el orificio con el enhebrado del tiento. En el campito, en aquellos años pocas veces rodó la “Superball Nº5” sin tiento.
En estas tenidas no podían faltar dos auxiliares, absolutamente necesarios. El que llevaba la valija de madera con el botiquín de primeros auxilios (alcohol, agua oxigenada, vendas, etc.) y el aguatero, aquel que estaba atento a cada jugada y que, junto al de los primeros auxilios, desde un costado y con la bolsa de agua en ristre ,(sí, la misma de goma que servía para calentar las sábanas frías), salía a la carrera para ayudar al caído.
Volviendo al partido, después de escuchar del improvisado árbitro el “aureri” (la versión aporteñada de la expresión inglesa “all ready”) y la respuesta “diez” (por yes) de los atacantes centrales, se ponía en juego la antigua pelota sobre ese terreno más que irregular. Con ella, la picardía, la pierna fuerte y no pocas veces el arbitraje amañado y desequilibrante del juez que, inevitablemente, al intentar inclinar aviesamente la cancha en favor de uno de los equipos (el de su preferencia o seguramente el que había comprado el partido) a veces supieron terminar en grescas fenomenales. Rodear al referee por los perdidosos, pecharlo hasta arrinconarlo contra la pared de alguna de las pocas casas situadas en el campito, lanzamiento de trompadas furtivas contra su cara, provocaban una segunda reacción. Esta vez de los que estaban ganando y que procuraban rescatar al desdichado. Detrás de ellos, las hinchadas alentadoras de ambos bandos, situadas en el perímetro de la cancha, se sumaban al aquelarre futbolero, el cual finalmente terminaba en desbande a la carrera con la llegada de la policía. Voladura o rotura de dientes, algún maxilar quebrado, ojos morados, camisas blancas rasgadas –impecablemente planchada al comienzo del partido- pantalones rotos, eran por lo general el resultado de la tenida.
Pero el campito no fue propiedad exclusiva del fútbol. Un espacio semejante dentro de un barrio casi totalmente habitado, era codiciado por otras actividades trashumantes dedicadas al entretenimiento de la población.
El circo fue uno de ellos y el campito le dio lugar. La memoria me lleva al recuerdo de la llegada del “Gran Circo Norteamericano”, de los hermanos Stevanovich. Fue la carpa más grande instalada en el lugar. Ocupaba más de la mitad del terreno, sin contar los espacios para los carromatos, las jaulas de los animales y los camiones de traslado.
Como una imagen indeleble quedó la caravana integrada por el elefante montado por aquella bella muchacha y dirigido por su domador. Detrás un vetusto camión de caja abierta sobre la cual estaba la jaula con un león rugiente y detrás un payaso en zancos repartiendo volantes y vociferando con una bocina el espectáculo y sus horarios.
¿Qué otra cosa podría uno sentir, como parte del piberío pululante y en constante algazara, cuando llegaba a ocupar ese espacio el entonces gran circo?¿Ver llegar los carromatos de los artistas, la jaula de los leones, el infaltable elefante, así como elevarse la gran carpa, ocupando la mitad del terreno?
Esto último fue un espectáculo aparte. De pronto una mañana, se aproximó al campito un jeep. Bajó de él un hombre robusto de chambergo, campera de cuero y zapatos con gruesas suelas de goma. Resuelto, se dirigió hacia uno de los laterales del terreno y con el pie derecho girándolo contra el piso lo marcó. Cinco pasos atrás un peón con pico alzado se aproximo a la marca y hundió la herramienta. Mientras, el hombretón daba varios pasos y procedía a marcar el suelo nuevamente. Detrás llegaba el peón para hundir nuevamente el pico. Y así dieron un rodeo a la cancha hasta arribar al punto de inicio de manera exacta. Cuando llegó el utilaje, lo primero fue hundir las estacas en esos lugares.
A continuación fue el momento de ubicar los dos mástiles y unir los paños de la gran carpa. Y, por fin, su izamiento. Los vecinos, que se alternaron para observar la tarea, quienes presenciaron el momento definitivo, aplaudieron.
Los espectáculos circenses se sucedieron hasta bien entrado los años ’50, con el arribo de otras carpas y espectáculos más o menos parecido (“Gran Circo Sudafricano”, “Hermanos Harris”) pero que ocupaban espacios un poco más reducidos.
Pero hubo otras actividades beneficiadas con ese espacio. Me refiero a los parques de diversiones itinerantes. Recuerdo que al menos el terreno fue ocupado en dos ocasiones. Y en ambas ocasiones poco le tuvieron que envidiar al desaparecido “Parque Retiro” (donde hoy se erige el Sheraton Hotel y los edificios vidriados edificados detrás, hasta la avenida Córdoba).
En efecto, los entretenimientos no se reducían únicamente a stands para los que quisieran probar fortuna mostrando habilidades y destrezas de precisión. Voltear muñecos de los estantes, pescar botellas con cañas con anillos, tiro al blanco con gomera que, al acertar al centro disparaba la foto instantánea del glorioso momento.
Estos parques llegaron también con grandes juegos mecánicos, tales como el “pulpo”, las “Sillas voladoras”, el “tren fantasma” y hasta el “Cilindro mortal” donde en su interior, intrépidos motociclistas giraban en su torno desafiando la ley de gravedad.
Cierta vez, coincidió el arribo de uno de estos parques con los días de carnaval. Sobre la esquina del campito de Carhué y Boquerón fue instalado un improvisado escenario. Una de esas noches, en el dormitorio del primer piso de mi casa me preparaba para dormir tras escuchar otro episodio de la comedia radial “Los Pérez García”. De pronto escucho el sonar grave y rítmico de un bombo y platillos proveniente de la calle Carhué. Me asomé a la ventana y desde allí pude ver cómodamente el arribo del murgón “Los mimosos de Liniers”, antecedente de “Los Mocosos de Liniers” –herederos de sus instrumentos singulares- y el espectáculo de sus danzas y de sus críticas en forma de canto.
Además de los partidos de fútbol, del arribo de circos y de parques de diversiones, el Campito tuvo también otra actividad constante, sucedida en el tiempo casi siempre en la misma época.
Ocurría a posteriori de la semana de carnaval y previo al comienzo de las clases. Pero esta actividad era básicamente practicada por la infancia del barrio. De pronto, una mañana, comenzaban a oscilar en el cielo del campito barriletes de todo tipo. Un cielo de barriletes, todos de fabricación casera. Los más humildes, o para los desafíos de la “cortadita” (con hojas de afeitar o trozos de vidrio o metal filoso atados al final de la cola) eran cuadrados hechos con caña, hilo y papel de diario, conocidas como “tarascas”. Para el resto, había que ir a la librería y comprar un rollo de hilo de algodón, tiras de caña y, los papeles barrilete con los colores que uno quería armar.
Cinco fueron los diseños básicos de fabricación, con flecos y “roncadores” en sus extremos. “Bomba”, “Estrella”, “Media bomba-Media estrella” “Araña” y el “payaso” de dos varas. La cola estabilizadora se confeccionaba con viejas corbatas de papá y tiras de tela. Su confección era todo un rito, generalmente practicado a la hora de la siesta. Cruzar las cañas para formar dos cuadrados de lados equidistantes armados con hilo. Cruzarlos para formar una estrella. Con engrudo de harina pegar el papel a los hilos externos y, finalmente fabricar los flecos y “roncadores” y pegarlos en los bordes. Luego, a la carrera cruzar hasta el campito para remontarlo y , por fin, verlo oscilar en las alturas.
El campito, para quienes supimos disfrutarlo, a su manera fue un espacio de libertad, donde acomodados por la imaginación –por ejemplo- el piberío de entonces decidían jugar a la guerra, a los piratas, o a cuanta cosa le dictara su fantasía.
Pero llegó un momento en que ese espacio dejó de serlo. A mediados de los ’50 fue rodeado con un cerco de alambres. Poco a poco, una parte importante fue ocupado por chatarras de carrocerías que pertenecieron a los viejos colectivos de 11 asientos de la empresa estatal Transportes de Buenos Aires.
Así fue cambiando la fisonomía de ese lugar. Cierto es que con el tiempo fue desapareciendo de a poco la chatarra. Pero ya no era lo mismo. Los partidos se espaciaron. No volvieron los circos y parques de diversiones y el lugar, finalmente, dio paso a la edificación. Y el campito fue a ocupar su lugar en el recuerdo.
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Categorías: Avenidas, calles y pasajes, Deporte, Cosas que ya no están
Palabras claves: Mil Casitas, campito, barrio de Liniers
Año de referencia del artículo: 2017
2do congreso