Este trabajo fue leído el 9 de agosto de 1974 en el Ateneo de Estudios Históricos de Nueva Pompeya, entidad que lo publicó luego en una reducidísima edición fuera de comercio. El fin era brindar una visión panorámica y amena de la historia del barrio, de la cual poco se sabía entonces. En aquel momento se trató de resumir lo que podía brindarse en una conferencia para todo público, de unos 45 minutos. Al reeditarlo ahora, hemos decidido conservar el texto original, con pequeñas correcciones y agregando subtítulos, para ofrecerlo a los lectores de “Historias de la Ciudad”, como una primera aproximación al tema.*
Nuestro tema tiene como protagonistas centrales al Riachuelo, límite natural sur de la ciudad de Buenos Aires y a una zona baja y anegadiza, enmarcada entre su curso y las barrancas altas, las mismas que van bordando la ciudad y desde el Parque Lezama penetran hacia el oeste alejándose cada vez más del río, hasta encontrarse a una considerable distancia del mismo a la altura del cementerio de Flores.
Ese bajo que se inundaba con las periódicas crecidas del Riachuelo, refugio de patos salvajes, pájaros, nutrias y fiebres palúdicas, se conoció con el nombre de bañado.
Cuando los gobernadores españoles realizaron las primeras donaciones de tierras a los pobladores de la ciudad, tomaron como punto principal de referencia al Riachuelo. Con su primitivo curso sinuoso, él se nos aparece siempre en las más antiguas crónicas de Buenos Aires, ya sea con su primitivo nombre de Riachuelo de los Navíos, o con el más atractivo de Riachuelo de los Molinos, que tomaba adelante en su curso a partir del paso de la Noria.
Toda la zona limítrofe con la pequeña aldea de entonces fue repartida a fines del siglo XVI y principios del siglo XVII en chacras para el cultivo de cereales y hortalizas; eran las llamadas tierras de pan llevar destinadas al sustento de la ciudad.
Recién a tres leguas de Buenos Aires para el oeste se entraba en la primera estancia, destinada a la cría de ganado vacuno y caballar, propiedad de don Juan de Garay, del otro lado de la avenida General Paz, en lo que hoy es, en mucha menor extensión, la zona de Ramos Mejía.
En cambio, la zona limitada por el Riachuelo y el costado sur del ejido (que hoy correspondería aproximadamente a la avenida San Juan) y que abarcaba las chacras y tierras desde la Boca, Barracas y Parque de los Patricios hasta Pompeya, se conoció con el nombre de Pago del Riachuelo.
Hacia el oeste y antes de la creación del Partido de San José de Flores, se entraba en el Pago de la Matanza.
Y tan pobre era la zona de Pompeya, que se encontraba intermedia entre ambos pagos y tan hundida en los bañados, que los gobernadores la despreciaron cuando regalaron las tierras altas. Así, los capitanes que se beneficiaron con donaciones de 300 ó 500 varas de frente con legua y legua y media de fondo, comenzaban a medir sus propiedades desde lo alto de la barranca. Y aunque más tarde los bañados fueron ocupados por los propietarios de las zonas altas, ellos eran tierra de nadie, o mejor dicho, del rey o realengas.
Esta situación de tierras públicas, que incluían el territorio de Pompeya desde la meseta de los Corrales en el alto (hoy Parque de los Patricios) hasta el sur del pueblo de Flores, no fue cuestionada durante la época colonial, aunque en la actualidad la zona se ha valorizado en forma tal, que han proliferado los pleitos de reivindicación y todavía están los descendientes de Flores empeñados inútilmente en obtener la propiedad de terrenos en el antiguo bañado, hoy totalmente urbanizado.
Sin embargo, la zona de Pompeya no estaba deshabitada. Desde mediados de 1600, la ocupaban de hecho los miembros de la noble familia de los Rojas y Acevedo, una de las más destacadas y opulentas de la colonia. Cercano al actual Puente Alsina, existía un paso de su uso privado que utilizaban para unir las propiedades que poseían en ambas márgenes del Riachuelo. Claro que, siendo las tierras del bañado de propiedad del rey, los Rojas sólo tenían el usufructo del terreno y por ello, los gobernadores tuvieron amplios poderes para cederlas a quien hiciera especiales méritos o las pidiera primero en merced, que así se llamaban las donaciones de tierras.
El poblador Domingo Díaz
Así, nos consta que el 21 de septiembre de 1728, el gobernador Bruno Mauricio de Zabala, hizo merced al soldado Domingo Díaz de una ensenada de tierras altas rodeadas por el Riachuelo, situada sobre la boca de este paso. Este es el primer poblador de Pompeya: un modesto soldado español cuyos escasos méritos sólo le dieron el privilegio de poder solicitar una pequeña loma sobre el río, que los ricos señorones de entonces habían seguramente despreciado. Eran sólo 50 varas en su boca, 300 de fondo y 150 de ancho, o sea en términos actuales, un terreno alto rodeado por el Riachuelo con 43 m a su entrada, 260 de fondo y un ancho de 130; poco más de tres hectáreas.
Ignoramos los principales datos biográficos de Domingo Díaz. Lo suponemos aventurero como todos los soldados de entonces, arriesgándose a recorrer los extramuros de la ciudad, cabalgando probablemente una y otra vez por estas regiones, refugio de salteadores y delincuentes al margen de la ley y también echando el ojo a esa pequeña ensenada de tierra alta que no reconocía dueño alguno.
Es seguro que la ocupó primero y cuando se presentó la oportunidad, quizás una rutinaria visita del gobernador Zabala a la guarnición del fuerte de Buenos Aires donde Díaz revistaba, le permitió formular tímidamente el pedido. O tal vez lo haya acompañado con su tropa cuando dos años antes, el progresista gobernador, internándose en la Banda Oriental, fundaba con su gente la ciudad de Montevideo. No dejan de ser conjeturas.
Lo cierto es que, obtenida la propiedad de esta chacarita, Díaz se abocó enteramente a trabajarla plantándola con frutales, especialmente con durazneros que le servían también como leña. Cuando en 1739 la vendió, había en sus tierras más de 500 árboles, como lo menciona en la escritura que el 15 de marzo de se año extendió a favor de don Juan José Falcón.
Señalaba Díaz que su ensenada de tierras o rincón en el Riachuelo era “como para sembrar dos fanegas de trigo, lo demás se aniega cuando crece el río”, y tenía de vecina otra ensenada, propiedad por ese entonces del alférez don Miguel Pacheco.
El nuevo propietario, Falcón, era un próspero vecino de la ciudad, dueño de una extensa chacra sobre la barranca alta que años después fue el núcleo inicial del actual barrio de Caballito. En 1744, se volvió a vender la propiedad, esta vez a don Teodoro Blazinu, especificando la escritura que la pequeña quinta rodeada por el Riachuelo, lindaba por el norte con el bañado y por el sur, este y oeste con la estanzuela del capitán don Juan de Zamora. Cruzando el río, este vecino dejó inmortalizado su nombre en la ciudad y partido de las Lomas de Zamora; a su estancia se ingresaba atravesando el Riachuelo por un paso o vado natural que, como señalamos antes, usaban desde mediados del siglo XVII los Rojas y Acevedo y otros propietarios linderos, para dirigirse al sur del territorio provincial.
Desde la ciudad se llegaba a ese lugar a través de un camino tortuoso que hoy corresponde, con mayor o menor variación, a la avenida Amancio Alcorta. Ella conducía directamente al Riachuelo en un bajo donde el río permitía a los viajeros, jinetes, tropas de ganado y aún carretas, cruzarlo con cierta facilidad. Claro que, si bien era posible hacerlo con relativas dificultades en verano, en invierno las aguas crecían en forma tal que el vado se inutilizaba. Así, se convertía en un paso realmente peligroso y difícil por su piso cenagoso, al que en el siglo pasado se arrojaban carradas de piedras y cascotes de ladrillo a fin de darle mayor consistencia.
Este vado que todos hemos sentido nombrar antes de la construcción del Puente Alsina, era el Paso de Burgos, situado exactamente sobre la entrada de la quinta o chacarita que se había otorgado al soldado Domingo Díaz. Punto estratégico, desde allí se observaba el Riachuelo hasta su desembocadura y se controlaba el tránsito de los viajeros y jinetes, entrada y salida obligada para y desde la ciudad desde el sur.
El alférez Bartolomé Burgos
Paso que llaman de Burgos… Así aparece en antiguos documentos, dejando una nota de misterio sobre el origen de este nombre. Para el ingeniero Arturo Ochoa, nieto del constructor del Puente Alsina, se originaba en un humilde botero de apellido Burgos que había instalado una canoa para cruzar viajeros de una a otra orilla del Riachuelo. Ochoa repetía así una antigua tradición familiar y de tal manera se consignó durante muchos años.
Para Eduardo Pinasco, autor de una amena Biografía del Riachuelo, sería otro el origen de este nombre. “Desde comienzos del siglo XVII –escribe este autor– se conoció por Paso de Burgos, nombre que le fue dado porque muy cerca tenía una chacra el escribano Francisco Pérez de Burgos, español de origen, que llegó a Buenos Aires poco después de la fundación de la ciudad. No conocemos cuándo ni cómo pasaron a poder de Pérez de Burgos estos terrenos, lo cierto es que esa posesión ha hecho que su nombre perdurara en la toponimia del Riachuelo hasta no hace mucho tiempo. Porque, aunque se ha dicho que el Paso de Burgos era así denominado por haber tomado el nombre de un cierto Burgos, botero de profesión, que transportaba en su canoa los transeúntes de una a otra orilla, es mas admisible aceptar que fue por el escribano Pérez de Burgos que se lo designó de esa manera…”
A pesar del tono francamente convincente del autor, el aporte de Pinasco no tiene mayor valor documental que la tradición de Ochoa. Veamos en cambio, qué nos dicen los documentos.
Cuando mencionamos al soldado Domingo Díaz, primer poblador de Pompeya, dijimos que su ensenada de tierras rodeada por el Riachuelo, tenía sobre su boca un vado natural que servía para unir ambas márgenes. Señalamos que Díaz la vendió a Juan José Falcón y éste a don Teodoro Blazinu. Pues bien, el 31 de octubre de 1744, este último la traspasó en propiedad al alférez Bartolomé Burgos. Aparece aquí el verdadero personaje que dio nombre al paso, mucho más cerca del botero de Ochoa que del linajudo escribano Pérez de Burgos, con que lo asocia Pinasco.
Burgos continuó usando las tierras altas en la siembra de granos y la explotación de árboles frutales, instalando la primera pulpería en la zona y ocupándose con éxito en otros negocios. Durante el invierno instaló una canoa para trasladar jinetes y viajeros a uno y otro lado del Riachuelo, en razón de que en esa época la natural creciente de las aguas no permitía utilizar la parte de su propiedad donde formaba aquel vado natural o paso, que muy pronto se conoció con su nombre.
Pocos son los datos biográficos que conocemos de don Bartolomé Burgos, quien pensamos debió ser muy popular en la zona para que su nombre perdurara tanto tiempo. Pero podemos, en cambio, encontrar alguna pista sobre sus actividades.
Cuando en 1744 compró esta ensenada de poco más de tres hectáreas sobre el Riachuelo, abonó al vendedor 1000 pesos de plata. Imagínese lo elevado de esta suma, si tenemos en cuenta que toda la chacra que luego constituyó el barrio de Flores con más de 2000 hectáreas se vendió por la misma época en 1800 pesos…
El inusitado interés de Burgos en instalarse precisamente en ese lugar lo llevó incluso a comprar esta chacarita con un préstamo que le hizo su sobrino Antonio Rodríguez. Así lo declaró en la escritura de compra, donde manifestó que, por esta razón, se lo debía considerar propietario de sólo la mitad de la chacra.
Y siempre que se vendió luego la quinta de Burgos se pagó un precio exorbitante. Es que la pequeña propiedad tenía un valor adicional por el hecho de que hasta allí era navegable el Riachuelo y permitía utilizarla en un importante intercambio comercial de productos de la tierra, a la que no estaban ajenas las siempre proscriptas actividades del contrabando. O sea que el Paso de Burgos era el sitio de reunión por el que salía y entraba buena parte de la mercadería que se intercambiaba al margen de la ley y que luego ingresaba con grandes ganancias a la ciudad.
Tan activo era don Bartolomé Burgos que nos queda la duda sobre qué andaría haciendo por Córdoba en 1755, cuando la muerte lo sorprendió de paso por esa ciudad. Así se menciona en la sucesión de sus bienes cuyo inventario realizó en Buenos Aires el escribano Francisco Vázquez Pelaya.
Su propiedad en el corazón de Pompeya, de acuerdo con las manifestaciones de su esposa, aparece consignada así: “Primeramente una quinta que no sabe las varas de frente y fondo que tiene, cercada de el Riachuelo y en ella plantados barios árboles frutales y en dicho terreno edificada una sala de dos tirantes, un aposento, despensa y un quarto con puerta al patio y un corredor al sur”.
Esta pequeña quinta se adjudicó a la familia, compuesta por la viuda, doña María Ignacia Ramírez y dos hijas mayores de edad, una de ellas, Juana Martina Burgos, esposa de Juan Vicente Montalvo. Ellos conservaron la finca hasta varios años después del fallecimiento de don Bartolomé y el 9 de noviembre de 1767 firmaron la escritura por la cual se vendía a don Francisco Álvarez Campana.
Con esta venta despareció de la escena la familia de Burgos, aunque este nombre tan popular perduraría todavía un siglo en la toponimia del Riachuelo, hasta la inauguración del Puente Alsina y aún durante algún tiempo más.
El filántropo Álvarez Campana
Ingresa así en la historia de Pompeya un vecino de calidad humana poco común, pues aunque don Francisco Álvarez Campana pudo ser un comerciante más entre los ricos señorones de la colonia, dedicó en cambio gran parte de su fortuna personal a obras de caridad y bien público. Consiguió así, a través de la benemérita Hermandad de la Santa Caridad, cristalizar su anhelo de fundar en Buenos Aires un Colegio de Niñas Huérfanas, obra que sostuvo durante muchos años íntegramente de su peculio. Sólo esta obra bastaría para inmortalizar su memoria. Sin embargo nadie parece recordarlo ya, aunque lleva su apellido la progresista ciudad de Campana, erigida en lo que antiguamente fuera una de sus estancias.
No obstante su gran generosidad y altruismo, fue Campana un caballero infortunado que culminó trágicamente su vida. Fue para la Navidad del año 1773, en ocasión de procederse a un desagravio público desde el templo de San Miguel, con motivo de las sucesivas calumnias que había vertido desde ese púlpito el sacerdote José González Islas, con quien estaba enemistado. En esas circunstancias, plenas de emotividad, Campana se descompuso falleciendo poco después de un ataque al corazón. Este episodio inspiró una de las famosas tradiciones de Pastor Obligado, quien lo relata en detalle.
Nosotros cumplimos rescatando su nombre para la historia de Pompeya y señalando además que a principios del siglo XIX todavía era visible un antiguo edificio ya en ruinas, donde Campana había instalado una activa fábrica de curtidos, prematuramente abandonada por su muerte. Esta casa se tomaba como punto de referencia, al igual que un mojón de piedra de las inmediaciones, en todas las mensuras de chacras del Riachuelo y Matanza.
La empresa del Ferrocarril Midland
En 1786, doña Isabel Gil, viuda de Álvarez Campana, vendió esta pequeña propiedad a don Gregorio Rodríguez, quien le incorporó quince hectáreas linderas y legó, a su vez, estas tierras a su hija Carmen, esposa de Pedro Manuel García.
Antes de continuar, señalaremos que la primitiva quinta de Burgos o de Álvarez Campana, pude identificarse perfectamente en todos los planos de Buenos Aires anteriores a 1910. Ella aparece en forma de una curva del río, de boca cerrada que avanza hacia el territorio provincial, metros antes del Puente Alsina.
A principios de 1900, era propiedad de doña Laura Piñero de Llavallol, por herencia de sus antepasados. Esta distinguida dama, al no tener descendientes, legó esas tierras por testamento a su hermana Isabel Piñero de Quesada, iniciándose en noviembre de 1901 una mensura judicial. Fue en esas circunstancias que el ferrocarril Midland inició tratativas para adquirir esa curva del Riachuelo, cuyas tierras se introducían hacia el sur, o sea la vieja chacarita de Burgos, a fin de instalar en ese terreno su estación terminal.
Concretada la operación de venta, se construyeron dos terraplenes que desviaron las aguas del río hacia un nuevo cauce recto y, en 1909, don Federico Wythes, representante legal de la empresa, solicitó al Gobierno la escrituración del antiguo cauce, alegando que éste se había convertido en “una zanja depósito de los mayores elementos de infección y un verdadero foco con serio perjuicio para la salud pública”. Así fue como, aprobada la cesión gratuita al ferrocarril, la quinta de Burgos fue nivelada. El terreno así obtenido quedó en jurisdicción del partido de Avellaneda.
Hacía años ya que con la construcción del Puente Alsina había desaparecido de la toponimia del Riachuelo el nombre de Paso de Burgos; ahora se concretaba la desaparición física de la pequeña chacarita de tierras que durante mucho tiempo dio nombre a la zona, provocando así la incertidumbre de los historiadores sobre el origen de esta denominación.
El Paso Chico y las Invasiones Inglesas
Nuestra historia del Paso de Burgos y la evolución de su pequeña chacarilla no estaría completa sin dilucidar una importante incógnita. Si este nombre, como hemos visto, aparece recién con la compra de Bartolomé Burgos en 1744, ¿cuál era el primitivo nombre del paso, si sabemos que era conocido y utilizado desde 1600, especialmente por Juan de Zamora y los Rojas y Acevedo?
La consulta de importante documentación inédita, en especial protocolos de escribanos y sucesiones, nos ha permitido comprobar que el antiguo nombre del vado de Burgos fue el de Paso Chico. Aún en la época de las Invasiones Inglesas se mencionaba al Paso de Burgos también con esta denominación de Chico. Debemos aclarar que hoy se conoce con ese nombre a otro paso que se encontraba sobre el Riachuelo en la zona sur de Floresta, desembocadura de las actuales calles Ameghino de la capital y Rosales, de Remedios de Escalada. Muchos historiadores y cronistas de Buenos Aires ignoran esta circunstancia e identifican con el nombre de Paso Chico sólo a este último, mientras que el Puente Alsina ha sido y es para todos, solamente el antiguo Paso de Burgos.
Así, al narrar las Invasiones Inglesas desconociendo esta dualidad en la toponimia del Riachuelo, algunos autores han confundido ambos pasos, señalando que los británicos ingresaron a Buenos Aires en la segunda invasión por el Paso Chico del sur del Flores, vado que habrían cruzado la tarde del 2 de julio de 1807 al mando del general Gower. Sin embargo, los invasores penetraron por el Paso de Burgos (como lo señalan muy bien Roberts y otros autores), pues en caso contrario deberían haber atravesado casi todo el bañado de Flores y no hubieran podido llegar tan rápidamente ni con tanta facilidad a los Corrales de Miserere.
La confusión se explica si tenemos en cuenta que entonces se denominaba todavía Chico al Paso de Burgos y así aparece en varios documentos de la época que mencionan el cruce de los ingleses indistintamente de una y otra forma y hasta como realizado por el “Paso Chico o de Burgos”.
Servicio de botes en el Riachuelo
Pero dejemos la conocida historia de las Invasiones Inglesas y el paso de los británicos por el barrio, para señalar que por ese entonces la zona estaba escasamente poblada. Cruzando el Riachuelo del otro lado del Paso de Burgos en territorio provincial se extendía la propiedad de los esposos Pablo de Aoiz y Tomasa de Larrazábal, que comenzó a fraccionarse en pequeñas quintas en 1819. Estas tierras eran más altas que Pompeya y allí se afincaron diversas familias de chacareros.
Poco tiempo después, José Antonio Rivero, comprador de diez hectáreas frente al paso, concretó su idea de instalar allí un servicio de botes para cruzar el Riachuelo, tarea que comenzó a realizar cobrando una tarifa de medio real por cada persona de a pie o a caballo que utilizara sus servicios.
Esta actividad motivó una enérgica protesta al Cabildo por parte de don Nicolás Paduan. Era éste un activo italiano que había arrendado al Gobierno el Puente de Gálvez en Barracas y estaba obligado a mantenerlo en buen estado recibiendo como único beneficio el cobro de un derecho de peaje. Para ahorrar tiempo o evitar los extensos pantanos del camino que conducía al puente, mucha gente comenzó a utilizar los servicios de Rivero, lo que a criterio de Paduan le producía una considerable merma en sus ingresos.
El incidente terminó con la prohibición del Cabildo a Rivero de continuar con su bote, pero como no se podía privar al vecindario y viajeros de este servicio, se obligó a instalar una canoa por cuenta del administrador del Puente de Gálvez, don Nicolás Paduan.
El intercambio de notas que motivó el entredicho entre ambos, es además interesante porque Paduan, al referirse al botero del Paso de Burgos, lo denomina todavía Paso Chico, mientras que los cabildantes en sus contestaciones lo llaman con el nombre de Burgos. Ello demuestra que todavía en 1819 el paso se denominaba de las dos formas, aunque ya predominaba decididamente la de Burgos sobre cualquier otra.
Intrusos en los bañados
Es en esa época cuando comenzó a tomar cuerpo el proyecto de construir allí un puente, presentándose una propuesta particular en 1828 que, elevada por el Gobierno al ingeniero Santiago Bevans, no prosperó.
La zona más poblada era por entonces el sur del Riachuelo con terrenos altos y propietarios legales. En Pompeya, en cambio, se extendían los bañados y la asolaban las inundaciones. Sin embargo, los ocupantes de las tierras bajas de propiedad pública, formaban ya una legión, por haber encontrado desocupada la zona y no pagar impuestos ni arrendamiento alguno.
Era gente pobre pero laboriosa que habitaba sitios cenagosos, la mayoría de las veces sumergidos en las aguas con sus imprevistas crecientes. Hemos encontrado un petitorio al Gobierno del año 1826 donde estos primitivos vecinos señalaban que habían poblado el bañado: “…por hallarlo desocupado y porque su pobreza no les permitió hacer un rancho para vivir en otra parte; por la mejor comodidad que hay en él para mantener sus vacas y por la inmediación al pueblo de San José de Flores”.
En efecto, esta población de vecinos pobres, que los gobiernos maltrataban una y otra vez denominándolos “vagos y mal entretenidos”, se extendía desde Parque de los Patricios hacia el sur de Flores. No tenían tierras propias pero podían mantener algunas vaquitas lecheras, “que son los únicos principales con que viven”, dice el documento, aunque por la rapidez de las crecientes resultaba muchas veces la pérdida no sólo de sus animales sino también de las personas.
Con orgullo, estos primitivos habitantes de Pompeya y sus alrededores afirmaban que habían hecho un verdadero beneficio público al poblar la zona, no sólo al vecino pueblo de Flores sino a todas las demás vecindades con que lindan, pues de no haber ocupado esos terrenos, ellos serían “por su disposición topográfica, la morada y abrigo de saltadores del común”.
En 1838, el gobierno de Rosas benefició a estos pobladores que pudieron comprar los terrenos que ocupaban previa información y tasación por el Departamento Topográfico. Tenían primacía, por supuesto, los que podían demostrar sus servicios en el ejército y su decidida adhesión a la causa federal.
Se erige el primer puente
Hasta entonces, el bañado de Pompeya se denominaba bajo o bañado de la Chacarita de San Francisco, por su inmediación a las tierras de los franciscanos que empezaban en la barranca alta. La zona se transformó rápidamente después de Caseros. El Riachuelo contaminó sus aguas por la proliferación de barracas y saladeros en sus orillas desde la Boca hasta el Paso de Burgos y un activo tráfico de mercancías movilizó al barrio. Las tierras altas se valorizaban y aparecían en el escenario nuevos propietarios, en su mayoría ingleses y franceses, “gringos”, como se los denominaba.
Encontramos entre ellos a un inmigrante español radicado desde muy joven en nuestro país donde había formado su familia y alcanzado, merced a sus hábiles especulaciones comerciales, una envidiable posición económica.
Nos referimos a don Enrique Ochoa, propietario de un importante saladero cuyas chalanas transportaban por el Riachuelo el tasajo que exportaba a Cuba y España, importando a su vez vinos de calidad. Por esta razón, don Enrique estaba interesado en construir un puente sobre el Paso de Burgos, realizando una propuesta concreta al gobierno en enero de 1855 y firmándose el respectivo contrato el 8 de febrero de ese año.
Abocado a esta tarea, Ochoa desvió el curso del Riachuelo y con rudimentarias bombas de madera desalojó el agua. Así se asentaron los cimientos sobre un contrapiso de ladrillo y surgió un puente de mampostería con tres hermosas arcadas. Pero no llegó a inaugurarse: las crecidas del invierno de ese año lo arrasaron completamente.
No desmayó Ochoa y encargó la realización de nuevas obras al afamado ingeniero Carlos Enrique Pellegrini que, por ese entonces, programaba la construcción del primer Teatro Colón. La fama de Pellegrini quedó muy maltrecha cuando una nueva crecida se llevó otra vez el puente nuevo. Finalmente, Ochoa decidió hacerlo con vigas de madera de urunday, de igual o mayor solidez que los de mampostería, inaugurándose en los primeros meses de 1859, siendo gobernador de la provincia Valentín Alsina.
Trescientos invitados asistieron al banquete ofrecido por el empresario Ochoa, entre ellos el gobernador. Cuando llegó el momento del brindis, se cuenta que don Enrique ofreció el puente al servicio público y propuso que por unanimidad se lo denominara Alsina.
En 1880, este puente fue escenario de un encarnizado combate entre las tropas de Avellaneda y las de Tejedor. Este primitivo puente subsistió hasta 1910 en que fue sustituido por otro de hierro que, a su vez, se desmontó en 1939 para habilitar el actual puente monumental de estilo colonial, al que se le dio el nombre de teniente general José E. Uriburu. Pero recientemente se le restituyó su antiguo e histórico nombre de Puente Alsina.
El nombre del barrio
Mientras tanto, la población de Puente Alsina, como empezó a denominarse la zona, fue variando notablemente. La vecindad de los Corrales y Mataderos, además del paso contínuo de tropas de ganado, promovió la formación de una población de reseros, peones y matarifes que, con la habilitación de la quema en las antiguas tierras de José Gregorio Lezama, contribuyó a la mala fama del barrio, aunque enriqueció notablemente la literatura popular.
Junto con Parque de los Patricios, compartía Pompeya el apelativo de barrio de las ranas, cubierto permanentemente de un espeso humo, lugar donde al decir del coronel Falcón, “la gente sólo se digna morir a puñaladas”. Pero también murieron vecinos en las epidemias de cólera de 1868, 1886 y 1887 y de fiebre amarilla de 1871. Por su inusitada actividad se destacó entonces un joven médico italiano, el Dr. Juan Bautista Poggetti. En el Museo Mitre se conservaba una medalla de oro (hoy desaparecida) que los vecinos del Puente Alsina le otorgaron en premio a su abnegada dedicación.
Parte del territorio de Pompeya pertenecía a la jurisdicción parroquial de San Cristóbal y el resto al partido de San José de Flores, y mientras del otro lado del puente, en la provincia, se abrían calles y se loteaban terrenos, en Pompeya la urbanización avanzaba lentamente.
Pero en la década de 1890 se formaron las primeras asociaciones de fomento y, entre ellas, la Sociedad Cosmopolita de Socorros Mutuos del Bañado que, inaugurada el 4 de junio de 1894, bregó por el progreso de la zona y formó la primera banda de música local. Esta entidad que aún subsiste, festejó en 1994 el centenario de su fundación.
Otro gran adelanto para la zona lo constituyó el establecimiento de una importante curtiembre, que bajo la razón social Santos Luppi y Compañía, creó una nueva fuente de trabajo para los vecinos. Los propietarios, italianos, fundaron también el primer colegio de la zona, el Instituto Luppi, por cuyas aulas pasaron varias generaciones de vecinos. Sin embargo, faltaba un nombre definitivo para este barrio de la ciudad conocido simplemente como Puente Alsina. Y llegó con los padres capuchinos italianos y luego españoles que, en 1896, inauguraron la primera capilla dedicada a la Virgen del Rosario de Pompeya, convertida en parroquia en 1906. Pero ello y otros temas, como las sucesivas inundaciones que castigaron al barrio, son historias que escapan al tema específico de este trabajo.
Para finalizar, solo nos resta señalar que el decidido avance del progreso no ha hecho variar aún la especial idiosincrasia y fisonomía de Pompeya, lo que le da una personalidad propia, nítida y destacada entre los barrios de Buenos Aires.
* En 2004, al cumplirse treinta años de esta conferencia, los amigos de Baires Popular, la reeditaron para su colección “Informes del Sur”.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año VIII – N° 45 – marzo de 2008
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Arroyos, lagos y ríos, Puentes y túneles, Riachuelo, Vecinos y personajes, Inmigración, Medio Ambiente
Palabras claves: Riachuelo de los Navíos, Riachuelo de los Molinos, Ferrocarril Midland, Paso de Burgos, puente Uriburu, puente Alsina
Año de referencia del artículo: 1900
Historias de la Ciudad. Año 8 Nro45