Este artículo fue publicado en “Caras y Caretas” N° 722 del 3 de agosto de 1912 y se trata de una versión novelada de un hecho cierto y de un personaje existente, por lo que advertimos al lector que muchas expresiones del autor don Francisco Grandmontagne, pertenecen a su fantasía y deben ser tomadas con beneficio de inventario.
El hacer fortuna con un golpe de imaginación ha sido siempre el afán más grande del espíritu humano. A esto obedecen la mayor parte de las invenciones, que son el nervio del progreso universal. La vida es corta, el ideal enorme, y los procedimientos del trabajo asiduo y del ahorro lento, no bastan para llenar las imperiosas tiranías de la ambición.
Cuando esta exaltación imaginativa para enriquecerse de pronto no da frutos útiles, un invento provechoso a la humanidad, produce jugadores, contrabandistas, asaltantes de la propiedad ajena o falsificadores reincidentes como Marcelo Valdivia.
Era este un mozo chileno que emigró a la Argentina por el año de 1820. Buen tipo, arrogante, ilustrado, bastante aventurero. Había viajado por Europa, donde se instruyó en las artes plásticas, en el grabado en boj y en acero, un verdadero artista cincelando. El escaso movimiento de la publicidad bonaerense en aquella época, privó a Valdivia de lucrar con su arte, pues hechos los retratos de algunos próceres de la revolución, ya no tuvo mayores trabajos en que ocupar su actividad artística.
Coincidió con esta penuria su enamoramiento de una encumbrada muchacha, descendiente de un virrey, hermosa como…(aunque el símil sea algo cursi, allá va)… como una rosa en plena florescencia. Para llegar a tal reina de la jardinería literaria, necesitaba Valdivia dinero, vil metal, que dicen los poetas. Entre el dinero y los poetas existió un odio de raza; no hay un solo versificador que no haya tendido a desacreditar al dinero, con alguna oda furiosa o algún soneto desdeñoso. Y el dinero como si tal cosa, no queriéndose ir nunca con los poetas, matando de hambre al Dante y yéndose con cualquier almacenero de la calle Rivadavia.
Bueno, pues, Marcelo Valdivia, que no era poeta, rendíale al dinero todos sus esfuerzos, conociendo su importancia en la vida, importancia tan grande que viene a ser la Divina Providencia acuñada. Apretábanle juntos el amor y la ambición; dos pasiones que hacen delincuente a cualquiera. Y por primera vez pensó en falsificar los primitivos billetes argentinos. En una casa apartada en los suburbios, estableció su taller de emisor, en competencia con el gobierno. Negocio tan lucrativo no tiene más quiebra que el ser descubierto y Valdivia lo fue al poco tiempo, cuando apenas comenzaban a circular los billetes que tan artísticamente imitaba de las emisiones del Estado.
Dura fue la condena: ocho años de prisión y destierro por el resto de su vida. Y para mayor afrenta, le pusieron varios días en exhibición en la plaza pública, con los billetes colgados al cuello. (Véase la crónica “Buenos Aires desde setenta años atrás”, del doctor José Antonio Wilde, página 26).
Allí, sentado en un banco de la plaza, entre dos guardias, con sus billetes colgados al cuello, sufrió Marcelo Valdivia la visita de toda la población, baja la vista y hundido el ánimo. De la mañana a la noche, durante una semana, no podía moverse de allí, teniendo que aguantar todo cuanto al pueblo se le ocurría decirle. Su actitud resignada y muda, parecíase a la de San Sebastián frente a las groseras turbas.
Pasado los ocho días, fue trasladado a la cárcel. Las sombras del presidio exaltaron su ánimo, en lugar de acoquinarle. No podía resignarse a pasar la flor de su juventud entre las cuatro paredes desnudas de una celda. La idea de evadirse se fijó en su mente con toda la fuerza obsesiva de un pensamiento fijo.
Para entretener el ocio forzoso se puso a perfeccionarse en el dibujo de billetes y al mismo tiempo, falsificó una orden de libertad. Sorprendido en este doble delito, el infeliz reincidente fue condenado a garrote.
El día de la ejecución fue el 21 de julio de 1824. Se levantó el patíbulo en la Plaza del Retiro. El verdugo fue por aquellos días, vísperas de la ejecución, el personaje que ocupó la atención del público bonaerense. Era un hombre bajo de estatura, ancho de hombros, de cerdosa barba y mirada siniestra. En la espalda del saco, dibujados en estambre, llevaba atributos del patíbulo, la escalera, el banquillo y el torno de desnucar. Solía pasearse solo por la Plaza del Retiro, en cuyas inmediaciones vivía, en completo aislamiento,
Cuando en sus paseos por la plaza encontraba algún chico jugando y saltando, siempre solía decirle: “Que Dios te libre, hijo mío, de mis uñas”.
Un día encontró a un muchacho desarrapado y vivaz que le contestó: “Pues que Dios le libre a usted de las uñas de mi padre”.
Llamóle la atención al verdugo aquella respuesta y le preguntó: “¿Por qué dices que Dios me libre de las uñas de tu padre?”.
-¿Y porque, repuso el muchacho, me dice usted que Dios me libre de sus uñas?
-Porque yo soy el verdugo.
-Pues mi padre es el enterrador.
Y el muchacho salió corriendo mientras el verdugo se reía de la ocurrencia.
De los treinta y siete mil habitantes, que entonces formaban la población de Buenos Aires, pocos dejaron de presenciar la ejecución de Marcelo Valdivia.
A las ocho de la mañana le sacaron de su celda, custodiado por veinte guardias. Colgados al cuello llevaba el reo los billetes falsificados y la orden fraguada para que le pusieran en libertad.
Marchaba apoyado en dos frailes que no cesaban de reconfortarle el alma con el aliciente de la gloria eterna y del cielo, donde no encontraría billetes que falsificar, ni gobierno emisor, ni nieta de virrey, de quien enamorarse, ni nada, en fin, de cuanto en la tierra azuza la ambición. Todo allá arriba, sería paz y bienandanza. Marcelo Valdivia oía a los frailes con mansedumbre evangélica, abatida su poderosa naturaleza que, sólo de vez en cuando hacía alarde de un erguimiento forzoso para demostrar un valor que sólo era exaltación del orgullo, como aquel tan admirablemente pintado por Mateo Alemán en su “Guzmán de Alfarache”.
Detrás de la fúnebre comitiva marchaba el pueblo en larga fila.
Marcelo Valdivia subió al cadalso sin apoyarse en los frailes, haciendo alarde de fortaleza de ánimo. Sentóse en el banquillo, balbuceó algunas palabras a la multitud, y metió luego el cuello en la argolla.
El público suspendió la respiración. El verdugo dio vuelta al torno, quedando el falsificador suspendido del garrote. Enseguida echaron sobre su cuerpo un crespón negro, mientras los espectadores sentían que otro igual, emblema de la justicia en la tierra, cubría sus almas.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año III – N° 14 – Marzo de 2002
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: PERSONALIDADES, Vecinos y personajes,
Palabras claves: falsificador, mito urbano
Año de referencia del artículo: 1912
Historias de la Ciudad. Año 3 Nro13