No sólo en el Bajo se hizo tango, ni sólo el Bajo dio argumentos para ellos. En las páginas siguientes veremos cómo nuestra música ciudadana campeó por sus fueros en toda la geografía de este barrio porteño.
Esta misma revista publicó, en diciembre de 2002, un artículo de mi autoría sobre el Bajo Belgrano, con obvias referencias a la historia del otrora pueblo de Belgrano. En una de las citas recuerdo haber afirmado —y lo reitero ahora— que aunque legalmente se lo integró al tejido urbano de Buenos Aires (ley de 1887 y decreto de 1888), Belgrano gozó, hasta la década de 1950, de quietudes pueblerinas, como si fuera un barrio no contaminado por las transformaciones urbanas y sociales, alejado de los febriles acontecimientos del resto de la ciudad. Sólo en los agitados días del 80, cuando el alzamiento de Tejedor, mientras la sangre teñía las calles de Barracas y Los Corrales, Belgrano conoció las zozobras de la política con el Gobierno Nacional instalado, precisamente, en el ámbito de este barrio.
Subrayo el antecedente de mi otro trabajo, porque en él también sostuve que por esta ajenidad respecto de la idiosincrasia porteña, Belgrano no figura en demasiadas páginas de la literatura popular y sólo el Bajo, como si fuera una tierra autónoma —zona tenebrosa para algunos— dio cobijo en el entorno de sus bañados a una prole de seres marginales que, a la postre, pasaron de la leyenda negra a las letras de los tangos a través del cedazo de los studs.
Belgrano —el Alto Belgrano— aparece en las obras de ficción siempre con un dejo de nostalgia. Eugenio Cambaceres en su obra En la sangre pinta las agobiantes tardes de estío cuando las familias buscaban el reparador refugio de los sombríos corredores en las espaciosas casas. Hugo Wast sitúa su novela Ciudad turbulenta, ciudad alegre en un Belgrano bucólico y somnoliento y el mismo paisaje evoca Manuel Mujica Láinez en Estampas de Buenos Aires.
El Bajo, en cambio, no ha llegado a la escena literaria, salvo en los brochazos costumbristas que dejó Félix Lima; en La pampa y su pasión de Gálvez que por momento transcurre en las soleadas calles del Bajo; en una olvidada novela de Mario Bravo titulada Hipódromo o en algún sainete como Tangos, tungos y tongos de Carlos Mauricio Pacheco cuyo título nos ubica, inequívocamente, en la vida y en las trapisondas del turf. También trajinó por esas latitudes, Camilo Canegato, el protagonista de Rosaura a las diez de Marcos Denevi y, posiblemente, algún otro personaje. Pero no han sido muchos más.
Acaso, leyendo a Ismael Bucich Escobar en Visiones de la Gran Aldea, podamos urdirle una explicación a la ausencia del tango en Belgrano. El pueblo de Belgrano estaba separado del resto de la ciudad por extensos campos, chacras y potreros que conformaban una barrera infranqueable para el tango que, cuanto más, se aventuraba hasta el tajo del Maldonado como último suburbio de sus primeras andanzas por el norte y el oeste.
Algo similar ocurría hacia el sur, donde el Riachuelo le ponía límite al barrio de Barracas y, más allá de sus aguas, en torno de los saladeros, gente diestra en el manejo del cuchillo alzaba sus ranchos y llenaba las noches con estilos, tristes y vidalas. Amaro Giura narra todo esto en Mi charla de fogón, historias gauchas de Barracas al Sur, cuando no había tangos, allá por 1900.
De modo impensado se ha ido definiendo una inicial geografía tanguera contenida entre dos aguas: el Maldonado por el norte y el oeste; y el Riachuelo por el Sur. Buenos Aires es una ciudad de tres puntos cardinales.
El Bajo ofrecía, con sus precarios rancheríos en cuyo entorno bullía intensamente la vida de los studs y las noches de pendencieros boliches. Si bien no tuvo taitas famosos, el Bajo acunó a Juan Mondiola —hijo de la pluma de Bavio Esquiú— quien pudo decir emulando a los guapos de la Tierra del Fuego:
Nací en un barrio burrero
por Olleros y Blandengues
mis baberos fueron lengues
con inicial Jota Eme.
Tan relegado de los repartos de suertes hechos por Garay como omitido de las disposiciones del acta fundacional del pueblo, el Bajo Belgrano era una zona despoblada y salvaje —en el decir de Giusti— que comenzó a cobrar vida e interés cuando se fundó el Hipódromo de Monroe y Congreso —el llamado Hipódromo Nacional— por obra del entusiasmo de los viejos turfmen del Alto. Entonces se pobló de caballerizas, cafés, fondas y bailongos de medio pelo. Despuntaba la década de 1880 y los compases iniciales de los primeros tangos ya estaban inscriptos en el pentagrama del aire de la ciudad, tal como lo dijo con alta poesía Fernando Guibert.
El Bajo comenzaba a cambiar —para bien o para mal— pero su influjo llegaba sólo hasta las vías del tren —límite que Iñigo Carrera llamó con singular acierto el Portal del Bajo— y que era la divisoria inexpugnable entre uno y otro Belgrano. Barrancas arriba, pocos —nadie— anhelaba cambios urbanos; Belgrano debía seguir siendo el apacible paseo de calles arboladas, mansiones señoriales y costumbres heredadas de los mayores. Manuel Conforte y Ricardo Tarnasi resumen en sus libros Belgrano anecdótico y Belgrano de antaño, las nostalgias por la vida y el paisaje que les birló el progreso.
¡Ah los carnavales de entonces; la celebración de los corsos —primero en la calle Lavalle, la única empedrada (hoy Juramento), después en la calle Real (hoy Cabildo)! Hasta los juegos de esas fiestas eran delicados y poéticos, con intercambio de flores, versos, serpentinas y confituras. Enrique García Velloso dejó un claro relato en su novela La jugadora de pocker cuando el protagonista regresa del Tigre en automóvil por la calle Cabildo, y las tantas mascaritas que se arremolinan enfrente de él, lo obligan a detener su marcha y sumarse al corso.
La única trasgresión —consentida por las autoridades dentro de límites pudorosos— eran las comparsas de negros candomberos que contorneaban sus cuerpos acompasando las percusiones, aunque no les estaban permitidas las zafadurías de sus cantos, que tanto se celebraban en otros barrios. Belgrano era distinto.
El 25 de octubre de 1881 se registra la que, posiblemente, sea la más antigua noticia vinculada con el tango en Belgrano. En esa fecha —cita Enrique Horacio Puccia— el entonces Presidente de la Municipalidad, D. Rafael Hernández, recibió una denuncia de que en la calle 25 de Mayo 192 (es decir Cabildo en su antigua numeración) se había abierto un café y casa de baile cuyas dueñas eran varias napolitanas. Allí —decía la denuncia— se atentaba contra la moral por el modo que las mujeres observaban en el baile, a más de sus mismas dueñas… Por supuesto el sitio fue clausurado.
La descripción es coincidente con la de las Academias, lugares de bailes públicos —regenteados por morenas o por italianas— a los que concurrían mujeres de liviana reputación, afectas a los desbordes y a la bebida. En estos ámbitos se tiraron los primeros cortes tangueros. Hugo Lamas y Enrique Binda, dan pormenorizada noticia en su libro El tango en la sociedad porteña 1880-1920. De todos modos no hay un criterio unánime. El doctor Francisco de Veyga, en su trabajo Los auxiliares de la delincuencia, publicado hacia 1910, sostiene que las Academias eran simplemente cafés atendidos por mujeres, donde se tocaba música, se bebía acompañado por dulces estimulantes y se bailaba, entre copa y copa, con la misma camarera. Esta institución de origen criollo, más tarde fue explotada por la inmigración italiana. León Benarós opina, por el contrario, que las Academias cumplían la función de prostíbulo.
Sea como fuere, es de imaginar en el Belgrano de 1881, el revuelo que hubo de causar esa casa de baile administrada y concurrida por mujeres de liviana reputación. ¿Y los hombres? René Briand desnuda la hipocresía de esos tiempos en sus admirables Crónicas del Tango Alegre.
En el Belgrano de fines del siglo XIX no hay otras huellas tangibles del tango, salvo el permiso otorgado por la Municipalidad para que en el Parque 3 de Febrero, dependiente por entonces de la misma, el señor Eulogio Muraña organizara bailes, previo el pago del correspondiente arancel. Y creo que es explicable. El tango —más allá de ociosas discusiones— germinó en los barrios del margen porteño y se fue macerando en burdeles y peringundines. Belgrano no conoció este fenómeno. Tuvo sus cafés y pulperías, pero careció de una zona roja de burdeles como el Paseo de Julio, La Boca, Barracas, Nueva Pompeya y otros barrios de la ciudad. Ese amago de Academia prontamente sofocado, debió desvanecer cualquier otra iniciativa similar.
Además existía otro antecedente. El 8 de mayo de 1875, el Juez Paz Don Servando Ximeno, a instancias de algunos vecinos, había dictado una reglamentación sobre bailes públicos. Los organizadores debían, previo a su realización, solicitar permiso por escrito, dando razón de la duración del baile. Asimismo debían prohibir el ingreso de menores y de vigilantes y asumir la plena responsabilidad por los eventuales desmanes o actos indecorosos que se produjesen. Como se ve, había muchas trabas para armar una milonga.
El 16 de mayo, es decir 8 días después, aparecieron en La Prensa de Belgrano, unas décimas de inconfundible estilo hernandiano —según el decir de Alberto Octavio Córdoba— con las quejas de un vigilante que, en una larga carta, le comenta a su china querida —radicada en Pergamino—, su disgusto por esa prohibición:
Ya sabés, china querida
que siempre nos ha gustao,
echar algún zapateao
en la reunión más lucida.
Esa fue toda la vida
nuestro gusto y presunción.
Te digo de corazón
que voy a largar el empleo
porque asigún olfateo
nos privan la diversión.
En esos tiempos de fines del siglo XIX al tango —que era puro desenfado— le resultaba imposible transitar por los senderos de Belgrano, pueblo de chacras, quintas y pulperías.
Enrique Mario Mayochi y Jorge Raúl Busse en Cafés de Belgrano describen las pulperías de Belgrano como muy modestas, no más que un rancho, con un interior descuidado, poco limpio, dotado de precaria iluminación artificial, con rejas y mostradores, con mesas y bancos rústicos y casi seguramente sin ventanas y con una sola puerta por razones de seguridad. Allí el viajero, según la época del año, podía refrescarse con sangrías, vinagradas, naranjadas o calentarse con vino o aguardiente. Eran, como se deduce, lugares de paso, que tal vez convidaban a la conversación de un truco, al lance de la taba o a escuchar en silencio, una modesta guitarra. Evidentemente no era el ambiente propicio para acunar al tango. Suele citarse a La Blanqueada como la pulpería más famosa, pero también quedaron en la memoria de aquellos años, las de Juan Pariente, Francisco Pertiné, Segundo Gallegos y las conocidas como Las Palomitas, cerca del arroyo Medrano y La Figura en las vecindades del circo de cuadreras de la Chacra Rivadavia de don Diego White.
Alberto Octavio Córdoba en su trabajo monográfico Cuando Martín Fierro vivió en Belgrano trazó esta semblanza: La vida de los vecinos de aquel lejano Belgrano transcurría pacíficamente, al rumor fecundo de sus trabajos y al monótono chirriar de las carretas que, con su andar eterno cruzaban las calles del pueblo, polvorientas en verano y cenagosas en invierno, transportando con rumbo a los mercados de la ciudad, sus cargas de frutas y verduras que traían desde San Isidro y desde más allá todavía.
Similar pintura dejó Felipe Yofre —diputado nacional que debió sesionar en Belgrano en junio de 1880— en su libro El Congreso de Belgrano: …era en aquel tiempo una aldea, de calles mal empedradas, barrientas y hasta cenagosas… sus calles estaban siempre desiertas… reinaba pues en Belgrano una profunda calma.
Si bien en esos días de 1880 hubo que improvisar algunas casas de pensión para alojar a los congresales y otros obligados huéspedes, Belgrano no conoció los conventillos, esa babel moderna de fines del siglo XIX y principios del XX, donde, según la profecía de Florencio Sánchez, nacería la raza fuerte del país. Fue en los conventillos donde el tango sedujo a las clases humildes y encontró sus primeras historias para ser cantadas.
Las estadísticas levantadas por Rawson en 1880, por Gache en 1898 y por el Departamento Nacional del Trabajo en 1912, no registran la existencia de inquilinatos en Belgrano. Su población, si bien fue creciendo de modo sostenido, no lo hizo con el ritmo vertiginoso de otros barrios: en 1881 sobre 6.054 habitantes de todo el partido, sólo 3.387 vivían en la zona urbana, por lo que no se produjo ese fenómeno de hacinamiento que tanta alarma despertara en Wilde y en Rawson.
Todo este prólogo explica por qué el tango en Belgrano, entró por la única puerta posible, la del Bajo, acompañando la vida de los studs, pero le fue muy difícil franquear el límite de la barranca. En realidad, el proceso fue idéntico al que se dio en Buenos Aires: el tango se gestó y nació en las orillas y después de mucho andar pudo arrimarse hasta las luces del centro. La diferencia sustancial, es que en Belgrano, aún cuando superó el portal de las vías, el tango no encontró reductos estables sino escenarios ocasionales. Cabildo no fue Corrientes.
Sólo en los cafés, en las fondas, en los boliches en torno del arroyo Vega —y horneados en la clandestinidad— se oyeron los primeros desplantes de aquella música bravía hecha a pura compadrada y descaro. Jorge Larroca confesó en su libro Entre cortes y apiladas que no logró establecer si en alguno hubo palquito para musicantes como en otros queridos rincones de esta Buenos Aires, aunque sabemos por Félix Lima, que a una cuadra del viejo Hipódromo Nacional, en Blandengues y Blanco Encalada, los sábados se arrinconaban las mesas y sillas del chupping-house y meta baile hasta clarear.
De boliches, fondas y cafés
El Bajo Belgrano tuvo lugares de variada fama, pero ninguno igualó en renombre a La Papa Grossa, un singular establecimiento situado en la antigua Blandengues y Echeverría que desapareció al prolongarse la avenida del Libertador.
En los primeros años del 1900, frente a La Papa Grossa, había instalado una de sus Academias para enseñar baile de tango, un hombre legendario entre los bailarines: José Ovidio Bianquet, El Cachafaz. Funcionó por poco tiempo; fue clausurada a instancias del entrenador Vicente “Tapón” Fernández, —el mismo que había sido jockey del crack Old Man— porque los peones de su stud ponían más empeño en los cortes y firuletes que en la atención de la caballada.
Discípulo de esta Academia fue el moreno Luis María Cantero, famoso vareador de aquellos años, que por 1912 dejó su ocupación en los studs para consagrarse como el mayor bailarín del Bajo Belgrano, conocido desde entonces, como El Negro Pavura. En 1926 en su domicilio de Sucre y Artilleros, fundó el Dancing Bleu, donde también impartió clases de tango. Después se ubicó en Cabildo entre Olazábal y Blanco Encalada con su compañera La Peti, esposa del compositor Bruno Ginochio.
La Papa Grossa era, como dije, un curioso establecimiento, propiedad de la familia Ferretti, que reunía en un mismo y amplio local, el despacho de papas y carbón y un generoso espacio para jugar a los naipes, taquear al billar y tomar café. Con los años, le agregaron una glorieta bajo la cual, en las noches de verano, actuaban orquestas de tango y payadores.
Allí cantaron Gabino Ezeiza, José Betinotti, Pachequito y Néstor Feria entre muchos otros famosos. Afirma Victor Di Santo en su libro El canto del payador en el circo criollo, que “…en el año 1909, Ignacio Aguiar —apodado el gurí cantor—, cantó de contrapunto con Higinio Cazón en La Papa Grossa de Blandengues y Echeverría, estando presentes Ezeiza, Betinotti y Pachequito padre, acompañado de su hijo…” quien le relató la historia.
Se dice que también Gardel cantó allí alguna noche y aunque de ello no hay testimonio cierto, tampoco puede negarse porque, según es sabido, Gardel solía cantar en cuanta reunión de amigos estuviera. Se sabe, también, que entre las orquestas estuvo la de Pedro Maffia y entre los visitantes ilustres, la negra de ébano Josefina Baker, cuando vino por primera vez al país. Hay alguna noticia de que se le habría armado un palquito y que la Baker habría actuado cubierta con una pollera hecha con bananas.
Anécdotas aparte, eran habitúes de La Papa Grossa los jockeys Ireneo Leguisamo, Felicito Sola, Isabelino Díaz, los hermanos Torterolo, el cuidador Vicente Fernández “Tapón” y demás nombres famosos del turf. Leguisamo, el látigo más ilustre del Río de la Plata, fue cantado por Mario Jorge De Lellis:
Uno lo vio otra vez y lo vio otra
Lo silbaban boletos no placé
lo festejaban gordos ganadores.
Se enamoró de él disco tras disco
agazapada gorra, método loco
de entrar con el pulmón a rienda suelta
físico fácil familiar
agallas, agachadas, agarrando
la vida codo a codo.
Por eso quiere a Leguisamo
muñeca, pelo en pecho, corazón
látigo, hamaca, vista, refusilo.
El payador Aguiar, de origen uruguayo, vivió y murió trágicamente, por su propia mano, en su casa de la calle Arribeños y Ugarte cuando sólo tenía 28 años de edad. Muchos payadores anduvieron por los cafés y boliches del Bajo, aunque también solían presentarse en la Sociedad Italiana de Socorros Mutuos e Instrucción de Belgrano, con sede en Moldes 2159 donde, entre otros, cantaron Solís González, Juan Etchepare y el dúo Argüello-Márquez el 20 de agosto de 1917.
Otro lugar frecuentado por tangueros y payadores fue la quinta del famoso cuidador Alejandro Orezolli, que se extendía desde Puerto Churrinche en la desembocadura del Vega hasta lo que hoy es el cruce de Lugones y Pampa. En esta quinta, que otrora había pertenecido al general Mansilla, Orezolli, hombre de don Benito Villanueva, a quien no sólo le cuidaba los pingos sino también los votos en el Bajo Belgrano, solía organizar concurridos asados políticos, donde no faltaban conspicuos dirigentes, vecinos de lustre, jockeys, cuidadores y los más renombrados del canto nacional y popular. No es extraño, entonces, que Belgrano aparezca en una composición del payador Antonio Caggiano cuyas Décimas a los barrios porteños, terminan así:
En las voces cristalinas
de una guitarra sonora
la claridad de la aurora
se dibuja en las esquinas.
Alientos de clavelinas
ondulando la emoción
afirman la evocación
de los cantares que hilvano
para clavar en Belgrano
de la patria el pabellón
Gardel en Belgrano
Enrique Mario Mayochi, en su libro Belgrano, del Pueblo al Barrio recoge la presencia de Gardel en Belgrano a través del relato de doña Consuelo Cañas de Soler madre del periodista y escritor Luis Miguel Soler Cañas: “Cuando la Estrella Polar, una sociedad formada por las muchachas y los mozos del barrio con el laudable objetivo de divertirse, deseaba efectuar una reunión, alquilaba el salón existente en la hoy avenida Cabildo entre Olazábal y Blanco Encalada… o bien otro situado en Moldes… Mi madre —dice Soler Cañas— vio y trató a Gardel en varias de esas reuniones. Recuerda particularmente una de ellas. Era por Carnaval y posiblemente en 1914 o a más tardar 1915… Ese día, la Sociedad Estrella Polar le daba una fiesta a mi madre, tal vez porque dejaba el barrio, y ese día, precisamente, cayeron al baile Gardel y Razzano. Dos socios del club, un tal Periale y un tal Juancito, le habían cantado unos versos a la festejada y Gardel y Razzano por su parte se hicieron lucir con las estrofas de El Carretero”.
Gardel actuó muchas otras veces en Belgrano. Miguel Ángel Morena en su muy completa Historia artística de Carlos Gardel, registra las siguientes presentaciones:
* En 1925 en dúo con Razzano, los días 6 y 7 de mayo en funciones nocturnas del cine General Belgrano de Cabildo 2165.
* Al año siguiente, como solista, con sus guitarras, los días 12, 13 y 14 de noviembre, animando los entreactos del mismo cine a las 18,30 y 23 horas.
* El 4 de mayo de 1930 se presentó en el Cine Mignon de Juramento 2433 en la función nocturna.
* El último registro de Morena, es el 7 de noviembre del mismo año, en el cine General Belgrano.
No deben descartarse otras actuaciones no registradas por la crónica, especialmente en asados, fiestas y reuniones estuleras ni olvidar que en 1933, los días 10 y 11 de junio y 9 y 10 de septiembre cantó en el Cine Teatro 25 de Mayo de Triunvirato 4440, del vecino barrio de Villa Urquiza.
También ha de tenerse como posible escenario de tangos, el Teatro Príncipe inaugurado en 1928 en Cabildo 2327. Acerca de la actividad de esta sala dice Ricardo M. Llanes en Teatros de Buenos Aires, que pasaron por ella, antes de que se dedicara a la explotación del cine, “… casi todas las compañías de arte menor (sainetes y revistas) que salían a recorrer el bosque”, como se decía cuando se iba a trabajar en los pequeños teatros de la periferia o bien en los ubicados en los cercanos pueblos de la provincia de Buenos Aires”.
Según una cita de Francisco Canaro en sus Memorias, el legendario Juan Maglio —Pacho— en 1913 “…había tocado una larga temporada en la calle Cabildo cerca del puente del ferrocarril”, sin aclaración alguna acerca del local o escenario de estas actuaciones.
Otros lugares de tango
A pocos pasos del stud Las Damas de don Anacleto Galimberti —esto es en Echeverría y Sucre— había un salón de baile de dudosa reputación. Con un boleto de 20 centavos se adquiría el derecho a bailar una pieza: diez eran para el dueño del local y otros diez para la mujer pareja. En ese salón se lucieron grandes bailarines como El Negro Panera que brillara después en el Armenomville. También tuvo su fama Doña Laura, una suerte de madama, proveedora de pupilas, buenas para el baile y… lo demás. Álvaro Melián Lafinur dejó de su pluma, la evocación de otra brillante bailarina del Bajo Belgrano, conocida como La Ñata Florinda.
Pero los primeros tangos en Belgrano sonaron, sin duda alguna, en La Fazenda, en La Pajarera, en la famosa Cancha de Rosendo y en La milonga de Pantaleón. En La Fazenda, hacia 1903 actuaba el trío integrado por Eusebio Azpiazú (el cieguito) en guitarra, Ernesto Ponzio (El Pibe) en violín y Félix Riglos en flauta, a los que después se sumó Juan Carlos Bazán El Gordo con su clarinete. Este cuarteto pasó luego a alegrar las noches de La Milonga de Pantaleón, un sitio poco recomendable, vecino al Hipódromo de Belgrano. Bazán era célebre por sus bromas, a veces muy pesadas, que solían terminar en broncas y entreveros. Y así fue que una noche —según cuenta René Briand en Crónicas del Tango Alegre— recibió un tiro en una pierna a causa de los extraños sonidos que profería con su clarinete, descerrajado por un susceptible parroquiano de La Milonga de Pantaleón. La convalecencia lo obligó a disolver el cuarteto por algún tiempo. En 1905 Bazán volvió a La Fazenda con Vicente y Ernesto Ponzio ambos violinistas y Tortorelli en arpa.
El trío de Azpiazú, Ponzio y Riglos se lució también en La Cancha de Rosendo, en Blandengues y Mendoza. La Cancha de Rosendo, propiedad de Rosendo Drago, recreo y pista de baile a la vez, era concurrida por gente allegada al turf en sus estratos más humildes. Allí también se lucieron Vicente y Ernesto Ponzio, Genaro Vázquez, El Tano Tortorelli, Roque Rinaldi, El Tano Vicente, Juan Carlos Bazán y otros músicos de los tiempos primitivos. La Pajarera, ubicado en las vecindades de los anteriores, era un sitio de similares características.
También en la calle Juramento, cerca de Cabildo, estaba el Modern Saloon donde, entre las páginas que distintos pianistas ponían como toque musical de fondo, supieron colarse tangos, especialmente cuando actuaba René Cóspito, cuya laya tanguera lo cobijó bajo el seudónimo de Don Goyo.
La confitería de la estación
Uno de los sitios más recordados por los belgranenses, es la Confitería La Paz, ubicada en la esquina de la estación Belgrano “C”, pegada a la misma barrera de la calle Juramento. Se la inauguró junto con el ferrocarril por 1876 con el nombre de Confitería Belgrano y era propiedad de los hermanos de la Fuente que la vendieron, años después a don Felix Menasi.
Por muchos años, el andén y el pasaje adyacente fueron una suerte de patio de la confitería donde incluso se habían instalado mesas. Por las noches, el tango reinaba a pleno. Al principio hubo una orquesta de señoritas como era habitual en aquellos años. Luego comenzaron a entreverarse distintos cantores. Allí debutó el cantor Jorge Vidal, quien me narró en el curso de una nota, que la noche de su debut, en años finales de la década de 1940, ocurrió el grave suceso que determinó el cierre de la confitería: en una pelea a cuchillo, perdió la vida su dueño. Entre muchos otros cantores, en 1943, actuó en la Confitería La Paz, con la orquesta de Cristóbal Herreros, un muy joven Alberto Morán todavía desconocido para el gran público.
Con toda seguridad hubo otros locales, tal vez de efímera fama o de corta vida, aunque no deberíamos olvidar los studs, donde en los días de festejos el tango no pudo faltar. Pero en general —debo insisitir— Belgrano no fue barrio de tango por más que haya tenido —y tenga— ilustres vecinos tangueros como Edmundo Rivero, Atilio Stampone, Amelita Baltar, Leopoldo Díaz Vélez.
Resulta curioso que El Heraldo —periódico semanal noticioso, social e independiente— fundado el 2 de marzo de 1913 bajo la dirección de Carlos A. Turchi, haya publicado el 6 de septiembre de 1916 —cuando lo dirigía Enrique W. Burgos— este singular poema de Armando Mosquera, titulado El Tango:
Dúctil, fácil cadenciosa
es la danza popular
con un alma candorosa
como el alma del lugar.
Por gente vulgar y ociosa
fue enhebrando su rimar
y hoy se exhibe presuntuosa
al calor de nuestro hogar
Danza alegre, danza triste
que en París la seda viste
y las pieles del chacal
la que nació tan sencilla
mostrando la pantorrilla
por los pliegues de percal.
Repárese en los versos del segundo cuarteto. El tango ya había vuelto a Buenos Aires santificado por París. El académico Jean Recherpin, el 25 de octubre de 1913 había leído en la Soborna su disertación titulada “A propos du Tango”. En 1911 Ricardo Güiraldes y Alberto López Buchardo con dos o tres argentinos más y el catalán José Sentis, habían impuesto el tango en la tertulia parisina de Mdme. Reszké. En septiembre de 1913 el barón Antonio María De Marchi —yerno del General Roca— había organizado la famosa velada en el Palace Theatre abriéndole las puertas de la sociedad porteña. No nos debe extrañar que en 1916 el poeta dijera que el tango se exhibía presuntuoso al calor de los hogares belgranenses… (¡Cuánta verdad había en aquello de que París bien vale una misa!)
Está registrada la presencia del Circo Anselmi en el Bajo Belgrano, con su carpa levantada en Blandengues entre Echeverría y Sucre, muy cerca del stud Los Ranqueles. El 22 de abril de 1910 la Gran compañía ecuestre, gimnástica y de dramas y comedias, dirigida por el actor Vicente Vita, representó el drama de Abdón Aróstegui titulado Julián Aguirre, escrito en 1890, que fue el primero en llevar a la escena un baile de tango. Dice Iñigo Carreras: “el culto al coraje y su himno están allí, impuestos al escenario y bien adentrados en los peoncitos del stud que a empellones han ganado un lugar en la carpa”.
La escena es la siguiente: Tocan un tango en las guitarras y el tío Juan y la tía María se colocan uno frente del otro. Cantan y bailan (no olvidar que estamos en 1890):
Una negla y un neglito
Se pusieron a bailá
El tanguito más bonito
Que se pueda imaginá
Y ahí nomás los tíos Juan y María la emprendieron con los primeros pasos de tango que se han dado sobre un tablado.
Dos años antes, el miércoles 11 de noviembre de 1908, en el bar Belgrano de Echeverría y Blandengues, se oyeron los compases de El Choclo, uno de los tangos más emblemáticos de todos los tiempos. Félix Lima, cronista impar de aquellos años, cuenta en “Noche de moda” del libro Entraña de Buenos Aires, que ese día en el Pabellón Belgrano, de Blandengues entre Sucre y Echeverría, se presentó la Compañía Dramática Nacional de los hermanos Fontanella, con un extenso programa. En la primera parte hubo número de excéntricos, juegos de salón, trapecistas y otras novedades. En la segunda “…a pedido del público y de las familias de la localidad. Gran éxito: La grandiosa obra nacional en tres actos y en verso, original del laureado poeta nacional don Martín Coronado, titulada: “Justicia de antaño”.
Entre una y otra sección vino el intervalo “El circo queda casi vacío, La concurrencia apaga la sed bajo la improvisada glorieta de la (mencionada) confitería. Diez minutos. Dos chopes. Una limonada. Un coñaque… Y el tango El Choclo prolonga el primer acto de Justicia de antaño”.
Lima, en dos trazos, da una semblanza de ese bar Belgrano: “Superior a La Perla de Lomas de Zamora —dice— Bebidas nobles, helados, buseca a toda hora, comedorcitos reservados, tranvía a la puerta, baños, etc. Por lo lujoso semeja pedrada en ojo ajena. Imaginaos la Confitería del Águila con sucursal en el Bajo Belgrano”.
También se oyeron tangos en el Dietze
Pocos lugares son tan gratos a los recuerdos de Belgrano, como el restaurante Dietze, con su amplio jardín al frente, en la esquina de Echeverría y Vuelta de Obligado. Había sido la residencia del doctor José Mariano Astigueta donde en 1880 se alojó el presidente Avellaneda luego de una breve estadía en el hotel Watson. En 1930 se inauguró el restaurante cuya vida se prolongó por tres décadas hasta que cerró y en su lugar se instaló uno de los supermecados Minimax, de propiedad del grupo Rockefeller. La noche del 26 de junio de 1969 este comercio fue incendiado junto con otros quince ubicados en distintos barrios de la ciudad. En el solar se alza hoy un edificio de departamentos, pero en la memoria de los viejos belgranenses, perdura el recuerdo del Dietze.
La orquesta de José Benes —piano, violín y cello— que durante muchos años actuó en este restaurante, incluía varias creaciones de la Guardia Vieja entre sus interpretaciones y de modo especial el tango de Sanders y Vedani titulado Adiós Muchachos que gozaba de fama internacional. También ejecutó composiciones el trío Zícari, Mendoza Dima y asimismo lo hicieron en solos de piano, Raúl Zícari, Ivan Bank, Charlie Franz, Pablo Lukas y Orlando Giacobbe, entre otros. El Dietzie acogió las estelares actuaciones de los violinistas Dajos Bela e Ilya Livchakoff, quienes también incluyeron tangos en sus repertorios.
Por último cabe mencionar las actuaciones del pianista y compositor José Tinelli, autor, entre otros temas de Por la vuelta, La lluvia y yo, Será una noche, etc., quien obviamente ejecutó un repertorio íntegramente de tangos.
La última actuación
de Azucena Maizani
La Maizani actuaba por 1966 en un local de la calle Juramento entre Moldes y Ciudad de la Paz, a pocas cuadras de mi casa. Su nombre en la marquesina seguía siendo una atracción, aunque no muchos sabían de su precario estado de salud y de su mala situación económica, a la que Hugo del Carril, en silencio y con grandeza —como hizo todas sus cosas— trataba de mitigar en lo posible. A fines de 1966, Azucena sufrió un ataque que la dejó hemipléjica y la postró hasta su muerte ocurrida el 15 de enero de 1970. Su última actuación en público había sido en Belgrano.
Tangos en el Chalchalero
En octubre de 1979 se inauguró, en la esquina de Cuba y Olazábal, un local dedicado al folklore: El Chalchalero. Yo lo administré hasta fines de 1980. No descarto haber influido para que los días jueves fueran dedicados al tango. Por ese escenario —donde de viernes a domingos sonaban los cantos de la tierra— pasaron, según mi impreciso recuerdo, Hugo del Carril, Alberto Castillo, Roberto Goyeneche, Roberto Rufino, el dúo Salgán-De Lío y un muy jovencito como inmejorable cantor llamado Guillermo Galvé que recién asomaba al aplauso del público.
Tangos para Belgrano
No es tarea fácil rastrear los pocos tangos dedicados o que mencionan al barrio de Belgrano. Las citas, por lo común, se agotan con Bajo Belgrano de Anselmo Aieta y Francisco García Jiménez y el vals Caserón de Tejas de Sebastián Piana y Cátulo Castillo porque son dos composiciones muy buenas y muy difundidas. Ambos muestran claramente el contraste entre las dos zonas de nuestro barrio. El Bajo —aunque idealizado por la pluma de García Jiménez— se presiente con su peculiar forma de vida, sus bañados y juncales, sus boliches y sus studs, el río y el arroyo desbordante. Era la vida marginal.
Cátulo, en cambio, escribió una postal evocativa del Belgrano bucólico, del Belgrano señorial con caserones de tejas, mansiones enrejadas y salas de música donde seguramente no arrastraban sus melodías los pianos tangueros que Ulises Petit de Murat nombra en El barrio como no hay otro, sino los dulces pianitos que sangraban en las siestas la pura ternura de un vals.
Pero hay algunos más. Cuenta Enrique Mario Mayochi que allá por 1907 empezó a construirse un palacio con apariencia de castillo en la esquina de Gutemberg y Virreyes (hoy Luis María Campos y José Hernández). El edificio recordaba a una mole medieval de torres almenadas, con un pórtico de entrada sobre el que lucían sendas esculturas de un par de leones. Para abreviar, el llamado Castillo de los Leones fue adquirido por el Dr. Teófilo Lacroze, hijo de don Federico, quien vivió con su familia muy poco tiempo en ese singular edificio. Nunca se supo por qué, pero las puertas se cerraron con cadenas y todo quedó tapiado.
Un día comenzaron a correr por el barrio extrañas historias que hablaban de ruidos en la medianoche, como si alguien arrastrase cadenas y emitiese quejidos y lamentos en el Castillo de los Leones. Síntesis: los fantasmas no eran otros que algunos socios del Club Belgrano que entraban al palacio por un lugar que sólo ellos conocían. El edificio fue demolido, pero en 1969 Alejandro Dolina compuso un tango —letra y música suya— titulado Fantasma de Belgrano que, si bien no recuerda exactamente esta historia, también llora por todas las calles / de Congreso hasta Lacroze / y en la vieja estación / arrastra sus cadenas / y un dolor.
El 21 de julio de 1909 se fundó allí el llamado Círculo Belgrano que trocó su nombre, en 1920, por el de Club Belgrano situado hoy sobre la barranca en las calles Luis María Campos, La Pampa, Arribeños y José Hernández. Fue el protagonista involuntario de la historia de fantasmas recién narrada. Para esta institución, el contrabajista Mario Canaro, hermano menor de Pirincho, compuso en 1926 su tango Club Belgrano, que fue grabado por Francisco Canaro y su orquesta en el mismo año.
En 1928, la misma orquesta de Francisco Canaro grabó un tango de M. Salina titulado Muchachita de Belgrano. Y treinta años después, el 12 de diciembre de 1958, Juan D´Arienzo llevó al disco el tango de Eladio Blanco —bandoneonista de la orquesta— titulado Barrio Belgrano. Blanco es autor también de otros sucesos de la orquesta de D´Arienzo, como El Nene del Abasto y Don Alfonso.
Otros tangos hablan de Belgrano aún cuando no lo contengan en su título. Es el caso de Calle Cabildo de Edmundo Rivero; de La Mesa del Tango de Leopoldo Díaz Vélez, en uno de cuyos pasajes dice: Y mil recuerdos del Bajo y Palermo / de Flores, Belgrano y La Paternal ; o de ¿En qué esquina te encuentro Buenos Aires? de Héctor Stamponi y Florencio Escardó que le dice a la ciudad Estás en todas, todas las esquinas / del arrabal y el centro / en las verdes Barrancas de Belgrano / y estas en las riberas del Riachuelo.
Muchos años atrás, Eugenio Nóbile, Luis Cosenza y Dante A. Linyera firmaron el tango Cocoliche en el que se cita al barrio en una de sus líneas: Vi’a empezar a patear/ de Belgrano hasta Lanús. Otro tango curioso es el que firman Edmundo Bianchi y J. Álvarez, titulado Juan Carlos, cuya letra merece la trascripción de algunos versos, como ejemplo de ramplonería y ausencia de creatividad: Yo lo adoraba a Juan Carlos / y en el nido que allá en Belgrano / había él formado / lo había alegrado / nuestro amorcito / y un varoncito.
De la conocida locutora Rafí (Rosa Angélica Fabbri, actual presidenta del Consejo de Previsión Social de Argentores) es el tango titulado Tan mina como yo, donde en uno de sus pasajes poéticamente describe …y Belgrano y el sol / justo en Pampa y la vía. Y por supuesto no dejaré de nombrar al recordado vals de Sciammarella y Petit, Los cien barrios porteños, grabado por Alberto Castillo el 20 de noviembre de 1945, que comienza enumerando Barracas, La Boca, Boedo, Belgrano, Palermo, Saavedra y Liniers…
El violinista Antonio Arcieri (integró durante muchos años la línea de violines de Ricardo Tanturi) y el letrista Venancio Juan Pedro Clauso (Juven Clauber, a quien Gardel le grabó Vos también vas a sonar con música de Antonio Polito), compusieron un tango que titularon A Belgrano, que es una cálida evocación de ese lindo barrio del pasado como dice uno de sus versos.
Aunque sin música, Belgrano también está en Carlos de la Púa con esencia de tango:
Bajo Belgrano, sos un monto crioyo
tayado entre las patas de los pingos
creyente y jugador, palmás el royo
rezando y taureando
en la misma burrera del domingo…
Bajo Belgrano, patria del portón
sos un barrio querendón
Y regalás a las pibas estuleras
que se pasan bordando los mandiles
para el crac que después resulta un cuco
el ramito de flores oriyeras
que crece en la maceta de tus trucos.
lo mismo que en Celedonio Flores:
Por el Bajo de Belgrano
no te paseaste ufano
y decidor
entre el temor de la gente
que te creyó prepotente
y fajador.
Está también en la pluma costumbrista y porteña de Félix Lima, y en una evocada casa de Tronador 1746, vivienda de Norah Lange y Oliverio Girondo donde ocurrían reuniones semanales en las que Borges vio bailar el tango al final de esas tertulias culturales.
La tertulia de don Eugenio Reville
He citado un par de veces a René Briand y su libro Crónicas del Tango Alegre. Debo recurrir nuevamente a él. En las líneas iniciales Briand dice que algunos de los relatos de su libro están basados en los recuerdos de un caballero, don Eugenio Reville, quien los vivió personalmente y solía rememorarlos en sus afamadas tertulias de los domingos por la tarde en su antigua casona de Belgrano. Esos recuerdos tuvieron tres épocas definidas: de 1875 a 1902, que Briand llama la época primitiva; de 1903 a 1914, llamada la época borrascosa, y de 1919 a 1932, denominada la rememorativa o serena.
No voy a abundar en detalles para ir al grano. Demás está decir que don Eugenio Reville, en su mocedad, era un calavera de aquellos. En sus tertulias siempre se ejecutó música. En la época primitiva, obras clásicas de moda, pero en la época borrascosa, la antigua casona de Belgrano ganó el favor del tango “… que se cultivó allí mucho antes de que fuera aceptado en los tradicionales salones de mansiones de la sociedad porteña”.
Las tertulias de Reville empezaban a las cuatro de la tarde y seguían hasta la media noche. Y entre sus asistentes hubo músicos de cartel, invitados o contratados, para tocar tangos: Rosendo Mendizábal, Julio Doutry, el Negro Casimiro (Casimiro Alcorta, amigo de don Eugenio), Samuel Castriota, Ernesto Ponzio, Alfredo Bevilacqua, el Gordo Bazán, Manuel Campoamor y muchos más. Concurrían también don León Aberastury, Marcelo de Alvear, José Arredondo, Manuel Gálvez, Benjamín Zubiaurre y otros apellidos de la aristocracia vernácula, junto con actores, literatos, políticos, estancieros y …algún que otro taura. Es de lamentar que Briand no aporte una referencia precisa sobre la ubicación de la casona de don Eurgenio Reville, salvo la genérica mención de que estaba en el barrio de Belgrano.
Belgrano, ¿barrio sin tango?
Después de imponerme esta investigación, vino un tiempo de dudas. ¿Qué decir de la presencia del tango en un barrio que fue ajeno al tango? Ahora, en el momento de concluir estas líneas, me llega la incertidumbre de pensar si Belgrano fue, en verdad, un barrio tan alejado del tango.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año IV N° 22 – Agosto de 2003
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Categorías: ESPACIO URBANO, Vida cívica, Bares, Café, Tango
Palabras claves:
Año de referencia del artículo: 1949
Historias de la Ciudad. Año 4 Nro22