Célebre entre los más célebres, nuestro Teatro Colón contiene, desde el 25 de Mayo de 1908, a cuanto de más caracterizado en la pléyade de artistas argentinos y del mundo que se dedican a la denominada “música clásica”, ha visitado nuestra capital. En apretada síntesis, recorremos con especial afecto su pasado.
Recuerdo que en la conferencia de prensa previa a su presentación en el Teatro Colón, el famoso tenor italiano Luciano Pavarotti, hizo una claro comentario —con una ingeniosa ironía—, referido a la acústica de nuestro coliseo lírico: “La acústica del Colón tiene un solo ‘defecto’: que es perfecta”, bromeó en aquel momento.
Efectivamente, estaba simbolizando y elogiando una suprema cualidad, unánimemente reconocida, de esa arquitectura notable del Colón de Buenos Aires, un verdadero orgullo en todo sentido para los argentinos: su condición de admirable edificio como teatro lírico y las cualidades acústicas excelentes que la Acoustical Society of America llegó a calificar y elogiar en un análisis pormenorizado de teatros líricos de diversas ciudades del mundo.
Sin duda alguna la obra del Teatro Colón —el “Nuevo Colón”, como entonces se le denominaba, dada la existencia de aquel ilustre antecesor situado frente a la Plaza de Mayo, en el solar que hoy ocupa el Banco de la Nación Argentina—, habría de constituir uno de los esfuerzos más grandes, y de los emprendimientos arquitectónicos más notables, de nuestra ciudad.
Para esta magna obra se había elegido el solar que ocupaba la estación del Parque, (con frente por la calle Libertad y fondos hacia la calle Cerrito, entre las de Tucumán y Viamonte) perteneciente al Ferrocarril del Oeste. Esa vieja construcción, de donde partió por vez primera “La Porteña”, dio pie al proyecto original del arquitecto e ingeniero (ambos títulos en su caso) Francesco Tamburini, italiano, activo e importante profesional, nacido en Jesi, que llegó al país en 1881.
En diez años de actividad valiosa proyectó y dirigió importantes obras en nuestra ciudad (la remodelación de la Casa Rosada, el Departamento Central de Policía, en la calle Belgrano, la escuela Mariano Acosta, en la calle Urquiza y Moreno, entre otras), y varias en Córdoba, entre ellas el magnífico Teatro del Libertador, antes Rivera Indarte, orgullo de la actividad lírica cordobesa.
Fue él quien dio los lineamientos a la soberbia construcción del Colón porteño, hasta que su temprana y lamentada muerte, ocurrida el 3 de diciembre de 1890, cuando contaba con 44 años, produjo el primer cambio en el elenco de arquitectos de nuestro primer coliseo.
Su colaborador y colega Vittorio Meano, italiano, nacido en Susa, en el Piamonte, y graduado en Turín, le habría de suceder en la dirección y proyecto de las obras. Ya estaba en nuestra capital desde 1884, y tras colaborar con Tamburini en las obras de la Casa Rosada y la jefatura de Policía, emprendió el proyecto definitivo, presentando los planos en 1892 y haciéndose cargo de la dirección de las obras.
Aparte del teatro, realizó la obra del Congreso de la Nación, que ganó por concurso, y el proyecto básico del Palacio Legislativo de Montevideo, que tiempo después fuera cambiado y alterado por el Ing. Moretti.
Las obras siguieron bajo la dirección de Meano hasta su trágica muerte, en 1904. Resultó víctima de un homicidio, por parte de uno de sus criados. Episodio sorprendente, penoso, que afectó a la sociedad y al renombre de quien fuera un destacado profesional italiano en nuestro ambiente finisecular.
Finalmente, las obras fueron encomendadas a otro notorio profesional, en este caso el belga Jules Dormal, nacido en Lieja, que estudió ingeniería en su ciudad natal y arquitectura en París. Llegó a nuestro país en l868, yendo a trabajar a Entre Ríos y radicándose en Buenos Aires en 1870.
Desde su estudio de la calle San Martín 1137 surgieron notables obras para la ciudad, entre ellas la remodelación del antiguo Teatro de la Opera en la calle Corrientes, demolido para dar lugar al actual cine-teatro; magníficas residencias particulares; la Casa de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, en la ciudad de La Plata; la estación del ferrocarril en Mar del Plata, hoy terminal de ómnibus; etc.
Se impuso Dormal con visible ahínco, —pese a demoras en la realización, producto de inconvenientes de diferentes tipos—, a la terminación de la obra del Colón, hasta que finalmente logró su conclusión, lo que permitió inaugurarlo el 25 de mayo de 1908, con la representación de la ópera “Aída” de Giuseppe Verdi.
Fallecido en 1924, Dormal fue una de las personalidades salientes de la arquitectura rioplatense de la “belle-epoque”, representando la corriente del eclecticismo francés, veta borbónica en la arquitectura de la ciudad.
Si Tamburini era el adalid de la modalidad italiana, del academicismo en vinculación con lo clásico y renacentista, Meano era el exponente de un alto academicismo que se reflejaba, con carácter de un eclecticismo de formas, en las grandes obras públicas, de un monumentalismo emblemático (caso del Congreso Nacional) y del propio Colón, de quien fue, como señalamos, el autor de los planos definitivos.
Por otra parte, Jules Dormal escribió, haciendo referencia al Teatro Colón que “Quisiera que este género que no llamamos estilo por ser demasiado ‘manierato’ tenga las características del renacimiento italiano, alternados con la buena distribución y solidez de la arquitectura alemana, y la gracia, variedad y bizarría de ornamentación propia de la arquitectura francesa. En líneas generales —prosigue— nuestro teatro tendrá algo de semejanza con algunos de los mejores y más recientes de Europa”.
La comunión de ideales, de ideas conceptuales del diseño, de capacidad técnica puesta en juego por parte de estos tres distinguidos profesionales de la arquitectura, llevó en definitiva a producir esa simbiosis arquitectónica que representa el Teatro Colón, legado patrimonial de notable factura y calidad para la ciudad de Buenos Aires.
La resultante de todo lo explicado es esa magnífica muestra de arquitectura teatral, con la típica sala en herradura, dentro de la tipología del modelo italiano, con una vasta platea de seiscientas treinta y dos butacas, diez palcos “baignoires” (palcos de luto, hoy usados para otros fines), treinta y dos palcos bajos, treinta y cuatro palcos balcón y otro tanto de palcos altos, además de los doscientos veintitrés asientos de cazuela, trescientos treinta y seis de tertulia, trescientos cuarenta y ocho en la galería y setenta y ocho butacas en la delantera de paraíso, todo lo cual, sumado a los quinientos espectadores de pie previstos en la gran sala, rondan esas tres mil localidades que se completan en los grandes eventos.
El escenario cuenta una boca de escena de 18 metros, medidas amplias y con una generosa superficie de más de mil metros cuadrados, con una tecnología que se va superando en forma periódica, con la introducción de nuevos elementos escenotécnicos.
Toda la infraestructura de tipo técnica, institucional, salas de ensayo subterráneas al igual que el taller de escenografía, hacen de este gran teatro un auténtico baluarte en el firmamento de los coliseos de opera, en el que es dable destacar la superficie subterránea ganada con los años en la plazoleta anexa, que se extiende desde el pasaje Arturo Toscanini hasta la calle Viamonte, y parte por debajo de la Avenida 9 de Julio.
Proyección y trayectoria del Colón
Si el continente que acabamos de resumir, es la infraestructura edilicia, todo aquello que configura el contenido lo torna un auténtico templo del arte lírico y de la música, generando el mayor compromiso de la ciudad para con el arte musical, dándole el carácter de vidriera de sus actividades culturales.
Ciertamente el Colón nació como un teatro lírico y para ese fin fue concebido. Hasta su municipalización, que implicara la creación de sus cuerpos estables, el teatro era cedido a concesionarios que armaban las temporadas, traían sus elencos completos que incluían cantantes, bailarines, coreutas, orquesta, etc.
Generaban un repertorio concebido generalmente en la modalidad italiana, ya que inclusive los títulos operísticos de otra procedencia, alemanes, franceses y hasta rusos, por caso, se ofrecían traducidos a esa lengua. Solo con el paso de los años se fue ganando en internacionalismo idiomático y también estilístico y es así que la trayectoria de nuestro teatro lo muestra como de un generoso eclecticismo, abierto a todos los géneros del repertorio lírico, con la posibilidad de brindar cualquier ópera en su idioma y estilo genuino.
Otro aspecto digno de remarcar es la participación que ha tenido la ópera argentina, desde la “Aurora” inicial de Héctor Panizza, estrenada en la primera temporada, hasta el modelo de ópera criolla que es “El matrero” de Felipe Boero, y desde allí hasta las obras de Juan José Castro o Alberto Ginastera.
El cultivo de nuestro repertorio también ha tenido desarrollo junto al de los grandes maestros del pasado y el presente: el repertorio italiano de Verdi, Bellini, Gioacchino Rossini, Giacomo Puccini, Gaetano Donizetti, etc.; entre los austríacos y los germanos, Wolfgang Amadeus Mozart y Johan Strauss, Richard Wagner o Richard Strauss, George Bizet; Charles Gounod o Jules Massenet entre los franceses; o bien Modesto Mussorgsky y Nicolás Rimsky-Korsakov entre los rusos.
Significativos han sido además los aportes españoles, muy arraigados en nuestra patria, de los que recordamos a Manuel de Falla o Federico Moreno Torroba; ingleses como Benjamin Britten; checos; húngaros; polacos; etc., conformando un internacionalismo abarcativo, asimismo, en el rubro de los grandes cantantes.
Grandes divos de todas las épocas han ocupado su escenario, desde el gran Enrico Caruso en 1915 y 1917; Beniamino Gigli y Tito Schipa, visitantes asiduos y muy queridos entre 1919 y 1954, hasta Plácido Domingo desde 1971, pasando por Claudia Muzio, —entre 1919 y 1934—, apodada por el público de la época “la divina”; la virtuosa e impecable Lily Pons, de reiterada presencia en nuestro teatro en la década del 30; la carismática María Callas, que nos visitara en 1949; la imponente Birgitt Nilsson, grande entre las grandes del repertorio alemán en las décadas del 60 y 70; la calidez y técnicas de un Carlo Bergonzi o de un Alfredo Krauss; la simpatía de actores cantantes como Salvatore Baccaloni o Sesto Bruscantini; presencias estelares de barítonos y bajos como Titta Ruffo, Carlo Galeffi, Fyodor Schaliapin, Nicola Rossi-Lemeni, y tantos celebres artistas vocales de todos los tiempos.
Así también ocuparon su escenario instrumentistas notables, desde Arturo Rubinstein hasta Claudio Arrau o Martha Argerich entre los pianistas; Mischa Elman o Yehudi Menuhin entre los violinistas; Pablo Casals entre los violoncelistas y miles más.
Las orquestas sinfónicas de jerarquía internacional y directores insignes comenzaron a acercarse al Colón con la Filarmónica de Viena, bajo la dirección de Richard Strauss, hacia principios de los 20, iniciando una corriente que el desarrollo de los medios de comunicación ha incrementado con el correr del tiempo, y de la cual forman parte desde un Arturo Toscanini hasta Erich Kleiber, desde Tulio Serafin a grandes conductores argentinos como Pedro Ignacio Calderón.
Para todos ellos, basta con su sola mención, ya que una enumeración, por sintética que fuere, nos llevaría a una interminable estadística, ajena a los objetivos de esta nota.
Con similares palabras podríamos referirnos al ballet, su repertorio, sus estrellas, etc., de entre las cuales destacan Margot Fonteyn, Rudolf Nureyev, Alicia Alonso, y tantos argentinos de nivel internacional como los actuales Julio Bocca o Paloma Herrero…
Cierto es decir entonces que el Colón constituye una entidad que cobra vida y realidad dentro de una arquitectura brillante, generando una simbiosis absoluta entre continente y contenido, arquitectura y música, constituyendo “per se” una unidad artística destacada con brillos propios en nuestra ciudad.
Hacer historia, aunque sea breve, en una nota referida a una entidad de esta talla, es casi un imposible. Dejar constancia de que ahí, en esa masa arquitectural, en ese involucro espacial que forman sus paredes, techos y pisos, queda encerrado el duende de la música y sus musas, es mi objetivo.
Porque cuando uno entra al Colón, lo visita en sus partes visibles y en aquellas otras más íntimas y recónditas, se introduce en el pasado, rico, brillante, y en el arte que allí fuera convocado por el conjuro de generaciones de artistas famosos. Esperemos que el futuro siga agregando triunfos a tan rica historia.
Y tal vez por todo esto viene a mi memoria, de manera metafórica, aquella frase del historiador cordobés Efraín Bishopp cuando señalaba, en sus evocaciones del teatro de Córdoba, un hecho por cierto aplicable a este recuerdo que he querido transmitir de nuestro Colón porteño: “El duendecillo que nos ha acompañado en este viaje a través del pasado se entretiene ahora en ir apagando las luces del recuerdo. Tal vez para que no veamos brillar, en el fondo de sus inquietas pupilas, una lágrima, tras haber convocado a tantas sombras iluminadas del pretérito”.
Néstor Echevarría
Arquitecto, profesor universitario, crítico musical, investigador e historiador del arte. Autor de
“Historia de los teatros líricos del mundo”,
“El teatro de ópera”, “El arte lírico en la Argentina” e “Historia de los cantantes líricos”, publicaciones, conferencias y audiciones de radio.
Es fundador y presidente de la Junta de
Estudios Históricos del Retiro.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año III – N° 16 – Julio de 2002
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Inauguraciones, piedras fundamentales, ARQUITECTURA, Edificios destacados, CULTURA Y EDUCACION, Teatro,
Palabras claves: Colon, inaguracion
Año de referencia del artículo: 1908
Historias de la Ciudad. Año 3 Nro16