“Para mis queridos hijos. Escribo estos pequeños relatos dispersos sobre la vida de su padre y la mía, porque estoy segura de que cuando ya no estemos, de tanto en tanto los revisarán y pensarán en nosotros con afecto.” Así se inicia un hermoso relato en el que su autora, Emmanuelle Hansen de Pedersen, transmitió a su descendencia los recuerdos y vivencias de su vida.
Nacida en Dinamarca el 29 de diciembre de 1868, formalizó estas palabras hacia 1939/40, ya instalada definitivamente en Buenos Aires, aunque algunos detalles nos indican que la tarea había sido iniciada al arribar a estas tierras.
En forma manuscrita, con una letra cuya prolijidad denota una educación poco común aún entre los inmigrantes cultos de la época —fue maestra y periodista en su tierra natal y en ésta, y remitió notas y relatos a diarios de Dinamarca—, realizó cuatro copias en danés y una en castellano, de las que sólo quedó la que ha servido de base a este trabajo, que fuera traducida por Karen Mikkelsen en Buenos Aires en mayo de 2003.
Trascienden de las mismas las sensaciones acumuladas en una larga y agitada vida, sombreada por la pérdida de sus hijos mayores en Tandil, donde se afincara la familia al llegar a nuestro país, y ornada por los recuerdos de un pasado que, como el de muchos inmigrantes, sólo es rescatado por su empeño en trascenderlos a través de sus descendientes.
Resulta de gran interés el trabajo de recopilación oral de las tradiciones familiares que, sin duda, realizó Emma desde muy joven, según se aprecia en los detalles del texto referidos al pasado de su familia y de la de su marido.
Es evidente que ha preguntado, —no sólo recordado cuando ya no tenía a quién preguntar—, a medida que iba tejiendo, tal vez en su imaginación, tal vez sobre borradores hoy desaparecidos, la saga de su pasado.
Muchas emociones, detalles interesantes de la vida en el país nórdico durante el siglo XIX, la dura decisión del traslado, hacen de su relato un compendio de vida digno de ser conocido por encima de los destinatarios naturales del mismo.
“Antes de relatar nuestra historia quisiera contarles lo que conozco de nuestros orígenes. No es mucho, sólo sé lo que nos llegó por transmisión oral de nuestros padres, y el conocimiento no llega más allá de mis bisabuelos, y en el caso de papá, de sus abuelos; pero él llegó a conocer a dos de ellos personalmente, mientras que los cuatro míos murieron antes de que yo naciera.
El padre de papá, Peder Sørensen, nació en Wellev, cerca de Randers, en el año 1818, y era soldado de caballería en la guarnición de Copenhague. Tras su regreso a Jylland entró a trabajar como cochero particular del chambelán Lichtenborg, en Bidstrup cerca de Laurbjerg, y era muy apreciado por sus empleadores.
La madre de papá nació en Laurbjerg, en la acogedora casa de dos alas con el pozo delante que sin duda recuerdan. Ella fue costurera de joven, por lo que era más elegante y fina que la mayoría de las campesinas y no era extraño que al apuesto cochero Per le llamara la atención. Una vez casados se establecieron cerca de la estación, donde el abuelo arrendó unas fanegas de tierra; pero entonces comenzó la guerra de 1848 y debió abandonar a su joven esposa y su hogar para ir a la frontera.
Iban a la escuela de Laurbjerg, donde papá recuerda que visitaban a los padres de su padre y disfrutaban de ricas meriendas. Los dos ancianos, es decir los bisabuelos de ustedes, vivían en la vieja casa de dos alas. Ella era una anciana callada y formal, mientras que él era más vivaz y bromista. Tras la caída de Napoleón había formado parte de las tropas auxiliares en la frontera de Francia y sabía algo de alemán; por ejemplo, y para regocijo y admiración de los niños, podía rezar el Padrenuestro en ese idioma. Los bisabuelos de ustedes alcanzaron ambos una avanzada edad; él murió a los 97 años y ella a los 98, y están enterrados en el cementerio de Laurbjerg.
Mi padre, Rasmus Hansen, nació en 1828 en Nørre-Søby, donde su padre, Hans Christensen, era granjero y alcalde.
Mi padre no tenía interés en la agricultura y había aprendido el oficio de albañil, por lo que cuando recibió su herencia viajó a Jylland para trabajar como constructor.
Mi madre, Eline Saxine Schmidt, nació en 1832 en Nørbek cerca de Randers, donde su padre, Christian Saxo Schmidt, era maestro de escuela. Él nació en 1794 en Holsten, que en ese entonces pertenecía a Dinamarca. Tuvieron tres hijos, Sofie, la hija mayor, un hijo que murió de pequeño, y mi madre, que era doce años menor que Sofie.
Su tío arrendaba una granja con extensos campos para engordar toros que luego se enviaban a través del Slesvig y Holstein a Alemania. Al fallecer, el propietario … “ofreció a mi madre venderle la granja a un precio módico, y los pretendientes acudieron desde regiones cercanas y lejanas. Muchos estaban dispuestos a participar si mi madre no se sentía en condiciones de comprar sola la granja, y la joven que formaba parte del convenio tampoco era para despreciar. Mi madre era considerada una de las jóvenes más bellas de la región… Pero la joven no tenía mucho interés en comprar la granja, y mucho menos en casarse … por lo que vendió lo que había de bienes muebles y ganado, y se fue a vivir con su tutor, el maestro Mossing … Mientras tanto, mi padre había llegado a Jylland, donde trabajaba como constructor… Era un joven experimentado e instruido, con interés en hablar de temas distintos a las vacas y ovejas, por lo que solían invitarlo al hogar del maestro de la escuela, donde se hallaba tan bien que pronto ocupaba todo su tiempo libre allí. Pero en apariencia no era sólo la interesante conversación que lo atraía; pronto comprendió que había entregado su corazón a la hermosa joven amiga de la familia. Ella tampoco tenía dudas de que finalmente había llegado el hombre que deseaba, y el 27 de agosto de 1858 se casaron en la iglesia de Vammen.
En esa época, los ferrocarriles comenzaron a desarrollarse rápidamente en Dinamarca y su padre participó de las licitaciones para la construir las estaciones y casillas de guardabarreras. Le asignaron la construcción de todas entre Randers y Åarhus, además de parte del pueblo de Langaa y muchas casas y granjas de la región.
… En Langaa nacimos mi hermana Anna, un hermano que murió de pequeño y yo… Cuando comenzó la guerra, en 1864… Mi padre (que) se había alistado muy joven como voluntario cuando comenzó la guerra de 1848, … esta vez era muy renuente a participar… mi padre arruinó su salud. Era ordenanza, y durante la retirada de Danevirke debía llevar unos despachos de un sitio a otro, y para evitar al enemigo tuvo que cruzar un pantano, donde varias veces pasó por sitios en los que el agua le llegaba a la cintura. Era invierno y la ropa se le congelaba hasta formar una armadura.
…El hogar de la infancia del pequeño Hans Henrik, vuestro padre, la granja de guardabosques Stingelund, estaba en las afueras del bosque, cerca de Bidstrup Brohus. Era 6 meses mayor que yo, y desde la primera infancia fuimos compañeros de juegos inseparables.
A (mis) 6 años, mi padre recibió una carta de un compañero de la infancia, el constructor Hasforth de Copenhague, que le aconsejó viajar allá, pues tenía demasiado trabajo y necesitaba un capataz habilidoso, y tenía interés en que mi padre ocupara ese lugar.
Naturalmente, mi hermana y yo estábamos muy interesadas en el viaje, primero por tren hasta Åarhus y luego por vapor hasta Copenhague, y nos impresionó mucho la gran ciudad… Mi hermana ingresó en seguida a una escuela de niñas en Fælledsvejen, y a los pocos meses la seguí yo, por supuesto con ánimo muy exaltado y ceremonioso. Sabía que en la escuela debía portarme muy bien … me presentaron a la maestra, que era muy amable y me acarició la mejilla. Dado que yo leía bastante bien de corrido, se sorprendió y me preguntó quién me había enseñado. “No lo sé”, contesté, en dialecto campesino, y deberían haber oído el alboroto que siguió. “Viene del campo, habla en dialecto y no sabe quién le enseñó a leer”…. También podía escribir un poco, y de ambos conocimientos no aprendí mucho más en el año que concurrí a esa escuela. Por otra parte, aprendí mucho de labores manuales, y aún conservo los restos de mi primer tejido al crochet de esa época…
… Cuando tenía 7 años viví la intensa experiencia de tener un hermanito. Nunca olvidaré el día 9 de abril, cuando me despertaron muy temprano, aún estaba oscuro, y me vistieron con una premura que no comprendí. Mi padre ató los cordones de mis botas torcidos, lo que me molestó porque no estaba acostumbrada a ese tipo de desprolijidades. Poco después me dieron desayuno con los demás niños y luego fuimos a jugar en el patio y la calle. En la mañana vimos con gran excitación una cigüeña que majestuosamente se posaba sobre la chimenea del almacenero Ellings. Entramos corriendo y gritando: “¡Llegó la cigüeña, llegó la cigüeña!”.
En ese momento vino mi padre a buscarme y me contó que tenía un hermanito. Claro, comprendía yo, y lo primero que grité cuando entramos a mi casa fue: “¿Dónde está mi hermanito? Vi la cigüeña que lo trajo, se paró a descansar sobre la chimenea del almacenero Ellings”. Estaba fascinada con el pequeño muñeco de carne y hueso, pero no podía comprender por qué mi madre guardaba cama. Entonces me explicaron que la cigüeña había picoteado a mi madre en la pierna porque no quería dejar el niño; y esa fue suficiente explicación para mí…”
Resulta muy interesante la descripción de la avanzada enseñanza en la Dinamarca de entonces, tan alejada de los parámetros conocidos en casi todos los países entonces considerados avanzados en el mundo, y aún más en los latinoamericanos.
“La escuela de la iglesia aceptaba cada año 30 niñas y 30 varones, y todos los años se confirmaban la misma cantidad de niños… contaba con cuatro grados, de los cuales el primero era el superior. Todo era gratis: la instrucción, los libros, los requisitos escolares, el material para las labores manuales y trabajos escritos, y con la graduación, todo el equipo para la confirmación, que las niñas debíamos confeccionar en su totalidad, salvo las botas. Además del equipo propio, cada niña debía coser una camisa con puños de gemelos para un niño. Por su parte, en labores manuales los niños recibían excelente instrucción en carpintería, encuadernación, etc., y tanto las niñas como los varones del último curso aprendían contabilidad.
Los niños debían pertenecer a la clase media sin recursos extraordinarios, pero se exigía que estuvieran bien vestidos, y que sólo se dedicaran a cuidar sus estudios. Con la solicitud se debía presentar un certificado de la escuela a la que concurría el niño, con constancia de capacidad y buena conducta.
La escuela de la iglesia era conocida como la escuela modelo de Dinamarca, y siempre había muchas solicitudes. Cada primavera, los solicitantes eran sometidos a una prueba, un día las niñas y otro los varones… Enviamos la solicitud con la certificación de la señorita Caspersen, y en el mes de mayo de 1879 me presenté a la prueba.
Era un día importante para mí, una chiquilla de 10 años… Primero nos examinaron en lectura, tanto de prosa como de poesía; luego en caligrafía, dictado y las cuatro operaciones aritméticas. También nos examinaron en geografía de Dinamarca y algo de historia.
Por fin terminamos y pudimos irnos, pero para mi gran terror y confusión me retuvieron y me presentaron al director de la escuela. Les aseguro que sentí gran alivio cuando me dijeron que mi delito consistía en haber sacado la calificación máxima en todas las pruebas, y me iban a tomar otra prueba para establecer el nivel.
Entonces me presentaron una poesía para que la memorizara y la recitara en el momento; luego me contaron una historia para que la narrara por escrito; me dieron unas cuentas para realizar en el pizarrón y en mente; y me preguntaron sobre los continentes y los países de Europa con sus capitales, además de algo de la Biblia.
Cuando terminé, todos fueron muy amables conmigo y el director dijo: “Sólo una vez antes tuvimos una Emanuella en la escuela, y también era una niña muy capaz. Ahora tendremos otra, y ya se lo puedes contar a tu familia”.
Mientras tanto había llegado el mediodía, y fuera de la escuela estaba mi querido padre esperándome. Le conté cómo me había ido y se puso muy contento… Sí, fue una época hermosa; yo amaba mi escuela y mi hogar. No porque hubiera gran fortuna ni ningún tipo de abundancia… Era necesario ahorrar y tener mucho cuidado para que alcanzara el sueldo de mi padre; y nunca debíamos olvidar llenar la leñera antes de que llegara el invierno, y guardar algo para cuando las heladas detuvieran el trabajo de albañilería. Si bien podía haber algo de trabajo de interior, no rendía mucho, pero mis padres sabían organizar sus cosas de manera tal que nunca padecimos penurias. Siempre tuvimos alimento y leña, como se dice, pero todos los gastos adicionales, tales como vestimenta, se postergaban para el verano.
No obstante, también teníamos nuestras alegrías de invierno. En Nochebuena adornábamos un pequeño árbol de Navidad, de tamaño suficiente para caber en una maceta, pero igualmente hermoso para nosotros, y nos regalábamos pequeños presentes para los que habíamos ahorrado durante mucho tiempo. Para mí había una espléndida fiesta de Navidad en la escuela, pero lo mejor eran los anocheceres de invierno, cuando el fuego crepitaba en la estufa y nos sentábamos alrededor de la mesa con nuestra labor, mientras mi padre nos leía en voz alta. Eran buenos libros que retiraba de la biblioteca de la escuela, por lo general largas historias que continuaban de una noche a la siguiente”.
Con el paso de los años, y merced a esa esmerada educación recibida en la escuela pública, Emma comienza a ejercer como maestra en diversos sitios de Dinamarca, acompañada por su hermano menor. Muere su padre, su hermana se casa y ella lleva a su madre a vivir en su escuela, vecina al lugar donde vivía quien sería poco tiempo después su marido, Hans Henrik Pedersen.
“El hecho de que mi querida madre viniera a vivir conmigo no disminuyó de modo alguno nuestra diversión, pues ella tenía una mente muy juvenil y se divertía con nosotras”.
Mientras tanto, Hans Henrik se había cansado de la vida de viajante y se hizo cargo de un comercio en Randers, en Storegade, bajo el hotel Danmark, y nos comprometimos oficialmente con anillos, tarjetas y demás. Mi madre y mis queridos suegros de Laurbjerg estaban muy contentos, pues era lo que siempre habían esperado. Poco después se mudaron de Stingelund, pues el abuelo ya no podía cumplir con las obligaciones del cargo de guardabosque, a la vieja casa de Laurbjerg, donde había nacido la abuela y habían vivido sus padres hasta su muerte.
Hacia principios del año 1894 comienza Emma a pensar con seriedad en el casamiento. Aunque el negocio al que se dedicaba quien sería su marido no daba gran ganancia, supusieron que podrían arreglarse, ya que como tantos jóvenes, creían que dos pueden vivir con lo mismo que un hombre soltero.
… “Me dediqué entonces a tejer puntillas para las cortinas y frazadas, y coser manteles y otros adornos. Arreglé mi ropa de cama y la de Hans Henrik, y cosí sábanas y fundas adicionales, además de cobertores, y arreglé nuestros guardarropas. Por ejemplo, Hans Henrik tenía un cajón lleno de medias con un agujero en cada una, por lo que las lavé y zurcí, y así él tuvo medias por muchos años… Hans Henrik tenía un hermoso juego de dormitorio de roble compuesto por la cama, un ropero y una cómoda, y conseguimos una cama igual. Pintamos mi ropero del mismo color, y con el neceser con espejo y cortinas rosas armamos un lindo dormitorio, incluso con dos roperos. Además, Hans Henrik tenía un sillón y una mesa ovalada, una mesita y una silla. Junto con mis cuatro sillas y la cómoda armaban un juego de comedor. La sala quedó muy bien. Recubrimos mi sofá con pana roja y compramos dos reposeras y otras cuatro sillas tapizadas con pana roja, además de una mesa redonda de salón.
Además teníamos mi piano, mi costurero y mi mesita, y todos los bellos cuadros. Habíamos decidido casarnos el 3 de mayo, y las dos semanas anteriores tuve mucho trabajo en ordenar la casa”… A la mañana siguiente, el día de la Ascensión de Cristo, 3 de mayo de 1894, me arregló Hertha con mis galas de novia y Hans Henrik vino en un coche cerrado desde Randers junto con Søren y Kristian. Después fuimos a la iglesia de Værum, donde tendría lugar la ceremonia religiosa… Cuando regresamos a Laurbjerg, había una mesa festiva con una comida especial, y tras celebrar en familia esa noche viajamos a Randers, a nuestro cálido nido… En esa época se pusieron de moda las bicicletas y en Randers ya había dos bicicleterías, Sonnes y Andersen, por lo que papá pensó que sería una buena idea intentarlo, para ver si tenía mejor resultado que el almacén. De todos modos no lo abandonamos enseguida, y comenzamos de a poco con las bicicletas.
Nos fue bien, por lo que papá dejó de viajar al campo con la mercadería, y en cambio viajó a Copenhague y luego a Alemania para comprar bicicletas, tanto nuevas como viejas, por lo que pronto el lugar disponible fue demasiado pequeño, y comprendimos que los dos negocios eran incompatibles… Por último nos decidimos a dejar el negocio del almacén, y papá tuvo la suerte de comprar una propiedad en Brødregade. La adquirimos a muy buen precio, y había lugar para todo: taller de reparación de bicicletas en el sótano, negocio en la planta baja y vivienda en el segundo piso… y tras un par de años, cuando la competencia de las bicicletas se tornó muy dura, comenzamos a vender pianos. Teníamos un buen contacto en Alemania que nos enviaba unos excelentes instrumentos a un precio razonable, por lo que no era mal negocio.
A esta altura del relato, aparece por vez primera la Argentina. Ya habian aparecido los Estados Unidos de Norteamérica como objetivo de la emigración de los daneses, que, relata Emma, venían a visitar a los parientes “pobres” que habían quedado en la tierra natal con envidiables medios económicos respecto de ellos.
… “En la habitación de abajo vivió cierto tiempo un joven, Hansen, que era asistente de librero y un entusiasta ciclista… Hansen se hizo ciclista profesional y corrió en la pista de Ørdrup. Pero se cansó y viajó a la Argentina. Cuando decidimos viajar allá su padre nos pidió que le enviáramos saludos a su hijo, si lo encontrábamos. No pudimos dejar de reír, pues por ser la Argentina un país tan grande, era escasa la probabilidad de que se cruzaran nuestros caminos. Sin embargo, poco después de llegar a Tandil recibimos la visita del ciclista Hansen. Más tarde se dedicó al automovilismo y por último a la aeronavegación, y fue uno de los primeros en volar sobre los Andes y morir en el intento”…
La emigración hacia la Argentina
Estaban bien en Bakkelund, y habrían sido totalmente felices si no hubieran tenido problemas con el negocio. La competencia con las bicicletas y los pianos crecía de continuo, por lo que las ganancias eran cada vez menores, y no era fácil lograr equilibrar los gastos.
Habían considerado la posibilidad de emigrar, en especial después de la visita de un primo del padre de la autora que vivía en Nueva York que les refirió las condiciones y posibilidades de América comparadas con las de Dinamarca, donde había comenzado el desempleo. Les preocupaba el futuro de sus cinco hijos. No se atrevieron a viajar a Estados Unidos, por un comentario sobre los inviernos muy fríos y los veranos demasiado cálidos.
“Mientras vivían nuestros padres, de ninguna manera podíamos pensar en viajar, pues hubiera sido terrible dejarlos; pero ya habían fallecido todos, y comenzamos a analizar con seriedad si no convenía emigrar, para beneficio de ustedes… El almacenero Schmidt de Horsens … que ustedes … llamaban tío Schmidt, había vivido de joven un año en la Argentina, y … siempre nos contaba mucho sobre ese país, su suave clima y las muchas posibilidades que brindaba a los hombres trabajadores. Si bien él sólo había permanecido en Córdoba con una familia danesa por razones de salud, mientras trabajaba de maestro, la impresión que le habían causado el país y las condiciones generales era muy buena, por lo que a partir de sus relatos decidimos que la Argentina sería nuestro destino.
Pero era un paso muy importante, que requería muchas cavilaciones y preparaciones. Papá no se atrevía a viajar con toda la familia y cortar todos los lazos, por lo que decidió viajar solo primero, ver cómo eran las condiciones e iniciar un trabajo para luego llevarnos a todos los demás. El tío Schmidt tenía un amigo de la infancia, el ingeniero Buck, que era dibujante empleado por la oficina del tren del oeste y vivía en Morón, cerca de Buenos Aires; pensaba escribirle para pedirle que recibiera a papá y le brindara ayuda.
Estuvimos muy ocupados en los preparativos para el viaje… papá organizó todo para nosotros y se aseguró que tuviéramos suficiente para vivir el primer año; además, yo tenía a mi hermano Kristian y a nuestro querido tío Søren para ayudarme con consejos y medios.
Papá se despidió entonces de todos sus seres queridos a principios de marzo de 1910 para probar suerte en el exterior e intentar abrir un camino para sus hijos, para que ustedes tuvieran menos problemas económicos que nosotros. Yo lo acompañé hasta Horsens y allí papá abordó el tren de las doce para Hamburgo. Nos despedimos con gran pena, pues no sabíamos cuándo nos volveríamos a ver. Partió con el vapor “Kap Arkona” y las condiciones a bordo no eran muy confortables para los pasajeros de tercera clase, pero a pesar de todo el viaje le hubiera resultado interesante si no nos hubiera extrañado tanto. Recibí carta de cada puerto al que arribó el barco, por lo que estuvimos en la mente de nuestro querido papá, y me preocupaba mucho cómo se resolvería todo… Nuestros amigos comprendieron que necesitábamos todo el estímulo posible. Pero de todos modos nos sentíamos un poco tristes al pensar en papá, que estaba tan lejos.
Mientras tanto … a fines de mayo nos mudamos de Bakkelund. Cuando habíamos cargado todo en los carros de mudanza, lancé una última mirada de despedida sobre las queridas habitaciones y me di vuelta para abandonarlas por un momento pensé que me habían superado las emociones, pues en la puerta vi a papá. No podía creer lo que veía, pero era cierto, era papá en persona. Y todo fue alegría. Ustedes vinieron corriendo a los gritos y casi ahogan a papá con sus abrazos. Por fin nos tranquilizamos y papá nos pudo contar cómo había llegado a Buenos Aires y permanecido con los Buck en Morón durante dos semanas, cómo había utilizado estos días para obtener información lo más plausible posible y que había llegado a la conclusión de que no tenía sentido asentarse en Buenos Aires, y que lo único correcto sería viajar al sur, hacia la gran colonia danesa. Pero papá comprendió que si comenzaba con algo sería imposible abandonarlo para volver a buscarnos, y por su experiencia no soportaba pensar que yo tuviera que realizar el difícil viaje sola con los niños, por lo que decidió volver con el “Kap Arkona” para buscarnos.
Para mí fue como si me quitaran una pesada piedra del corazón, ya no estaba preocupada y no tenía miedo del viaje; todo saldría bien si tan sólo tenía a papá comenzamos con los preparativos decisivos para el viaje, pero recién en noviembre nos fuimos. Había mucho que hacer. Parte del pago de la casa se utilizó en la compra de bicicletas, que papá vendió; salvo siete que trajimos con nosotros. También debíamos vender los muebles lo mejor posible; logramos precios adecuados pues todo estaba en muy buen estado. Sentí mucha pena cuando se los llevaron, en especial nuestro hermoso piano, en el cual Viggo ejecutaba tan bien. Cuando uno debe separarse de sus cosas personales se da cuenta del afecto que les tiene.
Pero nos llevamos todo lo que se podía guardar y envolver. Hicimos construir grandes cajones de madera en los que guardamos nuestra ropa de cama, frazadas, cortinas, libros y vajilla de cocina, además de nuestros cuadros, la porcelana y los elementos de cobre. Incluso llevamos la butaca, la cómoda pequeña que había sido de la abuela de papá, mi mesa de costura y la mesita, por lo que al menos pudimos llevarnos algunas de nuestras queridas cosas, que nos pudieran alegrar en el nuevo país.
Ahora debíamos buscar un buen vapor para viajar. Papá no quería pasar por Hamburgo, pues recordaba muy bien el “Kap Arkona”, pero el comerciante en cueros Voll era agente de la compañía “Norddentyer Lloyd”, cuyos barcos salían de Bremen, y averiguó que en noviembre partía el barco “Wittekind”, que sólo llevaba pasajeros de tercera clase en la cubierta intermedia y las cabinas. Parecía ser adecuado y decidimos tomarlo. Voll escribió a la compañía y solicitó fotografías, y dado que en los últimos años yo había escrito algunos artículos cada semana en distintas revistas, les solicitó que nos trataran especialmente bien, dado que la esposa era periodista y tenía intenciones de enviar descripciones del viaje a las revistas en Dinamarca. Esto nos causó mucha gracia y pensamos que no tendría gran influencia; pero nos equivocamos, pues en todo el viaje nos trataron con especial deferencia.
Por fin estaba todo en orden e hicimos un viaje para despedirnos de todos nuestros buenos amigos.
Una oscura mañana de noviembre abordamos el primer tren a Horsens para pasar el día allí y continuar con el tren de las 12 de la noche hacia Bremen. A pesar de la temprana hora, muchos amigos se habían congregado en la estación para despedirnos y derramamos muchas lágrimas; pero no pensamos que nunca volveríamos a ver Dinamarca y nos prometíamos que aunque pasaran diez años regresaríamos de visita.
Ahora habíamos cortado todos los puentes tras nosotros y debíamos abandonar nuestra querida patria, donde habíamos vivido tantas tristezas y alegrías, aunque al recordarlos predominaban las segundas. Habíamos vivido una época interesante e incluso maravillosa, con la aparición del teléfono, el fonógrafo, el gramófono, el automóvil y otras maravillosas máquinas. Por último, el telégrafo sin hilos, las imágenes animadas y, poco antes de partir, vimos a Robert Svendsen subir a su avión.
Se podría decir que nos habíamos acostumbrado a lo sorprendente y maravilloso, pero en nuestro fuero interno, en lo referido a nuestro propio y pequeño mundo, estábamos más preocupados por la aventura que estábamos a punto de iniciar, y en cuál sería el resultado.
Después de permanecer ese día en Horsens, y de despedirnos del tío Schmidt y la tía Olivia proseguimos a las 12 de la noche hacia Bremen, donde llegamos la tarde siguiente. Paseamos por la ciudad vieja y papá aprovechó el tiempo para comprar un piano usado, que llevamos con nosotros para gran alegría de Viggo.
Por fin llegó el momento de partir, y junto con muchos otros que habían llegado al hotel recibimos las vacunas necesarias y viajamos por tren hasta Bremerhafen, donde estaba el vapor “Wittekind”, un barco largo y angosto, de estilo algo anticuado. Pero cuando subimos a bordo y nos asignaron nuestros camarotes, y luego vimos el salón comedor y la parte del barco reservada para los pasajeros de los camarotes, nos pareció muy agradable.
Nuestros grandes cajones habían sido enviados con varios días de anticipación, y papá se aseguró de que estaban todos a bordo, junto con el que contenía el piano. Cargábamos además seis valijas de mano, que contenían todo lo necesario para el viaje. Esa tarde zarpamos, y no había demasiados pasajeros, por lo que había mucho lugar.
La mañana siguiente atracamos en Boulogne, donde abordaron muchos pasajeros, sobre todo rusos y turcos, además de varios franceses. Tardaron mucho en subir toda la carga de pasajeros y bultos, pues no estábamos en el muelle y todo debía ser traído en botes. Por fin continuamos viaje, y antes de la noche entramos en el golfo de Viscaya. Fue una noche dura, pues había mucho viento y las olas eran muy grandes, y yo estaba muy mareada. A la mañana siguiente, luego de que papá había subido a cubierta con ustedes, me quedé en la cucheta tratando de reponerme. Entonces llegó la camarera, una amable joven alemana, e insistió en que me levantara. Yo no tenía muchas ganas, pero ella insistía en que ya estábamos por llegar a Vigo, y era tan maravilloso que no me lo podía perder. Me ayudó a vestirme, ató mis botas y me puso un pañuelo en la cabeza, y luego me empujó hacia la escalera. Ustedes se pusieron muy contentos al verme, y me ubicaron en una reposera que papá había comprado. No me había sentido muy bien hasta allí, pero asombrosamente desapareció el mareo para no volver.
Sin duda tenía razón la joven al pregonar que la entrada a Vigo era maravillosa, creo que nunca he visto algo tan bello. ¿Recuerdan el barco hundido que estaba en medio de la bahía? Era testigo de que no sólo era bello, sino también a veces peligroso.
En Vigo abordaron muchos españoles que viajaban para la cosecha en la Argentina; y ahora ya no había mucho espacio libre, por lo menos para los pasajeros de la cubierta intermedia. Eran 1.100, más los 80 pasajeros de camarote; estábamos muy bien, teníamos todas las comodidades posibles a bordo; buenos camarotes, un gran salón comedor donde comíamos en mesas bien tendidas, y disfrutábamos de la cubierta superior para nuestro uso exclusivo. Teníamos mucha suerte, porque nunca he visto algo tan sucio como la cubierta baja, donde estaban hacinadas tantas personas. No era culpa de la tripulación, que limpiaba y lavaba varias veces por día, pero la mayoría de los pasajeros tiraban la basura en cualquier parte de la cubierta; había cáscaras de banana y naranja, y vómitos por todos lados.
Había unos alemanes que estaban separados de los demás en un rincón. Yo me sentía muy feliz de no tener que estar allí, sobre todo cuando veía a las madres con las cabezas de sus hijos en la falda para quitarles alimañas del pelo.
Los pasajeros de los camarotes eran todos muy prolijos y limpios, pero los únicos con los cuales podíamos hablar eran una joven pareja comprometida para casarse que venían de Copenhague. Él era cocinero de profesión y esperaba poder conseguir un buen trabajo en Buenos Aires, y ella tenía a su padre allá. Era muy divertido tener una pareja de daneses, y es obvio que permanecimos juntos durante todo el viaje.
La comida que recibíamos era muy buena y nos la servían en forma impecable; esto por supuesto para los pasajeros de camarote. La forma en que se servía la comida a los pasajeros de cubierta era simplemente escandalosa. Se colocaban unas grandes ollas en la cubierta y los pasajeros formaban cola con sus platos para recibir la comida. Al lado de la olla de sopa estaba una señora muy sucia que servía, y cada vez metía su sucia mano en la comida, para por fin quedar limpia. La entrada era servida por personal tan poco estimulante del apetito como ella. El primero arrojaba desde la olla un pedazo de carne o de pescado sobre el plato, el siguiente colocaba unas papas sucias y sin pelar, y el tercero echaba una cucharada de salsa sobre todo el resto, para conformar un menjunje muy poco delicado. Y todo el tiempo, la primera señora gritaba: “¡Venga! ¡Venga!”. Nosotros creíamos que decía Minga, y ese fue el nombre que le dimos. A muchos les costaba tragar la comida; los jóvenes alemanes que permanecían aislados a menudo tiraban todo al agua y se conformaban con comer pan y fruta. El pan era igual para todos los pasajeros, recién horneado todos los días, y podíamos comprar toda la fruta que queríamos cuando el barco atracaba en algún puerto.
Muchos se habían preocupado por llevar sus propias reservas de vituallas.
Poco después de zarpar de Vigo observamos un matrimonio que enseguida se instaló lo mejor posible sobre un ojo de buey cerca de una de las chimeneas y comenzó a sacar gran cantidad de comida de unos canastos y valijas: tortas, manteca, chorizos, quesos, etc. Colocaron las cosas como para una fiesta y pronto muchos comenzaron a lanzar miradas hacia allá, sobre todo los niños. Pero era todo para ellos. Llevaban muchos alimentos, por lo que no se notaba gran cosa lo que habían comido la primera vez, pero ya habían mostrado lo que tenían, y miraban con altanería a aquellos menos afortunados. Pero poco les duró. Cuando les pidieron los pasajes a los viajeros de Vigo salió a relucir que el matrimonio sólo tenía uno. Seguramente pensaron que no serían muy concienzudos en el recuento, por lo que sin duda uno de ellos podía pasar desapercibido. Pero se equivocaron. El señor y dos otros polizones que aparecieron de distintos sitios fueron enviados a la sala de máquinas para trabajar como carboneros. La mujer se quedó bastante enojada, y era notable verla cómo acariciaba a su marido cuando volvía por la noche todo sucio y desaliñado, y le daba de comer de las delicias que habían llevado.
Hasta entonces, los pasajeros de cubierta habían aceptado con paciencia la mala comida, pero un buen día fue demasiado. Les sirvieron pescado podrido, que tenía un olor tan fuerte que invadió todo el barco. El personal se amotinó y los pasajeros comenzaron a gritar todos a la vez; por último, los más agresivos tomaron las ollas y el pescado y los arrojaron al mar. El encargado de las provisiones vino y comenzó a gritar más fuerte que los demás, por lo que un par de los más exaltados sacaron los revólveres. El encargado también desenfundó el suyo y vaya uno a saber qué habría sucedido si algunos de los más sensatos no hubieran desarmado a ambas partes. El encargado de las provisiones, un tipo soberbio y muy poco agradable, echaba espuma por la boca de furia y quería que algunos de los pasajeros de camarote salieran de testigos a su favor cuando llegáramos a Buenos Aires; pero ninguno aceptó, y le hicieron saber que si servía pescado podrido sólo podía esperar que la gente se rebelara.
Fue la única batalla que hubo durante el viaje. Se pensaría que en un sitio pequeño con tantas personas amontonadas serían muy frecuentes los desacuerdos y las peleas, pero no ocurrieron nunca, sino muy por el contrario, por lo general permanecían en armonía hasta muy tarde por la noche cantando y tocando la armónica, mientras muchos de los jóvenes bailaban. Los que viajábamos en la cubierta superior también lo pasábamos divertido. Entre los pasajeros había tres jóvenes cocineros franceses que viajaban a Montevideo para una exposición. Dos de ellos tocaban muy bien el violín y el tercero la mandolina, por lo que también nosotros organizábamos bailes de tanto en tanto.
Pero muchas veces, mientras estaba sentada por la tarde escuchando las conversaciones, las risas, la música, los cantos y los bailes, no podía dejar de pensar en lo terrible que sería si se producía un accidente. Carecíamos de telégrafo, el barco era viejo y los pocos botes salvavidas ni siquiera podían albergar a la quinta parte de las personas que viajaban en el vapor. De una cosa estaba segura: si algo ocurría, no se salvaría ninguno de nosotros, pues no podríamos avanzar a los empujones entre los demás. Lo único que podía hacer era rezar a Dios para que nos cuidara.
Creo que el capitán también era consciente de su pesada responsabilidad, nunca sonreía y él o el primer oficial permanecían noche y día en el puente de mando. Todo salió bien, y tuvimos buen tiempo, sin neblina, pero fue el último viaje que hizo Wittekind como vapor de pasajeros.
Entre Europa y América nos detuvimos en las islas Canarias y en Las Palmas, donde cargamos carbón y luego transcurrió una semana durante la cual sólo vimos cielo y mar, hasta que por fin divisamos la costa de Brasil a lo lejos, pero no nos acercamos; en cambio nos dirigimos a Montevideo, donde debían descender varios pasajeros.
Al atardecer debíamos atracar, pero en lugar de café nos sirvieron la cena a todos, para que nadie descendiera sin cenar; nos habíamos detenido a cierta distancia de la ciudad, y nos dijeron que no nos acercábamos más porque había revolución en el país, y vinieron botes de motor para llevar los pasajeros y la carga.
Si bien estábamos a bastante distancia, podíamos ver bien la ciudad, que nos dio la primer impresión del nuevo continente, al que nos dirigíamos. Lo que más nos sorprendía era que todas las casas eran muy bajas, y los techos planos, tan distintos a nuestros techos a dos aguas, que les daban el aspecto de ruinas. Estábamos nerviosos y ansiosos, porque sabíamos que pronto llegaríamos a nuestro destino, Buenos Aires.
Sin duda debo haber tenido un aspecto desolado más tarde, cuando nuevamente emprendimos la marcha, apoyada en el borde de la cubierta y mirando el mar, pues el contramaestre, que en varias ocasiones había sido muy amable y gentil con nosotros, se acercó y me preguntó porqué parecía tan temerosa. Le contesté medio en broma que era porque sentía algo de apetito, pues habíamos cenado muy temprano. Dijo que lo entendía, y que había mandado llevar algo de comida al camarote, y esperaba que nos gustara.
Cuando bajamos encontramos una bandeja con deliciosos emparedados, una jarra de té caliente y otra con té helado con limón. Era mucho más de lo que podíamos comer, por lo que buscamos a los jóvenes daneses, que se unieron a nosotros, y agradecimos muchísimo al amable contramaestre.
Fue nuestra última noche a bordo, pues ya estábamos muy cerca de la meta de nuestro viaje, y teníamos gran ansiedad y expectativas. No pudimos dormir mucho y nos levantamos muy temprano, pues debíamos empacar todo y prepararnos para desembarcar. En todo el barco había movimiento, y cuando salimos a cubierta después de desayunar vimos aparecer Buenos Aires en la distancia. Mirábamos en silencio la tierra que se acercaba cada vez más, y coloqué mi mano en la de papá, quien la apretó con afecto. Era como una silenciosa promesa de que ante cualquier cosa que nos esperara en la nueva tierra, buena o mala, nos mantendríamos unidos para cuidarlos a ustedes, nuestros amados hijos, de la mejor manera posible.
No sé qué pensaban ustedes, pero sin duda estaban llenos de grandes expectativas sobre todo lo nuevo y maravilloso que iban a experimentar. Es una suerte que las personas no puedan conocer el futuro, por lo que entonces desconocíamos todas las penas y los contratiempos que deberíamos sobrellevar.
Y fue con espíritu positivo que el 16 de diciembre de 1910 llegamos a la Dársena Norte y pisamos tierra argentina.
Cuando papá estuvo en Buenos Aires se alojó en el hotel alemán “Deutzer Bond”, y hacia allá nos dirigimos con nuestro equipaje de mano. Pero estaba tan lleno de pasajeros que no tenían habitaciones disponibles, y la primera noche dormimos en un pequeño comedor, donde colocaron siete camas para nosotros. Era un buen arreglo, y al día siguiente quedó libre una habitación grande en el segundo piso, con vista al río. Allí vivimos los siguientes dos días, pues recién abandonamos Buenos Aires el día 19. Arribamos el sábado por la tarde, y el domingo no se podía organizar nada.
Además del piano y una caja con siete bicicletas teníamos otros dos cajones muy grandes y cuatro más pequeños, que tenían que pasar por la aduana; no tuvimos grandes inconvenientes y logramos trasladar el equipaje hasta Constitución entre el lunes y el martes.
En el hotel conocimos un par de jóvenes daneses que dirigían el trabajo de construcción de un ferrocarril en la zona norte. Habían llegado a la ciudad para contratar trabajadores entre los inmigrantes, y Viggo, que hablaba bien alemán, les servía como intérprete. El domingo fuimos juntos al Jardín Zoológico y uno de ellos, llamado Iversen, prolongó su estadía en Buenos Aires un día para ayudar a papá a ubicarse, y recién nos abandonó cuando nos había dejado en el tren para Tandil. Era nuestra primera impresión de los compatriotas en la Argentina, y debemos reconocer que era muy buena.
Viajábamos gratis con pasaje de inmigrante, por supuesto que en segunda clase, y como estaba repleto no tuvimos mucha tranquilidad esa noche, por lo que dormimos muy poco. Desde el momento en que aparecieron los primeros rayos de luz y pudimos divisar lo que nos rodeaba no dejamos de mirar por las ventanillas, extasiados por el paisaje que atravesábamos, y la impresión que recibimos fue bastante deprimente. Acababa de transcurrir un largo periodo de sequía, por lo que todo lo que se veía en la distancia era una enorme extensión de desierto con algunos matorrales de pasto largo y seco, y a lo largo de la vía vimos varios esqueletos de animales muertos. ¿A qué clase de país habíamos llegado? No había corrientes de agua ni bosques, no había casas ni granjas, tan sólo de tanto en tanto unos ranchos bajos con paredes de barro o chapas oxidadas y techos de cinc que parecían establos o graneros, pero de los que a medida que se acercaba la hora de levantarse, y para nuestra gran sorpresa, comenzaban a salir personas, por lo que eran viviendas humanas.
No puedo negar que mi estado de ánimo era muy bajo. Entonces comenzó a aparecer algo azulado en la distancia y gradualmente comenzaron a cambiar las características del paisaje, para por último presentarnos a Tandil en toda su belleza. La impresión fue tan sobrecogedora que casi comencé a llorar. Allí estaba el bello poblado, rodeado por sus hermosas sierras con bosques, torrentes y jardines; era como un oasis en medio del desierto, y me sentía feliz de que era a ese oasis al que nos dirigíamos. Pero de todos modos era con una extraña sensación de abatimiento que bajamos en la estación de tren de Tandil con todo nuestro equipaje, sin saber adonde ir, rodeados del murmullo del idioma extraño y sin siquiera imaginar lo que el futuro nos deparaba”.
Aquí finaliza el relato del viaje hacia la Argentina. Continúa luego con las peripecias de la vida en Tandil, pero nos ha parecido pertinente para que cierre este trabajo, la hermosa invocación que cierra este libro de memorias:
“Es mi esperanza que mis amados hijos … organicen sus vidas de modo tal que puedan cumplir sus obligaciones con honor, y que nunca olviden lo eterno y espiritual por lo terreno y material, sino recordar que de nada vale haber ganado toda la tierra si lesionamos el alma. Quiero así finalizar mis memorias. Sólo tienen valor e interés para ustedes y los suyos, pero creo que debido al amor de ustedes por papá y mamá, que con alegría hicieron por ustedes todo lo posible, se sentirán felices con estas pequeñas reseñas cuando nosotros ya no estemos. Y agrego mi bendición para ustedes, mis amados hijos, nueras y hermosos pequeños nietos.
Vuestra madre, Abuela Emma”
Se agradece a Carlos Víctor Pedersen, nieto de la autora, su cuidado en la preservación del manuscrito, hacerlo traducir luego de tantos años y, por cierto, habernos facilitado para su publicación este texto y las fotografías inéditas. Los comentarios que acompañan este texto pertenecen a Luis O. Cortese.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año V – N° 26 – Junio de 2004
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Comercios, Mujer, Biografías, Hitos sociales, Inmigración
Palabras claves: Wittekind, Hansen, Dinamarca
Año de referencia del artículo: 1905
Historias de la Ciudad. Año 5 Nro 26