Este texto de Eduardo Gutiérrez no sólo es casi desconocido, sino que nos ilustra admirablemente sobre la Semana Santa, en una evocación costumbrista del Buenos Aires de las primeras décadas de la independencia, al estilo de cronistas como Calzadilla o Wilde. Si bien ha pasado más de un siglo desde el momento en que se escribió, mantiene en muchos aspectos una notable actualidad y frescura. Los lectores darán su veredicto. Fue publicado en el Almanaque Peuser de 1888.
Bien sabido es que la Semana Santa, como el Carnaval, ha muerto entre nosotros como fiesta popular. Sólo ha quedado viviendo como una simple fiesta religiosa, practicada por los miembros del clero, para los pocos aficionados que van quedando. En otros tiempos, la Semana Santa era una verdadera fiesta en la que todos tomaban parte, observando religiosamente todos los preceptos, que se llevaban a la más cómica exageración.
Nadie comía carne, el bacalao cocinado con aceite era el plato obligado de todas las mesas y las empanadas de zapallo y cebolla con pasas, llamadas de vigilia, eran el bocado favorito. El mezclar carne y pescado era considerado como una herejía y no había señora capaz de permitir en su casa la consumación de semejante delito de lesa divinidad. ¿Quién habría desafiado el castigo que en el otro mundo estaba reservado a los que mezclaran en la Semana Santa carne y pescado?
Los mismos carniceros no carneaban por temor de perder las reses y el comercio de los almacenes estaba reducido a bacalao y aceite. La autoridad no permitía el tránsito de caballos desde el jueves a las doce hasta el sábado a igual hora y todos teníamos que andar a pie, porque el ruido de los cascos de los caballos habría turbado el sueño eterno de Jesús.
Así los pobres lecheros que venían a la ciudad tenían que hacerlo a simple alpargata, dejando sus jamelgos y matungos en Flores o en Belgrano, porque el hecho de andar a caballo habría sido una grave falta de respeto hacia la divinidad. Los enfermos se veían privados por la misma causa de los auxilios médicos, pues ningún galeno quería hacer a pie una recorrida a la ciudad. Y todo se paralizaba durante estos días consagrados a comer bacalao y empanadas de zapallo, únicas cosas que Dios habría tolerado sin enojarse.
En las casas de familia quedaba suprimido el piano y no se encontraba en la ciudad más música que la fúnebre que tocaban las bandas en las plazas, las gangosas y clarineteadas melodías de los maitines sagrados. Las tropas y autoridades vestían luto en el brazo, como si Jesús fuera pariente de todos y acabase de morir y ningún habitante medianamente acomodado se hubiera atrevido a salir a la calle con traje de color.
Los templos como las calles ofrecían un espectáculo bello e imponente. Durante la noche la sociedad femenina, vistiendo con sin igual elegancia la tradicional mantillla, llenaba los templos y las calles donde estaban formados en grupos numerosos nuestros elegantes enlutados que iban a presenciar aquella verdadera exposición de bellezas criollas.
Como no transitaban carruajes, grupos compactos de mujeres espléndidas paseaban por el medio de la calle, no sabemos si por buscar mejor espacio, o para mortificar sus pies diminutos y delicados en los hoyos espantables que la desidia municipal había convertido en ornato principal de la ciudad.
Los más ricos dandies sacaban a relucir sus trajes y galeras llamadas ministros; los más pobres sacaban de entre los colchones que los planchaban, sus pantalones negros del padre, rebajados en las piernas y reservados para estas solemnidades, con las peladuras cubiertas por una ligera capa de betún. E iban a los templos a llenar la suprema felicidad de contemplar a sus novias en traje de mantilla y haciendo estaciones.
De día los templos eran concurridos por la sociedad de tono que podía lucir sus espléndidos trajes de Semana Santa y su mantilla de chapa, sin cuyo requisito no había mujer completa.
Nuestras buenas negras, verdaderas estatuas de ébano, que ya se han perdido, propietarias de sitios y de buenos pesotes, salían también ataviadas con un lujo imponderable a lucir sus encantos a los morenos filarmónicos que constituían el núcleo de cantantes religiosos que solemnizaban con su presencia y su voz indefinible los maitines y cantos sagrados.
A la puerta de cada templo se veían inmensos figurones de madera, obra de tallistas imposibles, que representaban la imagen de los más milagrosos santos y habitantes del cielo. Delante de cada uno de estos mamarrachos, se veía la tradicional bandeja de recoger los pesotes, cuidada por un lego o monaguillo que, haciéndose los que no miraban, inspeccionaban con ojo práctico y vivo los pesos que la piedad o el orgullo dejaban caer en las bandejas.
Y de cuando en cuando, y así que la concurrencia era menor, se echaban al bolsillo un gran puñado de pesos para que la ausencia de estos en las bandejas incitase la generosidad de los que vinieran después. Y la iglesia recibía en estos días una pingüe renta, sin contar la suma que había quedado en los bolsillos de aquellos inspectores de bandejas que tanto se parecían a nuestros administradores y que inspiran la sátira popular: “Para Nuestra Señora de la Estrella / la mitad para mí y la otra para ella”.
Por fin llegaba el sábado santo, en que se podía comer un churrasco y la vecindad entera se entregaba al más clásico refocilamiento, que se traducía en sendas gruesas de cohetes y tiros de todo género con que se festejaba la resurrección de Cristo. Cada habitante de la ciudad se creía con el derecho de subir a la azotea o irse a la huerta de la casa a descargar el revólver, la pistola o la escopeta que había tenido cargada durante el año. Estas descargas se hacían con el perjuicio de las narices de algún incauto que las había asomado a la azotea a contemplar el general refocilamiento y festejo de la resurrección. Pero esto poco importaba: ¿quién esperaba un balazo casual cuando todo el mundo estaba entregado al jolgorio de festejar la resucitada de Cristo?
A la noche se quemaban los judas, que reunían a su alrededor todas las mucamejas del barrio y los campeadores de fruta pintona de la ciudad. Allí tenían lugar las escenas más cómicas y traviesas, en que tenía que intervenir personalmente la policía para evitar un desaguisado mayor. ¿Quién se permitía faltar a la quemada de un judas y perder los episodios infinitos que engendraba? Para él se preparaban durante la semana los chiquillos y los no chiquillos, con los buscapiés que habían de lanzar a las piernas de las viejas para distraerlas de la vigilancia que no permitía soltar una cuchufleta a la hija. El judas era el complemento de las fiestas de semana santa; era la petipieza que seguía al gran drama de la pasión y que hacía las delicias del público travieso y juguetón.
Todo eso ha pasado entre nosotros, como ha pasado el Carnaval, la Nochebuena y la totalidad de nuestras fiestas populares. El comercio ha desterrado la costumbre de cerrar sus puertas, la autoridad dejó a cada uno con libertad de hacer lo que más le dé la gana; los rodados nos aturden con su estruendo y la población en general se ausenta al campo, a gozar de estos días primaverales y a descansar las fatigas del primer trimestre de labor.
Cada uno come lo que más apetece su paladar, nadie piensa que el buen Dios ha de castigar con los rigores del infierno a los que han cometido el crimen de comer carne y pescado durante los días de Semana Santa, que son iguales a los de cualquier otra semana. Las fiestas santas, reducidas hoy al jueves y viernes, pronto las veremos desaparecer del todo y no preocupar más que a los directamente interesados en ellas.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año II – N° 9 – Mayo de 2001
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Procesiones y fiestas, RELIGION, Colectividades, Popular
Palabras claves: semana santa
Año de referencia del artículo: 1819
Historias de la Ciudad. Año 2 Nro9