Rogativas a las divinidades y medidas de higiene se alternan, en la historia de la humanidad, cuando de buscar soluciones a pandemias y epidemias se trata. Veamos aquí algunas de las que sacudieron a los porteños en su historia.
Desde el mismo momento en que los primeros humanos comenzaron a hacerse sedentarios y reunirse en pequeños grupos, estuvieron expuestos a periódicas enfermedades infecciosas que mermaban su número. Más aún cuando esos incipientes conglomerados fueron convirtiéndose en aldeas, pueblos y ciudades. Durante miles de años dichas enfermedades fueron atribuidas a distintas causas, desde “el castigo de Dios” hasta las inmundicias que se amontonaban en aquellas concentraciones urbanas. De allí que se alternaran imploraciones divinas con medidas higiénicas. Todas las ciudades del mundo conocieron estas calamidades y hasta mediados del siglo XIX imperó cierto fatalismo que bloqueaba toda acción directa sobre tales males. Por ello, no se tomaban medidas serias para remediarlos.
La ciudad de Buenos Aires se vio afectada por las epidemias desde su misma fundación en 1580 —o poco tiempo después— y sus pobladores nunca atendieron las mínimas previsiones sanitarias que impidieran su propagación. Ya en 1600 varios Acuerdos del Cabildo recordaban “las muchas pestes que habían asolado la ciudad” y las referencias a estas desgracias se repitieron continuamente.
Aunque, como ha quedado dicho, la ignorancia de la época hacía que se recurriera a las procesiones y misas, también se acertaba con algunas medidas preventivas. Una de ellas era aislar a los esclavos infectados que traían los barcos negreros. Las islas Martín García y San Gabriel y el arroyo San Fernando sirvieron a tales cuarentenas.
El problema se agravó con la inmigración, más aún por la insensibilidad de las compañías navieras que atiborraban la tercera clase de los barcos con el triple de su capacidad. Entonces se hizo necesario crear un organismo que tuviera a su cargo impedir el ingreso y propagación de epidemias desde el puerto controlando, precisamente, la entrada de barcos sospechados o declarados de tener a bordo pasajeros con enfermedades contagiosas. Así, el 13 de agosto de 1884 el presidente Julio A. Roca creó la Junta Central de Lazaretos y se fijó la isla Martín García para las cuarentenas.
Breve catálogo de calamidades porteñas
En 1605, la ciudad fue sacudida por una violenta epidemia de viruela y años después la fiebre tifoidea abatió casi la mitad de la población: 700 muertos sobre 1.500 habitantes. Ambas enfermedades —con predominio de la viruela— reaparecieron dieciséis veces en 77 años, entre 1625 y 1802. La de 1720 debe señalarse como una de las que más daños hizo.
La viruela es una enfermedad infecciosa grave que se manifiesta con la aparición de erupciones pustulosas que al secarse dejan marcas en la piel. Si bien la vacuna antivariólica fue introducida en nuestro medio en 1805, su difusión no fue intensiva sino hasta muchos años después. De allí que se continuara sufriendo epidemias de esta enfermedad. Durante los 79 años transcurridos entre 1811 y 1890, por ejemplo, se repitió veintiuna veces, resultando particularmente feroces las aparecidas en 1811, 1818 y 1829.
La fiebre tifoidea es causada por la ingestión de alimentos contaminados con el bacilo de Eberth. Debemos diferenciarla del tifus, enfermedad con manifestaciones eruptivas de la piel seguidas de un debilitamiento profundo del organismo provocada por un microbio transmitido por el piojo. En los registros oficiales, la diferenciación entre tifus y fiebre tifoidea se hizo recién a partir de 1739.
En 1717 estalló otra gran epidemia que los estudiosos no han podido identificar. Pudo haber sido una combinación de varias que se propagaron juntas: fiebre amarilla, escorbuto, tifus y viruela, como opina Eliseo Cantón. De ser así, aquel año fue la primera vez que se presentó la fiebre amarilla en Buenos Aires. El microbio que ocasiona esta enfermedad es transmitido al hombre por la picadura del mosquito aedes aegypti. En La Habana había hecho estragos y no era improbable que algún barco en su paso por las Antillas haya traído la enfermedad a nuestras costas. Se manifiesta con altas temperaturas, desmejoramiento general del organismo y vómitos negruzcos. De allí que también fuera conocida como “el vómito negro”. El escorbuto, muy común antiguamente entre los marinos, la padecían aquellos cuya alimentación era escasa en vitamina C y se manifestaba a través de hemorragias, caída de piezas dentarias y alteraciones de las articulaciones.
Esta epidemia de 1717 que los científicos e historiadores aún no se ponen de acuerdo en clasificar, atacó a toda la ciudad y se caracterizó por la prolongada convalecencia que debieron soportar aquellos que sobrevivieron. Otra de sus particularidades fue su larga duración, lo que tiraría por tierra la teoría de Cantón en cuanto a la presencia de la fiebre amarilla, cuyo vector no puede subsistir en ambientes de bajas temperaturas.
Para Besio Moreno tampoco es aceptable lo del escorbuto, pues Buenos Aires “ya tenía 9.000 habitantes, era casi sesquicentenaria”, y resultaba casi imposible que dicha enfermedad pudiera producir tales estragos. Por ello, el mencionado autor concluye en que habrían confluido solamente el tifus y la viruela.
La gran cantidad de víctimas que se cobró esta epidemia obligó al Cabildo a tomar medidas para evitar que se siguiera difundiendo. Se trató de eliminar los potenciales propagadores de la peste, entre ellos las pertenencias de los fallecidos, sus ropas y enseres. De este modo, designó al diputado Juan de Palma para que acompañara al fiel ejecutor y recogiera “en una carreta las inmundicias, almohadas y demás ropas arrojadas de los muertos, cuyo número es tan crecido”. Además ordenó “que todo se saque al bañado como una legua de la ciudad y allí se queme todo”.
En 1729 hizo su debut el sarampión; por lo menos es la primera vez que se documenta sus consecuencias. Un lustro más tarde (1734) reapareció en sus formas malignas, con complicaciones que ocasionaron un alto número de víctimas. Entre 1739 y 1895 ( 56 años) se repitió veintiuna veces.
Es necesario aclarar que en los primeros tiempos no se hacía diferenciación entre el sarampión y la escarlatina, por lo que resulta imposible saber el grado de incidencia de cada una de ellas. La escarlatina, ya disociada del sarampión, atacó en nueve oportunidades entre los años 1853 y 1901 (48 años).
En otras oportunidades se hicieron presentes fiebres eruptivas desconocidas. En 1757, año en que comenzaron a manifestarse, Buenos Aires sufrió temporadas de precipitaciones copiosas y continuas. Hasta se dio el caso en que llovió ininterrumpidamente por más de 30 días. Es de imaginar, entonces, que la ciudad se haya convertido en un inmenso pantano donde pudieron difundirse tales males.
En 1800 se conoció la angina gangrenosa, que hasta 1822 nos visitó periódicamente llevándose un significativo número de personas a la tumba. En 1810 hubo una gran epidemia de disentería que se repitió diez veces entre 1812 y 1868. Por otra parte, una epidemia de tétanos infantil acaecida en 1813 produjo numerosas víctimas fatales entre los más pequeños.
El cólera atacó fuertemente a fines de 1867. Entre el 26 de diciembre y el 31 de enero siguiente murieron 688 personas por su causa. Así lo dicen las estadísticas, pero las víctimas fueron muchas más. Una de ellas fue el Dr. Marcos Paz, Vicepresidente de la Nación en ejercicio de la presidencia. Esta epidemia reapareció en 1873. En 1888/1889 se sufrió un importante brote de difteria.
Ya en época más cercana, debemos mencionar la gran epidemia de poliomielitis ocurrida durante el verano de 1955/56. Como no se conocía aún el tratamiento de esta enfermedad y la vacuna recién fue descubierta posteriormente por Jonas Salk, las madres abrochaban bolsitas de tela con pastillas de alcanfor en la camiseta de sus niños.
En los barrios fueron organizadas campañas populares de aseo y desinfección, que consistieron principalmente en limpieza de zanjas y el blanqueo con cal de cordones de veredas y troncos de árboles. Curiosamente —y peligrosamente— estas tareas eran atendidas por los vecinos acompañados por sus hijos menores.
La gran epidemia
Pero la “estrella” de todas las epidemias fue la de fiebre amarilla de 1871. No se sabe a ciencia cierta cuando apareció. Algunos opinan que fue el 25 de diciembre del año anterior, mientras otros señalan al 6 de enero siguiente cuando fueron denunciados varios casos.
Lo que sí se sabe con seguridad es que el 27 de enero cundió la alarma al morir tres personas por su causa, localizándose este foco en la manzana de Bolívar, San Juan, Perú y Cochabamba. Entre esa fecha y el 31 de mayo fallecieron 13.725 personas. Tal cantidad de muertos en tan corto tiempo obligó a utilizar trenes, tranvías y hasta carros de basura para trasladarlos al cementerio o echarlos en fosas comunes.
Como en aquellos años se ignoraba la etiología de esta enfermedad, las autoridades sanitarias consideraron que debían tomarse algunas precauciones, principalmente con las basuras y detritos. Todas las miradas, entonces, se posaron sobre el Riachuelo que fue injustamente responsabilizado de esta epidemia. Se hallaba colmado de buques amarrados y saladeros ribereños que echaban en sus aguas toda clase de desperdicios, por lo que el grado de contaminación alcanzado en esos años era alarmante. Se propuso entonces, que corrieran dos lanchones para recoger dichas basuras y llevarlas a un sitio donde se las incineraría.
Al mismo tiempo se ejecutaron intensas campañas de aseo de calles y terrenos baldíos. Así fueron limpiados los zanjones de la parte sur de la ciudad y el “de Matorras” al norte que se quiso eliminar de una vez por todas. No obstante esta lucha contra los posibles focos infecciosos, en los ocho años siguientes la enfermedad volvió seis veces y hacia 1879 en un brote importante.
De todo esto tenemos que, durante los primeros 400 años de vida de Buenos Aires, un centenar de epidemias de distintas características la atacaron, algunas veces muy severamente y otras en forma atenuada. Esto es lo que dicen las estadísticas oficiales, pero debe suponerse que la visitaron muchas más y no haya quedado testimonio escrito.
Limpieza urbana
Ahora bien. ¿Qué pasaba con la limpieza urbana? ¿Buenos Aires era una ciudad limpia? ¿Estaba atendida correctamente por las autoridades? Y los porteños ¿cómo se comportaban?
Desde el principio, la indolencia fue moneda corriente. El foso inundable —rara vez colmado por las aguas— que rodeaba el primitivo fuerte puede considerarse el primer vaciadero de basura de Buenos Aires. La soldadesca y los primeros pobladores tiraban allí todos sus desperdicios. Con el correr de los años, el receptáculo de toda inmundicia fue la calle misma, pues en ella se arrojaban desechos de diversa índole, aguas servidas, animales muertos y de tanto en tanto, hasta el cadáver de algún negro esclavo.
El Cabildo, en su afán de hallar una solución a este problema, hizo promulgar infinidad de órdenes, provisiones y bandos relativos a la limpieza de la ciudad. La desmesurada reiteración de estas instrucciones es clara demostración de su ineficacia, pues resultaba casi imposible hacerlas cumplir aún con la amenaza de severas multas. Los vecinos se resistían a realizar tareas de limpieza y arreglo de calles aunque se tratara de los sectores que correspondían a sus propias posesiones. Realmente, eran reacios a asumir este tipo de responsabilidades y las disposiciones en tal sentido iban cayendo en el olvido hasta transformarse en letra muerta. De ahí sus continuas reiteraciones.
Las zanjas de Matorras y de Granados, los terrenos baldíos (conocidos como huecos) y las casas en ruinas se fueron convirtiendo en paraísos de las basuras.
Las corrientes que se formaban con las lluvias transformaban a aquellas zanjas en torrentes que arrastraban toda clase de desperdicios hacia el Río de la Plata, por lo que se prohibió volcar basuras y animales muertos en sus cauces. Con respecto a los “huecos”, la autoridad dispuso severas penas a los propietarios que no los edificaran o cercaran, como así también a los que echaran desperdicios en ellos. Pero tales multas tampoco asustaron a los porteños que siguieron utilizándolos para tales fines.
Durante el Virreinato no cambiaron mucho las cosas. Siguieron los bandos con instrucciones para la limpieza y arreglo de calles, pero las basuras siguieron reinando por doquier. El Protomedicato intervenía aconsejando las medidas necesarias reflejadas en nuevos bandos que tampoco tenían éxito. Los pequeños artesanos y pulperos, por ejemplo, siguieron tirando todo a la calle; unos los desechos de sus oficios, otros la broza resultante de la leña que hacían.
Aparecen los primeros carros de limpieza
Así llegamos a principios del siglo XIX, cuando se puso en funcionamiento un servicio de carros de limpieza con un reglamento para su administración. Una vieja barraca fue alquilada para guardarlos junto a los caballos y mulas, contratándose un capataz y varios peones que se encargarían de recoger las basuras domésticas y las del barrido de calles. Este primer Corralón de Limpieza de Buenos Aires se ubicaba en la esquina de las actuales Corrientes y Esmeralda.
El propio Cabildo a través del Regidor Diputado de Policía tuvo a su cargo llevar adelante este servicio, aunque enseguida fue rematado públicamente y entregado a particulares.
Dio comienzo el 28 de diciembre de 1803 con una docena de carros que, en cuadrillas de tres o cuatro, recorrían las calles porteñas. El primero de cada cuadrilla portaba una campanilla o cencerro para avisar de su presencia, de modo que los vecinos lo advirtieran y sacaran sus basuras. El barrido de calles era amontonado en las esquinas y levantado también por estos mismos carros.
En 1812 se creó la función de Intendente de Policía. Curiosamente, una de sus responsabilidades fue la de llevar adelante la administración de los carros de limpieza. Nueve años después se suprimieron los cabildos y en 1856 quedó instalada la Municipalidad de la Capital. El servicio de los carros de limpieza, entonces, fue reformado totalmente y encarado por un administrador dependiente de la flamante comuna metropolitana.
El primer incinerador
Mientras se daban todos estos movimientos organizativos, la creciente población porteña cada vez más se veía amenazada por los basurales que se formaban en los antedichos huecos. Estos montículos daban un feo aspecto a la ciudad y representaban un serio riesgo para la salud pública, por lo que debieron tomarse medidas para su definitiva erradicación. Los había en distintos puntos y muchos de estos predios abandonados luego fueron convertidos en bellos paseos públicos. Las plazas Constitución, Lavalle, Garay, Libertad y Vicente López, entre otras, fueron malolientes basurales alguna vez.
Así, para terminar con dichos muladares se puso en funcionamiento el primer incinerador de basuras. Fue creado en 1858 por Domingo Cabello, a la sazón encargado de los carros de limpieza.
No era más que un sencillo aparato de hierro transportable que podía llevarse a cada uno de los lugares donde había amontonamientos de basuras. Con ello fue posible hacer desaparecer rápidamente innumerables muladares.
Otras de las soluciones que se encontró fue la celebración de contratos con particulares que se interesaban en recuperar todos los materiales susceptibles de una posterior venta. Así se inició un negocio de enormes proporciones que se mantiene vigente actualmente, aunque con distintas características. Luego de dicha selección, estos concesionarios tenían la obligación de quemar lo que no aprovechaban dentro del día.
Nuevo vaciadero, futuro sitio de la quema
Viendo que aquel sencillo aparato inventado por Cabello ya no satisfacía las necesidades de una ciudad en constante crecimiento y que los concesionarios de la basura tampoco hacían un trabajo correcto, la Municipalidad decidió habilitar un terreno en la periferia de la ciudad para volcar allí la recolección de desperdicios domésticos y de los mercados. Este vaciadero de basuras se instaló hacía el sur de la actual Av. Amancio Alcorta entre Vélez Sarsfield y Sáenz, aproximadamente, lugar hacia donde diariamente se dirigían largas caravanas de chatas municipales a descargar sus basuras. Así, en poco tiempo se formaron enormes parvas que modificaron sustancialmente el paisaje original de la zona. Como puede suponerse, el lugar fue invadido rápidamente por roedores y otras alimañas que se reprodujeron por miles. Por otra parte, las basuras allí depositadas servían de alimento a cerdos, perros, gallinas y otros animales domésticos.
La Quema
Con el propósito de reducir aquellas acumulaciones, en 1872 comenzó a practicarse la quema al aire libre, precario método cuyas secuelas primarias fueron el humo y las partículas volátiles que el viento dispersaba sobre los barrios circunvecinos. De este modo, aquel sitio donde se hacía dicha incineración a cielo abierto comenzó a ser conocido popularmente como “la quema” y así apareció en los registros municipales.
Con el tiempo, en un sector de este campo se establecieron numerosas familias e individuos que hallaron en el basural el modo de ganarse la vida. Las precarias viviendas que levantaron fueron dando forma al legendario “Pueblo de las ranas” que inspiró a escritores y fue motivo de estudios de sociólogos e historiadores.
El Tren de las Basuras
A fin de acelerar el transporte de las basuras al predio donde se las incineraba, se construyó un ramal del Ferrocarril del Oeste a partir de su línea troncal que salía de la Estación Central (Once de Septiembre). Al mismo tiempo fue habilitado un lugar para transbordar las basuras de las chatas a los vagones ferroviarios.
Este Vaciadero o Embarcadero de Basuras, como fue identificado indistintamente, estaba ubicado en la manzana de las actuales Rivadavia, Sánchez de Loria, Hipólito Yrigoyen y Esparza. A partir de entonces, las chatas municipales confluyeron en ese lugar para dejar su recolección diaria.
El Tren de las Basuras -así fue denominado este ramal- cargaba los desperdicios en dicho vaciadero y los transportaba hasta el sitio de la Quema. Cabe aclarar que no sólo llevaba este tipo de maloliente carga; también recogía el carbón de las barcazas junto al Riachuelo, combustible utilizado por las locomotoras del F.C.Oeste.
Y hasta llegó a llevar pasajeros. Esta línea circuló desde el 30 de mayo de 1873, en que fue inaugurado oficialmente —había comenzado su tarea un año antes—, hasta el 14 de septiembre de 1895 en que fue desactivado definitivamente. El acarreo de basuras por este medio había cesado siete años antes.
Federalización de Buenos Aires
Después de la federalización de la ciudad y la anexión de los partidos de San José de Flores y Belgrano para su ensanche, la Municipalidad debió prever algún tipo de servicio organizado para esos nuevos territorios. Hasta entonces, en esos distritos se contrataba la recolección de residuos con particulares.
También existían carreros que hacían el trabajo por unas pocas monedas llevando las basuras hasta los descampados de los alrededores. Pero lo común era que los desperdicios orgánicos sirvieran de abono o alimento para las aves de corral y los cerdos que cada familia criaba para su propio consumo.
A partir de su incorporación a la Capital Federal, Flores y Belgrano comenzaron a desarrollar sus propios servicios con corralones, carros, caballada y personal bajo su dependencia. De este modo fueron elevadas a la categoría de Subintendencias, creándose posteriormente las de Boca-Barracas y Vélez Sarsfield.
Tiempos modernos
El resto ya escapa a la época dentro de la cual se encuadra este trabajo. La Municipalidad encaró una serie de estudios teóricos y prácticos que terminaron por recomendar la cremación integral en instalaciones adecuadas como la forma que más se adaptaba al tipo de basuras que generaba Buenos Aires. Así, en 1910 fue inaugurada una batería provisional de 72 hornos Baker de fabricación inglesa en el sito de la Quema, en jurisdicción del barrio de Nueva Pompeya.
Más adelante se aprobaría la construcción de tres nuevas y modernas usinas incineradoras. En 1926 se inauguró la de Chacarita (Rodney 299), dos años más tarde la de Flores (San Pedrito 1489) y en 1929 la de Nueva Pompeya (Zavaleta y Amancio Alcorta) que vinieron a traer nuevas soluciones al problema de la basura.
Así llegamos a diciembre 1976, cuando fueron desactivadas definitivamente al tiempo que se prohibían los incineradores domiciliarios. En su lugar fue adoptado el sistema actual de relleno sanitario creándose la empresa Cinturón Ecológico Área Metropolitana Sociedad del Estado (CEAMSE) formada por la provincia de Buenos Aires y la Municipalidad capitalina. De este modo, todos los porteños comenzaron a embolsar sus basuras. Y las epidemias pasaron al olvido.- j
Bibliografía
* ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN – “Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos Aires”, Serie I, Tomos I al XVIII (1589-1700), Serie II, Tomos I al IX (1701-1750), Serie III, Tomos I al XI (1751-1800) y Serie IV, Tomos I al IX (1801-1821).
* BESIO MORENO, Nicolás, Historia de las epidemias de Buenos Aires. Estudio demográfico, Universidad Nacional de Buenos Aires, Publicación de la Cátedra de Historia de la Medicina, Tomo III, Buenos Aires, 1940.
* BORDI DE RAGUCCI, Olga, Cólera e inmigración, 1880-1900, Ed. Leviatán, Buenos Aires, 1992.
* MEMORIAS MUNICIPALES, años varios.
* PRIGNANO, Ángel O., Los hornos incineradores de basura del barrio de Flores, Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires, Boletín N° 13, Buenos Aires, 1989.
* PRIGNANO, Ángel O., Crónica de la Basura Porteña. Del fogón indígena al cinturón ecológico, Junta de Estudios Históricos de San José de Flores, Buenos Aires, 1998.
* SCENNA, Miguel Ángel, Cuando murió Buenos Aires – 1871, Ediciones La Bastilla, Buenos Aires, 1974.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año V – N° 24 – Diciembre de 2003
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Energía, Vida cívica, Medio Ambiente
Palabras claves: epidemias, higiene, limpieza
Año de referencia del artículo: 1800
Historias de la Ciudad. Año 5 Nro24