También en el génesis de la ciudad indiana, en el principio fue el Verbo. Nacía como tal ciudad cuando se cumplía con fuerza creadora la palabra imperial. El fundador repasaba los ritos: espada en mano, tomaba posesión en nombre del monarca, desafiaba a quienes pudieran disputar sus derechos, y levantaba el rollo de la justicia. La nueva fundación recibía nombre, escudo de armas y se erigía su cabildo, que con el título de muy ilustre, comenzaba de inmediato a cumplir funciones de justicia y regimiento dentro de límites geográficos sorprendentemente amplios para los europeos.
La ciudad tenía ya realidad y los vecinos, como tales, privilegios y obligaciones. Sus descendientes, a fuer de hidalgos de solar conocido, la preferencia para los cargos de república, repartimiento y encomiendas. La distribución de chacras rodeaba a los solares y, más afuera, hacia los cuatro rumbos, se sucedían las suertes de estancias donde los pobladores pronto ejercían una actividad económica que, por sus características, habría de marcar con especial estilo la sociedad, la cultura y la política rioplatenses.
Con estos elementos se formó y fue ganando importancia con inquebrantable voluntad hegemónica la ciudad de Buenos Aires.
Bien se ha dicho que el español alejado de los centros de poder, minúsculo integrante de un imperio donde nunca se ponía el sol, se sentía con frecuencia el centro del mundo.
En nuestra América, con mucha más rapidez que en España, se formaron además de manera imprecisa —patria chica dentro de la patria chica de la urbe— los barrios. Nacieron a veces en torno a un templo, a un comercio, al solar de algún vecino influyente de subordinada clientela, o en torno a un mercado de ineludible concurrencia. Sus límites, primero en continua expansión, llegarían a definir más tarde las divisiones políticas y administrativas de la ciudad.
Así nació también Monserrat, al principio perdido entre huecos y baldíos. Sus vecinos pertenecían hasta el siglo XVIII a la parroquia de San Juan.
El templo y la parroquia
Promediaba la centuria cuando un grupo de ellos, asociados a la devoción de Nuestra Señora de Montserrat, en la hermandad que llevaba su nombre desde 1755, levantó una capilla construida por el arquitecto Antonio Masella, también miembro de la misma hermandad.1
Se ha atribuido a un catalán chacarero, Pedro Juan Sierra, el haber edificado antes un modestísimo local para honrar a la Virgen en tal advocación, lo que bien se comprende si consideramos que hacía ya mucho tiempo que al otro lado del mar la imagen congregaba a muchedumbres de peregrinos en el santuario de Montserrat. Las cumbres aserradas de la montaña habían visto desfilar a través de los siglos a poderosos y humildes, a santos y pecadores, rindiendo su homenaje a la madre de Dios. En Buenos Aires, el templo levantado por Masella en 1756, llegó a ser sede parroquial cuando el Obispo doctor Manuel Antonio de la Torre dispuso, el 3 de noviembre de 1769, crear nuevas parroquias, señalando sus límites.
Comprendía la nueva jurisdicción cinco cuadras de ancho de norte a sur a partir de San Nicolás, de largo por el oeste todo el terreno contiguo a la parroquia de la Piedad y por el sur seis cuadras de ancho, trazándose desde allí una línea recta hasta tocar la perpendicular a través de las quintas de la demarcación.2
El primer cura párroco, padre Antonio Suero, usó desde entonces el edificio levantado por Masella, a pesar de las tachas que le opusieron los cofrades de la hermandad entonces dirigida por don Miguel de Tolo y don José García Echaburu.
En enero de 1770, Suero inició su vida pastoral en la parroquia celebrando el primer bautismo, y así siguió sirviendo hasta entregar su alma a Dios en 1774. En su testamento, dictado poco tiempo antes, declaraba cancelado todo lo que se le debiera por la construcción de la iglesia “por la mucha devoción que tengo a Nuestra Señora de Montserrat y promesas que he hecho”.
Pasaron sesenta años hasta que, en 1834, la nueva parroquia de Balvanera vino a recortar la jurisdicción parroquial, dejando a la de Montserrat reducida al área comprendida entre las actuales calles de Rivadavia, Entre Ríos, Chile y Piedras. Tiempo después, el 10 de septiembre de 1865, el entonces cura párroco Manuel Velarde inauguraba, tras seis años de obras, el templo que hoy sigue congregando a los fieles del barrio.
La parroquia como centro espiritual y político
Fue la parroquia sede de cofradías —alguna mereció real cédula— que reunían a los vecinos en torno a obras de piedad, de la práctica de oraciones impetratorias de la Buena Muerte, o del destino trascendente de las Ánimas.
Fue también el templo y casa parroquial el ámbito obligado de muchas actividades trascendentes. Bautismos, bodas, entierros y funerales compartieron el lugar con procesiones, prédicas y penitencias.
Andando el tiempo, el templo cedió también un atrio a los vecinos de la Parroquia para instalar los lugares de emisión del voto en las nuevas elecciones.
Luego de la caída de Rosas, durante el sitio de la ciudad, Montserrat fue una de las cinco parroquias que quedaron bajo el control de las fuerzas del coronel Hilario Lagos, y participó junto con ellas y con la campaña en las elecciones de diputados del 12 de junio de 1853, que originaron la convención provincial encargada de dictaminar sobre la aprobación de la Constitución Nacional.
La plaza de Montserrat
En 1781 un grupo de vecinos, liderados por don Bernardo Gregorio de Las Heras y don José Ramón Mariño, ofrecieron al cabildo comprar el hueco de Montserrat, a fin de habilitar allí una plaza que sirviera para mejorar el abasto de la ciudad, brindando a los parroquianos del templo y a los de la Concepción un espacio donde mercar sin necesidad de trasladarse a la Plaza Mayor (hoy de Mayo), y un sitio apto para la reunión de las tropas que concurrieran a la defensa de la ciudad.
Aunque el síndico aprobó y recomendó la propuesta, en el seno del cabildo se planteó el problema de la eventual falta de control de los productos y precios por parte de la corporación. En efecto, el Fiel Ejecutor, único encargado de hacerlo según las ordenanzas, debía cumplir sus funciones no sólo en la Plaza Mayor, sino también en la de Amarita, que se situaba donde hoy se encuentra el Edificio del Plata del Gobierno de la Ciudad (Carlos Pellegrini al 200). Parecía imposible que pudiera hacerlo al mismo tiempo por añadidura en Montserrat, de manera que en resumidas cuentas, el proyecto no podía prosperar.
Al año siguiente sucedió que muchos vecinos de la Plaza Mayor cercaron sus terrenos o los vendieron para edificar, y las carretas que allí se refugiaban comenzaron a agolparse entonces en la misma plaza, con el consiguiente desorden, a la vista de las ahora afligidas autoridades municipales.
Atento a ello, renovaron sus instancias los de Montserrat y por fin consiguieron el 17 de junio de 1782 la aprobación formal de la propuesta.
Al jolgorio general del barrio sucedió, llegado el tiempo, la congoja de unos pocos. Don Bernardo Gregorio de las Heras, padre del futuro guerrero de la independencia, que había llevado su generosidad al extremo de adelantar de su propia fortuna el importe necesario para la compra del terreno, nunca pudo recuperarlo de manos de los demás propietarios. Algunos, como Roque el violinista, María de la O mujer de Benito, el preto Nolasco, o Catalina, esclava que fue de don Diego Mantilla, carecían ostensiblemente de dinero.
De todos modos, el 17 de julio de 1784 don Isidro Lorea, último propietario del hueco, otorgó carta de pago y se firmó la escritura.
Las Heras murió en 1813 sin haber recobrado su dinero. La plaza que había ayudado a crear sobrevivió a la plaza de toros que allí se asentó. Después de la jura real, en 1808, se llamó plaza de la Fidelidad. En 1822 del Buen Orden, en 1849 general San Martín.
En 1860 se desalojó de allí un circo para crear un paseo con el nombre de Belgrano, que se llamó después Moreno, hasta ser arrasado para construir una playa de estacionamiento en el terreno que hoy ocupa la Avenida 9 de julio.3
La plaza de toros
Las corridas de toros, como en toda la América española, estuvieron presentes en la mayor parte de las festividades públicas y para asistir a ellas se congregaba público entusiasta y de todas calidades.
En Buenos Aires, el circo o coso taurino era provisional. Se cerraba la Plaza Mayor a tales fines y, mientras se celebraban en la arena los combates, en los balcones del cabildo y otros sitios preferidos pugnaban las autoridades por precederse en los lugares de honor.4
En la Plaza Mayor lidió, hacia 1772 Mariano Ceballos, el Indio, rioplateño que luego sobresalió en España y fue inmortalizado por el genio de Goya. Ceballos había nacido posiblemente en nuestra Córdoba y era espada y rejoneador.
Con el propósito de levantar un circo fijo, aunque para corridas de menos jerarquía, de sólo novilladas, el maestro carpintero Mariño presentó en 1790 el proyecto de construir en el hueco de Montserrat instalaciones permanentes. La propuesta entusiasmó a muchos vecinos. El Virrey Nicolás de Arredondo encargó al regidor Martín de Alzaga y al capitán de ejército Félix de la Rosa que supervisaran la empresa, cuyo producido líquido se destinaría a la obras del empedrado.
Con capacidad para dos mil espectadores, comenzó a funcionar a principios de 1791. Se dispuso la construcción de burladeros para seguridad de los que bajaran a la arena y podían alquilarse palcos por dos reales y por la mitad, gradas y tendidos. Las reuniones se hacían los días lunes y feriados de un solo precepto, quedando vedados los meses de enero y febrero para no apartar a las gentes de los trabajos de la siega. Un callejón entre las casas de Lezica, Las Heras, Piñero y Lorea, de la calle Montserrat a la plaza, hacía de toril.
La primera corrida formal se realizó en 1793, mientras que las oficiales y las de los domingos se seguían haciendo en la Plaza Mayor. No todas las corridas ostentaban la necesaria fiereza, ni todos los toreros la valentía que requería aquella fiesta brava.
Un informante de hace casi dos siglos nos recuerda una realizada el 17 de mayo de 1794 que sólo fue prestigiada por la presencia del Virrey don Nicolás Arredondo. Los astados, cuenta el cronista, no lo eran tanto “casi mochos”, los demás a cual peor; tanto que los picadores y banderilleros no pudieron despenarlos. Los toreros, uno de los cuales estaba vestido de indio, no lograron tampoco superar la crítica del cronista. El matador se veía más pálido que penitente ayunado… A otro toque de clarín, tres indios de a caballo retiraron al toro a lazo para dar fin, con matarifes más avezados, a la faena. Ese día, de diez reses que aparecieron en la arena sólo dos cayeron por la espada, y no del primer golpe.5
La prosperidad que se prometían los vecinos al construir la plaza de toros, se había desvanecido por la desvalorización del barrio. El maderamen del circo crujía por las noches poblando de presagios agoreros el ánimo de los vecinos inmediatos.
Ocultos en las galerías, infinidad de malhechores atacaban con piedras, para luego despojar a aquellos que se aventuraban a pasar por allí desde la caída de la tarde. De día los toros y caballos muertos que permanecían en el sitio apestaban el ambiente y las reses bravas escapadas muchas veces provocaban la carrera y el alboroto de los enlazadores. Ya por entonces la calleja que hacía de toril recibía el merecido nombre de calle del pecado. Pronto la picaresca se extendió también a las casitas fronteras a la plaza, con ventanas como gateras y puertas macizas que se abrían directamente sobre los aposentos, propias para ser habitadas por gente pobre; la que pronto dejó el lugar a otros elementos que nunca pagaron alquiler, concediendo raras veces al dueño la gracia de devolver las llaves a la hora de partir.
Contritos, los vecinos sólo reconocían lo falible de los juicios humanos hasta que, hartos de sufrir, se dirigieron al virrey pidiendo la demolición del circo. Ofrecían además la suma de quinientos pesos para construir el mercado que pretendía Las Heras en 1781. La petición, formulada por don Matías de Chavarría como apoderado, estaba también firmada por Justo Pastor de Lezica, Martín Joseph de Altolaguirre, Juan Bautista de Mujica, doctor Domingo Antonio de Zapiola, doctor Mariano Medrano y otros vecinos de fuerte influencia.
El Virrey dictó un auto el 27 de octubre de 1799, disponiendo que la demolición comenzara el miércoles de ceniza del año venidero. Con el nacimiento del siglo XIX el barrio vio con alivio la desaparición definitiva del circo levantado por Mariño. Se habían cumplido 114 corridas que dejaron 5.700 pesos para los contratistas y 7.296 para la obra del empedrado.
Montserrat restañó dificultosamente las heridas infligidas por el circo en su tranquilidad y progreso, y se aplicó a la construcción de la plaza prevista para mercado mientras la gente de mal vivir se marchaba, sin ser lamentada, hacia el barrio del Retiro, donde se construyó un nuevo circo, escenario poco tiempo después, durante las invasiones inglesas, de hechos cruentos también, pero más gloriosos.
La Plaza Lorea
La construcción de Mariño en Montserrat oscureció la vista de los edificios linderos a la plaza torciendo su destino. La concurrencia diaria de carretas decayó sensiblemente. Cada vez menos vehículos se aventuraban por aquellos estrechos callejones.
En lugar de eso, los acobardados conductores prefirieron internarse por el “hueco de Lorea”, especie de laguna a ochenta centímetros bajo el nivel general de la ciudad, ubicada entre las actuales calles Rivadavia, Hipólito Yrigoyen, San José y Cevallos, que don Isidro Lorea había comprado en 1782 con el objeto de convertir el lugar en paradero de carretas procedentes del norte y del oeste.
Hacia fin del siglo, el hueco ya era bastante frecuentado, y algunos indios vendían en él cueros de vacas y oveja, trigo, maíz y plumas de avestruz.
Don Isidro Lorea había prometido construir allí una recova y corredores para que pudieran instalarse los comerciantes pagando un arrendamiento. No pudo concretar sus proyectos, ya que el 9 de julio de 1807 cayó, después de haber luchado contra los ingleses que pretendían someter a Buenos Aires.
El lugar, conocido desde 1830 como “mercado del indio”, fue convertido en plaza treinta y cuatro años después. Es fama que fue paseo predilecto de don Domingo Faustino Sarmiento, y en 1871 albergó con orgullo una torre metálica de 30 metros de altura que sostenía un tanque con capacidad de un millón cien mil litros con que se servía de agua corriente a las 32.000 casas de la que recién dejaba de ser la gran aldea. Aquella estructura, tan chocante al gusto actual, se mantuvo en su sitio hasta la apertura de la Avenida de Mayo en 1890. La plaza, ya dividida en dos, fue bautizada con el nombre de Luis Sáenz Peña durante el centenario, pero volvió a llamarse Lorea ante el clamor de los porteños, que nunca olvidaron el valor empecinado de aquel vasco afincado en Montserrat.
La Casa de Ejercicios
Todavía se sostiene en pie, como firme testimonio de continuidad con un pasado varias veces secular. La casa fue fundada en el siglo XVIII por la Venerable Madre María Antonia de San José de Paz y Figueroa.6
Declarado monumento histórico por decreto del Poder Ejecutivo Nacional en 1942, este oasis colonial, al que ha puesto sitio nuestro siglo, resulta hoy más visible tras la apertura de la avenida 9 de Julio.
En 1795 comenzó la construcción del edificio, en la hoy avenida Independencia, entre las actuales calles de Lima y Salta, en una manzana donada por Pedro Pavón, Alonso Rodríguez y Antonio Alberti. Así culminaba la obstinada lucha de la fundadora para restaurar en toda su vitalidad las prácticas de retiro, meditación y penitencia que la Compañía de Jesús había profesado hasta su expulsión.
Cuando en agosto de 1780 el Obispo accedió a sus reiteradas súplicas, hacía tiempo que María de Paz y Figueroa, junto con sus compañeras, venía ofreciendo en casa alquilada retiros espirituales separadamente a hombres y mujeres, a veces en número de hasta quinientas personas.
Es fama que movidos por su ejemplo todos se mezclaban, indígenas y negros, mulatos, caballeros y sirvientes, legos y letrados, afanados sólo en servirse unos y otros como hijos de un mismo Padre.
El padre Juan Nepomuceno de Sola
Cuando el año 1810 anunciaba el fin del imperio español en estas tierras, era Párroco de Monserrat el doctor don Juan Nepomuceno de Sola.
Porteño de nacimiento, doctorado en teología y ordenado por el Obispo Manuel de la Torre en 1774, Sola llegó a ser cura propietario de la parroquia, después de haber quedado al frente de ella en forma interina en 1791.
Los sucesos de mayo de 1810 lo sorprendieron en plena madurez. Tenía 51 años cuando se reveló como uno de los representantes más caracterizados del clero patriota. En el cabildo abierto del día 22 votó por la cesación del virrey en el mando. Fue vocal de la Primera Junta nonata junto a Cornelio de Saavedra, el doctor Juan José Castelli y don José Santos Inchaurregui, único español europeo entre los vocales y antiguo vecino que también se había pronunciado en contra de Baltasar Hidalgo de Cisneros. Como es sabido, la presidencia de esta Junta, atribuida al ex virrey, fue el detonante inmediato del movimiento del día 25.
El padre Sola, que antes había sido provisor y vicario general de la diócesis, volvió a Montserrat a ejercer su función pastoral, muy comprometido por cierto con la suerte de la nueva república que había ayudado a nacer. Cuando murió en 1819, su cuerpo recibió allí mismo sepultura y se colocó una lápida que aún perpetúa la memoria del primer sacerdote de la nueva patria.
Negros y federales
Quien se acerque desprevenido a las descripciones del barrio, sobre todo en los años del gobierno del Restaurador de las leyes, podría llegar a pensar en un “barrio del tambor” en el que los candombes, entonados por sus habitantes, llevasen el mensaje sonoro de una atronadora adhesión federal hasta los últimos rincones de la ciudad. Se trataría así del barrio de los negros, y del barrio federal, ya que, curiosamente, parecería inconcebible la existencia de un negro que no fuese decidido partidario de don Juan Manuel.
¿Fue Montserrat realmente el barrio de los negros? Indudablemente fue donde más negros vivían. No puede ignorarse sin embargo el proceso de blanqueamiento que se produjo en toda la ciudad desde fines del siglo XVIII. La baja proporción de las razas de color, su escasa fecundidad, el cese de la introducción de esclavos y el envejecimiento de los existentes fueron circunstancias que amenazaron la subsistencia de la raza negra mucho más que las guerras de la independencia o la falta de aclimatación tan remanidas.
Si a esto se agrega un franco predominio de los blancos, con mayor crecimiento vegetativo y con un continuado refuerzo inmigratorio, se reúnen todas las pautas determinantes de un proceso de blanqueamiento al que no escapó Montserrat y que se patentiza en toda la ciudad a través de la comparación censal.
Quizá, lo que le dio al lugar su apelativo de barrio del tambor fue que allí se ubicaron las asociaciones de negros, llamadas naciones, que daban lugar en sus diversiones, no siempre inocentes pero sí ruidosas, a que se sumaran los negros de otros barrios.
Los Cubanas, Rubolos, Congos, Angoles y muchos más se reunieron en las noches de Montserrat en candombes y fandangos al son implacable del tam-tam, dejando la frase “merienda de negros” como sinónimo de bochinche y desorden festivo.
La predilección por las achuras, distribuidas graciosamente en el mercado, le dio también al barrio, igual que a su vecino de la Concepción, el nombre poco cumplimentario de barrio del mondongo.
Durante la época de Rosas, sin embargo, la población de color estaba ya en franca desaparición. En el padrón de 1839 por ejemplo, predominan los ciudadanos que reciben el apelativo de don, que como es sabido era retaceado a todo individuo con trazas de mestizaje y más aún de otra raza que la blanca. Claro está que en este mismo padrón figura una cantidad de propietarios presumiblemente de color, pero siempre en menor proporción.
La manifiesta adhesión —espontánea o no— al gobernante de entonces no fue patrimonio exclusivo de pardos y morenos, sino más bien deja en el ánimo la impresión de una competencia a la que concurren por distintos motivos —sobre los políticos— muchos porteños de la época, algunos expectables.
Entre estos vecinos destacados, aunque protegido del ejercicio de la adulación por las prendas de su carácter, se contaba el general Lucio Mansilla, héroe de la guerra de la Independencia y de la del Brasil, y esforzado defensor de nuestra soberanía. Su hijo, autor de “Una excursión a los indios ranqueles”, nos ha dejado entre otras varias obras unas memorias de infancia y juventud. En ellas, se abre paso a través de la bruma del recuerdo la figura del Mansilla niño, escapándose junto con su hermana Eduardita a comprar tortitas de Morón a lo de San Pío; famoso por la elaboración de una golosina frita de color chocolate claro, que los niños tenían absolutamente prohibida desde que a los mayores les resultaba -y debía serlo- excesivamente pesada. El postre general en cambio, eran los pasteles llevados de casa en casa, recuerda el mismo Mansilla, por negros o negras pasteleras, que llegaban del barrio del Tambor.
Los Mansilla vivían en la esquina de Potosí (hoy Alsina) y Tacuarí, a pocos metros de don León Ortiz de Rosas, padre del gobernador. El sitio había sido ocupado tiempo atrás por el llamado “presidio viejo”, circunstancia que utilizaba el moreno “Tío Tomás” cuando, por la noche, pretendía hacer dormir a los niños so pena de ser atormentados por los quejidos de las almas que antes poblaban los calabozos subterráneos. Este método, tan efectivo como el que más, rivalizaba con el de la negra María, que se complacía en anunciar a los gritos a Eduardita la llegada de las fuerzas de Lavalle, cuyos caballos hambrientos se la comerían en caso de encontrarla despierta.
Con procedimientos más modernos y pedagógicos, funcionaba por entonces entre Alsina y Moreno, el colegio de monsieur Larroque, que brindaba una enseñanza satisfactoria. En la misma cuadra vivía don Marcos Agrelo, pariente del famoso fiscal y de reconocida filiación unitaria. También unitario declarado era don Mariano Varela, que vivía sobre la calle Piedras, igual que los Lastra, con domicilio frente al del muy rosista coronel Pedro Burgos.
Montserrat fue además residencia de otros personajes de nota, como el glorioso almirante Guillermo Brown, con casa en la calle Solís, los generales Ángel Pacheco, y Prudencio Rosas domiciliados en las calles Victoria (hoy H. Yrigoyen) y Salta respectivamente; el general Tomás Guido propietario de una quinta y muchos más que contribuyeron a darle al barrio una fisonomía particular.
Asimismo, merecen mención el “paquete” Garmendia, padre del general don José Ignacio Garmendia, apodado así, por su inalterable elegancia, tanto que muchos chiquilines esperaban para verlo desfilar. Y el chileno Domingo Arcos, de trágico fin, que vivía al lado del teatro de la Victoria, recordado por Mansilla como su profesor de florete.
Es relativamente fácil ahora conocer la lista de federales declarados que en 1841 vivían en Montserrat. Un decreto del gobernador, del 25 de marzo del mismo año, exoneraba por el término de 20 años del pago de contribución directa, del pago de impuestos de patentes y de boletos de registros de marcas y carruajes, a los ciudadanos federales de la provincia que permanezcan —dice el documento— “en las filas del ejército de mar y tierra hasta la conclusión de la campaña contra los salvajes unitarios”; y agrega más adelante que: “las excepciones prevenidas se acreditarán en el presente año por los mismos jueces de Paz de las parroquias y partidos respectivos, y para en adelante lo hará la contaduría general, por un boleto que entregará a los individuos que hayan obtenido del gobierno la honorífica declaratoria de haber contribuido con honor haciendo parte de las filas del ejército hasta la entera pacificación de la república”. 7
Al elevar, ocho meses después, la lista de individuos residentes exentos del pago del impuesto, el juez de paz de Monserrat, don Manuel Casal Gaete, confeccionó un documento en que constan el nombre de cada ciudadano, cuartel, calle en que habitaba y capital del que se le eximía el pago. Allí figuran entre los más favorecidos, nombres como los de Inocencio Espíndola, Prudencio Rosas, Francisco Crespo, Angel Pacheco, Guillermo Brown y Pedro Burgos. Claro está que para que estos datos cobren su verdadera dimensión hay que hacer notar que Montserrat, con poco más de 1.300 contribuyentes, sólo llegó a ocupar un lugar medio en orden a las exenciones de impuestos a ciudadanos federales.8
El teatro
El progreso constante del barrio fue alejando la ranchería hacia el sur y hacia el oeste, levantándose muchas casas de calidad, en cuyo interior reinaba un sencillo y auténtico orden patriarcal. Debido a la escasa iluminación, en invierno se cenaba a las 5 de la tarde, quedando la prematura noche a disposición de quienes tuvieran mayores compromisos sociales. Entre las actividades culturales y recreativas a que podía dedicarse un porteño de la época después de cenar, el teatro ocupaba un lugar importante.
En Montserrat funcionaba el teatro de la Victoria, inaugurado el 24 de mayo de 1838 en la calle homónima entre Tacuarí y Buen Orden, con la presencia de Manuelita Rosas y la actuación de Trinidad Guevara y Juan Aurelio Casacuberta.
En el Archivo General de La Nación se conserva el libro de caja de teatro de la Victoria correspondiente a la temporada de 1841. Es un documento llevado con toda prolijidad, en el que los siete empresarios que formaban una cooperativa, anotaban cada noche el detalle del número de palcos, lunetas y cazuelas vendidos, así como el precio de cada uno y la recaudación total.
Es realmente sugestivo el número de obras que subieron a escena durante ese año. Entre los meses de abril y diciembre se representaron 106 entre comedias y dramas. Para los porteños de hoy, esta cifra sólo puede significar que las obras pasaban por el escenario sin pena ni gloria a gran velocidad. Sin embargo, fueron muy frecuentes las noches de lleno total y por consiguiente gran recaudación. La explicación está dada por el número de habitantes que tenía Buenos Aires entonces. Actualmente es posible en cualquier gran ciudad, que una pieza se mantenga en cartel durante meses y aún años, pero durante el siglo pasado no fue así; la población, siendo mucho menor, absorbía inmediatamente y sin dificultad cualquier novedad, sin que el teatro haya sido una excepción.
En el salón de este teatro que era entonces de obligado color rojo, se representaron obras de Lope, Calderón, Larra, Bretón de los Herreros, Zorrilla, Víctor Hugo, Dumas, Sue, Corneille, Moliere y muchos más.
Los gastos del establecimiento, según su libro de caja, comprendían los siguientes rubros: orquesta, alumbrado, cobradores, cargo y contraseñas, imprenta para los programas, cuenta del tramoyista y del encargado del guardarropa. Con relativa frecuencia aparecen otros agregados en sus páginas, como el pago de comparsas para iniciar los aplausos, tarea casi siempre desempeñada por señoras y retribuida al final de cada función con 25 pesos; o en noches afortunadas, el alquiler de sillas extras o, por fin, el pago de un cohetero o polvorista, contratado para alguna puesta en escena particularmente sonora. Como detalle especial y reflejo de la sencilla claridad con que se daban y tomaban cuentas entonces, en la nota del 9 de julio, primera función de la cuarta temporada, durante la representación de la obra “La Elmira”, se lee: “pollerines para los indios: 80 pesos”.
Así fueron desfilando, entre aplausos más o menos entusiastas y alguna que otra gresca
—que también las hubo— muchas temporadas.
Años después de la caída de Rosas el periodismo porteño atacó duramente a aquella sala. Así, El Nacional del 5 de agosto de 1859 denunciaba que “debido al descuido de la autoridad y a la poca voluntad del teatro de la Victoria, sigue el “héroe del desierto” haciendo su papel sobre el telón de dicho teatro. Allí se nos presenta, las noches de función, armado de un escudo y con la bandera argentina en actitud de subir a las nubes. Toca a la autoridad hacer desaparecer esos últimos recuerdos del reinado de la mashorca”.
Al teatro de la Victoria sucedieron en el mismo Monserrat otras varias salas, llegando a completar una decena, entre las que se destacaron el teatro de la Federación, después del Buen Orden, el Onrubia, luego también Victoria y Maravillas, el del Porvenir, el Dorado, el Doria y el Alcázar, de muy ruidosa memoria. Como las personas que los frecuentaron, aquellos teatros ocuparon a su tiempo un lugar en el recuerdo.
Más adelante, sobre todo después de la llegada de la gran inmigración, las nuevas generaciones de porteños fueron construyendo una ciudad distinta, adecuada a sus propias circunstancias. 2
Nota: La mayoría de las fotos han sido reproducidas del libro “Monserrat. Otro barrio olvidado”, por gentileza de su autor, Norberto H. García Rozada.
Notas
1. Torre Revello, José, Un arquitecto del Buenos Aires del siglo XVIII: Antonio Masella, Buenos Aires, 1945.
2. Torre Revello, José, Las divisiones parroquiales de Buenos Aires en el siglo XVIII, en Los Santos Patronos de Buenos Aires y otros ensayos históricos, Buenos Aires, 1937.
3. Leiva, Alberto David, Del hueco a la Plaza de Monserrat. Un capítulo en la historia de Buenos Aires. En Segundo Congreso Internacional de Historia de América. Buenos Aires, 1980.
4. Pillado, José Antonio, Buenos Aires Colonial, Buenos Aires, 1910.
5. Don José Torre Revello recordó esta infausta corrida, y Enrique M. Mayochi, reconocible por sus iniciales, lo evocó para La Nación en un suelto chispeante y erudito.
6. Numerosos autores, laicos y eclesiásticos se han ocupado de la fundadora, que murió en 1799. Sus restos yacen en la Iglesia de La Piedad y su causa de beatificación y canonización se inició en Roma en 1917.
7. Registro Oficial del Gobierno de Buenos Aires, libro 20, 1841, págs. 80/82.
8. 26 de noviembre de 1841.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año II – N° 6 – Octubre de 2000
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: ARQUITECTURA, Edificios destacados, Iglesias y afines, Plazas, Parques y espacios verdes, Vida cívica, Teatro, Costumbres
Palabras claves: Juan Nepomuceno de Sola, plaza de toros,
Año de referencia del artículo: 1886
Historias de la Ciudad. Año 2 Nro6