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Ciudad de Buenos Aires

Espacios de sociabilidad porteños y vida cotidiana en los orígenes de la Argentina moderna

Rodrigo Leonel Salinas

Pirámide de Mayo y farolas engalanadas con banderines y lamparillas eléctricas en ocasión de las Fiestas Mayas, 1899. A la izquierda, puede observarse la figura del Cabildo sin su torre original y sin sus tres arcos del lado izquierdo. A la derecha, el majestuoso Palacio Municipal, sede de la Intendencia porteña, inaugurado en 1892 y proyectado por el arquitecto italiano Juan Antonio Buschiazzo, bajo la supervisión del ingeniero y Vicedirector de la Oficina de Obras Públicas Juan M. Cagnoni. En el centro, la Avenida de Mayo en su intersección con la calle Bolívar, al cumplirse el primer lustro de su inauguración.

“Los porteños desfilaban por la calle, sin distinción de clases, por los salones desbordantes, colmados de artículos de toda industria, para todas las necesidades y todos los gustos en el ramo de la provisión del hogar (…)”[1]

Entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, la Avenida de Mayo se convirtió en el lugar de tránsito, de búsqueda de trabajo, de espera y de exhibición de los habitantes de la Ciudad de Buenos Aires. Se trataba del espacio que todos “sentían en común” y a “disposición de todos”- independientemente de las diferencias sociales que existieran entre ellos- y para muchos era el centro gestador de relaciones y de encuentros, fueran estos  rápidos como furtivos. En la nueva calle la gente veía y era vista por otros, el espacio donde se conocían y se contactaban. Transitar las calles del centro de la Capital Federal de la República Argentina- las cuales se hallaban en pleno proceso de modernización arquitectónica- implicaba involucrarse en ellas y conocerlas, pero también conocerse, contactarse, hablar con otro, prometer u ofrecerse en invitación. Se trataba, además, del escenario que todos recorrían por infinitos motivos y en múltiples direcciones. A ella acudían los que trabajaban en sus comercios y oficinas, los que se alojaban en sus lujosos hoteles, los que dedicaban su tiempo ocioso a comprar en las tiendas comerciales o simplemente pasear por ellas durante los fines de semana. Estaban también quienes la desfilaban, los que ocupaban las sillas de sus cafés o los que concurrían a sus clubes. De este modo, la calle imponía la presencia de los otros y también permitía imponer la figura de uno mismo. En el incesante ondular la gente se conocía, engendraba vínculos y ampliaba el círculo de relaciones y de amigos. La Avenida de Mayo fue, a partir de 1894 y en los años que gravitaron entorno a los festejos del Centenario de la Revolución (1910), la columna vertebral del desarrollo económico y político de la Capital Federal y el principal centro de la sociabilidad porteña – y masculina- por excelencia, la cual brotaba ante la presencia del otro[2].

 

LA AVENIDA DE MAYO- UN “ASILO” EN LA MULTITUD

Las profundas transformaciones sociales derivadas del gran aluvión inmigratorio europeo finisecular modificaron el escenario porteño conocido hasta entonces y lo forzaron al encuentro de todas las clases sociales. La nueva sociedad en ascenso, teñida del cosmopolitismo de raíz inmigratoria, modificó la apropiación de este espacio público, que ahora presentaba imágenes fragmentarias de la realidad. Porteños e inmigrantes no tardaron en apoderarse del espacio original buscando, según términos del filósofo alemán Walter Benjamín (1892-1940), un asilo en la multitud”[3]. De este modo, el individuo fue desapareciendo gradualmente del entorno cotidiano y, como consecuencia de ello, el saludo personalizado de vereda a vereda, último resabio de la “Gran Aldea”, tan bien descripta por el escritor uruguayo Lucio Vicente López (1848-1894) en su novela homónima publicada en formato de libro en 1884. Ahora el habitante era uno mas entre todos. La muchedumbre dominará la nueva escena. Le tocará al habitante de la ciudad otorgar al ámbito creado por la calle la categoría de uso que le permita cierta identificación dentro de la ciudad masificada.

En este sentido, la Avenida de Mayo no fue la excepción. Inaugurada oficialmente el día 9 de  julio de 1894, bajo la Intendencia de Federico Pinedo (padre), la nueva arteria no sólo contribuyó a crear un marco adecuado en la ciudad progresista, sino también a producir intensos cambios en los comportamientos sociales de antaño. Así, la nueva arteria se fue convirtiendo en un elemento urbano integrador, donde se originaron nuevos usos y costumbres llevados a cabo con el gusto más afinado, que derribaron decididamente las antiguas costumbres tan profundamente arraigadas entre los porteños. Esto pudo verse reflejado en la aparición de numerosos despachos de bebidas en la zona céntrica de la ciudad en las últimas décadas del siglo XIX- especialmente en los alrededores de Plaza de Mayo[4]– en el florecimiento de nuevas tiendas comerciales y en la apertura de sedes de los principales diarios del país, los cuales dinamizaron y potenciaron las actividades del periodismo en la Argentina.

 

LOS CAFÉS PORTEÑOS- PUNTOS DE ENCUENTRO Y DE ACCIÓN POLÍTICA

A partir de la década de 1860, la relación entre los cafés y las calles de Buenos Aires se hicieron mucho más estrechas, dinámicas y múltiples[5]. La calle era el puntapié inicial que se proyectaba en línea recta hacia el café, y era también el punto de llegada de ese encuentro que se reforzaba en el interior de los locales. Al respecto, el arquitecto Ramón Gutiérrez expresó perfectamente esta idea al argumentar que “El café, como lugar de encuentro y contemplación, señaló la apropiación de la vereda para estar (…). La calle de la Avenida de Mayo queda dentro de un ámbito espacial definido por las fachadas, toldos y las mesas de los cafés protegidas por los árboles (…)”[6].

Más de doscientos cafés- la mayoría de ellos con billar- y doscientos treinta despachos de bebidas desparramados a lo largo del territorio de la Capital Federal continuaron su crecimiento a partir de 1887, constituyéndose en los lugares de sociabilidad más frecuentados por el público masculino joven de la época[7], especialmente por aquellos que se encontraban en la franja etárea de los 20 a los 29 años de edad, aunque esta se extendió posteriormente a los 39 años, coincidiendo al mismo tiempo con la población laboral activa de la ciudad[8].

Una de las características distintivas de los cafés porteños, que los alejaba de sus pares parisinos, fue que en ellos las mesas y las sillas se colocaban en el borde de la acera para observar a los peatones que circulaban por la vereda, “mientras que mozos de saco negro y delantal blanco se apresuraban atendiendo a los parroquianos harto valientes para ir a sentarse en medio de la calle (…)”[9]. Otro aspecto importante  de los cafés de Buenos Aires era la comunicación, la cual estaba condicionada por el contacto y la visualización del otro. En su interior se vivía a la vista de los demás y, en cierto modo, en función de la mirada vigilante de los otros, se hacían y deshacían reputaciones. En el café había un nutrido y dinámico intercambio de información (la cual otorgaba el derecho a hablar) y las noticias se expandían rápidamente: un fluir constante de comentarios, dichos y apreciaciones que conducían a la ruina o la gloria de quienes los soportaban[10].

Este panorama se reproducía, desde luego, en toda la Ciudad de Buenos Aires, pero en los cafés que se ubicaban sobre la Avenida de Mayo, particularmente, el tono era básicamente político y por eso en ellos se urdió durante muchos años, según el historiador Félix Luna (1925-2009), “la trama profunda de la política argentina”[11]. En la “época de gloria” de la nueva arteria- como meridiano político del país- el café era solo un pretexto para la conversación. Por ejemplo, esto se dio claramente en el café que se encontraba situado en la Avenida de Mayo al 1000, en los bajos del “Hotel España”, que fue “una eterna tertulia radical”[12], tan antigua, que el escritor Ricardo Caballero, en sus recuerdos sobre la Revolución Radical de 1905 evocaba a Hipólito Yrigoyen en ese lugar, vestido con un elegante traje ojo de perdiz” y brazal de luto, hablando de sus correligionarios.

 

UNA CLIENTELA MÚLTIPLE Y HETEROGENEA

En general, el café atraía a personas de distintas nacionalidades, con equipajes culturales, experiencias, historias y trayectorias diversas[13] y se constituyó en un espacio central para los trabajadores en virtud de la intensidad con que lo frecuentaban y por la utilidad que le otorgaban. Según la historiadora Sandra Gayol, los obreros que ya se conocían y poseían la misma profesión u oficio tendían a compartir juntos la mesa y la copa de alcohol. Esto demuestra que la actividad ocupacional tuvo efectos concretos sobre la conformación de los grupos dentro de dichos establecimientos. Asimismo, los libros de notas de la policía y los testimonios de sentencia de la justicia indican que, entre los trabajadores que frecuentaban estos espacios, se encontraban muy a menudo los trabajadores del puerto y aquellos que se dedicaban al tráfico en la Aduana o al traslado en las barracas y los saladeros, en su mayoría de origen vasco. Generalmente, los carreros estacionaban el móvil para ingresar al despacho más cercano, sujetaban la tropa e irrumpían transitoriamente en el interior de los locales en los tiempos muertos para tomar una “copita” o jugar una partida rápida de naipes después de llevar a un pasajero o bien mientras esperaban la hora para ir a buscarlos[14]. También había clientes fijos, quienes asistían diariamente por las mañanas como si se sintieran dentro de un club o un bufete y hacían las famosas “ruedas” y tertulias que marcaban el tono de cada local. Existía además una clientela apresurada y diligente que incluía una amplia gama de empleados municipales, consumidores de papel sellado, corredores, comisionistas, pleitistas, parroquianos[15] y procuradores. Estos últimos  asistían a dichos establecimientos para tratar de arreglar sus asuntos y luego “desaparecer”. Tampoco faltaban los decidores ocurrentes, con sus ricos anecdotarios ilustrativos; los ingeniosos humoristas, que utilizaban la picaresca como forma de explotación del buen humor; refugio de noctámbulos, sala de espera y lugar de cita para ligeras operaciones comerciales y transacciones de menor cuantía, changadores y troperos.

 

LA “CULTURA DEL HONOR”

Para los dirigentes políticos de la Argentina Moderna nucleados entorno a la figura del Presidente Julio Roca y los hombres de la llamada “Generación del ´80”, la “cultura del honor” consistía en ejercer la autoridad marital, cumplir con los preceptos patriarcales en el contexto del hogar familiar y conquistar a las mujeres de otros hombres como prueba de virilidad. Se trataba de un derecho inherente a la “naturaleza humana” y también era necesario al “hombre civilizado”, al mismo tiempo que vehiculizaba la dignidad, la autoestima y el respeto personal en el contexto de la sociedad aluvional. En el caso de la Ciudad de Buenos Aires, aquí el honor de una persona denotaba la garantía de ser reconocido, considerado por el entorno y de poder fundar, a su favor, una relación de fuerzas en las distintas trayectorias sociales que recorriera. De este modo, el honor se constituyó en una estrategia de presentación de “sí mismo” y un punto de partida para una triple conquista: la individualidad, la distinción y la posición. El consumo de alcohol en el interior de los cafés fue uno de los modos de medir la fuerza y la resistencia masculina. Era un constante dador de masculinidad y uno de los elementos integrantes del “honor”. Para muchos hombres beber en compañía de otro significaba la posibilidad de una promoción social y una ocasión de adquirir honradez y prestigio y fue, a menudo, el puntapié para alcanzar la gloria y alimentar el orgullo individual[16].

 

SOCIABILIDAD MASCULINA Y SEGREGACIÓN DE MUJERES

En el contexto de constitución de la familia como pilar de la sociedad y en la conversión de las mujeres como “adecuados ángeles” instruídos para ser cuidadoras invisibles de la Nación, este discurso recluyó a las mujeres en los ámbitos familiares y desalentó la presencia femenina en los cafés, bares y despachos de bebidas porteños[17] al asignarles un doble rol dentro del ámbito del hogar como madres y esposas- reforzado sobre todo por la inmigración italiana y española- como objeto de posesión sexual, una fuente de satisfacción personal y de prestigio para los hombres[18].

Sin embargo, fue recién a partir de las primeras décadas del siglo XX cuando comenzó a verificarse, aunque en determinadas ocasiones, la presencia esporádica y especifica de ciertas mujeres en los “salones familiares[19] – los cuales se encontraban en el interior de algunos cafés- aunque acompañadas por un hombre, que podía ser su marido, su padre o bien sus hermanos, ya que la policía adosaba incuestionablemente el trabajo femenino con la prostitución[20]. Frecuentar un espacio público como el café, ver a su esposa acompañada de un hombre extraño, cambiar mucho de ropa, eran actos “irregulares” que en una mujer honesta inducía  a creer en la inmoralidad de la misma. Las mujeres que “salían mucho solas” despertaban sospechas, eran “señaladas” apenas se presentaba la oportunidad y despertaban las habladurías del público, por lo cual se las sometía a un estricto control de vigilancia por parte de las fuerzas de seguridad de la ciudad[21].

Los hombres acudían a estos cafés y se libraban a una actividad social y multiforme por diversos motivos. En principio, lo hacían para entablar conversaciones, continuar los diálogos iniciados en la calle, profundizar los vínculos sociales y tejer lazos de afinidad y amistad[22] con un connacional o un paisano del mismo pueblo de origen – aunque no exclusivamente con él- que se acercaba a estos espacios a degustar de una taza de infusión o hacer un “alto” para beber una copa de alcohol (vino, ginebra y licores eran los tragos mas comunes)[23] antes de emprender el regreso a la diminuta pieza del conventillo, leer el diario, jugar a las barajas españolas[24], tocar la guitarra o las castañuelas, cantar la letrilla de un tango o hacer payadas[25] y bailar improvisadamente hasta “altas horas” de la noche, sobre todo en los días festivos[26]. Era muy común que los hombres acudieran también a ellos para “hablar de negocios”, “arreglar asuntos” e incluso para “solucionar problemas laborales o familiares asociados  con el mundo domestico”. Había además quienes esperaban por trabajo o bien otros que acudían a ellos en busca de trabajadores. Los contactos que podían anudarse entre los asistentes permitieron, en este sentido, poder acceder al empleo o bien proveerse de la información necesaria que hiciera posible intentar conseguir uno[27].

 

LOS CAFÉS SOBRE LA AVENIDA

Muchos cafés y bares ocuparon sus veredas con hileras de mesitas, cuadra tras cuadra, en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, dotando a la Avenida de Mayo de un cierto “aire madrileño”, a tal punto que, según Ricardo Llanes[28] (1897-1980)  “por momentos uno creía encontrarse en la calle Alcalá[29]. En estos espacios de sociabilidad, los hombres conversaban sobre los queridos recuerdos familiares y las noticias de la vida peninsular, las penurias del trabajo, los afanes y quebrantos de los negocios; aunque también se entretenían oyendo noticias sobre toros y manolas y disfrutaban de presenciar hermosos shows de guitarristas y cantaores de flamenco. Ejemplo de ello fueron el “Bar Iberia”, que abrió sus puertas en 1897 en la Avenida de Mayo 1196. Parece ser que los mejores chocolates con churros se servían en el café “La Armonía, fundado el 28 de febrero de 1899 por los hermanos Caneda y conocido también como el café de “Los Cómicos”, pues allí se hacían presentes muchos actores salidos de los teatros de la zona. Se encontraba ubicado en el solar del Nº 1002, en la intersección con la calle Bernardo de Irigoyen y fue allí donde además se formaron las primeras peñas, una vez generalizado el hábito introducido por el poeta nicaragüense Rubén Darío tras su llegada a la Argentina en 1893. En 1905, sus propietarios le anexaron un restaurante, que fue muy concurrido por los comensales porteños por su famoso puchero.

 

“CAFÉ TORTONI” – UN CLÁSICO DE BUENOS AIRES

El Café Tortoni, tal como lo conocemos en la actualidad, fue inaugurado en la Avenida de Mayo 825 en 1898 y era propiedad de Saturnino Unzué, perteneciente a una familia de abolengo y precursora de importantes actividades agroganaderas de nuestro país. Aunque ya había existido un primer Café Tortoni en la calle Defensa al 200, este establecimiento cafetero fue y continúa siendo hoy en día el más antiguo y uno de los más importantes cafés de de Buenos Aires. Muy probablemente, este establecimiento cafetero tomó su nombre de un café homónimo de la ciudad de París y fue el sitio por donde pasaron figuras políticas de renombre de la segunda mitad del siglo XIX, como el caudillo entrerriano Justo José de Urquiza y los ex presidentes la Nación Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento y Nicolás Avellaneda.

Pero fue recién en 1879 cuando Orestes Tortoni- su primer propietario- cedió los derechos del negocio a un francés- bastante pintoresco- llamado Celestino Curuchet, quien abrió una nueva sede sobre la calle Rivadavia 832 y con la evolución de la nueva avenida, abrió sus puertas también sobre ella.

Según consta en el Catastro de 1888, el nuevo edificio tenía sus fondos lindantes con el Templo Escocés, el cual fue demolido luego para la apertura de la nueva carretera. El arquitecto Alejandro Christophersen estuvo a cargo de la construcción del edificio, quien encaró la tarea de dotarlo de una fachada de estilo academicista francés sobre el reciente boulevard, un local principal en planta baja, donde funcionaría el café, y tres niveles de oficinas.

Estas instalaciones eran comparadas con las de los establecimientos de “la ciudad luz”, ya que resultaba “espacioso, bien ventilado y contaba con un número de mozos adecuado a sus clientes” y “conserva su mejor estilo de gran café a la europea, con una distinción entre aburguesada y bohemia que atrajo siempre a escritores, pintores, músicos y políticos (…)”[30], según el escritor Antonio Requeni. En su interior, este gran espacio estaba recubierto con maderas, con sus correspondientes salas ornamentadas y provistas del confort moderno tan característico de la época. Un sector destinado a peluquería y otro a palco para orquesta, lo transformaron en un establecimiento característico de la vida moderna con la que se iniciaba el nuevo siglo. Pero, además, este negocio tuvo la particularidad de “salir al exterior” y utilizar por primera vez la vereda pública para atraer al consumidor y posibilitar la socialización, el gusto por la charla, la reunión sin motivo fijo o simplemente sentarse a la sombra de los plátanos, sobre todo en las tardes calurosas del verano, donde los consumidores instalados en la nueva calle “toman asiento y de allí no los saca nadie, ni las miradas furibundas del garçon que les ha servido la leche merengada, el helado, el granizado o el modesto café”[31]. Los clientes disfrutaban así de los honestos pasatiempos que les ofrecía el desfile de paseantes y familias enteras, señores viejos con aires de Tenorio, jóvenes con “sombreritos de alas  minúsculas, faja, pantalón y zapatos blancos”, que simulaban mostrarse por alguna playa soleada; sumándose a este espectáculo el continuo rodar de los coches, los sones de los organitos ambulantes y el vocear de los vendedores de revistas españolas de moda, los floristas y los cigarreros.

Además, el Café Tortoni se especializó en una clientela selecta- razón por la cual siempre tuvo un “aire de familia acomodada y culta[32]– la cual incluía un variopinto grupo social que comprendía desde las familias de la clase dirigente, los intelectuales argentinos y del exterior, los periodistas que trabajaban en los diarios de los alrededores de la avenida, hasta los artistas, literatos y actores mas renombrados de su época.

A diferencia de otros despachos o cafecitos que se hallaban en los alrededores de la zona portuaria- los cuales fueron fuertemente desechados por los sucesivos gobiernos como sinónimo indiscutido de intemperancia, imprevisión e inmoralidad- los cafés frecuentados por la élite intelectual eran lugares de paso que conducían a otro destino, generalmente asociado al mundo de la dirigencia política. Es decir que los clientes no “pasaban el rato”, ni tampoco era un lugar para conocer e iniciar vínculos, sino que era un espacio donde se daban cita y, una vez “arreglado el tema”, abandonaban el lugar[33]. Al respecto, el periodista Eduardo Castilla señaló en su monografía sobre el Tortoni, que en este local se gestaron partidos políticos, revistas y diversas instituciones sociales y culturales, ejemplo de ello fue la fundación del “Touring Club”, cuyos miembros hacían sus reuniones directivas dentro de sus instalaciones. El escritor Baldomero Fernández Moreno (1886-1950) tampoco quiso olvidar en su lírico inventario de la ciudad al renombrado café, en su famoso soneto, donde recordaba que ya su padre iba al Tortoni a fumar un habano perfumado y a jugar al tresillo consabido.

 

EL “CAFÉ MADRID”

En la primera década del siglo XX, abrió sus puertas el “Café Madrid”, que luego cambió su nombre por el de “Victoria”, ubicado en la esquina de Avenida de Mayo y Chacabuco, donde surgió la peña “Los Trogloditas”, ya que sus miembros se reunían en el sótano del mismo. Entre ellos se encontraba el eminente escritor y publicista Carlos Malagarriga, el poeta Honorio Lartigau Lespada- escribano y filósofo de fuste- autor de la novela “Nuevas Corazonadas” (1929); Hernando Bergalli- político intransigente, profesor y helenista de recursos elevados, cuya conversación, por rica de citas ilustradas, siempre contaba con un auditorio complaciente; Alberto García Hamilton, poeta uruguayo que aunaba a la excelencia de su verso la fluidez de una prosa clara y elegante; Santiago Maciel, el de la lírica pintura con imágenes terruñeras, el de los alejandrinos nativos y convencedores; Manuel Sumay, el castellanizado y un tanto “dartañesco” en su decir de la rima sonora de rendidas altiveces; y el sesudo periodista y fino Edmundo Montagne, que fue representante y colaborador del escritor Rubén Darío, precursor y mayor exponente de la corriente del Modernismo hispánico[34].

 

EL FLORECIMIENTO DE LAS TIENDAS COMERCIALES

La Avenida de Mayo resultó ser el paseo más popular de Buenos Aires en la transición del siglo XIX al siglo XX y, por tal motivo el sitio escogido por los emprendedores comerciales- verdaderos “punta de lanza”  de la época- para la apertura de numerosas tiendas dedicadas al mundo de los negocios, cuyos productos era expuestos en los escaparates y en las grandes vidrieras expositoras, convirtiéndose en este sentido en la “gran vía comercial” del centro de nuestra ciudad capital en los inicios del 1900. Por tal motivo, el éxito que acompañó a los primeros animosos atrajo muy pronto a los competidores del extranjero, especialmente a aquellos empresarios que provenían de la ciudad de París a invertir sus capitales en los mas diversos rubros. Todos los artículos de venta, desde el más complejo atuendo masculino o femenino, hasta el último adminículo para el hogar eran factibles de encontrarse allí. Como argumentaba Ricardo Llanes, Todo lo que necesita el confort de una buena casa se encuentra en la avenida, a la que acude la dama experta en finezas de “lingerie”, así como el caballero en procura del lujoso paño o el botín costoso (…)[35].

Entre las tiendas más famosas se encontraban “La Perla Negra”, la cual se instaló a la altura del Nº 729, propiedad de Julián Mirabelles. Una nota simpática la constituía la “absoluta libertad con que se dejaba al cliente recorrer el negocio para examinar sus existencias (…)”[36]. Para ello se habían destinado unas ingeniosas vitrinas corredizas, cerradas con llave. Las alhajas expuestas estaban al alcance de todas las categorías sociales que integraban la heterogénea vida porteña y cada artículo poseía su certificado de garantía. Otros casos lo constituían la sastrería “New England”, la cual vendía sus trajes de confección por catálogos; el “Bazar Yankee”, que presentaba sus novedosos ventiladores a cuerda; o bien “La Argentina”, sita en Nº 1001, que ofertaba sus sombreros, frazadas, mantas y ponchos, obsequiando en durante las Fiestas Mayas de 1909 un “lindo estuche con útiles para el colegio”.

Por otra parte, en el 626-630, se encontraba “Au Merinos”, una casa dedicada al rubro de la botinería, sastrería, camisería y blanco. En el 794-800, se encontraba la “Maisón Peyrú”, la cual poseía un salón de estilo Luis XV donde se hallaba una preciosísima peluquería para damas y era además el agente único de comercialización de los sombreros “Glyn”.

Sobre la nueva avenida también abrió sus puertas la primera casa de juguetes de valor y almanaques, propiedad del gallego Avelino Cabezas, un próspero comerciante español que arribó a Buenos Aires en 1889, según comentaba la “Revista Ilustrada del Río de la Plata” en 1910[37];  y la “Sastrería de Moda”, la cual promocionaba sus “confecciones especiales en trajes de lujo” y “surtido completos[38].

Por su parte, en el primer piso de la Avenida de Mayo 1285, Madame Corten había trasladado sus  “coquetos salones de venta de perfumerías especiales”: “ y tan elegante que va allí en busca de la divina Rosaline que acostumbra usar para mantener su tez con los suaves y frescos colores de los años primaverales, o de la inimitable Creme del Dr. Moullard, o de un frasco de Maravillosa, la buen nombrada, no tiene el trabajo de subir la escalera, pues el ascensor blandamente la deja a la misma puerta(…)”[39].

Cabe destacar, finalmente, que hacia 1909, la Avenida de Mayo ya contaba con la presencia de algunas librerías, como la denominada “De Las Ciencias”, instalada en el Nº 646 y dedicada especialmente a la venta de libros de medicina; y la llamada “Librería Ramírez”, ubicada en el Nº 1.034, la cual era concurrida por destacados poetas y literatos de principios del siglo XX, aunque su existencia fue bastante efímera, ya que su edificio fue demolido para el trazado de la Avenida 9 de Julio hacia 1912.

 

BAZAR “CASA TAGINI”

En otros rubros fueron reconocidos los aparatos fonográficos de Enrique Lepage, cuyo local se situaba en la intersección con la calle Bolívar, vinculada además con la importación de “vistas cinematográficas”- como se decía por aquel entonces- y de cámaras y aparatos de proyección. En la esquina noroeste de la calle Perú se encontraba “ Casa Tagini”, donde podían adquirirse los gramófonos y fonógrafos “Columbia” importados de los Estados Unidos, abierta en 1910 por el empresario italiano Giuseppe Tagini, cuyo principal  rubro de ventas fueron los primeros discos de vinilo producidos en el país y la que luego contrató al compositor Francisco Canaro y al director de orquesta y bandoneonista Vicente Greco quienes triunfaron en el bar “El Estribo” de la calle Entre Ríos, para que grabaran sus primeras composiciones.

 

ANEXO DE LA TIENDA “GATH Y CHAVES”

El arquitecto napolitano Salvatore Mirate (1862-1916) fue el encargado de cambiar radicalmente y con suma audacia el aspecto exterior del anexo de la “Tienda Gath y Cháves”[40], ubicada en la intersección con la calle Perú e inaugurada en mayo de 1910, la cual supo con gran pericia ofrecer productos muy variados para la renovación de los ambiente del hogar.

Esta gran tienda revelaba las diversas influencias de la arquitectura Europa en Buenos Aires, en un momento de transición entre la adopción del academicismo historicista- el cual respondía a los cánones arquitectónicos y estilísticos de la Escuela de Bellas Artes de Paris- y el surgimiento de nuevas tendencias antiacadémicas, cuyo auge se dio en las primeras décadas del siglo XX, y de su variante italiana, conocida como “Estilo Liberty”. Así, la obra original fue transformada en pocos años, destacándose  por un abundante uso del vidrio en los curvos aventanamientos, los cuales crearon zonas profusamente iluminadas. En este sentido, Mirate tuvo la habilidad de alivianar fantásticamente la fachada, remitiéndola a los conceptos de la Revolución Industrial e incorporó el hierro a la construcción, ampliando las superficies acristaladas. El ambiente interno fue tratado con grandilocuencia y pronunciado lujo, agregando una hilera de columnas metálicas y cambiando el orden de los entrepisos, mientras que su acceso se enfatizó por medio de una marquesina que se prolongaba hacia la vereda.

Dentro de estas operaciones de refuncionalización se destacó también el diseño de una esbelta cúpula que caracterizó y enfatizó el cielorraso de la edificación. Aquí se revela  una “conjunción de nuevas necesidades salidas del mundo comercial, nuevos materiales, y un sensato esfuerzo para dar a los edificios una apariencia, una expresión y una escala apropiadas a la novedosa situación (…)”[41].

Con el paso de los años, esta tienda se convirtió en un lugar propicio para el “encuentro social” entre los porteños, derivando en un edificio multiuso en el que se abrieron confiterías, peluquerías y salones de belleza destinados a las damas porteñas.

 

TIENDA  “A LA CIUDAD DE LONDRES”

El nuevo estilo, con el cual las elites porteñas buscaban asemejarse a ciertas ciudades europeas, proliferó en edificios como el centro comercial “A La Ciudad de Londres, ubicada en Avenida de Mayo 588-599 y fundada en 1872 por los hermanos franceses Jean y Hugo Brun. Se trataba de una casa que ofrecía una gran variedad de mercaderías a precio fijo[42], ubicada en Avenida de Mayo 588-599.

Aunque dicha tienda había comenzado como un pequeño y modesto negocio instalado sobre la calle Perú al 70, pronto se convirtió en una de las tiendas más lujosas de Buenos aires al finalizar el siglo XIX, cuyo lema era “La casa mejor surtida de Buenos Aires”.

Descarnando en detalles arquitectos propios del “Art Noveau” a la italiana con toques afrancesados en su mansarda, este edificio se caracterizaba por tener una fachada con corte de piedra y balcones de hierro forjado, dejando a la vista una estructura de gruesos perfiles metálicos y ampliando considerablemente las superficies de los ventanales vidriados, siendo uno de los mejores ejemplos de aventanamiento integral existente en la ciudad moderna.

Entre los artículos que ofreció esta tienda a lo largo de sus veinticinco vidrieras se encontraban aquellos relacionados con el carnaval, como disfraces y serpentinas, aunque también había artículos de bazar, de blanco y lencería.

En 1906, el local puso a la venta más de un millón de juguetes y, durante el Centenario Patrio, un gran surtido de banderas nacionales argentinas. Pero, lamentablemente, su existencia fue muy breve, ya que en la noche del 19 de agosto de 1910 un voraz incendio destruyó por completo sus instalaciones en una tragedia que consternó a los porteños- siendo la  primera catástrofe edilicia que soportó la Avenida de Mayo- quienes fueron los testigos presenciales del derrumbe de uno de los más hermosos palacios que la adornaban en los inicios de la modernidad del Estado.

 

OTROS NEGOCIOS Y COMERCIOS

Entre 1897 y 1910, los profesionales de jurisprudencia, abogados, escribanos y compañías de seguros eligieron a la Avenida de Mayo como el espacio para asentar sus principales casas matrices, lo cual habla de lo importante que resultaba el boulevard para la concentración de dichas actividades. Las únicas casas bancarias que funcionaron en la nueva arteria, fueron el “Banco Comercial del Plata”, sito en el Nº 652 y el conocido “Banco Hogar Argentino”, ubicado entre el Nº 880-886. En 1902, abrió sus puertas en el Nº 601-615, la Compañía de Seguros “La Positiva”- obra del arquitecto suizo Christian Schindler (1859-1921) y construido en un inconfundible estilo Art Noveau compuesto por 5 plantas y una sutil cúpula esquinera- y dirigida por los señores Juan Esteban Anchorena, Eduardo y Alberto Castex, Mariano Ortiz Basualdo y Erasto Piñero Pacheco, entre otros.

Por su parte, en 1908, a pocos pasos de la calle Chacabuco, se encontraba la administración de la “Lotería de Beneficencia”, aunque ya habían hecho su aparición sobre la nueva arteria algunas agencias de cambio y venta de billetes, con vidrieras coloreadas con cifras prometedoras. La primera agencia de lotería fue la de “Kalman Laser”, abierta en 1898 y ubicada en el solar del Nº 838.

 

EL SURGIMIENTO DE LOS DIARIOS Y LAS ACTIVIDADES DEL PERIODISMO

La vida nocturna que comenzó a intensificarse en la Avenida de Mayo a fines del siglo XIX fue posible gracias al surgimiento, el dinamismo y la eficacia del papel impreso en la Argentina. El progreso de la mecánica entró por ella con gigantescas renovaciones gracias a la utilización de  novedosas máquinas impresoras, que remplazaron a las primitivas maquinas manuales, y sus admirables rotativas reclamadoras de técnicos y operarios expertos en la materia.

A partir de 1896, el avance de las actividades del periodismo y la apertura de sedes de los principales diarios de la época- cuyas puertas laterales desembocaban, en su mayoría, en los suntuosos palacios construidos sobre la nueva arteria- requirieron e hicieron posible la multiplicación de sus talleres, las salas de redacción y composición, convirtiéndose en el máximo exponente de la prensa escrita porteña destinada a la divulgación de la información popular.

No hay posible exageración cuando se afirma que la Avenida de Mayo ha sido la “gran sala de redacción” del periodismo porteño, y la primera carretera de la Ciudad de Buenos Aires con mayores puestos de venta, pizarras y exposición. Como argumentaba Ricardo Llanes, “Toda la vida de la Nación estaba enraizada en el periodismo, y este tenía sus principales ramas en la Avenida de Mayo, ella ha de constituirse en la primera sólida tribuna del diarismo rioplatense”[43].

Así, a principios del 1900, se inauguró en la Capital Federal un importante movimiento directriz que, en ocasiones, hasta llegó a gobernar los ordenes de la vida nacional, “todo ese mundo febril que agita y anima a los grades núcleos ciudadanos”[44]: el que se engranaba a lo bursátil-financiero y económico, a lo político- industrial-comercial y científico, a lo social-artístico y literario. Entre los principales periódicos que abrieron sus puertas en el “corazón” de la ciudad moderna entre 1885 y 1910 y le otorgaron alta jerarquía a las planas redactadas sobre la Avenida de Mayo, pueden citarse “El Argentino”, diario opositor que respondía a la política partidista de Leandro N. Alem, cuya dirección se encontraba bajo el mando de Joaquín Castellanos.

Otro destacado periódico de la época fue “El Diario”, el cual pasó a ocupar su propio edificio en la Avenida de Mayo 662 en el año 1900, dirigido por el senador nacional Manuel Lainez (1852-1924), “maestro insigne de caballeros de pluma” y uno de los primeros hombres del mundo de las

letras que dignificó al Parlamento Nacional al promover e impulsar la magnífica ley de creación de escuelas públicas (Ley Nº 4.874), sancionada por el Congreso de la Nación el 30 de septiembre de 1905. Este “almirante” del periodismo fue, sin duda, “el señor mejor vestido que paseó por la avenida, todo un “gentleman” por el porte que irradiaba el oro fino de su inconfundible alcurnia, también atrayente ejemplar de porteño cuyo brillante e inagotable espíritu de subyugante “causeur” conquistaba por lo rico del relato y lo chispeante e ilustrado de su conversación (…)”[45].

Allí también el escritor Leopoldo Lugones escribió parte de su producción literaria, otorgándole carácter de opulenta cultura al periodismo de las tres primeras décadas del siglo XX.

De aquella casa saltó a la fama también el talentoso y emprendedor periodista Adolfo Rothkoff, fundador del diario “Ultima Hora” en 1908, con el que Lainez creó el periodismo nocturno de último momento, y cuyas ediciones se imprimían en la sede de “El Diario”. Se trataba de un diario independiente y vespertino muy informado, sobre todo en lo que se refería al mundo de los deportes y los espectáculos, aunque también se destacó de los demás medios gráficos por incorporar la sátira y el humor gráfico a la crónica política, así como también supo incorporarle voces lunfardas a la crónica policial.

 

LA FUNDACIÓN DEL “ATENEO DE BUENOS AIRES”

El 25 de abril de 1893 nació el célebre “Ateneo de Buenos Aires”, sito en la Avenida de Mayo 791, en la intersección con la calle Piedras, cuyos salones fueron cedidos por el periodista Carlos Vega Belgrano (1858-1930)- nieto del creador de la Bandera Nacional- y editor del diario de tendencia radical “El Tiempo”, fundado en Capital Federal en 1894. Con la inauguración de inauguración de dicha institución, la Avenida de Mayo comenzó a recibir la concurrencia de quienes iban a darle sus mejores pergaminos de las artes y las letras. Desde entonces el “salón de honor”- como lo describió Ricardo Llanes, “entra en conquista de ilustre jerarquía”[46].

Este centro cultural surgió de las reuniones que se realizaban en la casa de Rafael Obligado, el enamorado cantor del poema “Santos Vega” (1885). Su primer presidente fue el poeta Carlos Guido Spano, al que muy pronto le sucedió el ensayista Calixto Oyuela, “adalid de la pluma de oro porque en ella se abrillantaban filos y punta cuando, paladín purista, defendía las excelencias del idioma castellano sin cederle un solo acento a galicistas y reformadores”[47]. Para la formación de su biblioteca, el doctor Ernesto Quesada le donó novecientos volúmenes que incluían en sus colecciones partes de las principales revistas argentinas y europeas. La sección “Bellas Artes” estaba compuesta por su director, el pintor Eduardo Schiaffino, su secretario Severo Carlos Rodríguez Etchar y Eduardo Sívori; mientras que la sección “Música” era dirigida por Alberto Williams y la colaboración de Julián Aguirre, Juan Gutiérrez y Clementino del Ponte. Entre sus habitués pueden mencionarse a Ernesto de La Cárcava, Lucio Correas Morales, Juan José García Velloso, Ricardo Monner Sans y Norberto Piñero.

Este ateneo era una entidad cuya orientación estética permanecía adherida a gustos tradicionales. Allí se fustigaban las “morbosidades” de Emilio Zola y el arte “sensorial” de los decadentes franceses. A pesar de su “nueva sensibilidad” y de su estética paganizante y sensual, sus contertulianos terminaron invitándolo a formar parte de su tribuna. También el historiador franco-argentino Paul Groussac, que había criticado acerbamente sus “Prosas Profanas”, apoyó luego al poeta publicando en su revista “La Biblioteca”, el llamado “Coloquio de los Centauros”.

El 15 de mayo de ese mismo año se llevó a cabo la primera exposición de artistas plásticos argentinos, la cual contaba con 106 obras pictóricas y 30 escultóricas. Entre sus pintores se encontraban las señoras Eugenia Belín Sarmiento, Sofía Posadas y Justo Lynch; y entre los escultores Pascual Fosca, Emilio Cantillón, Lucio Correa Morales y Manuel Garibaldi. A su inauguración asistieron el Vicepresidente de la Nación, José Evaristo Uriburu, junto con importantes hombres del mundo de las artes, las letras y la filantropía, como Aristóbulo del Valle, Joaquín V. González,  Marco Avellaneda y Martín Coronado, quienes tuvieron además el privilegio de compartir un exquisito “lunch” preparado por el “Café de París” al finalizar el evento.

En el ateneo no solo tuvieron lugar acontecimientos de importante relevancia artística y literaria sino además de índole científica. Así, por ejemplo, el 27 de mayo de 1894, en ocasión de la fiesta por la celebración del aniversario patrio, el poeta Rafael Obligado brindó una conferencia titulada “El Arte Nacional” y con ella este poeta replicaba a Calixto Oyuela y a Eduardo Schiaffino. Al primero porque había dicho “La República Argentina no es, ni llegará a ser mas que una provincia autónoma del imperio literario castellano”, y a Schiaffino porque “atribuía belleza puramente literaria y no pictórica al monótono paisaje de la llanura pampeana”[48]. Dicha conferencia generó tales entusiasmos dentro del recinto que unos días más tarde comenzó a recibir elogios en los grupos literarios y artísticos que se formaban en los cafés que se abrían en la Avenida de Mayo, para comentarla y enaltecerla.

 

CURIOSIDADES Y ANÉCDOTAS DE LA AVENIDA

Una de las novedades de la avenida por aquellos años fue la instalación del primer ascensor eléctrico de la ciudad. Aunque existen discrepancias entre algunos autores respecto de qué edificio contuvo a esta novedosa maquinaria[49], según las evocaciones del escritor Ricardo Llanes, el mismo fue instalado en 1898 en un edificio de renta ubicado en la Avenida de Mayo 1264, cuya propiedad pertenecía al matrimonio de empresarios Pedro y Celina Alais de Roberts, tardaba 52 segundos para ascender hasta el primer, constituyéndose en una de las muestras más interesantes de “confort”[50] de la época.

Junto con la aparición de los primeros carros que circulaban llevando a los pasajeros de un punto a otro del centro de la ciudad, en 1904 hizo su aparición el primer ómnibus, cuyo recorrido unía entre sí  Plaza de Mayo con Plaza Lorea. Se trataba de un colectivo a manubrio “bigote” y tenía capacidad para cuarenta pasajeros. El boleto costaba unos cinco centavos.

En 1909, los artistas Atilio Terragni (consagrado autor de magníficas telas como “Leda” y “Atardeciendo”) y Cesar Santiano ( autor de las esculturas en mármol “ El Hombre y sus Pasiones” y “Gladiador Herido”, las cuales fueron creadas en su estudio-taller ubicado donde  se encuentra actualmente el edificio de “La Inmobiliaria” (Avenida de Mayo 575) y luego trasladadas a Plaza España, en la intersección de las avenidas Caseros y Amancio Alcorta, en el barrio porteño de Barracas) fundaron la primera Academia de Bellas Artes, la cual se encontraba en el subsuelo de un negocio aledaño a la “Compañía de Gas”, a escasos metros del imponente edificio del “Palacio Barolo”, inaugurado en 1923 en Avenida de Mayo 1370, obra del arquitecto italiano Mario Palanti. Dicha academia se dedicaba a la formación en pintura, escultura y dibujo y estaba dirigida por el maestro José Villanueva. Tanto Terragni como Santiano fueron premiados ese año por su compromiso profesional con la Beca italiana “Roma”, emprendiendo el ansiadísimo viaje a la “patria de los Césares”.

En 1911, abrió sus puertas la casa “La Suertuda” en Avenida de mayo 464, cuyo propietario era el coleccionista de dibujos, ilustraciones y caricaturas Severo Vaccaro- uno de los primeros agencieros de la ciudad- la cual se abrillantaría de respeto en la consideración ciudadana, como quedó reflejado en el siguiente pasaje: “En esta casa, y para honor de la Avenida, un hombre acaba de esculpir el bronce de la honradez con el ejemplo de la divinidad”[51]. Además, Vaccaro tenía un gran fervor por la noble letra impresa, manteniendo relaciones cordiales con el círculo del diario “La Prensa” y fue también uno de los miembros de la comisión que fundó el “Aeroclub Argentino”, donde conoció al reconocido aviador Jorge Newbery- artífice y fundador de la Aeronáutica Militar Argentina- con quien mantuvo una relación bastante estrecha. También contribuyó al sostenimiento de un importante emprendimiento editorial denominado “La Cultura Argentina”- el cual tuvo su auge entre 1915 1925- impulsado por su amigo íntimo, el sociólogo y médico psiquiatra de origen italiano José Ingenieros.

 

 

 

 

Información adicional

[1] Frase extraída de “A la Ciudad de Londres”. Revue Illustrée du Río de la Plata. Décembre, 1905.

[2] Gayol, Sandra; “Sociabilidad en Buenos Aires. Hombres, honor y cafés. 1862-1910”. Ediciones del signo. Colección Plural 1, Buenos Aires, 2000, p. 95.

[3] Benjamin, Walter; “Sobre el programa de la filosofía futura”. Caracas, Venezuela. Planeta- de Agostini. 1986 (Obras maestras del Pensamiento Contemporáneo), p.137.

[4] Gayol, Sandra; ídem, pp. 46-47.

[5] Gayol , Sandra, ídem, p. 15.

[6] Gutiérrez, Ramón; “Buenos Aires. Evolución histórica”, Fondo Editorial Escala, Bogotá, 2014, p.125.

[7] Gayol , Sandra, ídem, p. 41.

[8] Gayol, Sandra, ídem, p. 127.

[9] Revue Illustrée du Río de la Plata, 16 de décembre, 1898.

[10] Gayol,, Sandra; ídem, p. 143.

[11] Luna, Félix; “La Avenida de Mayo”, Fundación Banco Boston,  Buenos Aires, 1989, p.72.

[12] Luna, Félix; ídem, p. 72.

[13] Gayol, Sandra, ídem, p. 124.

[14] Gayol, Sandra, ídem, pp. 116-117.

16 Gayol, Sandra, ídem, p. 138.

[16] Gayol, Sandra, ídem, p. 186.

[17] Masiello, Francine; “Ángeles en el hogar argentino. El debate femenino sobre la vida doméstica, la educación y la literatura en el siglo XIX”, anuario IEHS, nº 4, 1989, p. 266.

[18] Gayol, Sandra, ídem, pp. 188, 206 y 245.

[19] Gayol, Sandra, ídem, pp.  48 y 52.

[20] Gayol, Sandra; ídem, pp. 131 y 132.

[21] Gayol, Sandra, ídem, p. 189.

[22] Gayol, Sandra; ídem, p. 109.

[23] Gayol, Sandra, ídem, pp. 150-152.

[24] Gayol, Sandra, ídem, p. 171.

[25] Gayol, Sandra; ídem, p. 169.

[26] Gayol, Sandra; ídem, pp. 15, 101, 102.

[27] Gayol, Sandra; ídem, pp. 135-136.

[28] Ricardo Llanes fue el seudónimo de un reconocido escritor, periodista e historiador de la Ciudad de Buenos Aires, autor de algunos libros sobre la historia de los barrios porteños, entre los cuales se destacan: “El barrio de Almagro”, “San Cristóbal” , “Parque de Los Patricios”, “Teatros de Buenos Aires”, “Dos notas porteñas” e “Historia de la calle Florida”.

[29] Llanes, Ricardo; “La Avenida de Mayo” (Media Centuria entre Recuerdos y Evocaciones), Colección Cúpula, Editorial Guillermo Kraft Limitada. Buenos Aires, 1955, p.185.

[30] Requeni, Antonio; “Las peñas de la Avenida de Mayo”. En “La Avenida de Mayo”, Fundación Banco Boston, Buenos Aires, 1989, p. 112.

[31] Rvue Illustrée du Río de la Pata”, Sumario, 2 éme quinzaine, Janvier, 1902, p. 1326.

[32] Llanes, Ricardo; ídem, pp. 289-290.

[33] Gayol, Sandra; ídem, p. 123.

[34] Llanes, Ricardo; ídem, p. 290.

[35] Llanes, Ricardo, ídem. p. 126.

[36] Avenida de Mayo 729. En “La Vida Moderna”. 8 de febrero de 1911.

[37] Vilanova Rodríguez, Alejandro; “Los gallegos en la Argentina”. Buenos Aires, ed. Galicia, 1966, p. 967 y “Avelino Cabezas”. En “Revista Ilustrada  del Río de la Plata”. Buenos Aires, 1º quincena de enero de 1910.

[38] Peña, José María; “Francesa, española, porteña”. En “La Avenida de Mayo”, ídem, p. 89.

[39] Revue Illustrée du Río de la Plata, 1 er. julliet 1902.

[40] La casa central de la Tienda “Gath y Chaves” se encontraba situada en la intersección de las actuales calles Florida y Teniente Coronel Juan Domingo Perón y fue fundada en 1883 por los empresarios Alfredo Gath y Lorenzo Chaves, la cual pasó luego a manos inglesas y fue una de las favoritas de la clase alta porteña. En 1910, abrió una sucursal en la ciudad de Santiago de Chile. Cerró definitivamente sus puertas en 1974.

[41] Martini, Xavier y Peña, José María; “La ornamentación en la arquitectura de Buenos Aires, 1900-1940”. Instituto de Arte Americano e investigaciones estéticas. UBA.FAU. Tomo II, Buenos Aires, 1967, p. 52.

[42] Hirsch, Ana; Patti, Beatriz y Forte, Eduardo; “Introducción al estudio de las grandes tiendas en Buenos Aires”. Periodo 1880-1930. En Suma colección Temática. Nº 29, Buenos Aires, pp. 51-52.

[43] Llanes, Ricardo; ídem, p. 153.

[44] Llanes, Ricardo; ídem, p. 158.

[45] Llanes, Ricardo; ídem, p. 157.

[46] Llanes, Ricardo; ídem, p. 261.

[47] Llanes, Ricardo;  ídem, p. 258.

[48] Llanes, Ricardo; ídem, p. 261.

[49] De acuerdo a la página oficial del “Arcón de la Historia”, el primer ascensor eléctrico se instaló en la residencia del señor Juan M. Machain, ubicado en la Avenida de Mayo 621, causando una verdadera sorpresa entre los porteños por la rapidez con la que comunicaba los distintos pisos del edificio.

[50] Llanes, Ricardo, ídem, p. 253.

[51]Llanes, Ricardo, ídem, p.20
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1900 /

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El clásico "Café Tortoni”, ubicado en la Avenida de Mayo 825, con sus mesas y sillas al aire libre. (c.1900)

La Avenida de Mayo en todo su esplendor. (c.1900)

Tapa de la aparición del periódico “El Diario” a principios del siglo XX, cuya sede se situaba en Avenida de Mayo 662.

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