Este artículo es el texto de una conferencia pronunciada en la Junta de Estudios Históricos de San José de Flores en octubre de 1942, cuando la presidía Bartolomé Galíndez y editada dos años después en un inhallable folleto. Son vivencias personales que evocan admirablemente una época del San José de Flores de fines del siglo XIX y principios del XX. Félix Bartolomé Visillac, tal su nombre completo se dedicó desde joven al periodismo colaborando en Fray Mocho y otras revistas y diarios de la época. Nació en 1883 y se desempeñó como funcionario del Banco Español del Río de la Plata, falleciendo en Flores en la década de 1960.
Al evocar el pasado de esta parroquia eludiré referirme a su época remota, ya que no ha sido mi propósito escudriñar en papeles vetustos ni he osado revolver archivos, simplemente, como el niño aquel de la leyenda de Rodó, que paseaba junto al cantero su vaso de cristal, desbordante de arena y ostentaba en él una rama de junco, yo, con mi espíritu cansado de sus andanzas y mi experiencia acumulada por el paso del tiempo, me sitúo ante San José de Flores, frente a un panorama de 50 años atrás (1890) y, desbordante de memorias el vaso de mi corazón, lo ofrezco a ustedes, elevando el junco de recuerdos gratos.
Tengo la convicción de que los únicos amigos que me han permitido escribir estas líneas son mi memoria feliz y mi venturoso destino que ha prolongado mi existencia hasta ahora para ver este Flores, cuna de mis antepasados y que constituye para mí una pequeña patria, en magnífico progreso.
Tal vez no sea un pintor de pinceladas firmes en esta exposición, pero confieso que he sido llevado por la fidelidad, al hablarles de esta gran ciudad enraizada dentro de otra gran ciudad; de este lugar que un día no pasó de ser una triste aldea, con sus anchas calles, su vieja iglesia y su plaza arbolada, frío rincón, sin fisonomía pero con alma, así como aquellos que se levantan en la soledad pampeana y que se estremecen con poderosos impulsos, al sentirse ligados a otros, por la cinta del riel y el hilo transmisor que acorta las distancias y junta las vidas.
San José de Flores tuvo su primer despertar, su formación, en el siglo XIX. Ahora, los que vivimos unidos a él por un lazo de vida o mantenemos el privilegio de varias generaciones, podemos exclamar sin ambages: ¡Estamos orgullosos de contemplarlo en plena juventud o en un inmenso florecimiento!
¡Oh! El San José de Flores de hace nueve lustros… Se alza ante mis ojos cual visión placentera, surge del recuerdo en mi ayer distante, solitario, sin inquietud, ofreciendo su soledad a los que soñaban, dando el regocijo de sus quintas vestidas con follajes, amplias, impresionantes para los que dejaban la ciudad colonial de entonces y venían a renovar energías en este lugar.
Siendo niño me he envuelto en las cortinas de polvo de las calles de este Flores; y he soñado en sus cuatro circunvalaciones: Nazca, Avellaneda, Boyacá y Directorio. Los viejos molinos de sus quintas han dejado en mis oídos la música de sus ruedas, al ser acariciadas por la mano de los vientos errantes. Aquél de la residencia de Benguria cuya rueda me parece ver oscilar, imponente, desafiadora bajo la techedumbre de un cielo color pizarra. Prosigo deslizando mi recuerdo por las callejas solitarias, circundadas de árboles, con cercos de madera y veredas roídas por el sol y las lluvias.
A la calle Gaona o Gauna como es su nombre verdadero, qué inmensos eran los cactus y ombúes que la rodeaban, los cuales parecían desde lejos centinelas inertes; la calle Ramón Falcón a la que se le decía “de los lecheros”, porque al atardecer regresaban de Merlo, Marcos Paz o pueblos adyacentes; las que formaban un marco a la vieja quinta de Silveira que empezaba en San Pedrito y Falcón y terminaba cerca de Francisco Bilbao, antes Stegman.
Volviendo a las quintas evoco la de Ortiz Basualdo, la de Atucha, ubicada en Nazca entre Bogotá y Bacacay; la de Aldao, en Bonifacio y Pedernera; la de Cañás, en Avellaneda y Terrada; la de Dorrego, en Gavilán y Rivadavia, siendo esta la más interesante por su follaje y su casona colonial que formaba esquina con otra casa vetusta de altas ventanas y ancha puerta, donde supo vivir un señor Desiderio Lugones, santiagueño, casado con Juana Jiménez. Este hombre trigueño, de barba crecida, era de una inteligencia lúcida y estaba entregado a la política, tenía un sobrino que era canónigo, de nombre Reinerio Lugones y era tío del poeta Leopoldo, autor de tanta obra enjundiosa y de tantos poemas que han inmortalizado su nombre. Al aludido señor Desiderio se lo veía siempre en la tienda de don Natalio, ubicada en Pescadores y Rivadavia o sino en la de Barbat, al lado del teatro Pueyrredón, antes de Flores.
Sin salirme de las quintas, traigo a colación las de Lezica, Quintana, Terrero, Peña y Olivera, esta última inmensa y arbolada, y en cuyo lugar solitario solían reunirse los mitristas celebrando sus éxitos electorales con el clásico asado con cuero. Hoy allí se levanta el hermoso Parque Avellaneda.
También las casonas ofrecían su poesía; sus ventanales como ojos avizores en las noches, tenían resplandores de luz. En sus patios jugaba el viento sus rondas de siglos… ¡Cuántas veces escuché el gemir de un piano y saturé mi alma con el vals “Sobre las olas”, o la “Vidalita” armoniosa, a quienes daban al espíritu un dulce arrobamiento! ¡Cuántas veces bendije las manos desconocidas que corrían por el teclado, mientras desmayaban las rosas y los jazmines en las glorietas, bajo el parpadeo de una luna sonámbula! Todo esto se ha derrumbado, ha pasado cual una nube, es una sombra en el momento actual, convulsionado, inquieto para el mundo.
Recuerdo la calle Lamadrid, hoy Culpina; Unión, hoy Falcón; Yerbal, antes Buenos Aires; Rivera Indarte, que se llamó San José; San Ramón, denominada hoy José Martí y Bogotá, Progreso. Tenían algunas de estas su originalidad, así como la de Argerich, antes José Bergalo, sus casas pequeñas con cerco de madera. Culpina y Terrada ostentaban un enorme zanjón, por donde corría el agua en los días de lluvia, la que huía apresuradamente hacia el bañado de Flores. Un puente de madera ancho, casi de tres metros, facilitaba el acceso de las personas de una acera a otra. Cada casa tenía uno de estos puentes.
Rivadavia, principal arteria, no estaba vestida con letreros luminosos ni altos rascacielos, ni el hervor de vida se volcaba en ella, ni el eco monocorde de las bocinas rompía su soledad. Su amplitud, en las noches de aquellos años, la hacían imponente.
Donde se halla el Banco de la Nación y la casa de Arduino, existían unos edificios chatos, de negocio. En la vereda, unos postes con cadena perecían ceñirlas. En el lugar en que se eleva el Banco Español se levantaba un edificio largo y bajo, sin arquitectura, y en él estaba ubicada la confitería Staricco, única en aquellos días y, enfrente, la farmacia de Franco. Después otras casas de negocio, como la tienda Barbat, de don Natalio, el almacén Francés y la panadería Republicana, formaban el séquito de proveedores de mayor importancia. Estos negocios cerraban a las veinte horas; luego el silencio se extendía como un ala y los faroles de gas daban su luz mortecina, como los de kerosén, parpadeantes, a los suburbios que no distaban nada más que unas siete u ocho cuadras de la plaza.
Las carretas pintadas de verde o colorado rompían la monotonía de la noche. Venían de las chacras existentes en Ramos Mejía, Liniers o Morón: llevaban hortalizas para los mercados. Un farol rojo se agitaba con la macha en la parte trasera, mientras el “carrero”, como se lo denominaba al conductor, con su larga picana dirigía las seis bestias, en tanto uno o dos canes marchaban a su lado, cansados y sin aliento.
A veces la canción del reloj de la iglesia dando ocho campanadas se clavaba en el corazón del pueblo; la cruz en lo alto simbolizaba la paz y el amor.
Uno que otro tranvía de tracción a sangre pasaba lentamente; la corneta del conductor daba un eco inarmónico que se oía desde lejos y se dispersaba en el aire; eran coches abiertos y llevaban cortinas de rayas azules y blancas; los asientos cruzados se iluminaban por unas lámparas a kerosén que tenían los coches en cada extremo; estos salían del “Almacén de la Parada”, Nazca y Rivadavia, y empleaban en llegar a la ciudad de una a dos horas, y cuando aquellos se acercaban al bajo Palacio –como se le denominaba a la esquina de avenida La Plata y Rivadavia–, un cuarteador les agregaba un caballo y conducía el vehículo hasta la Estación Rivadavia, que se levantaba donde hoy existe el Colegio Nacional Mariano Moreno. Son estos algunos rasgos del San José de Flores de hace 50 años (1892) y que pueden sumarse a otros de índole diferente.
En esos tiempos, había además un lago inmenso que empezaba en Portela y Rivadavia y terminaba en Mariano Acosta y desde allí se extendía hasta Provincias Unidas. Como en esos lugares habían existido hornos de ladrillos, las lluvias persistentes y abundantes detuvieron el agua, dando el aspecto de una sábana plomiza; la gente llamaba a este sitio “los charcos”. Concurrían allí los pequeños carros de vendedores ambulantes: carniceros, panaderos, etc. bañaban los caballos que, al retornar de las chacras, no podían soportar las adherencias del barro. En ese pedazo de Flores se levanta hoy una población de casas hermosas y es el principal centro de Vélez Sársfield.
Desde Avellaneda para el norte, es decir, volviendo la mirada a la villa Santa Rita, asombraba un campo abierto, cuyo verde cambiante alegraba el espíritu, así como desde Gaona y Segurola (antes Camino a Monte Castro), se reparaba el amplio Monte de Gozzo, que se extendía como una cinta oscura desde Jonte y Nazca, hasta cerca de donde está hoy el Hospital Rocca; las chacras de Ottonello, Badaracco, Visillac, Scavino, Zabala y otras, daban a la distancia una impresión grata por sus árboles altos y su follaje. La torre de la iglesia de las Catalinas, hoy Villa Urquiza, se veía como una alta columna, esfumándose a veces en el tul de alguna ligera nube.
Internándose por las calles Argerich y San Víctor, hoy Helguera, encantaba la cadena de cactus que surcaba la de Gaona que se perdía cerca del parque Centenario.
Cómo no recordar, también, aquellos coches pobres e inseguros que recorrían el pueblo, de capotas de un verde pálido, casi deteriorado por el tiempo, tirados por caballos enflaquecidos y sin ánimo. Hacían el recorrido hasta el Cementerio desde Varela y Rivadavia, y en el día de los muertos formaban una caravana que pasaba por donde se levanta el Hospital Piñero, punto elegido en ese entonces para depositar los residuos que recolectaban los carros en el pueblo.
También es digno de evocar en los días de Carnaval, cómo se jugaba en las casas de familia, habilitándose para tal efecto, grandes tinas. Las jóvenes salían hasta la calle con jarras y baldes dispuestas a atacar al vecino que las aguardaba, también listo para defenderse. En las noches se sucedía el Corso que empezaba en Bolivia y Rivadavia y terminaba en Donato Álvarez, antes Bella Vista. La calle principal era profusamente adornada con banderas y gallardetes: cada seis metros se levantaba un arco con bombitas azules y blancas, alumbradas a gas. Las comparsas pasaban alegremente; las serpentinas de un coche a otro formaban un manto de color; las flores, se arrojaban a los palcos. Todo aquel ambiente se sucedía con alegría y familiaridad. Más tarde, al terminar el Corso, las familias se reunían y bailaban en amplios patios o salas, donde surgía la mazurca y el vals y, en los paréntesis, la criada, casi siempre de tez morena, servía en una bandeja el chocolate. ¡Qué diferente a esta época! ¡Qué imborrables recuerdos han quedado en mi alma de aquellas horas disipadas para siempre!
Otro punto inolvidable era Monte Castro, tan adherido a este San José de Flores, y que llevaba este nombre debido a un monte que se extendía desde Jonte y Segurola hasta Villa Devoto, al que rodeaban algunas chacras que tenían sembrado maíz y ostentaban ranchos de adobe y paja; formaban estas la de Teodora Gómez, Sierra, Scavino y otras. La calle Segurola, que atravesaba el viejo puente que cubría el arroyo Maldonado, parecía una cinta ondulada; el polvo levantaba en ella densas cortinas. Sólo algunos carritos y vendedores a caballo cruzaban por esta arteria sola, oscurecida en las noches y estremecida por los ladridos de los canes que se escapaban de las chacras.
No dejaré de citar la fiesta de la Candelaria que se llevaba a cabo el 4 de febrero, día memorable este, de alegría y entusiasmo. Banderas de variados colores adornaban las calles; Floresta, junto con San José de Flores, se conmovía en un supremo entusiasmo, parecía que los dos pueblos se daban la mano en una fiesta de primavera, de color y de gracia. La plaza se vestía con luces; la gente concurría a ella. Se veían mesitas con juegos. La orquesta gemía en el quiosco y el amor también cantaba su sonata de siglos.
Lo que llamaba más la atención era la corrida de sortija. Horas antes de empezar se observaba a los criollos de saco negro y bombacha; el chambergo amplio contrastaba con el pañuelo de seda ceñido al cuello que se abría al galopar, como un ala. Los jóvenes paseaban en sus caballos luciendo sus estribos, rebenque de plata y montura donde el sol de la tarde ponía chispitas de suave luz.
Cuando empezaba la corrida crecía el entusiasmo. El público se extralimitaba en aplausos. El triunfador era felicitado. Por la noche se quemaban fuegos de artificio; todo San José de Flores se volcaba en esa fiesta que daba una nota simpática a esos dos pueblos de ayer, unidos hoy por su desarrollo y su grandeza.
Internándose por Avellaneda y Cuenca en dirección a Gaona reparábanse en este barrio muchas casas pequeñas, algunas de madera y techo de zinc. Dado la inmigración de Italia en 1892, a este lugar se lo llamaba “La Calabria” pues estaba habitado solamente por italianos y alguno que otro árabe que vendía baratijas. Hijos de estas familias humildes, hoy se han convertido en las figuras culminantes de nuestro tiempo.
Y como Floresta estaba tan ligada a Flores y era casi un jirón de este por su reciente formación y desarrollo, citaré la memorable casa del Virrey, como se denominaba a una casona inmensa ubicada entre Villa Real y Villa Luro. En ella habían sucedido episodios históricos. La habitaba don Bartolo Sguerzo con su esposa, doña Eugenia Vallega: era este un viejo genovés como de 80 años; la casona parecía un fuerte. Un amplio palomar se levantaba en el fondo y estaba rodeada de paraísos; su construcción era de ladrillo y barro; amplios tirantes ceñían sus paredes y el piso de sus habitaciones era de adobe. En el patio, cercado por piezas y grandes ventanas, lucían tinajas y macetas con plantas y flores.
Retorno nuevamente al viejo pueblo de San José de Flores y me sitúo en mis nueve años, entregándome a la memoria fiel que ha retenido tantos y tantos pasajes de este lugar favorito de mi vida de luchas y sueños. Recuerdo que mi padre, cuando daba bien mi lección del libro El Lector Americano que se usaba entonces en los primeros grados, me prometía llevarme a las “pruebas”. Se le decía así a un circo que existía en la calle Colón, es decir, hoy Camacuá entre Rivadavia y Falcón; el circo era de lona, con poca diferencia de los que vemos ahora; algunas artistas trabajaban en los trapecios y tenían caballos amaestrados. Se daban, además, obras como “Juan Cuello”, “El Mataco”, “Hormiga Negra” y otras. Era digno de observar, cuando uno se acercaba al circo, la cantidad de caballos atados o sueltos en la calle; eran de los criollos que acudían de los pueblos vecinos: Devoto, Caseros, Morón. Una banda de música, a la entrada, ejecutaba algunos trozos selectos.
Y qué decir de la vieja escuela que dirigía don Guillermo Scasso, donde se educaron tantos vecinos, de los que hoy sólo conocemos a sus descendientes. Don Guillermo fue un maestro severo que consagró su vida a la enseñanza; espíritu estudioso, dinámico y recto, había hecho un templo de su escuela. Estaba ubicada al lado de donde hoy se encuentra el consultorio del Dr. Aranguren; era una casa de altos muy vieja con una puerta amplia; sus patios, anchos, fríos, de baldosas le daban una impresión señorial. En 1896 la escuela fue trasladada al sitio en que existe hoy, Fray Cayetano y Yerbal. Ocupó en aquella época la dirección, al retirarse el señor Scasso, don Zenón Márquez, otro maestro digno de elogios, secundándolo en su acción la señorita María Ángela Lima, Erasmo Colombo, Juan Bottinelli, J. Pellerano y otros que supieron guiar los destinos de dicha escuela. Donde está esta casa, años antes hubo un colegio que dirigía un señor Santa Olalla; y hago constar que, desde la fundación de Flores, había sido designado este sitio para ese fin. En aquellos años, en el callejón de la iglesia, hoy Pescadores, doña Mariquita Pereyra, nobilísima anciana, daba clases de religión, los domingos, a los alumnos de la ya citada escuela.
Oh! El San José de Flores de aquellos días… Me parece contemplar su plaza con un séquito de eucaliptus y sus paraísos corpulentos, sus callejas polvorientas y el quiosco de madera, donde ejecutaba la banda operetas y trozos clásicos en las noches de reunión. Me parece, al hundir mi imaginación en el seno de recuerdos tan gratos, contemplar a los niños de entonces: el Dr. Basaldúa, Juan Cruz Moutous, el Dr. Preioni y otros que yo no sé dónde los ha llevado el destino que arrastra muchas veces como a las hojas, el fugitivo viento de las tardes otoñales.
Después, verme sorprendido en la edad juvenil en este Flores tradicional; hundirse en la memoria de aquellas noches de retreta en que la plaza adquiría otra fisonomía, en las mujeres de largos cabellos, acompañadas de sus madres o de alguna criada de confianza, vestidas en forma diferente al momento actual: trajes ajustados, cerrado el escote hasta el cuello y trazando huellas con la falda larga; la caña de la bota alta y con broches, mezclándose al profuso encaje de la enagua blanca. ¡Cuánto romanticismo había entonces…!
Ellas deslizábanse en un oleaje de perfume y gracia, brindando las miradas acariciadoras, dando sus frases rítmicas al aire tibio, mientras los jóvenes, con sus sacos abiertos al costado y sus cuellos palomita, iban detrás por los caminos largos de la plaza aromada, resplandecientes por la luz de los faroles de gas.
Iban los jóvenes, más tímidos que hoy, pero más espirituales, trazando con el bastón o la varita de caña un círculo en el espacio. Eran noches inolvidables, estas de la retreta. Cuántas veces el poeta tejió al oído de alguna de aquellas damas el madrigal sentido, o dejó en su mano sedeña el soneto impecable que no fue otra cosa que un puente de fe para un amor infinito.
A media noche todos regresaban a sus casas; la plaza volvía a su soledad, a su silencio. La luna, ya en lo alto, era una espía eterna que se volcaba en plata sobre las ciudades y los campos.
En las almas de las damas y caballeros se encendía una esperanza. Flores quedaba dormido como un niño en el regazo de su madre buena, y sólo uno que otro transeúnte pasaba por las calles o ya la carreta pesada o el agente a caballo, con su medalla en el pecho y su gorro con penacho, dejaba escapar el eco triste de su ronda.
La vida era otra. Los cumpleaños, los compromisos, los bautismos estaban revestidos de gracia y emoción. Los bailes moderados aumentaban la alegría y la orquesta se extralimitaba con lanceros, cuadrillas, mazurcas y valses. Otras veces los dueños de casa bailaban un gato o una zamba para hacer revivir lo lejano. Todo esto ha huido cual una sombra pero se mantiene latente en el alma de los que no pueden alejar el recuerdo, dulce estela que se graba en el corazón y nos hunde en el tiempo desaparecido.
La medicina también tuvo su papel de suma importancia en este San José de Flores; el Dr. Edelmiro Franco fue uno de los facultativos que, por su altruismo y abnegación, perdura en la memoria de los que conocieron su obra. Todavía ni el bronce ni el granito lo muestran a los ojos del mundo y Franco permanece olvidado. Era un médico que vivía entregado a su misión de aliviar el dolor de los hombres; su muerte vino a consecuencia de un contagio, de una casualidad se ha dicho muchas veces, yo digo: de una causalidad.
Otros médicos, entre ellos el Dr. Miguel Figueroa, que estaba ubicado en Rivadavia y Argerich; el Dr. Facundo Larrosa, hombre de ciencia y de prestigio, el doctor Francisco A. Sicardi, destacado en su misión y excelente literato cuyas obras “Perdida” y “Un libro extraño”, le dieron renombre. Después de los nombrados galenos llegó de Entre Ríos, en 1897, el Dr. Arturo R. Balbastro, joven estudioso y de valer que empezó a destacarse, pero la fatalidad tronchó su existencia y su carrera. El Dr. Balbastro fue víctima de la ira de un obcecado. Asistía a una niñita de cuatro años atacada de difteria; como el mal avanzaba, el padre de la niña, que era un tal Queiruga, después que el médico la había visitado, volvió a requerir sus servicios; Balbastro se hallaba ausente; cuando regresó y fue a atender a la pequeña, ésta había fallecido. Queiruga al ver que el galeno penetraba en su domicilio no se lo permitió y le descerrajó un tiro; el herido al verse en mal estado le dijo al cochero que rápidamente lo llevara al hospital, que estaba ubicado en San Pedrito entre Rivadavia y Falcón. Cuando el coche llegó, el doctor había fallecido.
En aquellos años no existía el Hospital Teodoro Álvarez y, en el lugar donde hoy se levanta, había una quinta rodeada de alambre que en su centro tenía una casa pequeña.
Sucedió al Dr. Balbastro el Dr. Juan Felipe Aranguren, otro médico distinguido y apreciado por el vecindario, impuesto por su acierto e inteligencia. El Dr. Aranguren, a pesar de los años que actuó en Flores, mantuvo su prestigio y su altruismo. Impusiéronle más adelante otros, los cuales han dado muestra de cordura y contracción en este lugar tradicional.
Me apartaré ahora del San José de Flores material ya que he pasado el umbral de la sabiduría, para decir que este pedazo de la urbe fue de privilegio, pues ha sido cuna de hombres que se han dedicado a la ciencia y a las artes, fuera de aquellos que han residido en él y han desenvuelto sus acciones y su vida.
En literatura tenemos al escritor don Eduardo Gutiérrez, hermano de Juan María y de Ricardo, quien vivió por espacio de muchos años en la calle Bacacay entre Terrada y Condarco. En una vieja casona, destinada hoy para otros fines, Gutiérrez escribió sus obras: El Mataco, Hormiga Negra, Juan Manuel de Rosas y otras más. Era el escritor alto y delgado y usaba una barba en punta, vestía generalmente de negro y usaba bastón; se lo veía siempre pasear de tarde por Rivadavia desde Culpina hasta Donato Álvarez.
En pintura tenía esos años a Francisco Lavecchia, excelente colorista, fiel intérprete de la naturaleza y, en escultura, a Santiago J. Chiérico, espíritu contraído, que ha logrado con su talento y perseverancia trazar una orientación a su obra impecable. No cito algunos otros hombres privilegiados dentro de diferentes caminos, que han descollado en política, por ejemplo, pero considero hacer notar que Flores ha tenido un privilegio, y se destacó de otros lugares de nuestra ciudad populosa.
En cuánto al periodismo, fueron varios los periódicos que tuvieron vida por muchos años: uno de ellos fue El Progreso, en 1889; sucediéronle luego El Clarín, El Social, que fundó Berrojalvis y El Autonomista, que supo dirigir la pluma hábil y nerviosa del estilita Juan José de Soiza Reilly, que también pasó su juventud en San José de Flores. De todos los periódicos existentes en aquellos años el que tuvo una vida más prolongada fue La Idea, que desempeñó un rol destacado. Su director, Carlos P. Dubini, tuvo la visión de atraer a su seno, en aquellos tiempos, a todos los escritores consagrados y a los que empezaban a destacarse. Por sus columnas desfilaron Victorino E. Luna, Carlos A. Miranda, Santiago J. Chiérico, Pedro J. Naón, Luis María Álvarez, Jaime Moreno, L. Vila Bravo y otros más.
Recuerdo las noches de redacción en la sede de este periódico, eran todas amenas e interesantes y a ellas concurría Naón con su aire patriarcal que contrastaba con los del poeta Bartolomé Galíndez y Roberto Arlt, ambos de apenas 17 años. Días de romanticismo eran esos en que Arlt llevaba embrazada una esperanza y Galíndez un cauce de profundo lirismo que extralimitaba continuamente en sentidas canciones que supo reunir en libros y folletos. Algunas revistas existieron pero no prosperaron debido a que estaban absorbidas por las de la ciudad, no obstante esto, dejaron su precedente dentro del periodismo local, que fue como un crisol donde se depuraron muchos escritores noveles que alcanzaron éxitos sorprendentes y traspusieron su fama hasta el extranjero.
Y fueron así sucediéndose, en distintos órdenes, episodios que han quedado grabados en la historia de este San José de Flores. Yo he procurado exponer con sencillez y sinceridad la memoria de las cosas que penetraron por mi retina para llegar a mi corazón, en este lugar predilecto de mi vida, como si ellas formaran un collar de recuerdos.
Información adicional
Año VII – N° 36 – junio de 2006
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: ESPACIO URBANO, VIDA SOCIAL, Historia, Mapa/Plano
Palabras claves: Barrios, Flores, Artículo, Periodismo, historia
Año de referencia del artículo: 1942
Historias de la Ciudad – Año VI Nro 36