Nacido en Flores en 1883, Ernesto M. Barreda fue en su época un notable escritor, autor de importantes libros de poesía y prosa y colaborador asiduo de viejas publicaciones. Rescatamos esta amena evocación de su infancia en Flores, publicada en octubre de 1952. Barreda murió en Luján el 3 de junio de 1958
Nada refresca más mi espíritu que recordar la infancia en el barrio de Flores. Allí fui bautizado, y don Feliciano de Vita, que yace a la entrada de la iglesia parroquial, me administró el santo sacramento.
Era un barrio que poco antes fuera un pueblito de gratos veraneos. Tenía palacios entre grandes quintas de follaje y casonas al viejo estilo, sin que faltaran el zaquizamí de adobe y el rancho construido de quincha y barro.
Así era también su población. Muchas veces, a caza de chingolos por esos huecos, me daba con la calesa del señor Basualdo, tirada por un caballito normando, de luenga cola y pelaje bayo. El caballero, de levita y galera de fieltro, lucía patillas a lo federal, ya con su aliño por la edad provecta. Muy amable, en el cochecito de caja amarilla y ruedas coloradas, todo brillante y fino, bajo una capota con flecos de cordón.
Y por la misma huella, a las cien varas de distancia, aparecía don Blas con su mula tordilla, con palo y árganas. Era el mendigo tradicional, el mendigo a caballo, que nos venía desde la colonia. No aceptaba sino pan, fresco o en mendrugos, del que comían los dos, es decir, mendigo y mula.
Este pan, que henchía a veces sus alforjas, era molido por él y de esta industria vivía. Dejó al morir un cuarto de manzana con edificios en el barrio de Almagro (Quintito Bocayuva y Agrelo, que yo mismo vi y de lo cual, sin ser escribano, doy fe).
Citaré, al pasar, aquellas retretas de la plaza, donde “todos se conocían”, paseando las muchachas entre una doble fila de mozalbetes. Y allá en el centro, la banda de uniforme, que soplaba valses y mazurcas hasta que el reloj de la iglesia daba las doce.
Esto en verano. Pero con las primeras heladas retraíase el vecindario, y por la noche todo se tornaba silencio y soledad. Sólo el paso de algún trasnochador, al que solía aparecerse la viuda –después de tropezar en un alambre atado del cerco al poste– con el grito de ¡ya cayó!
Y mientras el doctor Francisco A. Sicardi tronaba contra la superstición curandera en los capítulos de su Libro Extraño, a su paso mismo podía enfrentarse con el retablo de La Cardenala. A él lo rememoro discurriendo a grandes zancadas y hablando solo, los faldones del chaqué al viento, relampagueantes los anteojos.
Pero ella sólo se me aparece encubierta por la vislumbre de la sala, con sus lamparillas de mariposa, fisgando tras las celosías, toda vestida en su hábito rojo, de donde le naciera el mote.
Vieja curandera, de arquilla en el zaguán para trasegar lismosnas, la policía intervino al cabo, pero yo le dí un susto, antes de cerrarse el retablo. Por la sugestión de un vecino, muy chicuelo y sin medir el daño, el grité al pasar con voz sigilosa: ¡Cruz diablo!, y todavía recuerdo el ¡Ay, Jesús! de la pobre mujer que limosneaba su vida y, creo, no hacía mal a nadie.
Salvo los cobres de uno y dos centavos, el dinero era todo en papel. Los de cinco, con la efigie de Avellaneda, los de diez con la de Roca y los de veinte centavos, muy escasos entre nosotros, lucían en su plenitud de barba y cabellera al general Mitre. Con estos últimos se podía comprar, y sobraban cinco, un paquete de cigarrillos Excelsior, que fabricaba el señor Méndez de Andés, de quien, sin duda por algo más, se perpetúa su nombre en una calle de Flores.
Las fiestas de fin de año, en el colegio de niñas, eran famosas. Pero ya cumplido todo el programa pedagógico aligerábase el ambiente en amena tertulia. Y recuerdo que una vez don Aldolfo Aldao, conspicuo vecino, sentóse al piano y entonó con voz de tenor cómico unas coplas graciosas, que remataba con este estribillo: ¡Úlala, úlala, ula, ula, úlala!
Pues apareció el tercer mendicante, y esta vez no era tradicional ni esperaba con imaginerías. Era hipnotizador o, como diría Quevedo, hombre de socorrida ciencia. Un joven holgazán, llamado Beovides, circulaba por trastiendas y reboticas –que no llegó a mayor escenario– durmiendo incautos y escurriendo bolsillos, como un Onofroff, pero en el arte de la garduña, que más tenía de eso que de “Dios se lo pague”. Todo con su fluido y sus pases, muy en regla.
Era un barrio que poco antes fuera un pueblito de gratos veraneos. Tenía palacios entre grandes quintas de follaje y casonas al viejo estilo, sin que faltaran el zaquizamí de adobe y el rancho construido de quincha y barro.
Así era también su población. Muchas veces, a caza de chingolos por esos huecos, me daba con la calesa del señor Basualdo, tirada por un caballito normando, de luenga cola y pelaje bayo. El caballero, de levita y galera de fieltro, lucía patillas a lo federal, ya con su aliño por la edad provecta. Muy amable, en el cochecito de caja amarilla y ruedas coloradas, todo brillante y fino, bajo una capota con flecos de cordón.
Y por la misma huella, a las cien varas de distancia, aparecía don Blas con su mula tordilla, con palo y árganas. Era el mendigo tradicional, el mendigo a caballo, que nos venía desde la colonia. No aceptaba sino pan, fresco o en mendrugos, del que comían los dos, es decir, mendigo y mula.
Este pan, que henchía a veces sus alforjas, era molido por él y de esta industria vivía. Dejó al morir un cuarto de manzana con edificios en el barrio de Almagro (Quintito Bocayuva y Agrelo, que yo mismo vi y de lo cual, sin ser escribano, doy fe).
Citaré, al pasar, aquellas retretas de la plaza, donde “todos se conocían”, paseando las muchachas entre una doble fila de mozalbetes. Y allá en el centro, la banda de uniforme, que soplaba valses y mazurcas hasta que el reloj de la iglesia daba las doce.
Esto en verano. Pero con las primeras heladas retraíase el vecindario, y por la noche todo se tornaba silencio y soledad. Sólo el paso de algún trasnochador, al que solía aparecerse la viuda –después de tropezar en un alambre atado del cerco al poste– con el grito de ¡ya cayó!
Y mientras el doctor Francisco A. Sicardi tronaba contra la superstición curandera en los capítulos de su Libro Extraño, a su paso mismo podía enfrentarse con el retablo de La Cardenala. A él lo rememoro discurriendo a grandes zancadas y hablando solo, los faldones del chaqué al viento, relampagueantes los anteojos.
Pero ella sólo se me aparece encubierta por la vislumbre de la sala, con sus lamparillas de mariposa, fisgando tras las celosías, toda vestida en su hábito rojo, de donde le naciera el mote.
Vieja curandera, de arquilla en el zaguán para trasegar lismosnas, la policía intervino al cabo, pero yo le dí un susto, antes de cerrarse el retablo. Por la sugestión de un vecino, muy chicuelo y sin medir el daño, el grité al pasar con voz sigilosa: ¡Cruz diablo!, y todavía recuerdo el ¡Ay, Jesús! de la pobre mujer que limosneaba su vida y, creo, no hacía mal a nadie.
Salvo los cobres de uno y dos centavos, el dinero era todo en papel. Los de cinco, con la efigie de Avellaneda, los de diez con la de Roca y los de veinte centavos, muy escasos entre nosotros, lucían en su plenitud de barba y cabellera al general Mitre. Con estos últimos se podía comprar, y sobraban cinco, un paquete de cigarrillos Excelsior, que fabricaba el señor Méndez de Andés, de quien, sin duda por algo más, se perpetúa su nombre en una calle de Flores.
Las fiestas de fin de año, en el colegio de niñas, eran famosas. Pero ya cumplido todo el programa pedagógico aligerábase el ambiente en amena tertulia. Y recuerdo que una vez don Aldolfo Aldao, conspicuo vecino, sentóse al piano y entonó con voz de tenor cómico unas coplas graciosas, que remataba con este estribillo: ¡Úlala, úlala, ula, ula, úlala!
Pues apareció el tercer mendicante, y esta vez no era tradicional ni esperaba con imaginerías. Era hipnotizador o, como diría Quevedo, hombre de socorrida ciencia. Un joven holgazán, llamado Beovides, circulaba por trastiendas y reboticas –que no llegó a mayor escenario– durmiendo incautos y escurriendo bolsillos, como un Onofroff, pero en el arte de la garduña, que más tenía de eso que de “Dios se lo pague”. Todo con su fluido y sus pases, muy en regla.
Como en mi niñez vacilaba entre las letras y las armas, podía repetir el verso juvenil de Víctor Hugo: “Yo sería soldado si no fuera poeta”. A probar un cañoncito en el arroyo Maldonado iba una vez con mi asesor técnico de tenaza y martillo. Se nos unió Beovides, por el gusto de disertar sobre vocaciones infantiles. Pero, habiéndose precavido detrás de un sauce, al estallar el metrallazo resbaló de la margen hasta las turbias aguas del arroyo. Salió cubierto de lama y de ignominia. Nunca más se le vio.
Por la calle Circunvalación Este (hoy Carabobo) solía pasear el señor Lezica –levita y galera de fieltro color té con leche– alto, y también de patillitas a lo federal. Una tarde, volviendo de caza, me pidió que le llevara la escopeta. De mil amores me hice cargo de aquella arma estupenda, yo, pobre inventor de cañones con fulminante.
Pero, por su indicación, tuve que adelantarme una media cuadra. Era un inocente engaño, que nadie se tragó, para disimular que volvía de la caza con el morral vacío.
Por la calle Circunvalación Este (hoy Carabobo) solía pasear el señor Lezica –levita y galera de fieltro color té con leche– alto, y también de patillitas a lo federal. Una tarde, volviendo de caza, me pidió que le llevara la escopeta. De mil amores me hice cargo de aquella arma estupenda, yo, pobre inventor de cañones con fulminante.
Pero, por su indicación, tuve que adelantarme una media cuadra. Era un inocente engaño, que nadie se tragó, para disimular que volvía de la caza con el morral vacío.
Información adicional
Año VII – N° 36 – junio de 2006
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Escritores y periodistas, Arte, Historia
Palabras claves: Literatura, Poesia, escritor, Flores, texto
Año de referencia del artículo: 1952
Historias de la Ciudad – Año VI Nro 36