Una de las zonceras más definitorias del siglo que concluye es la del fútbol, especialmente activa en tierras del Plata. En principio, no es asunto que tenga mayor relevancia aunque sin duda será mañana ilustrativo en cuanto a algunas relativas precisiones sociológicas, útiles para el conocimiento histórico. Acerca de lo inmediato, bástenos con reconocer que lo futbolístico no es sino una de las vías por la cual en nuestro tiempo se canaliza el complejo emocional integrado por amor y odio que define la conducta humana. No podemos los argentinos extrañarnos demasiado de que la gente simple endiose a los futbolistas afortunados y los someta, a la vez y por eso mismo, a perversas vejaciones, pues no en balde somos nietos de las épocas en que el gaucho, tras poner por las nubes su amor por el caballo —”mi bien, mi único tesoro”—, lo exigía hasta reventarlo, empecinamiento que, a ciertos efectos, era lo mismo que matarlo.
Analizado con algún rigor, el tema del fútbol se reduce a una instancia de lugar, a una transmutación ad hoc de las afecciones y aborrecimientos territoriales. El fútbol es, ante todo, una divisa más sus seguidores; dicho de otra manera, una bandera y un grupo que admite sacrificios en su nombre. Por supuesto, qué significa esto dista de ser un asunto claro y nadie sabría —trátese de camisetas o de colores patrios—determinar hasta dónde llegan los respectivos compromisos, sea en lo atinente a la abnegación que convendría dedicarles, o hasta dónde las canalladas son exculpables si se cometen en su nombre.
Lo concreto —y lo importante— es que el fútbol habla siempre de un país, de una ciudad, de un barrio. La sabiduría ínsita en los pies de los jugadores-soldados es algo que se descuenta, pues, por otra parte, son profesionales que precisamente cobran por suponérseles habilidosos, pero esto apenas si tiene que ver con la cuestión. No sólo por la condición mercenaria de los jugadores —en rigor, éste es el adjetivo que mejor representa la ubicación subordinada en que se encuentran esos profesionales, sino, sobre todo, porque lo determinante no es el juego sino el resultado. Cómo y de qué manera se llegue a él es realmente irrelevante, y hasta también lo es su consecuencia lógica de que si es favorable se ha vencido, pues lo que realmente pesa es que pierda el otro, que sea humillado, afrentado, vilipendiado.
Se lo dice abiertamente: “No es un juego que luzca, pero es efectivo”. O en vetusta oratoria de comentarista deportivo: “Goles son amores y no buenas razones”. En vano la delectación intelectual ha imaginado que se trataba de un “ballet con goles”, cuando en verdad —como en las guerras modernas— no se trata de demostrar excelencia alguna, sino de establecer la inanidad ajena. De ahí, por ejemplo, que en los mundos exteriormente similares de bailarinas y futbolistas, descuelle, como diferencia esencial, la ausencia casi absoluta entre éstos de las envidias y celos que enloquecen a aquellas.
Es comprensible: la bailarina está ante un horizonte en el que acaso pueda convertirse en una personalidad notable. Sobre el futbolista, en cambio, pesa la fatalidad de una adhesión anterior a él. Haga lo que haga, se lo considerará según la utilidad que reporte al bando en el que está enrolado; en lo individual, no pasa de ser una abstracción cuyo significado no excede nunca de lo anecdótico.
Este pequeño esbozo de razonamiento sobre esa diversión popular tiene por finalidad justificar el intento que a continuación se hará por relacionarla con uno de los barrios porteños más característicos. Con absoluta buena fe creemos que esa maniobra conceptual no es en absoluto arbitraria aunque sí convenimos que es extremadamente casual y circunstancial. Sin el fútbol ese barrio —Parque Patricios— seguramente no existiría como tal; no obstante, es probable que si mañana languidece el interés multitudinario por el mencionado entretenimiento, el barrio subsista y hasta llegue, dado ese antecedente, a constituirse en hecho enigmático, al perder su sentido la referencia futbolística, del mismo modo que a menudo es difícil comprender hoy el emplazamiento de muchos poblados cuya fundación se originó, por ejemplo, en consideraciones militares.
La identidad sustancial
Parque Patricios es Huracán de un modo casi abrumador. A la vez, Huracán es únicamente Parque Patricios, sin que haya al respecto el menor margen para la duda. Boca y River habrán nacido junto al Riachuelo, pero hoy su ámbito es nacional. También lo son los de Racing e Independiente, aunque en menor medida, por mucho que en cuanto a su pleito particular de Avellaneda sus áreas de influencia se superpongan. Por su parte, San Lorenzo ha venido a ser de casi cualquier lugar de la ciudad con excepción de la Boca y, justamente, de Parque Patricios.
Comparten semejante indefinición Vélez y algunos equipos del Gran Buenos Aires; en cuanto a Atlanta, no es Villa Crespo sino una mera porción de su vecindario. En cambio Huracán es Parque Patricios de manera excluyente y, como veremos, constituye, asimismo, el agente de una especie de impulso expansionista que acaso anime a ese barrio; por contrapartida, fuera de allí carece de hinchas, si no es trasplantados.
Esa zona de la ciudad aparece como un punto preciso a partir de 1867 al inaugurarse el Cementerio del Sur —en la hoy Plaza Ameghino—, lo que tuvo corroboración bautismal en 1872 al habilitarse los Corrales ahora recordados como “viejos”. Una década y monedas más tarde surgió el Arsenal de Guerra: hasta ese momento se trataba de una amplia extensión de quintas y descampados a espaldas de la nueva capellanía de San Cristóbal y de los Corrales previos —los “del Alto”—, cuyo único rasgo destacado era que la bordeaba el camino al Paso de Burgos, hoy Puente Alsina.
El cementerio, los corrales, la vía férrea por Deán Funes-Zavaleta, un cuartel, y la ulterior aparición de hospitales como el Muñiz y el Penna, y el primitivo Hospital Militar —la actual Dirección de Sanidad del Ejército—, y de la Cárcel de Caseros, así como de otros establecimientos (los hospitales Udaondo y Churruca, la Cátedra de Tisiología, el Instituto Bernasconi, la Maternidad Sardá, el establecimiento de las monjas de San Vicente de Paul, y aun el Instituto Malbrán y, mucho más allá, la quema de basuras), atestiguan que la mayor parte del área eran campos fácilmente disponibles, justamente por ser de escasos habitantes.1
La primera zona urbanizada —las cuadras de Caseros hasta el ingreso al Matadero por Monteagudo—, se llamó “barrio de los Corrales”, siguiendo la indicación de los carteles de los tranvías y el nombre de la subsiguiente central telefónica. Que la zona continuaba siendo mayormente despoblada explica el gran número de industrias establecidas en ella desde fines del siglo XIX, tema de sumo interés pero distante del que nos preocupa ahora: determinar cuál fue la extensión real del área cubierta por ese nombre de Corrales, y en qué medida corresponde al actual ámbito anímico originado en torno del Club Atlético Huracán.
Nunca he oído mencionar al Hospital Muñiz como ubicado en los Corrales; tampoco al Arsenal de Guerra. La cárcel es “de Caseros”. 2 Los bordes del Arsenal por Pozos y también por Garay fueron ocupados por casuchas de marginales, barrio llamado, como es lógico, “del Arsenal”, denominación prolongada más tarde mediante otra característica telefónica
Cuando desaparecieron los Corrales —en 1900—, la zona urbana era de población muy reducida, no faltando en sus periferias quintas de recreo, propiedad de personas que, mayormente, debían vivir en el centro. Es de imaginar, además, que en torno del extinguido matadero hayan prosperado corralones, herrerías y otros locales de propensión equina, que tuvieron continuidad al servicio de las industrias que aparecieron en la zona durante las cuatro primeras décadas del siglo. Eso quedaba sobre Caseros y seguramente abarcaba Armonía (Rondeau), Progreso (Pedro Echagüe) y Brasil, pero no más allá. Ni a Entre Ríos, ni a Garay ni a Boedo se las filiaba con los Corrales. A la altura de San Juan —o sea bien cerca—, Deán Funes era la calle de los payadores y pese a la acentuada afinidad de ese menester con lo campestre, tampoco nadie se acordó de los Corrales, así como tampoco a propósito de los talleres Vasena. Desde un comienzo, Pompeya fue Pompeya, en vertiginosa contracción del nombre religioso y del inmobiliario aditamento de “Nueva”, y la Quema jamás se atribuyó a los Corrales, así como tampoco esa protovilla miseria que recibió el nombre de Barrio de las Ranas.
Pero hay un dato mucho más curioso y significativo: cuando en 1906 se habilitó el ferrocarril de trocha angosta de la Compañía General, su terminal, en Suárez y Vélez Sarfield, fue denominada “estación Buenos Aires”, siendo en ese momento y hasta hoy, el único testimonio en la nomenclatura ferroviaria de la existencia de esta ciudad. Es claro que si se le dio ese nombre así es porque el lugar no tenía otro ni era asimilable a ninguna referencia anterior: el lugar no es el Riachuelo, no es Barracas, no es Pompeya y no es Constitución. Desde una perspectiva actual, ha llegado a ser Parque Patricios,3 pero es claro que en ese entonces la denominación Corrales estaba por completo fuera de lugar.
El tango habla de Chiclana y de Pepirí, del peón que era afecto a los burros y del “mosaico diquero / que yugaba de quemera”, pero nunca de los Corrales. La Sociedad de Fomento que tiene sede en Atuel y Los Patos y que se fundó hacia 1920, se llama “de San Antonio”, por la parroquia. Empero, esa denominación arcaica figuraba, puntual e invariablemente, en los mapas de la guía Peuser, más o menos hasta 1960, siempre impresa en letra mayor y colocada al Norte del parque.
Como se sabe, se trata de una barriada de muy reducido movimiento demográfico; su población está constituida en proporción apreciable por gente mayor, lo que facilita el rastreo. Vivo allí desde hace 13 años y doy fe de que en conversaciones sólo he oído la expresión “Corrales” en labios de mujeres ancianas y referida únicamente a la característica telefónica, que era la antigua 91, hoy 911 y 912.
Finalmente, el barrio pasó a llamarse Parque Patricios y no nos parece que valga lo más mínimo el argumento de que —aparte la disposición oficial— se abandonó la anterior denominación por malsonante, pues al fin y al cabo es todavía más fácil hallar connotaciones despectivas en otras que gozan de plena salud, como Barracas, Mataderos o La Matanza. Antes de ser consagrado como nombre oficial ya esa zona parquizada se había impuesto como designación a su contorno, tal como ocurrió, también con los parques Chacabuco y Centenario, y ha calado incluso más hondo que en estos otros casos, al punto que usualmente se le dice “Patricios”.4
Sin embargo, e igual que sucede con tantos otros nombres adventicios, es muy difícil documentar los comienzos de su utilización. Lo más viejo que he hallado es de algo después de 1930. En un poema, María Raquel Adler hace el elogio del parque, del barrio que lo rodeaba “y de sus chicas”.5 Quince años más tarde, la designación aparece incluida en la enumeración ritual de Alberto Castillo.
Para 1920 la urbanización era ya aproximadamente completa, si bien en buena medida no en función de viviendas sino de establecimientos fabriles y de otros, como vimos, de uso público. La densidad de población siempre fue baja y en números absolutos se ha mantenido estable en los últimos 60 o 70 años, y hasta, quizás, haya caído algo. Un relevamiento de las casas subsistentes, muestra muy pocas con trazas de haber sido conventillos, muchas menos ciertamente que en San Cristóbal, y aun que en Pompeya.6
Los orígenes de Huracán
Es entonces que aparece Huracán, no antes; y ésta no es una referencia de mera precedencia temporal, sino de sustancia. En un principio los muchachos que jugaban bajo ese nombre y que dieron origen al club eran más bien de Pompeya, lo que nos es indicado tras precisar que “existen en la vasta zona que abarca los barrios de Nueva Pompeya y Parque Patricios, juntamente con los baldíos y semibaldíos periféricos, diversos colegios cuyos alumnos practican el fútbol”.7
Concretamente, los iniciadores fueron alumnos del Colegio Luppi, de Pompeya, y jugaban en un potrero situado entre Ancaste y Traful. Se reunían “en la casa de Gastón Brunet, en la calle Lynch, aproximadamente donde ahora se encuentra el Hospital Aeronáutico”. Los posteriores lugares de encuentro alternan direcciones de Pompeya y del Sur y Sudeste de los viejos Corrales. El famoso sello en que la palabra Huracán está escrita sin hache se le encargó a una librería ubicada en Sáenz y Esquiú, y en él figura que la sede societaria estaba en la calle Ventana, conjunto de datos que justifica largamente el mote de “quemeros” que se daba a esos muchachos.
En 1911, algunas reuniones de comisión directiva se realizaron en Rondeau 3066, en lo que constituye la primera incursión del club en el barrio arquetípico. Entretanto, su equipo lograba tener actuaciones destacadas en la “Liga 43” y en la “Liga Anglo-Argentina”, desempeño que le da notoriedad y le permite obtener el mecenazgo de Jorge Newbery, de donde viene la adopción como símbolo del globo de ese aeronauta que, curiosamente, tenía el mismo nombre adoptado antes por el club.8 Hay donaciones de por medio y Newbery, a la sazón funcionario, gestiona la cesión al club de un terreno sobre Almafuerte para disponer de un field, lo que, de haber persistido, hubiese ligado mucho antes sus destinos al barrio que le sirve de marco.
La relación entre los pateadores del cuero (para entonces muy distantes de gozar de la popularidad con que se los ungiría veinte años más tarde) y el ingeniero es intensa y fructífera: poco antes de morir, éste recibió en el campo de Los Tamarindos un telegrama redactado en términos napoleónicos, muy de la época: “Hemos cumplido. El Club Atlético Huracán, sin interrupción conquistó tres categorías ascendiendo a primera división como el globo que cruzó tres repúblicas”.
Pero ya Huracán había iniciado una nueva mudanza que asimismo habría de tener honda trascendencia para el futuro barrio de Parque Patricios, pese a que ella alejó al club transitoriamente: se fue a Boedo al Sur y tuvo cancha en la cuadra de Chiclana que va de avenida La Plata a Alagón, en tanto que su sede provisoria permanecía en retaguardia, en Caseros y Sáenz. Por esos días, la primera peña huracanense funcionaba en el café La Grasita, de Chiclana y Maza.
Si de los orígenes en Pompeya se trajo la denominación burlesca de “quemero”, finalmente asumida con orgullo por la gente de Patricios,9 de los veinte años pasados en los bordes de Boedo se trajo la profunda, intemperante, hosca rivalidad con San Lorenzo de Almagro, extraña por muchos motivos y que es el otro rasgo definitorio del barrio, acaso el principal de todos.
No sólo porque jamás, en casi un siglo de trayectoria, les tocó dirimir supremacías deportivas importantes, sino porque, en rigor, carecen —y es, al respecto, la única excepción registrada en el medio argentino— de la circunstancia universal de las rivalidades futbolísticas que es la de compartir una determinada adscripción zonal: por ejemplo, Boca y River en sus comienzos, Racing e Independiente, Atlanta y Chacarita Juniors, Gimnasia y Estudiantes, Quilmes y Argentino de Quilmes, Newell’s y Rosario Central… En esos términos, Huracán y San Lorenzo no son vecinos; a lo más, tuvieron cierta proximidad en cuanto a canchas, alejadas ambas de sus respectivos centros de influjo. El de ellos ha sido, más bien, el caso de la relación entre River y Platense, conflictiva, sin duda, pero de palpable insignificancia.
Lo que sucede en Parque Patricios —y sólo allí, porque no hay ni remotamente nada simétrico en los turbios fervores de sus rivales—, en caso alguno podría describirse con esa palabra. El decidido aborrecimiento a los cuervos es allí una fuerza operante y aglutinante de todo el vecindario y no sólo la consabida manifestación carnavalesca del extraviado fanatismo de algunos personajes del submundo: por otra parte, exhibirlo es dar una muestra inequívoca y apreciada de legitimidad local.
La llegada al barrio
Pero el tema es delicado y para exponerlo es necesario volver a la historia: en la segunda mitad de la década del treinta Huracán conoció un importantísimo crecimiento societario y deportivo ajeno al fútbol; fue para ese entonces y durante unos cuantos años un verdadero emporio de actividades diversas, aun culturales. En ese tiempo, el valor socializante y estructurador del deporte era puesto por las nubes y entre las grandes instituciones populares que se destacaban, Huracán ocupó un lugar preferente, al punto de que sin tener una actuación futbolística destacada, por décadas se lo contó como uno de los “seis grandes” de ese mundillo, lo que le valía una representación especial en la AFA.
Personajes políticos de relieve, como el senador Aldo Cantoni y los tenientes coroneles Tomás A. Ducó y Carlos Cattáneo tuvieron injerencia decisiva en la vida del club y al primero de ellos se le debe el regreso a Parque Patricios, mediante la instalación de la secretaría en un edificio de la avenida Caseros, cerca de la plaza Ameghino, alquilado al efecto. Jefes de comité y comerciantes acaudalados empiezan a alternarse en las comisiones directivas y los resultados de sus empeños son sumamente positivos: los 6000 socios de 1936 se convierten en más de 21.000 en 1942.
En 1940 —en plena gestión de Ducó— se inauguró la sede social que enfrenta al mismo parque y comenzó, a la vez, la construcción de la cancha de Alcorta y Luna, cuyo mástil de hormigón es, aunque geográficamente excéntrico, uno de los “rasgos prominentes” del barrio. Esa cancha fue la tercera construida de material entre nosotros y, en su momento, sólo la superaban las de River y Boca… De entonces acá, no ha sucedido gran cosa, ni en el barrio ni en el club; aquel quedó detenido en el tiempo como una extraña muestra de supervivencia de la vida porteña “preperonista” —por ejemplo, con extraordinaria abundancia de organizaciones sociales y político-partidarias—, a la vez que ingresaba a un período de decadencia económica extremada en los últimos lustros por la desindustrialización generalizada. En tanto, Huracán afrontaba la etapa de desarticulación de los clubes con el agravante de que el rendimiento futbolístico fue, durante más de medio siglo, sistemáticamente pobre, sin más excepciones que un campeonato ganado en 1973 y un subcampeonato veinte años más tarde.
Pero, en realidad, el fútbol no parece ser demasiado importante en Parque Patricios, al menos según cabe deducirlo del poco conmocionante descenso y ulterior recuperación de categoría, que protagonizó Huracán sobre el filo de este fin de siglo. Hay otros datos reveladores al respecto: por ejemplo, la gran etapa futbolística fue en los años 20, cuando se obtuvieron varios campeonatos y vistieron su camiseta jugadores que han llegado a ser legendarios, como Guillermo Stábile y Cesáreo Onzari; sin embargo, y contrariamente a lo que ocurre en otros clubes, en Huracán se ignoran esos pergaminos y sólo se retiene el recuerdo de algunas figuras ciertamente notables pero que corresponden a una época en realidad pobre en cuanto a logros, como Herminio Masantonio, Emilio Baldonedo y Tucho Méndez:10 así como no existe el barrio anterior, tampoco existe el club de los inicios. En verdad, es como si todo hubiese comenzado en 1940.
Ni siquiera en sus mejores momentos económicos Huracán se interesó por comprar jugadores y formar cuadros con posibilidades de competir en un torneo. Más todavía: de los grandes equipos (y por oposición a muchos otros que sin serlo, poseen tradiciones más arraigadas), Huracán es el único que no tiene colores definidos…11 Lo anecdótico se refuerza con una sentencia habitual entre los escépticos el barrio: “A Huracán no le interesa el fútbol; lo que en verdad quiere es ganarle a San Lorenzo… Lo malo es que generalmente pierde”.
El motor del odio
Ahí pisamos ya terreno más firme. El gran tema de Parque Patricios es San Lorenzo, concreción aproximadamente unánime en esa porción de la ciudad de todo lo perverso de la vida, sin que haya ninguna necesidad de razonar ese sentimiento porque San Lorenzo es lo malo en sí, y no otra cosa.
Una nota burlesca publicada hace unos años en el diario Clarín hablaba de unas personas añosas —”teñidas y con bisogné”, especificaba para caricaturizar— entregadas a memorar partidos de veinte años atrás y a quejarse de la incomprensión de la juventud. Así tomado, lo atinente a Parque Patricios no sería sino uno de los posibles atisbos del deterioro —incluso emocional— padecido por la vida porteña de las últimas décadas, más o menos agravado por la edad madura o avanzada de muchos de los habitantes de esa barriada, pero, por compensación, trascendido por el surgimiento de un ingenuo fenómeno pasional sólo existente allí.
Ahora bien, ¿cuáles son los límites de ese barrio que exorciza a San Lorenzo? Corrales se apoyaba en los límites del viejo matadero con excepción del sur, tenía eje en Caseros y se proyectaba hacia el norte hasta más allá de Brasil pero sin llegar a Garay. Patricios, por su parte, que hasta ha merecido la canonización por vía de ordenanza, cuenta con límites oficiales que recorren Garay, Entre Ríos-Vélez Sarsfield, Amancio Alcorta y, tras una adecuada línea quebrada, la casi recta que trazan Cachi, Almafuerte y Loria.12
Pero hay otro límite de hecho, coincidente con todos los lugares en que, a partir de un círculo trazado desde Rioja y Caseros las paredes llevan inscripciones con globos e insultos a San Lorenzo y a sus seguidores, tanto con motivo concreto de la señalada rivalidad, como a propósito de las cosas más dispares.
Porque los graffitti pueden bien contener una afirmación partidaria, instar al uso de preservativos para evitar el SIDA, mencionar a una banda juvenil, o proclamar el amor que despierta Fulana, pero siempre con los agregados de “cuervo botón”, o “cuervo p…, sos boleta”. El globo con la hache inserta es, además, un símbolo universal que ampara todo y tiene, simultáneamente, un amplísimo uso, a veces mercantil, a veces no: hace unos años un comité radical de la calle Patagones sacaba una publicación llamada, ocurrentemente, “El Patagonazo”; el logo, por supuesto, estaba precedido por el aerostato legitimador.
Estos fenómenos se registran en unas quince cuadras en torno del punto citado, no más; fuera de ese ámbito no existen y, sin duda, si alguien dibujara esos signos ellos carecerían de sentido. Por otra parte, tampoco existen hinchas de Huracán fuera de esa área, a no ser que provengan de ella.
Los límites reales de la zona a que nos referimos llegan hasta cerca de San Juan y pasan, hacia el este, unas dos o tres cuadras más allá de Entre Ríos; bordean Alcorta y después del cruce ferroviario de Monteagudo ingresan en Pompeya, y por Chiclana y por Caseros se acercan a la avenida La Plata, siendo, como se comprende, la parte del límite paralela a esta última una región de fricciones con la bastante más imprecisa adscripción sanlorencista.
El predominio en esta esfera de influencia naturalmente no es parejo y reconoce numerosas excepciones, aunque éstas, en general, se ajustan a una norma de hierro: de un lado tenemos casas, casitas y pehaches tipo casa. En ellas, la adhesión huracanense explícita o implícita alcanza niveles abrumadores; sin embargo, esta disposición cesa repentina y tajantemente allí donde aparecen casas de departamento, monoblocks o villas de emergencia, es decir formas más o menos modernas de vivienda, en que habitan grupos humanos de menor edad, o bien de menor inserción en las tradiciones del barrio. Es curioso ver como las jornadas de exaltación futbolística dan motivo a que en esos lugares se extiendan banderas, nunca de Huracán y sí, invariablemente, de Boca, River o Vélez, sobreentendiéndose que la de San Lorenzo está proscripta .13
Esta suma de comprobaciones podría bien dar paso a la admisión del criterio final expuesto en esa recordada nota de Clarín. “Todo esto se termina con nosotros —rezongaba uno de esos señores de aplique capilar, acodado en un café clásico de la zona—, porque los chicos ven televisión y usted sabe…” Es decir, todo el pathos descripto coincidiría en que es éste un caso muy claro de globalización interna y al parecer inevitable, opuesta a la permanencia de una peculiaridad local por algún motivo mantenida hasta aquí de manera férrea. Es por si ese anticipo resulta verdadero que pretendemos hacer con estas líneas una reserva de espacio en la memoria porteña, advirtiendo que en tal actitud preservacionista partimos casi de la nada, pues no hay referencias bibliográficas a lo que estamos exponiendo, lo que también es ilustrativo de que se trata de un fenómeno social posterior a la señalada cristalización del barrio, hecho que a la vez hace comprensible que los estudios formales no reparen en él.
Así, en “Nace Parque Patricios”, de Luis J. Martín y Pascual Mémola, casi ni se nombra al club Huracán. Las tan estimables publicaciones del Ateneo de Estudios Históricos Parque de los Patricios incurrían, sistemáticamente, en parecida omisión. Si ahora todo lo que hemos descripto está, en efecto, por esfumarse, sirvan estas anotaciones para guardar su recuerdo, si es que para algo vale la pena.
A modo de conclusión y resumen: en cuanto circunstancia fática y también como sustancia afectiva, el barrio de Parque Patricios ocupa la totalidad del espacio antaño conocido como barrio de los Corrales y asimismo bastantes otras áreas. En algunos sentidos cabe considerarlo su continuador, pero en lo fundamental no lo es y sí representa, en cambio, un caso único en nuestra ciudad de una zona cuya identidad ha sido moldeada por la adhesión a un club de fútbol.
La expresión “quemero” es hoy pertinente a propósito de Parque Patricios y no constituye ofensa alguna, pero sería ridícula si se la vincula con los Corrales. De igual modo, Huracán es de Parque Patricios; pero decir que es —o que fue— de los Corrales constituiría una franca aberración.
La simbiosis no es anterior a 1930, coincide con el reemplazo casi súbito de la vieja denominación y ha durado con una fuerza tal que, evidentemente, debe responder a causas no baladíes. A falta de explicación mejor, no creemos escandalizar demasiado si aseveramos que ellas radican en el marcado anquilosamiento de la zona y en la sostenida prevalencia que ha mantenido un sector tradicional formado por vecinos que pueden recordar, personalmente, hechos o emociones anteriores, por lo menos, a 1950.
También es muy claro que ese factor ha redundado no sólo en la consolidación del nombre del barrio —sin duda mucho más fuerte que la alcanzada por otras denominaciones similares originadas por los diversos “parques” epónimos—, sino de su misma existencia física, al anular la incipiente división que trazaba el eje Jujuy-Colonia entre dos zonas por muchos motivos disímiles.
Pocos lunares se perciben en la homogeneidad presente: los más notorios son de los centros habitacionales formados por las “torres” de Brasil y Matheu y de Rioja y Salcedo, así como las villas 21 y 24, a no dudarlo por albergar casi excluyentemente vecinos nuevos. Adviértase que un curioso e importante antecedente zonal de los monoblocks, como es la llamada “Casa Colectiva”, erigida en 1919 en la esquina de Caseros y 24 de Noviembre, ha actuado —y sigue haciéndolo— de un modo en absoluto opuesto. Si aquellas estructuras son ajenas al barrio, ésta es casi su corazón, tanto difieren en sus consecuencias las construcciones según hayan sido erigidas en una época o en otra. 2
Te extrañamos Globo
como el hijo que en la
noche tarda en llegar,
como la esperanza que
nunca se concreta.
Atrás quedó la pesadilla
envuelta en sombras, porque
ahora brilla el sol en tu Globo
y la luz en los ansiosos
corazones huracanenses.
Y allí estás Globo festejando
como nunca con tus colores el
viento en tu Palacio Ducó, con
el mítico recuerdo de todos los
que te queremos. Están todos
Globito: Baldonedo, el gran
Masantonio, Alberti , y los muchachos
que llenaron de alegría ese
maravilloso año 1973.
Ya estás de vuelta Huracán
con la ausencia clavada en el corazón
con la alegría que remonta vuelo, con la
tarde del domingo hecha una fiesta.
Estás de vuelta Huracán
y Patricios está vivo. Con
algarabía y clima de fiesta.
con su gente que vibra y
el tiempo no silenció.
Bienvenido Huracán, el día
y la victoria son tuyas,
de tus hinchas, del pueblo,
de los estoicos que siempre
tuvieron una luz de ilusión.
Bienvenido Globo!!!
otra vez en primera
y ahora como un rito
para nunca más dejarla
con amor de barrio, de
potrero, de sentimiento y
por qué no, desparramando
en el cielo de Patricios
ese amor que nunca alcanza.
Estás ocupando el pedestal
que nunca debiste dejar, sos
un pedazo de vida y grandeza,
amor hecho de barrio y esquina.
Juan Carlos Fraschini,
poeta, escritor y periodista; julio de 2000
El reciente retorno de Huracán a la primera división futbolística ha inspirado este apasionado elogio lírico, cuyo autor se ha desempeñado por años en el diario La Nación.
Nota: Las fotos de la revista El Gráfico son una gentileza del Sr. Horacio López, de Librería Antigua.
Notas
1 Esa zona abierta se extendía mucho más allá de los actuales límites del barrio, según indican la existencia hacia Constitución de los hospitales Británico y Rawson, del Hospicio de las Mercedes y la estación Solá, y hacia Once de los hospitales Francés y Ramos Mejía, del Colegio e Iglesia de la Santa Cruz y del Mariano Acosta. En el intermedio, están atestiguando lo mismo la planta Ingeniero Paitoví de Obras Sanitarias y la escuela Carlos Pellegrini.
2 A lo único que se le decía “de los Corrales” era al cuartel de bomberos. En cuanto a las cárceles, corresponde señalar que también la de Palermo se conocía por la calle en que estaba: era “Las Heras”. Sólo a la de Villa Devoto se le aplica el nombre del barrio.
3 La información periodística usual ubica en Parque Patricios a las villas 21 y 24 distantes unos mil metros al sur de esa estación pésimamente mantenida y cuyo edificio es, quizá, la principal construcción de madera subsistente en Buenos Aires.
4 Se le diría siempre así, a secas, si no fuese que semejante uso entraña confusiones con la avenida Patricios, en Barracas. Por lo mismo, no es arbitrario que digamos Rivadavia, Corrientes o Cabildo, pero en cambio avenida San Martín. En cuanto a los testimonios del tango, bueno es tener presente que aunque desde afuera es visto como arquetípico barrio de tango, internamente Parque Patricios llegó a serlo sólo muy tardíamente. En rigor, lo que el barrio de los Corrales fue, sí, es un barrio de burreros; posteriormente, el tono de Patricios tuvo un regusto cursilón: maestra de apellido italiano, piano en la casa y veleidades chopinianas.
5 Prestigiosas a raíz del Bernasconi, entonces de moda, véase el final de la nota anterior. Por otra parte, Parque Patricios tiene cierto arrastre y no pocos vecinos de Pompeya fuerzan un poco las cosas al dar cuenta de donde viven; a la vez, una de las formas usuales de asimilación es ser hincha de Huracán.
6 Pero Genaro Giacobini, el ilustre médico, atendía constantemente casos de tuberculosis, enfermedad clásica de los conventillos. Debo al profesor Francisco Scibona la observación de que éstos fueron muy numerosos en Pompeya.
7 Newton, Jorge,“Historia del Club Atlético Huracán 1908-1968”, Bs. As. 1968.
8 Este hecho es muy raro; se lo cuenta en todos lados pero, al mismo tiempo, parece que desde un comienzo y expresamente el globo era el de Newbery, aunque éste lo ignorase. Tal vez los chicos lo tomaran de alguna reproducción publicitaria y ese antecedente haya favorecido la ulterior simpatía entre ellos y el sportman.
9 No tiene esta reacción nada de extraño: sin salirnos del fútbol tenemos lo de bosteros aplicado a los hinchas de Boca, simple deformación humorística y grosera de boteros, como en efecto se dice a los vecinos de la Boca. En la historia general se halla lo de blandengues, que significa cobardes o flojos, y que ha pasado a ser el nombre del regimiento de honor del ejército uruguayo.
10 Como muestra de que el ascendiente de Huracán en la zona no decae, frente a la sede del club, en el parque, se alza un monumento reciente a Masantonio, junto con recordatorios de los otros dos: no tengo noticias de otro caso semejante.
11 Está la camiseta blanca con vivos rojos, pero frecuentemente no se la usa y, por otra parte, obviamente Huracán no es el “equipo albo”, así como hay otros identificables por sus colores. Para ser exactos, su único símbolo es el globo, en esto un poco equivalente a la “ve” de Vélez.
12 Límites bastante avaros, si bien los munícipes se avinieron a hacer una muesca del otro lado de Alcorta para incluir en ellos al estadio. Pero la traza deja afuera a la casa de sepelios Bonavena Hnos. y al ex restaurante Jaimito, de Caseros y Maza, que llegó a ser el segundo más representativo del barrio.
13 Una observación: Huracán no tiene banderas, aparte de las que existen en el orden institucional y las que portan los asalariados de los dirigentes. Pero banderas de la hinchada suelta no existen, posiblemente porque no se acostumbraba usarlas en los años en que se generó esa adhesión. Pero esto no quiere decir que la gente de Huracán no sea celosa de sus colores y de su símbolo por antonomasia. Al respecto, se cuenta una anécdota curiosa: en Corrientes, un grupo de entusiastas creó un equipo y en tren de ponerle nombre buscó, como suele hacerse, el de alguna institución de la Capital. Optaron por Huracán pero debían pedir autorización para usar la camiseta. Y les fue negada tan terminantemente y con tan malos modos, que, despechados, los correntinos dispusieron, sin más, usar la de los aborrecidos enemigos. Esa es la razón por la que Huracán de Corrientes —club importante de allá— es un Huracán con la camiseta de San Lorenzo.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año II – N° 6 – Octubre de 2000
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Estadios, PERFIL PERSONAS, Varón, PERSONALIDADES, Deportistas, Vida cívica, Clubes y bailes, Popular
Palabras claves: Huracán, Parque patricios, cuervo
Año de referencia del artículo: 1945
Historias de la Ciudad. Año 2 Nro6