Sociólogos e historiadores han señalado más de una vez la correspondencia entre el traje y la posición que cada uno ocupa en la jerarquía social. En grupos muy jerarquizados los distintivos pueden llegar a ser obligatorios y a tener una invariabilidad que sólo se altera con el paso de una a otra categoría. En agrupaciones de menor rigidez es permitido que sus integrantes se vistan como lo que son o que aparenten lo que quisieran ser, que realcen lo que estiman digno de ser destacado o que disimulen lo que les importa ocultar. Hay épocas en las que se busca acentuar la diferenciación y otras animadas de espíritu igualitario, en las que se tiende a la uniformidad, a esfumar los caracteres distintivos y a que viejos y jóvenes, ricos y pobres, hombres y mujeres vistan de modo parecido.
La importancia del traje
El afán ordenador del siglo XVIII concedió importancia a la indumentaria y, sin duda, no es un hecho casual que durante el mismo se presentaran varios proyectos tendientes a reemplazar los desbordes imaginativos de la moda por pautas obligatorias decididas por la razón. Como en otros lugares del imperio español, en el Río de la Plata el traje es signo de status y del nivel de ilustración y se considera que ofrece materia digna de la atención del gobernante al que compete orientar a los vasallos sobre el aspecto que les conviene tener. A la tradicional policía sobre la moralidad del traje femenino se agrega ahora la preocupación porque no viole las normas del “buen gusto” y que se acomode a un decoro del que la autoridad se siente responsable.
Molestan algunas expresiones espontáneas y pintorescas del vestir indiano al que se desearía uniformar con la elegancia reinante en los salones de la corte, pues para el hombre de ciudad, vestido pulcramente y tocado con una cuidada peluca empolvada, es casi un agravio personal la figura del gaucho desgreñado y rotoso, cubierto con prendas no usadas en Europa. Al revistar a los milicianos del regimiento de caballería de Buenos Aires en 1768, el sargento mayor Francisco González se lamenta de que el “traje ordinario de esta gente sea tan risible” y no encuentra otro remedio que el darles igual vestuario que a las milicias de España.
El mismo año el gobernador Francisco de Paula Bucareli y Ursúa, al impartir instrucciones a las autoridades que ha puesto al frente de los pueblos guaraníes en reemplazo de los expulsados jesuitas, se detiene a considerar la rusticidad del traje de los indios a los que habría que inspirar el “deseo de usar de un vestuario decoroso y decente”. Para ello sería necesario desterrar los “ridículos vestidos” de cabildantes y danzantes en uso y tratar de que todos se vistan y calcen a “correspondencia de sus empleos y graduación” marcando las diferencias que deben existir en toda república bien ordenada. Y en los agasajos con que las autoridades reciben a los caciques y capitanejos de la pampa que cruzan periódicamente la frontera se incluyen sombreros, zapatos de hebilla y otros artículos propios del vestir ciudadano a tal punto que tales prendas llegan a convertirse en insignias de mando.
Es que se piensa que la adopción del atavío urbano significa un principio de aceptación de la vida civilizada y de la integración social y que mejorar de ropa eleva a los hombres predisponiéndolos a actuar con dignidad, o sea que el cambio de aspecto se proyectaría a los entresijos del alma provocando una suerte de transmutación interior. En este sentido, un grupo de comerciantes porteños de 1749 sostiene que una vestimenta adecuada ensancha el ánimo y “dilata los bríos” que, por el contrario, son amenguados por la carencia de ropa apropiada. Los funcionarios en trance de solicitar aumentos de sueldo invocan la necesidad de presentarse con un atuendo que no desluzca el oficio, pues entienden, como Juan José de Vértiz, que si no se engalanaran conforme a su jerarquía sufriría “menoscabo su representación y carácter”.
Si para los burócratas el vestir bien es un modo de defender el prestigio de su oficio, para la mujer es un punto de honor a cuyo mantenimiento están obligados a concurrir los maridos. El no ser provista de ropa acorde con su rango es un motivo de agravio que suele aflorar en las disputas conyugales y el carecer de ropa adecuada para competir en esa feria de vanidades que es la calle es razón bastante para el enclaustramiento, ya que parece preferible autoinfligirse el padecimiento del encierro que afrontar las críticas del vecindario. Así, el obispo Manuel Antonio de la Torre justifica la creación de nuevas parroquias como un modo de disminuir el sonrojo de aquellas mujeres carentes de “atavíos para andar por las calles públicas en donde hoy tanto prevalece la vanidad”.
Hacia mediados de siglo el crecimiento de Buenos Aires, el enriquecimiento de muchos de sus pobladores y la afluencia de mercaderías provenientes de media Europa dan pábulo a la emulación en ostentar vestimentas suntuarias y un lujo doméstico desconocido hasta entonces. Un escritor especializado en temas económicos, apoderado del Cabildo de Buenos Aires, alude en 1750 al deseo de los rioplatenses de hermosear sus viviendas y gastar las mejores telas con tan exorbitante profusión que muchas veces una sola mujer consume el caudal que bastaría para vestir a cuatro europeas.
Sólo al morir los porteños se resignan a renunciar a las pompas del mundo y buscan con tanto ahínco reemplazar sus galas por el raído hábito de algún fraile mendicante, que el Cabildo cree necesario intervenir en 1775 para poner tope al precio ascendente de los hábitos usados como mortajas. Lo que a primera vista puede parecer contrita humillación de un pasado de soberbia es más bien una nueva exteriorización del afán de elegir un traje apropiado para cada ocasión presumiendo que en la vida ultraterrena será mejor recibido quien más se asemeje al que hizo voto de pobreza.
La frontera social
Si bien la indumentaria no deja de interesar a lo largo de toda la centuria, en la primera mitad del siglo se produce un cambio en la valorización del traje que refleja una honda transformación social, como que se pasa de una sociedad estática, empeñada en fijar a cada uno límites infranqueables y en imponerle un atuendo peculiar por el que pueda ser fácilmente reconocido, a una sociedad más abierta, más tolerante con el esfuerzo de los de abajo por hacer olvidar la humildad de sus orígenes mimetizándose entre las capas superiores.
Un caso real, objetivado en un expediente judicial, nos permite reconstruir algunos perfiles de la novedad e intentar establecer el momento en que se produjo. En 1756 algunos regidores imputan al rico y generoso comerciante portugués Carlos de los Santos Valente el ser de oscuro linaje y el estar casado con mujer descendiente de esclavos, como lo prueba el hecho de que su abuela murió sin “salir de su traje de mantellina que es el mismo que viste y usa la gente de servicio”.
Como el nacimiento ilegítimo era considerado menor tacha que la de descender de negros, Petrona Peralta, suegra de Valente, consigue probar que es hija de blancos y que la mulata Juana de Guzmán (a) Chana la Griega no fue su madre, sino la mujer que la crió; además promueve una información en la que varios viejos vecinos atestiguan sobre el traje que le vieron usar y descifran su significado.
Los testigos coinciden en declarar que Petrona usó siempre “traje de manto de seda y saya en la calle cuyo traje sólo estaba permitido a las españolas y prohibido con gravísimo rigor a toda persona que no fuese de origen español” y refuerzan el aserto con diferentes detalles. A principios de siglo —Petrona había nacido en 1703— las justicias velaban para que las pardas no anduviesen con mantón de seda y muchas experimentaron el desaire de que se lo quitasen en público como le ocurrió a una mujer de color llamada Antonia, a quien un alcalde despojó del manto en la puerta de la iglesia de Santo Domingo.
A las sospechosas de ser mulatas les quitan las hebillas de los zapatos y aún les prohibían que se calzasen, salvo que fuesen “mucamas de las señoras principales”. El sargento mayor José de Valdivia argumenta que si Petrona no hubiese sido blanca la hubiesen arrancado el manto como hizo el alcalde Sebastián Agreda de Vergara —alcalde en 1705— con una mulata diciéndole que era preciso que las de su clase anduviesen con “traje como lo que son”. El sacerdote Gerónimo de Avellaneda, que fue alcalde en 1712 y que la conocía bien por vivir cerca de su casa, la hubiese obligado a cambiar de traje y que si hubiera sido remiso en hacerlo no duda de que su madre y hermanas lo habrían estimulado a intervenir.
En esto coincide con el cura rector de la Catedral Juan José Fernández de Córdoba, quien certifica que en aquel tiempo las esposas, hijas y parientas cercanas o lejanas de las justicias se convertían en celosas fiscales que indagaban genealogías y denunciaban “aún los menores adornos que viesen en hijas de mulatas”.
Los declarantes no olvidan mencionar la actitud respetuosa con la que Chana reconocía la diferencia social ya marcada por el traje y evocan cómo acompañaba a Petrona llevándola “delante vestida en traje de española y ella iba por detrás como criada con su mantellina y saya de picote”.
Reconocen tácita o expresamente que para 1756 las cosas son diferentes que, aunque perduran las diferencias de traje según la extracción social de cada uno, haya ocurrido una variante sustancial y es que el atuendo personal ha quedado librado a la presión social y no a la coacción de la autoridad. Alguno atribuye el cambio a que Buenos Aires ha dejado de ser la corta población donde todas las familias se conocían, otros no se detienen a reflexionar sobre las causas, pero todos admiten que entre principios de siglo y mediados de él, en Buenos Aires se ha quebrado la voluntad de mantener una sociedad rigurosamente compartimentada abriéndose inéditas posibilidades de ascenso social. Y, lo que es interesante consignar, ninguno parece lamentarlo demasiado.*
*Publicado por primera vez en “La Nación” del 7 de agosto de 1988 y reproducido aquí con autorización de su autor.
Bibliografía
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Año de referencia del artículo: 2020
Año I- N° 1 – agosto de 2007