Los organilleros napolitanos
No cabe duda que la introducción de los organitos en Buenos Aires fue obra de los inmigrantes italianos; aunque el órgano y sus variantes grandes o chicas, a viento, ya era usado por los griegos y romanos y se difundió por todo Occidente durante la Edad Media. Una variante, considerada despectivamente por algunos como “música menor” eran los organitos que, raros en la época de Rosas, se difundieron recién en la década de 1860 traídos primero por los piamonteses y saboyardos. Pero muy pronto fue el instrumento preferido por los napolitanos, algunos de los cuales los portaban profusamente ilustrados con escenas de la vida italiana, al estilo de los famosos carritos sicilianos.
José Hernández, en 1872, se refiere a ellos en el “Martín Fierro” donde cuenta que los organilleros napolitanos estaban en todos lados, especialmente en las pulperías animando su música con las piruetas de algún mono. Y muchos no se salvaban de ir como milicos a la frontera, según recuerda en este conocido verso: “Allí un gringo con un órgano / y una mona que bailaba / haciéndonos reír estaba / cuando le tocó el arreo./ ¡Tan grande el gringo y tan feo / lo viera como lloraba!”.
Pero también los humildes organilleros acompañaron a los soldados en la guerra del Paraguay, según cuenta Emilio Daireaux: “Se han visto algunos de esos tocadores de organito napolitanos partir para la guerra del Paraguay, detrás del ejército, ajustados por los soldados para prestar animación a las noches del campamento. Han asistido a todos los sitios durante tres años y han seguido a la tropa hasta Asunción”.
Este autor, en su libro “Vida y costumbres del Plata”, editado en 1888, relataba: “Italianos venidos de Nápoles, con el organillo a la espalda, van de ciudad en ciudad, de continente en continente, parándose en los puertos donde hacen escala y volviéndose a poner en marcha; ven el mundo y vuelven a Nápoles sin haber cambiado una palabra con los habitantes de esas regiones, a no ser en el dialecto o jerga de su barrio, no habiendo oído ni comprendido nada, a excepción del cambio de monedas, alimentándose de naranjas como en su país, guardándose de contraer la nefasta costumbre de comer hasta saciar su apetito y sobre todo, de gustar la carne, creándose necesidades nuevas”.
Y el comisario Adolfo Batiz, relataba en 1885: “En la esquina de Corrientes y Esmeralda me junté con varios cocheros, agrupándonos en la vereda; detuvimos a un organillero napolitano, que en esos momentos pasaba por allí y que tocó el órgano hasta las doce por unos cuantos céntimos. Al compás del organito organizamos un baile en la vereda”.
Los fabricantes ítalo-argentinos
En la última década del siglo XIX para oír música popular había que ir a las plazas a escuchar a las bandas; por las calles solamente podían oírse los organitos, algunos acompañados por un acordeón, que irrumpían con sus alegres notas musicales los apacibles atardeceres porteños de fines del 800.
En Buenos Aires existían unas pocas firmas afinadoras de pianos que comenzaron luego a fabricarlos, pues los primeros que llegaron al país se importaban de Europa, con preferencia de Italia. “La Nación” en su edición del 12 de mayo de 1896 bajo el título de “Buenos Aires curioso”, expresa sobre el particular:
“Como ya lo hemos dicho hay en la actualidad 280 ‘pianos mecánicos’ en el municipio. Provienen de las fábricas de Novara o de París, cuestan desde 450 hasta 600 pesos, pagan derechos de aduana muy subidos y dan de ganar —cada uno— a dos individuos en sus correrías nocturnas por la ciudad cobrando desde ochenta centavos hasta un peso y veinte. Dan además trabajo a un sinnúmero de personas”.
Y continúa: “Hay en la ciudad cuatro importantes casas que se dedican, casi exclusivamente a la compostura y afinación de los ‘pianos mecánicos’, las de Castelli, (calle Riobamba) de Rinaldi (calle Azcuénaga) de Secatelli (calle Paraná) y de Salvia (calle Estados Unidos). Los cilindros de los pianos mecánicos son de madera, de álamo o de pino, en ellos hay clavos que, al girar el cilindro, tocan un martillo, ya de madera, ya empapelado, que a su vez golpea la cuerda metálica vertical que da la nota. Cilindros y martillos se descomponen fácilmente, al propio tiempo que con el rodar constante del carro, en los adoquines especiales de este municipio, las cuerdas se desafinan a menudo. Cada afinación cuesta tres pesos”.
“El mismo cilindro —bien cuidado— puede durar unos dos años; así mismo su precio de costo no baja de 60 a 80 pesos. Cada uno puede tocar 10 piezas, pero cada tres o cuatro meses hay que cambiar una que otra “sonata”, reemplazándola por un trozo de la última zarzuela en boga. Es de notarse en efecto que “el piano mecánico” está —por lo general— al corriente del movimiento musical y teatral. Tan pronto como se sabe de alguna zarzuela, aplaudida en el teatro, el afinador compra la partitura. La toca toda entera, elige en ella los aires capaces de agradar al público, los más fáciles de grabarse en la memoria, selecciona dichos y de los aires populares las frases más susceptibles y de todo hace una especie de “Popurrí” simplificando el acompañamiento, dando a la frase sensacional mayor importancia que la que tiene en el texto original y todo ello lo confía a los clavos del cilindro.
“Los “pianos mecánicos” al fin, pagan al fisco una patente anual de $ 65, pues últimamente, esta ha sido aumentada en $ 15. Como se ve constituye toda una industria…”
El mismo cronista completa su nota preguntándose: “¿Como bailarían los pobres sin los “pianos mecánicos ?”
Las industrias precursoras
Pronto, paralelo a su difusión, los organitos empezaron a construirse en Buenos Aires. Un establecimiento como el de “ Turconi y Faranelli” que se promocionaba en la “Gran Guía Nacional de la República Argentina” de 1907, como: “Fabricantes de piano y órganos a cilindro-especialidad en pianos y aparatos automáticos relacionados a la música. Afinaciones y composturas de pianos. Trabajo garantido a precios módicos. Rodríguez Peña 405”, comenzaron a comercializar su producción.
Otra fábrica, la de Secatelli se encontraba en Paraná 232 y se mantuvo en esta dirección desde 1886 hasta por lo menos 1907, pero entre los más acreditados fabricantes del ramo estaban los hermanos Pascual y Miguel La Salvia con domicilio en Lorea 186, (actual 420), que se trasladaron luego a Santa Fe 2080.
Estos últimos fueron editores de tangos y música en general y los organitos que fabricaban eran de un sistema diferente, con un sonido aflautado. Ello y el reducido tamaño de su caja sonora, sólo les permitía interpretar parte de una composición. Uno de estos, fabricados por La Salvia, fue utilizado hasta su desaparición por el conocido organillero “Manú”, llamado el “último organito” y de quien nos ocuparemos más adelante.
Había otro tipo de instrumentos con un mecanismo totalmente diferente, llamado de “flauta” —el del lorito— producido también por los hermanos La Salvia. En 1907, Vicente, un hijo, se hallaba instalado en Estados Unidos 22l3 y con él los hermanos Rinaldi tenían un trato comercial cordial.
Pero los más prestigiosos de plaza en la fabricación de los “pianos manubrios”, o como se los denominaba popularmente “organitos”, fueron Miguel y José Rinaldi, quienes arribaron al país como inmigrantes procedentes de Nápoles hacia 1880, nietos del organista de la Iglesia de Casteluccio Superior, en Potenza, provincia de la Basilicata. En sus inicios, la firma que giraba bajo el nombre de “Rinaldi Hermanos”, se estableció en la calle Azcuénaga y posteriormente a 1889 se mudaron a Ombú 760 (hoy Pasteur).
Los cilindros que producían tenían un repertorio surtido. Los había con temas populares europeos (no olvidemos que era la época de la “Gran Inmigración”) como polcas, valses, marchas de óperas (Carmen o Aída) y un clásico permanente en casi todos, el pasodoble “Valencia”, pero también existían exclusivos de tangos.
La denominación de “piano manubrio” respondía a que tenía algo de piano, por los martillos que golpeaban las cuerdas y un encordado similar al piano, pero con un armazón de hierro más sencillo. Lo de manubrio era por el dispositivo que se utilizaba para girar parte de su sistema en la interpretación y se hallaba al frente del aparato musical.
Los primeros y más pequeños se cargaban a la espalda del organillero, sujetos por dos correas. Se utilizaron “para abrir el mercado” pero pronto fueron reemplazados por los “medianos” que se comenzaron a producir en serie. Tenían similitud al piano, por su caja armónica, sus cuerdas de acero y bordonas, forradas en cobre y un gran cilindro hueco de madera que hacía las veces de teclado y abarcaba de un extremo al otro del gabinete.
La fábrica de los Hermanos Rinaldi
El emprendimiento industrial-musical de los “Hermanos Rinaldi” desarrolló sus actividades hasta 1918; alrededor de 28 años. En la actualidad, el solar de Pasteur 760 se encuentra ocupado por un antiguo garaje en muy buen estado de conservación y pleno funcionamiento, que abarca los dos lotes originales.
La fábrica constaba de un importante taller, con dos habitaciones al final de la casa. En una se armaban los complicados sistemas de los instrumentos, y en la otra, dedicada especialmente, se daban las terminaciones a los gabinetes de madera de haya. Cuando se juntaban tres o cuatro instrumentos, el pintor efectuaba la pintura y el lustre a mano. Luego el fileteador, completaba el terminado con dorado.
Naturalmente, la parte familiar de la vivienda —una tradicional casa chorizo—, constaba de zaguán, sala, comedor y dormitorios.
Los aparatos chicos y medianos eran de color negro, y los grandes —destinados a ser emplazados en lugares fijos, cafés, prostíbulos, etc., eran preferentemente de colores brillantes, prevaleciendo el celeste y el rosa.
Al frente de la calle Ombú —luego denominada Pasteur— existía un portón de casi tres metros de ancho, que permitía el acceso de las chatas que ingresaban, por el patio interior, hasta el final del inmueble, para cargar o descargar los instrumentos para su reparación.
Era tan prolijo el detalle, que una vez —cuando en un reportaje se le preguntó al maestro Julio de Caro— como era que él, siendo de una familia que cultivaba la música clásica, se había volcado al tango, respondió: “Me enamoré del sentimiento tanguero, cuando de pibe escuchaba tangos en las esquinas, por el organito de los Rinaldi…”.1
José Rinaldi, de profesión ebanista, era el encargado de su construcción como así también de los muebles. Además, se encargaba de fabricar las muñecas, que en cada extremo de la parte superior del órgano grande y dentro de una caja de vidrio, danzaban al compás de la melodía y se encontraban sincronizadas con el mecanismo reproductor de música.
La fábrica tenía una producción mensual de 5 a 6 unidades de distintos tamaños. Un cálculo muy moderado (considerando un promedio de cinco por mes) darían 60 por año y en los 28 años de actividad, la cantidad entregada por la planta, habría alcanzado alrededor de los 1600, cifra muy importante si consideramos que la construcción era íntegramente artesanal.
La actividad era atendida únicamente por el equipo familiar compuesto por los hermanos Rinaldi, además del invalorable aporte de Rosa De Cunto, la esposa de Miguel; y la colaboración permanente de una hermana soltera de los hermanos, la querida tía Rosa.
Naturalmente colaboraba también un carpintero para ayudar con los gabinetes y un peón, para el tema de la carga y descarga de las chatas. Se vendían, además, fuera de la Capital, a distintas provincias como Entre Rios, Corrientes, La Pampa, etc.
Cuando comenzó la fabricación de los “pianos manubrios” de los hermanos Rinaldi, no se comercializaron más elementos importados en el mercado local. No existía otro fabricante de este modelo con cuerdas percutidas como en un piano, cuyo sonido se hallaba —a medio camino— entre el de un piano y un organito.
Además de la fabricación, también se efectuaba la reparación integral. Si la falla estaba en el cilindro, éste se desmontaba y se entregaba para su compostura. Si el problema era más complicado, el “carrito de mano” o la chata con el caballo, ingresaban por el portón hasta el taller para su revisación. Si debía permanecer por más de un día, se llevaban el caballo y el aparato, montado en su medio de transporte, quedaba dentro del taller hasta su completa puesta a punto.
Miguel Rinaldi, pianista y compositor que registró el Vals “El Picaflor” y la marcha “Las dos Rosas” dedicada a su esposa, era el encargado de volcar las composiciones a los delicados cilindros que compondrían el repertorio del “piano a manubrio”. Se respetaba la partitura original, copiando en el cilindro todo el tema, lo que significaba una gran fidelidad a la obra del compositor. Don Miguel transcribía cada una de las obras minuciosamente sobre un papel especial que luego se adhería a la madera del cilindro. Después, una vez terminado, comenzaban los correspondientes ensayos hasta dejarla perfectamente terminada.
Cómo funcionaba el organito
Poseía un mecanismo muy original. Consistía en el arte de saber colocar en la estructura exterior del cilindro unos “clavitos sin cabeza” muy especiales, importados de Novara, (Piamonte) cada uno de los cuales representaba una nota o un silencio musical. En la parte superior de la caja se encontraban los martillos y las cuerdas, de modo que al hacer girar el cilindro por medio de la manija, se producían los sonidos.
Resultaba una tarea compleja la de Miguel Rinaldi, ya que cada una de las obras que transcribía era realizada minuciosamente y después, una vez terminada, comenzaban los ensayos correspondientes para corroborar si estaba de acuerdo con la partitura original, corrigiendo o cambiando cuantas veces resultase necesario, para evitar cualquier “destiempo”, hasta dejarla perfectamente a punto. Cada nota en un piano necesita tres cuerdas; en los de Rinaldi eran sólo dos, los bajos tienen dos bordonas; en el “piano manubrio” existía solamente una.
El instrumento era más simple: el martillaje golpea las cuerdas por medio de un cilindro que giraba —una comparación elemental con las “cajitas de música”— con todas esas pequeñas púas, lo mismo pero en tamaño grande.
Delante tenía un manubrio para girar. Poseía dos movimientos; de rotación y traslación, como la tierra. Cuando rotaba sobre las dos puntas de eje que tenía el cilindro (movimiento de rotación) tocaba una composición. El de traslación se producía cuando se lo desplazaba hacia un lado a fin de interpretar otro tema. Los organitos primitivos más pequeños, denominados “de espaldas” contenían ocho piezas, su número aumentaba a 10 en los medianos y llegaba a 12 en los grandes.
El sistema no era similar a la pianola, ya que ésta es un piano completo —incluso con teclado— que tiene un aparato agregado en la parte delantera y debajo todo un equipo de fuelles —eléctrico o a pedal (actualmente electrónico) que le suministra el aire que circula por una cañería para movilizar pequeños “fuellecitos” encargados de dar movimiento a los martillos.
En el frente del instrumento —en la parte superior— existían dos puertecitas y en su interior en una caja, se colocaba el rollo.
Ellos fueron moliendo la armoniosa música porteña y foránea cuando todavía Buenos Aires se alumbraba con faroles de gas y las calles eran todas empedradas, los tranvías de “La Gran Nacional”, “la Capital “ o “La Metropolitana”, eran a tracción a sangre.
Modelos para todos los bolsillos
Como expresábamos al principio, se fabricaron tres tipos que diferían principalmente en su tamaño. Los primeros, relativamente pequeños, hacían posible su transporte cargados a la espalda, complementando el equipamiento con una especie de mesita portátil, donde lo apoyaban para su correcto funcionamiento.
El segundo, de mayor tamaño, ya debía transportarse sobre un pequeño carro rústico con dos varas y provisto de dos altas ruedas, de tracción “a mano” y fue el que comenzó a reunir más gente en las esquinas de los barrios.
Este tipo “intermedio” fue el que capitalizó la mayor demanda, e incluso se transformó en el “caballito de batalla” de muchos inmigrantes de origen itálico.
“El Nacional” del 29 de agosto de 1876, da cuenta de la aparición, por primera vez en Buenos Aires, de dos organilleros italianos que utilizaban cotorras para sacar un papelito. La nota se titulaba: “El pajarito de la buena suerte”. Pronto este novedoso atractivo se popularizó y se difundieron los organilleros “del lorito”, que luego de la interpretación hacían sacar “la suerte” para quien la solicitaba, con el pico del animalito y más tarde quienes se hacían acompañar en su recorrida, con un pequeño mono, muy adiestrado y con gran habilidad para recoger las monedas que el público les brindaba. Estos últimos ya los registra Hernández en 1872. Pero, paralelamente, existían personas que compraban en la fábrica varios aparatos, para alquilarlos (como se hace actualmente con los taxis) lógicamente efectuando la explotación de los más necesitados.
Por esos días, cuando llegaba a interesarse en la compra un minusválido, los Rinaldi se lo entregaban sin que pagase un centavo de adelanto y sin pagarés, le abrían una suerte de ”libreta de almacén”. La persona trabajaba y a la mañana siguiente pasaba por la fábrica y entregaba a cuenta lo que podía. La señora de Rinaldi se encargaba de anotar —día a día— los aportes y de esa forma, sin documentos ni garantías, el “organillero” iba saldando su deuda, un verdadero compromiso de honor, basado en la generosidad y magnífica predisposición de los fabricantes.
Finalmente, salió de la línea de producción,el tercero, el más grande y perfeccionado, similar en tamaño a los pianos verticales chicos que se comercializan en la actualidad, que contaba con el agregado de bombo, redoblante, platillos y dos muñecas, que bailaban al compás de la música, debido a una combinación con el engranaje .
Estas figuras representaban bailarinas talladas en madera y adornadas con finísimos vestidos de seda o raso, que lucían además zapatos de charol, y se hallaban sujetas por un eje de alambre y girando solamente al ser activados por efecto de las distintas notas interpretadas. Estaban protegidas en cajas de vidrio, colocadas en el centro o a los extremos del instrumento, y resultaban un complemento tan ingenioso como atractivo.
Para transportar este último modelo grande y pesado —casi siempre elaborado a pedido— se utilizaba una chata especial, cuyo piso levantaba solamente 50 centímetros del suelo con ruedas altas que sobrepasaban su base y era tirado por un caballo de buen porte. Debía ser transportado fuertemente asegurado por gruesas correas, debido a los desniveles de las calles de entonces.
Esos mismos modelos, adaptados posteriormente al sistema “automático de la moneda”, resultaron el elemento indispensable en los “piringundines y bares” del bajo o de los arrabales; los de tamaño mediano costaban, aproximadamente 300 pesos y los más grandes 500. Comenzaron a desaparecer desplazados por los órganos a electricidad, importados por Max Glücksmann, allá por la década de 1920, desde los Estados Unidos.
Para elegir los temas musicales, los aparatos tenían adosados a la caja armónica, una suerte de reloj. Era una moldura redonda, donde figuraba la denominación de las composiciones musicales disponibles en el “menú de opciones”, que resultaba sumamente ecléctica, ya que aparecían: tangos, schimmies, pasodobles, canzonetas napolitanas, el pericón por María, valses o “La Marsellesa”; un vasto y variado repertorio “para todos los gustos”. Agregamos algunos títulos de los diez que incluía un cilindro, que resultarán ilustrativos: Pasodoble “Chicuelo”; Tango “Gran Muñeca”; Tango “Vení mi nena”; Pericón por María; La Marsellesa; Mazurca “Grossi”; Tango “Bevilacqua”; Vals “Olga”; Schimmi “Patagonia” y Vals “Frou-Frou”.
De tal forma, los parroquianos podían seleccionar el tema de su preferencia. Periódicamente, se cambiaban los cilindros con composiciones de moda, pero si la plata no alcanzaba, los Rinaldi borraban algunos temas y en el mismo cilindro incorporaban las nuevas melodías para abaratar costos.
Decadencia y fin del organito
Desde comienzos de la década de 1860 hasta las postrimerías de 1920, los “organitos”, que según firmes teorías fueron los primeros en allegar a la calle el mensaje musical, tuvieron un protagonismo realmente excepcional en los barrios. Allí recibían con particular alborozo su aparición, porque en muchos casos además de escuchar su música, se los utilizaba para bailar, como hemos visto, al ritmo de sus sones. Por otra parte, sin su aporte, infinitas melodías no habrían sido incorporadas al imaginario colectivo. En las barriadas de casas chatas y mínimo tránsito, con un escaso nivel de ruidos el inconfundible sonido del instrumento se advertía a veces desde una distancia de tres o cuatro cuadras. Una música callejera que tenía “no sé que vaga sensación” porque “ a su paso se impregnaba todo de emoción”.
Sobre el tema expresa Raúl March: “Con su música que buscaba acoplarse al canto y la danza, el organillero supo llegar al alma popular del suburbio arrabalero, llevando su melodioso mensaje sonoro que cumplía un rol espiritualmente recreativo para los habitantes de los primitivos barrios porteños, principalmente para las amas de casa y las vecinas que por entonces, al no tener aún la radio ni el cine, ni al haberse generalizado la salida de la mujer al trabajo fabril o comercial, podían disfrutar su alegre música”.
Y aquí viene a cuento recordar las estrofas de José Gónzalez Castillo y Cátulo Castillo, cuando expresaban: “…Al paso tardo de un pobre viejo, / puebla de notas el arrabal, / con un concierto de vidrios rotos / el organito crepuscular…”.
El organillero llegaba tocando a una esquina. Se instalaba y luego de interpretar entre cuatro o cinco piezas, pasaba la gorra buscando la generosidad de su auditorio. Las familias solían solicitar sus servicios contratándolos “por toda la velada” abonándoles un peso la hora. Y las chiquilinas, para poder bailar a escondidas unos tangos, les mandaban unas monedas, para que el músico ambulante, se detuviese debajo de su ventana, interpretando un par de temas orilleros.
Y ni que hablar, cuando se estacionaba frente a los conventillos. Mientras el hombre, manubrio en mano, entre el alboroto del piberío, desgranaba las melodías de su repertorio, se desataba en el interior una auténtica revolución festiva, que venía a romper la cruel monotonía cotidiana.
Pero no se crea que todo fue fiesta en la actuación de los organilleros; mucha gente estaba en contra de “esa música que rompía los tímpanos” y el 26 de noviembre de 1900, el diario “La Nación” consignó el “abuso” de los “maestros del cigüeñal” publicando la queja de un “distinguido facultativo” domiciliado en la calle Florida. El diario consignaba que el quejoso “es amante de la buena música y que todas las noches, precisamente a la hora en que puede sentarse al piano, los acordes de tal milonga le impiden distraerse un rato sin molestar al prójimo”. El organillero se situaba frente a su casa para tocar la popular milonga: “Bartolo tenía una flauta”.
Y el comentario periodístico concluye: “La verdad es que es más propio de una aldea que de una gran capital que los organitos se instalen en la calle para que a su son bailen en las aceras los chicos de la vecindad”.
Comenzaba una campaña en contra del popular difusor de la música popular; con el progreso la ciudad creció, y los “pianos a manubrio” u “organitos de los Rinaldi” fueron desplazados a los suburbios desde 1918, no pudiendo avanzar desde Pueyrredón hacia el centro. Incuestionablemente, esa fue la sentencia de muerte para la actividad y los Hermanos Rinaldi, vendieron su negocio en 1921, aunque como “gauchada”, Miguel siguió efectuando reparaciones menores, cambios de temas en cilindros, etc., hasta 1924 en que se retiró definitivamente. Murió el 30 de mayo de 1930, a los 63 años, sobreviviéndolo su esposa Rosa De Cunto y sus ocho hijos.
El primero y el último
Evocamos aquí al organillero Sebastián Francebo, domiciliado en la calle Europa N° 7 de la antigua numeración, hoy Humberto Primo, con la patente anual de vendedor ambulante N° 15.220 que a un costo de 15 pesos, le fue otorgada el 7 de mayo de 1845, durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas; el primero en la especialidad detectado por los investigadores en la materia. Aunque en Europa existían “organilleras”, aquí siempre fue un oficio de hombres.
Homero Manzi dedicó un tango famoso titulado “El Ultimo Organito”, que en interpretación magistral cantaba Edmundo Rivero, con una letra de gran belleza eufónica, pieza melancólicamente sentimental que marcó el fin de una época que fue y que ya no existe más. El ocaso y muerte de algo y de alguien que existió y al cual Homero Manzi le da su adiós, inmortalizándolo en un tango que forma parte de la antología musical de Buenos Aires.
Pero el último organito, el último de trascendencia pública y documentada, fue el de Héctor Manuel Salvo, nacido en Villa Crespo y más conocido por “Manu”, apodo de la mitología india que se brindaba al hombre pensador y autor de la humana sabiduría.
El 25 de junio de 1995, al vencer su permiso, la Dirección de Vía Pública del gobierno municipal, pretendió negarle la renovación. Se alzaron distintas voces de protestas por los medios de comunicación social2 y finalmente, se le hizo justicia, otorgándoselo nuevamente. A poco más de tres años de este episodio, Salvo falleció en el Hospital de Clínicas de esta capital, el 11 de setiembre de 1998. Moría con él, “El último organito”.
Una variante del organito
Permítasenos la licencia de efectuar una pirueta en el tiempo y espacio, sobre estos instrumentos musicales. A nuestra ciudad le cabe el orgullo de haber sido el lugar donde se diseñó y fabricó el primer órgano electrónico del país y hasta donde se pudo investigar, de Latinoamérica, con los mínimos elementos técnicos disponibles en plaza por aquellos días, año 1956.
La marca era “Sonotron” y su primer recital público fue ofrecido en la Iglesia “San Roque” de Plaza y Charlone. Posteriormente se hizo una presentación radiofónica por radio “Splendid”, con la interpretación a cargo del organista Charles Wilson en la noche del 20 de julio de ese año. Luego por la misma radioemisora, el fondo musical de una radionovela protagonizada por Santiago Gómez Cou y la participación de Amalia Sánchez Ariño, realizado por el citado organista en el mismo instrumento.
Los órganos electrónicos “Sonotrón” fueron adquiridos por distintas parroquias e iglesias del país. La fábrica de estos exponentes de tecnología de punta para la década del ‘50 se hallaba en Ciudad de la Paz 2212, del barrio de Belgrano, el registro de la “patente de invención” y su fabricante fue el Sr. Osvaldo Horat, hermano del autor de estas líneas.
Reflexión final
Los Rinaldi como pocos, vistieron de fiesta el alma de viejo Buenos Aires, con la jubilosa alegría de sus creaciones, que un hermoso día comenzaron a poblar de notas el arrabal porteño.
El organito fue algo de vital trascendencia para la época. ¡Otra época!, se dirá con una expresión facilista. Podría ser, pero nos atrevemos a reflexionar que más que eso era otra gente.
Hoy, deberíamos mirar atrás y tomar el ejemplo de ese concepto comercial pero solidario, que nuestra sociedad consumista ha sepultado para siempre.
Bibliografía
Revista Caras y Caretas, del 28 de julio de 1912 y del 2 de noviembre de 1918 y Revista P.B.T. del 24 de octubre de 1914.
Diarios “La Nación” del 9 de mayo de 1930 y del 1° de noviembre de 1936.
Diario “ Clarín” del 2 abril de 1975 y “Noticias Gráficas” del 18 junio de 1979.
Lamas, Hugo y Binda, Enrique, “El tango en la sociedad porteña. 1880-1920”, Ediciones Héctor Lucci, Buenos Aires. 1998.
March, Raúl A., “Homero Manzi. Filosofando su poesía”, Plus Ultra, Buenos Aires, 1987.
Testimonios orales de Atilio Rinaldi, hijo de don Miguel y sobrino de don José Rinaldi y de Mónica Salvo, hija de Héctor Manuel Salvo, “Manú”.
Agradecimiento
Al historiador, coleccionista, y por sobre todo, excelente amigo, don Emilio Zamboni por su generosa predisposición y ayuda, además de haber hecho posible el encuentro con el Sr. Atilio Rinaldi, cuyo aporte resultó fundamental para este trabajo.
1 Publicado en diario “Clarín” del 2 abril de 1975.
2 Diario “Clarín” del 9 julio de 1995.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año II – N° 8 – Marzo de 2001
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Industria, fábricas y talleres, Oficios, Inmigración
Palabras claves: napolitanos, organo, organilleros, Hermanos Rinaldi, Secatelli
Año de referencia del artículo: 1886
Historias de la Ciudad. Año 2 Nro8