Concluimos aquí la historia de la primera Casa de Baños de Buenos Aires y de su propietario, el español don José Ballester. Los datos inéditos que hemos podido rastrear en esta investigación, han sido tomados principalmente de los Tribunales Civiles, de los Protocolos de Escribanos y de la testamentaría de su dueño.
Los Mansilla sin aljibe, pero con carro aguatero propio
Gracias a su clima benigno, la población de Buenos Aires, según hemos visto, se higienizaba al aire libre en el Río de la Plata o en la Boca del Riachuelo donde, según las crónicas del British Packet, Rosas concurría con cierta frecuencia con sus allegados. Al parecer, la contaminación de ese curso de agua en los años treinta y cuarenta del siglo XIX era mínima.
Existen numerosos relatos sobre las familias acampadas en las toscas bañándose en las orillas del Plata, desde Mr. Love hasta Wilde, así que a ellos nos remitimos.
Ahora nos interesa saber de qué manera se manejaba el aseo personal en las casas particulares y cuáles eran las condiciones de higiene existentes en la ciudad para quienes no poseían tales comodidades. Según hemos referido, el aguatero era uno de los personajes típicos que circulaba por las calles de Buenos Aires vendiendo su mercancía y los vecinos, al oír su pregón precedido de un sonar de campanilla, salían a la puerta de calle a requerir sus servicios.
Pocas eran las familias de situación acomodada que se podían dar el lujo de poseer carro aguatero propio. Una de ellas era la de los Mansilla que vivían en el barrio conocido como del “Presidio”, muy cerca del convento de las Clarisas lindante con la Iglesia de San Juan.
Lucio V. Mansilla, hijo del general y de doña Agustina Rosas, es muy conocido por su libro Una Excursión a los Indios Ranqueles. Menos leídas son sus Memorias, donde trae una reseña del barrio donde nació y pasó su niñez. Él no hace mención alguna —ni otros cronistas contemporaneos— a las llamadas “Casas de Baños” pero hace una descripción de su hogar y trae algunos datos que son útiles para tener una idea sobre cómo se solucionaba el tema de la higiene en casa.
El hogar de los Mansilla era una de esas viejas mansiones coloniales de 16 habitaciones y 4 patios situada en la esquina de Tacuarí y Potosí (actual Alsina 907), no tan suntuosa como la de doña Mariquita. Al traspasar la sala que daba a la calle a través de una antesala se llegaba al primer patio donde había una gran alberca que doña Agustina Rosas cuidaba con unos utensilios de jardinería regalados por su marido, el general. Cruzando ese patio estaba el dormitorio de los padres, el famoso costurero de doña Agustina y 4 piezas sin ventanas. Un zaguán comunica el 1° y 2° patio.
En ese zaguán —seguimos a Mansilla— estaba el carro de agua: “una pipa con manga de cuero, campanilla y canecas a los lados sobre un tren de 2 ruedas que con un buen caballito fortacho tiraba”. La caneca era un frasco cilíndrico de barro. Agrega: “Porque la faena era dura, en verano por el calor, en invierno por el frío, teniendo que hacer repetidos viajes al río, unas veces cerca de la playa, otras lejos según los vientos”.
Los Mansilla, como familia pudiente que eran, tenían su propio carrito de agua. En el segundo patio había otra gran alberca, un parral y un pozo. Venía a continuación la cocina con fogón de campana y en el centro el sumidero donde corrían las aguas pluviales y los desperdicios de la cocina que, siempre según el cronista, despedían un olor sutilísimo parecido al del puerro. “Miríades de moscas y mosquitos revoloteaban en torno a aquel antro absorbente, vecino del pozo”. Su madre bramaba de rabia cuando no le volvían a colocar la tapa. Y con razón, pues las muertes accidentales por caídas a los pozos eran numerosas según los partes policiales de la época.
A la derecha de la cocina había un patiecito comunicado por otro zaguán que despedía olores pues en él había 2 letrinas: una para los patrones y otra para la gente de servicio. Finalmente se llegaba a un cuarto patio —el terreno tenia forma de martillo— donde estaba el cuarto de baño que en realidad no era tal. En ese cuarto patio estaba el lavadero donde la parda Petrona “con pechos como balcones”, de cuando en cuando, le dejaba pasar la plancha “al niño Lucio” mientras ella tomaba mate con azúcar quemada. Para ir a la despensa que estaba en el fondo había que pasar por otra pieza “que le llamaban cuarto de baño por la sencilla razón de que allí, entre cachivaches diversos estaba la tina de latón de mi madre, destinada al efecto. Otra tina de baño había —media pipa de aguardiente cepillada— en el segundo patio, que dándole el sol en verano, se templaba fácilmente. Un toldo improvisado la cubría y en ella, por turno, se refrescaban los que no iban al río”.
Y concluye: “El agua de ambas bañaderas servía después para regar las plantas y las veredas. Polvo, ciclones, no faltaban en la Atenas del Plata —como no falta(ron) en la griega— sino cuando no llovía.” Es así que le decían cuarto de baño al depósito donde era colocada la bañadera de latón una vez usada por Agustina Rosas, la belleza de la ciudad.
Como vemos también, contra la idea romántica literaria, en casa de los Mansilla no había aljibe. Tales eran los baños de las casas particulares de algún tono. Mas, a juzgar por lo que resulta de los inventarios practicados en las testamentarías de aquella época —donde contadas veces figuran esas tinas de latón o pipas de madera— la posesión de tales artefactos era muy rara. Por eso llama la atención que recién en la época de Rosas aparezcan estos establecimientos.
Los negocios de José Ballester
La historia de la Casa de Baños del valenciano José Ballester comienza en el verano de 1833, cuando decide ampliar el rubro de su fonda abierta un año antes en la calle 25 de Mayo N° 32. Su ubicación en el cuartel tercero, a una cuadra y media de la Plaza Mayor, pleno centro de la ciudad donde actualmente se agrupa la city, era muy conveniente. A pocos pasos había una fábrica de soda explotada por un inglés y a la vuelta, sobre la calle Cangallo, funcionaba una “Academia de baile”, regenteada por un moreno, músico muy popular de los tiempos de Rosas.
El barrio en ese entonces reunía el mayor número de comercios explotados por inmigrantes europeos, en especial ingleses, italianos, españoles y franceses, sobre todo en la zona cercana al muelle, buscando captar la clientela que llegaba por vía marítima: pasajeros y marinos. Los censos de 1827 y 1833 dan cuenta de una gran concentración de pulperías, cafés, fondas y otros lugares non sanctos sobre la Alameda y 25 de Mayo. Precisamente en esa misma propiedad de la calle 25 de Mayo funcionó durante muchos años la fonda de Los Tres Reyes, hasta tal punto famosa que en la época colonial la calle era conocida como calle de los Tres Reyes. Esta posada era, sino la más antigua que se ha rastreado de la ciudad —había una anterior llamada la del Caballo Blanco— la más famosa por su relación con los invasores ingleses primero y con los logistas después de la revolución, tema que ya tratamos al escribir sobre la vida de otra fondera, Clara la Inglesa.
Valenciano de origen, Ballester llega al Río de la Plata en 1816 con su esposa Flora Bicheron, de nacionalidad francesa, un pequeño hijo y un capital aportado en gran parte por su mujer. A poco de desembarcar, alquilan al inglés Juan Wynn una casa de dos plantas frente al río, en la calle Alameda N° 3 (actual Leandro N. Alem y Bmé. Mitre) y abren allí una casa de comidas donde se come por un peso “incluyendo el vino”. La historia de Wynn, un inglés excéntrico llegado a Buenos Aires con las invasiones inglesas, la he relatado hace unos años.
El Hotel Comercial, bautizado así por el valenciano, tenía un comedor con capacidad para 80 personas “es grande y arreglado con gusto y en sus paredes cuelgan cuadros que representan la batalla de Alejandría, el asalto de Seringapatan, retratos de Bertrand, Drouet, Foy, etc., así como vistas de París y otras ciudades” (Love). Tiene bastante aceptación y es así que el matrimonio Ballester decide ampliar el negocio uniéndolo primero con la casa lindera y, poco después, le dan salida también por la calle 25 de Mayo N° 11. El éxito los persigue y deciden alquilarle a doña Josefa de la Peña su casa de la calle Paz N° 3 (actual Reconquista y Rivadavia) bautizando el nuevo local con el nombre de Fonda de la Estrella y anexan al rubro una confitería.
En agosto de 1827 venden este fondo de comercio a dos franceses en 4.500 pesos y, pese a la cláusula impuesta por los compradores de no poder abrir otro similar a dos cuadras a la redonda, los Ballester ignoran la prohibición y abren un tercer local muy cerca, en la calle Paz N° 75, con el nombre de Fonda de Francia. Arsene Isabelle, otro francés que pernoctó un tiempo allí, habla en términos no muy elogiosos sobre la higiene del lugar describiendo con frases caricaturescas la colonia de pulgas (“pousses”) que albergaba esa fonda.
La apertura de la “Casa de Baños”
La fortuna de los Ballester, pese a la visión crítica de su compatriota, crece. En 1828 compran una casa quinta en las afueras de Buenos Aires, en la calle Larga de Barracas sobre terrenos que hoy comprenden parte del parque Lezama. Cinco años más tarde, seducidos por otro francés —es notable el gran número de franceses que llega a nuestra tierra a hacer negocios— deciden explotar otro ramo y permutan su quinta de Barracas por algo revolucionario para la época. Aquí entra a tallar el ramo de la higiene. Los Ballester deciden entonces volver a su primer barrio de la Merced, a la calle 25 de Mayo.
En efecto, tiempo antes y luego de un largo pleito, la familia de José Bonfillo se ha visto obligada a devolver la propiedad donde estaba instalada la fonda de Los Tres Reyes, en la calle 25 de Mayo N° 32, a la familia de Prieto y Pulido, sus anteriores dueños. Los Ballester vislumbran una buena oportunidad y deciden alquilar esta propiedad, luego de que ésta pasara por diversas manos, y abrir una nueva fonda, pero esta vez van a incluir una Casa de Baños.
Es así que en el verano de 1833 permutan su quinta de Barracas a Bernardo Cadillon —un francomontevideano con Casa de Baño también en Montevideo— y reciben de éste, a cambio, “su establecimiento de Baños públicos con todos sus útiles, enseres y demas artículos”. Pero el valor de la quinta no era suficiente y Ballester debió hipotecar las instalaciones, que consistían, según los términos de la escritura, entre otras cosas, de “una bomba completa, una Caldera completa, 4 cajones de conductos con 36 llaves, 18 tinas de cobre”, cepillos, espejos, peines, etc. por 8.500 pesos.
Al cabo de un tiempo, Ballester logra finalmente cancelar la deuda lo que hace suponer que el establecimiento daba buena renta, y también lo indicaría el hecho de que otro francés abriera poco antes otra casa de baños pero “de vapor” en el barrio de Catedral al Sur.
En 1840, próximo a cumplir 60 años, fallece Ballester y su viuda Flora Bicheron, que había aportado a la sociedad diez mil pesos, debió hacerse cargo del negocio con sus hijos aún muy pequeños. Las desgracias no vienen solas; el menor muere poco después de su padre. La viuda es obligada por el Defensor Oficial, Miguelito Riglos, a abrir la sucesión y exhibir el testamento hecho por Ballester días antes de morir, que contiene una sorpresa: el finado reconoce un hijo adulterino.
Le toca intervenir al Juzgado del Dr. Campana quien requiere que se haga el inventario de práctica de todos los bienes del difunto. Gracias a este inventario tenemos una idea de cómo era la Casa de Baños de la calle 25 de Mayo, extraída de las escasas fojas que forman la testamentaría de Ballester y del informe del perito tasador designado en la sucesión para justipreciar el valor de los útiles de los baños. Esos valores arrojan una suma de 18.300 pesos moneda corriente, muy superior a los restantes muebles de la fonda.
El inventario de un “establecimiento único”
La llamada por el perito judicial “Sala de Baños”, estaba compuesta de siete salas enumeradas, de diferentes dimensiones y valores. La mayor y más importante era la primera con 8 tinas de baños instaladas con sus correspondientes pares de llaves o canillas de “cuello de cisne” para el agua fría y caliente.
Las restantes salas de baño poseían una, a veces dos, tinas con llaves comunes. El número de ellas, dieciséis, era bastante considerable para la época, aunque no lo suficiente si se tiene en cuenta la magnitud de la población, pues la ciudad de Buenos Aires albergaba más de 65.000 almas.
El valor promedio de las tinas era de alrededor de 640 pesos cada una. Buscando un mayor confort, el fondero había instalado en cada sala de baño peinadores —en total sesenta—, una considerable cantidad de paños de secar y una docena de espejos de diferentes dimensiones que, si nos atenemos al relato de Mesonero Romanos de casas similares, cumplían la oculta función de buzón de la correspondencia amatoria. Para otras necesidades se tenía a mano una docena de escupideras.
Estas salas de baño estaban recubiertas de madera y adornadas con cuadros que representaban diversos motivos. En el patio se encontraba instalada una caldera con dos bombas de agua que suministraban el líquido para el llenado de las bañaderas. Lo que no resulta claro era el mecanismo utilizado para hacer funcionar esa caldera con agua.
En la descripción que Mesonero Romanos hace de las Casas de Baños de su querido Madrid, dos hombres son los encargados de llenar a balde los tantes “sacando el agua cubo a cubo de un pozo de 90 pies de hondo”.
Para la misma época, en Estados Unidos, a falta de agua corriente se instalaba sobre el techo un depósito de agua “alimentado por un motor de aire que la hace subir del pozo”.
Las bañeras aparecieron en la tercera década del siglo, pero “en Boston en 1845 todavía estaba prohibido su uso a las señoras por razones morales, salvo prescripción médica”. Hemos visto además, al transcribir la carta de la amiga de Mariquita, que en su casa de la calle del Empedrado se había instalado un sistema que permitía llenar la tina por medio de tubos aunque no precisa cómo. La mención de llaves, da la idea de que las tinas no eran llenadas a balde.
Desaparecido Ballester, su viuda no cesa de recibir disgustos. El hijo adulterino del finado, se llevó parte de los bienes de la sucesión y para colmo los nuevos propietarios del inmueble, los herederos de Francisco Pérez Millán —un español devenido rico estanciero de Arrecifes— piden el desalojo de la casa.
En nombre de Narcisa Pérez Millán, su esposa, el alemán Claudio Stegmann —recordado en la petite histoire por la conocida anécdota de haber merecido loas de Rosas gracias al obsequio del mejor caballo que éste llegó a montar— inicia demanda a doña Flora y sus hijos ante el juez de Paz de Catedral al Norte.
Sostiene que el alquiler de 6 onzas de oro que la francesa Bicheron paga es muy reducido. La inquilina pide una prórroga para mudarse pese a que la ley de inquilinatos sólo le otorga un plazo de 30 días y alega, entre otros argumentos, que allí funciona “un establecimiento público de utilidad al país y único en su clase: tan útil que aún está exento del pago de patente al Erario”. Luego de algunas chicanas las partes llegan finalmente a un acuerdo y se desocupa la propiedad.
Sala de baños y baños a domicilio
Ignoramos dónde debió mudarse doña Flora, pero poco después se abre una nueva Casa de Baños a pocos metros de la anterior, en la calle Piedad N° 12 (actual Bme. Mitre y 25 de Mayo) según hemos podido constatar por una noticia del British Packet del 8 de diciembre de 1845 que da cuenta del funcionamiento de un establecimiento con comodidades equivalentes, según sus dueños, a las de Europa.
De acuerdo con el aviso, contaba con apartamentos separados para las damas, atendidos por las de su mismo sexo y un baño de vapor, “tal vez el único en el país”, al que le atribuye facultades curatorias. Atiende al público a toda hora del día hasta las 11 de la noche. Al pie de la noticia se especifican los precios: un baño por 10 pesos o 12 tickets 8 para cada baño. No indica el nombre de su dueño.
Sólo el viajero inglés Richard Burton, luego de despotricar contra los hoteleros, hace una referencia al alabar el Hotel Universal “pues tiene la ventaja de ser un establecimiento de baños donde por el uso de una vieja tina de estaño con manija en sus dos extremos y llena de turbia agua del Plata usted paga tanto como un “bain complet” de primera clase en Niza”.
En 1850 aparece una importante novedad: los baños a domicilio. Para ello se había habilitado un carro con baños portátiles “a cualquier hora del día o de la noche, con la bañadera competente, los que serán servidos con puntualidad y aseo”. Así lo dice un anuncio de La Gaceta Mercantil, donde se informa sobre la inauguración de este servicio el 14 de octubre de ese año, en la calle Salta N° 44, “donde existirá un farol encendido toda noche para señal”.
Se trataba de una verdadera empresa de baños con seis sucursales: Defensa 190, Representantes 105, Piedad 50, Artes 121, Federación 225 y Plaza del Tempe 208, “donde se les entregará una tarjeta de baño que pagarán a la vista y que devolverán luego que lo hayan tomado”.
Los precios para el radio de la ciudad eran: un baño de día, 15 pesos, de noche, 18; adquiriendo seis tarjetas, 76 pesos de día y 90 de noche. Para esta época parece que había gente que se bañaba todos los días, pues la empresa anuncia un precio de 360 pesos por 30 baños al mes y de 435 si estos se solicitaban por la noche.
Ya para fines del gobierno de Rosas, estas casas de baños parecen haber proliferado, aunque revisando los diarios y correspondencia particular de los porteños, no hemos podido encontrar ninguna referencia o narración sobre su funcionamiento, concurrencia, etc.
En cambio, tenemos un divertido y picaresco relato de estos establecimientos en Madrid, de Mesonero Romanos, en su célebre antología de esa ciudad. Su lectura, muy poco divulgada aquí, inspiró estas líneas. Allí las casas de baños estaban muy concurridas por damas y caballeros y, en muchos casos, funcionaban como encubiertas casas de citas. Los usuarios debían sacar número y para matizar la espera, que llegaba muchas veces a las dos horas, algunos tenían fonda y un gabinete de lectura a la parisien.
Mesoneros menciona el de la Cruz, el de Mena, el Portici, el Berete y el más distinguido de la Estrella, en el cual centra su relato y donde “luego de descender por uno de los ramales de la noble escalera al salón de descanso y observar la bella disposición del edificio, su bien entendido compartimento, el sencillo y elegante adorno del salón, la frescura del patio, los modales de los encargados del servicio”, pasó a la pieza del baño y “encontré en ella —dice— sillas para sentarme y colocar mi ropa, una mesa para poner el dinero y el reloj, espejo, cepillo, peines, sacabotas y una pila hermosa de alabastro”.
Abundaban en Madrid estos establecimientos, de variado lujo, pero a diferencia de nuestro extenso río, los madrileños pobres sólo contaban con el pequeño Manzanares para hacer sus abluciones, frecuentado como nos pinta el escritor español, por los que sólo podían usar para bañarse “las casillas de estera que hoy han quedado únicamente como patrimonio de las modistas y los artesanos”. Aquí, en cambio, como lo pinta mister Love, el régimen era mucho más democrático.
En materia de aguas hay un abanico muy amplio de cuestiones a recordar: desde los “terceros”, cursos de agua que cruzaban la ciudad provocando inundaciones en tiempos lluviosos, hasta la higiene que finalmente se solucionó con la planificación de aguas corrientes —cólera por medio— medio siglo después. Esto no significó la desaparición de los “aguadores” oficio aún subsistente bien avanzado el siglo XX, según da cuenta el régimen de tarifas dictado por Obras Sanitarias en 1915.
Las descargas de aguas pluviales en las fincas linderas y en la calle, fue un semillero de pleitos y Vélez Sarsfield en su proyecto de Código Civil, en un capítulo sobre las servidumbres, legisló sobre el derecho de sacar agua de “las fuentes aljibes o pozos” de un fundo, reproduciendo en parte las antiguas normas españolas de Las Siete Partidas. Sin embargo, en la sociedad post colonial el río se encontraba presente. En la Intendencia Noel, el presidente Irigoyen inaugura en la Costanera Sur un nuevo balneario.
En la actualidad, en cambio, la política ha sido construir el mayor número de obstáculos para que no podamos acceder a sus orillas. Hoy basta cruzar a Montevideo, la ciudad culta del Plata, para adquirir inmediata conciencia de la pérdida que ha sufrido Buenos Aires en comparación con su hermana. ss
Fuentes inéditas y bibliografía
1 – ARCHIVO GENERAL DE LA NACION, Archivo de Policía, 1810-1852, Testamentarías 3936 y 7398 – Tribunales Civiles S-30 – Protocolos de Escribanos, 1820-1850 – Padrones y Censos, Sala X 23-5 5/6.
2.- BLONDEL, Almanaque político y de comercio, Buenos Aires, 1826.
3.- NÚÑEZ, Ignacio, Autobiografía.
4.- PARISH, Woodbine, Buenos Aires y las provincias del Río de la Plata, Introducción y traducción de Justo Maeso.
5.- Diario del Cap. de Fragata Juan De Aguirre. Revista de la Biblioteca Nacional, tomos 17 y 18.
6.- UN INGLES, Cinco años en Buenos Aires, Buenos Aires, Hachette.
7.- MANSILLA, Lucio V., Mis memorias, Buenos Aires, Hachette.
8.- CALZADILLA, Santiago, Las beldades de mi tiempo, Buenos Aires, 1891.
9.- HAEDO, Oscar Félix, Las fuentes porteñas.
10.- MENDEZ AVELLANEDA, Juan, “El motín de la Lady Shore”, Todo es Historia, julio de 1989.
11.- TJARKS, Germán, Boletín del Instituto Emilio Ravignani, Buenos Aires, 1966, números 11 y 13.
12.- ARGUINDEGUY, Pablo y RODRIGUEZ, Horacio, Guillermo Brown. Apostillas de su vida.
13.- GOLDARACENA, Ricardo, El libro de los linajes, Montevideo, 2do., tomo (gentileza de Eduardo Oliver).
14.- Periódico British Packet.
15.- Periódico La Gaceta Mercantil.
Juan Méndez Avellaneda
Abogado – Historiador porteño
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año IV – N° 17 – Septiembre de 2002
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Vida cívica, Tracción a sangre, VIDA SOCIAL, Cosas que ya no están
Palabras claves: Casa de baños, José Ballester, aseo personal,
Año de referencia del artículo: 1845
Historias de la Ciudad. Año 4 Nro17