En una agradable mañana del 15 de octubre de 1845, por las estrechas calles del centro de Buenos Aires avanza, con paso resuelto, don Miguel Otero. Se encuentra a punto de cumplir cincuenta y cinco años y los recuerdos acuden en tropel a su memoria: su lejana infancia salteña, su paso como estudiante por Córdoba y el Alto Perú, su fervorosa adhesión a la causa de Mayo y su vida, primero como oficial distinguido a las órdenes de Güemes para, finalmente, desempeñar su tarea más honrosa, nada menos que secretario privado del general San Martín en Lima.
Cuatro años antes, en 1841, las facciones federales de Salta lo habían designado gobernador. Lo consideran un hombre inteligente, prudente y conciliador y hasta los unitarios apoyan su gestión de paz y progreso. Pero la política no da sosiego y en abril de 1842 entrega el mando a Manuel Antonio Saravia y viaja a Buenos Aires, invitado por el mismo don Juan Manuel de Rosas, quien lo recibe y agasaja como no lo había hecho con ningún otro federal.
Desde entonces vive en la ciudad porteña aunque ostentando su título de gobernador. Sin embargo, dos días atrás, ha delegado tan alta función y ello ha funcionado como un disparador personal. Finalmente ha tomado una determinación: contar con su propio retrato “al daguerrotypo en colores”.
Por eso, hoy se ha vestido con sus mejores galas, fina casaca de funcionario, camisa blanca haciendo juego y la corbata moño de seda negra. Su posición social se refuerza con la gruesa cadena de oro que baja del cuello y su adhesión a la causa del Restaurador de las Leyes se manifiesta por la infaltable divisa punzó que hace juego con el chaleco del mismo tono.
Finalmente ha llegado a su destino, una austera casona colonial sobre la calle Piedad 121, numeración antigua de la hoy Bartolomé Mitre. En los “altos” se ha instalado la oficina de un retratista gringo, un tal Bennet, que se promociona a través de las páginas de “La Gaceta Mercantil”.
Es el propio norteamericano quien acude solícito ante su presencia y en su chapurreado castellano le ofrece diversas opciones en tamaños, estuches y precios para insertar su futuro retrato.
La fotografía de Bennet
John Armstrong Bennet, “artista de Nueva York”, como se autodefine, no es un improvisado en el novísimo arte de fotografiar al daguerrotipo. Ha regenteado un atelier en Mobile (Alabama) y luego de un tiempo, su espíritu aventurero lo ha traído a recorrer la América del Sur, dispuesto a probar fortuna con sus cámaras. Grande fue su sorpresa cuando descubrió que era uno de los primeros profesionales en este arte instalado en Buenos Aires. Bennet, conciente de esta situación, capta enseguida la importancia social y política de este cliente que lo visita por primera vez. Es que estos elaborados retratos sólo están al alcance de las clases más pudientes de la sociedad y este señor Otero parece pertenecer a ella.
Con ampulosos gestos invita al salteño a subir hasta una extraña galería aérea, una especie de invernadero de vidrio construido sobre la azotea. En su interior, la luz, necesario complemento para estos registros fotográficos, se filtra a través de una serie de gasas y cortinados corredizos. En esta estancia casi teatral, con elementos fotográficos alternados con pictóricos, míster John Bennet actúa como maestro de ceremonia, dispone de un telón claro como fondo, ubica a nuestro personaje en una silla y sujeta suavemente su cabeza con un extraño aparato metálico que lo inmoviliza.
Para reforzar esta inmovilidad, le ordena colocar su brazo sobre la misma pierna y el otro, descansando sobre la pequeña mesa cubierta con una carpeta floreada. No olvida incluir un grueso libro, para otorgar al personaje el necesario detalle intelectual que acentúa su rango.
La magia de la foto
Luego se ubica detrás de una pequeña cámara de madera y apuntando hacia Otero controla la luz cenital que baña la escena. Ha llegado el momento supremo. Se inicia el ritual conocido; bajo precisas recomendaciones de inmovilidad, Bennet retira con una mano la tapa del objetivo con montura de bronce, mientras con la otra vigila el reloj que va marcando los largos segundo de pose.
Se ha iniciado el acto de magia incomprensible, el instante inmortal en que la figura de Otero se “desprende” del cuerpo y reduciéndose en su tamaño “vuela” por el espacio hasta fijarse en la reducida placa de ocho por seis centímetros en el oscuro interior de la cámara.
Ella aparece con tan asombrosa fidelidad, tal perfección en todos los detalles, que la brillante placa argentífera fue tomada por la sociedad de la época como un verdadero espejo de la realidad, un “espejo con memoria”, liberado de ser sólo un reflejo, para retener para siempre entre sus destellos plateados la esencia misma del pasado, la imagen del ayer.
Luego de esta larga sesión, Bennet comenzó a revelar, fijar y lavar la delicada imagen y, acorde con la publicidad en los diarios, procedió a colorear suavemente la obra resaltando el rojo partidario en las prendas del gobernador.
Como era habitual, encapsuló el frágil retrato colocando un vidrio de protección, un passepartout octogonal metálico como separador y selló todo el conjunto con un papel engomado, que insertó en un estuche de madera forrado en cuero tafilete marrón con interior de seda.
Cuando finalmente Miguel Otero tuvo entre sus manos ese daguerrotipo de un sexto de placa, quedó tan sorprendido como todos sus contemporáneos; ahora contaba con su propia representación física.
Al regresar a su hogar ejecutó una iniciativa sencilla, pero que habría de tener una trascendencia inesperada al colocar para siempre su nombre en la historia de la fotografía argentina. En efecto, con prolija caligrafía escribió en un pequeño papel blanco: “Retrato de Miguel Otero, a la edad de 55 años, menos un mes y días, sacado en Daguerrotipo por Dn. Juan A. Bennet en Bs. Ayres el 15 de oct. de 1845 – Miguel Otero” y lo insertó en el interior del estuche.
Este testimonio escrito determinó tres hechos importantes: 1) preservó la identidad del retratado, ya que un porcentaje elevado de daguerrotipos han perdido su identificación; 2) señaló la autoría de Bennet sobre esta obra y 3) al escribir “1845” certificó, hasta el presente, que estamos en presencia de la fotografía más antigua no sólo de Buenos Aires, sino también de la Argentina. Certificación doblemente valiosa, si tenemos en cuenta que sólo un diez por ciento de los daguerrotipos producidos en el país llevan firma de autor y que de la producción de Bennet durante su residencia entre nosotros esta es la única obra conocida, por lo que inferimos no acostumbraba firmar su producción.
Luego la vida siguió su curso. Miguel Otero falleció en Buenos Aires el 13 de julio de 1874 y el pequeño daguerrotipo fue guardado con cariño por su familia, hasta que pasados muchos años, por el lógico mecanismo de las sucesiones, la obra fue finalmente a dar al negocio de un anticuario de plaza. Suerte inesperada para esta clase de objetos; normalmente podría haberse destruido, destino de la mayoría de la fotografía familiar, o ser adquirido por un curioso cualquiera. Sin embargo, estaba escrito que esta “sombra” del gobernador salteño, iba a tener un destino sorprendente.
Descubrimiento y destino final
Alrededor de los años 40 de este siglo, un personaje singular, entusiasta coleccionista y estudioso de estas primitivas imágenes acertó a pasar por el negocio del señor Frigeri, tal el nombre del anticuario, y aquel día pudo adquirir el ignoto retrato de un hombre joven y otras dos piezas de la misma procedencia familiar. Se trataba del doctor Julio Felipe Riobó (1883-1966).
Grande fue la sorpresa de Riobó cuando, al revisar el daguerrotipo de Otero, descubrió en su interior el pequeño manuscrito autógrafo guardado allí y oculto durante casi un siglo. Comprendió inmediatamente la magnitud del hallazgo y a partir de aquel día, este pequeño retrato se convirtió por derecho propio en la pieza más importante de su colección.
Los otros dos daguerrotipos que lo acompañaban, por su parte, correspondían a la esposa del gobernador, doña Mercedes Lagui y Pizarro y a sus hijos. Riobó sentía una verdadera fascinación por aquel retrato. Como experto, estaba muy consciente de su antigüedad y valor. En su primer trabajo sobre esta temática histórica, —de la que fue precursor—, publicado en La Prensa del 4 de enero de 1942, menciona con elogios su existencia. Y cuando en octubre de ese año realiza en Chascomús, su ciudad natal, la “Primera Exposición de Daguerrotipos, Fotografías sobre vidrio y Fotografías sobre metal”, ubica este retrato bajo el N° 1 del listado, en el catálogo de referencia.
Dos años después, en la exposición realizada por el Instituto Bonaerense de Numismática y Antigüedades en la Galería Witcomb, entre 650 daguerrotipos y ambrotipos expuestos entonces, el retrato de Miguel Otero ocupó el sitial de honor. Pero no finalizó allí la investigación de Riobó; hacia 1946 se conectó con el mayor historiador de la fotografía norteamericana, Beamont Newhall, para recabar mayores antecedentes sobre John A. Bennet y su actividad profesional. Y entre todas sus publicaciones, siempre originales y valiosas, la mención del descubrimiento de este daguerrotipo primigenio, fue siempre para él un especial motivo de orgullo.
Hacia el final de su vida y en un gesto que honra su trayectoria de coleccionista y estudioso, donó la totalidad de su colección de daguerrotipos y ambrotipos al Museo Pampeano de Chascomús, pero el retrato del gobernador Miguel Otero lo cedió al Museo Histórico Nacional, lo cual demuestra la importancia excepcional que asignaba a esta obra.
Y ello nos permite ahora dar a conocer a los lectores de esta revista la existencia de la más antigua fotografía tomada en el Buenos Aires federal de Juan Manuel de Rosas.
Información adicional
Categorías: Fotógrafo, arte
Palabras claves: daguerrotipo
Año de referencia del artículo: 1845
Historias de la Ciudad – Año 1 Nro 2