En este artículo se intenta dar un panorama de esta interesante temática hasta principios del siglo XX, pues como afirmaba Galarce en 1886: “La casa de baños es y ha sido siempre una necesidad indispensable para Buenos Aires, no sólo por el calor sofocante de nuestro clima en verano, sino porque innumerable cantidad de personas se bañan durante todo el año, tanto para conservar la limpieza del cuerpo, como por la indiscutible influencia benéfica que se siente en la salud moral y material del individuo”.
En números anteriores, hemos leído con avidez y admiración el minucioso trabajo de investigación del Dr. Méndez Avellaneda sobre la primera casa de baños de Buenos Aires que finaliza en las postrimerías de la época de Rosas.1 Y como teníamos alguna información sobre el tema de fines del siglo XIX y principios del XX, se nos ocurrió que sería interesante completarlo, aunque sin alcanzar ese plus de amenidad y erudición del impecable relato de nuestro colega historiador.
Culmina su trabajo Méndez Avellaneda hacia 1850, en el momento en que se inician los servicios de baños a domicilio, de día y de noche, con precios fijos para las diferentes categorías. Pero este sistema no estaba al alcance del pueblo común que seguía bañándose en el río, como lo hacían en Madrid las modistas y los artesanos.
Así lo informa una guía porteña de 1864: “La Policía recuerda anualmente lo que tienen que observar los bañistas en el río. Está dispuesto que todo individuo que entre al río a bañarse, deberá efectuarlo, a cualquiera hora que sea, con un trage bastante cubierto de la cintura abajo, y que los que contravinieren lo dispuesto serán conducidos al Departamento, donde pagan una multa de 50 $ m/c., o en su defecto, sufren un arresto de 48 horas, publicándose además sus nombres en los diarios”.2
Pillado, sólo consigna la dirección de dos casas de baños públicos: la de Augusto Campbell, situada en Piedad (Bartolomé Mitre) 181 y la de baños rusos de Miguel Puiggari, en Belgrano 362. Que existían otras, de mayor o menor categoría, lo deducimos de otra noticia del mismo autor, cuando señala que estos establecimientos “pagan los impuestos municipales de segunda clase, por serenos 15 $, y 25 por alumbrado a gas. Las situadas en las calles cuyo alumbrado es de aceite, pagan 10 $ por el alumbrado de 1° y 4 por el de 2°”.
En el “Gran Almanaque de La Tribuna” de 1868, encontramos una interesante publicidad de la casa de baños de Tomás Lassarte en la Plaza de Monserrat, calle Belgrano 264, donde descubrimos que los “baños rusos” eran a vapor y aptos, —según el director del establecimiento— para curar radicalmente el reumatismo, las erupciones cutáneas y los resfríos.
Aunque las había para todos los gustos y presupuestos, las casas de baños porteñas tenían una clientela refinada y eran muy rentables, por lo que en la década de 1870, un renombrado fotógrafo como Christiano Junior, fanático de la higiene, había instalado uno en la calle Artes 180, (hoy Carlos Pellegrini) en el mismo edificio de su fotografía y otro en la calle Florida 193. 3
La opinión de un médico higienista
En el año 1874, el Dr. Guillermo Rawson dictó una serie de conferencias sobre la higiene pública y privada en la Facultad de Medicina. Analizó exhaustivamente el problema del agua potable, de los aljibes, los pozos artesianos, los lavaderos, el agua de mar y de los ríos y su incidencia en la salud de la población, que unos años atrás se había visto enfrentada a la grave epidemia de fiebre amarilla.
Haciendo comparaciones con diversas ciudades de Europa y América, concluía que lo ideal era que cada individuo contara con un mínimo de 100 litros de agua diarios para la limpieza doméstica, los baños, el lavado, las abluciones corporales y en consecuencia, para la buena higiene. Y expresaba sobre el particular:
“Nosotros necesitamos baños públicos gratuitos o muy baratos y no los que actualmente tenemos, disfrutados tan solo por los ricos. El pobre necesita aseo, necesita agua abundante, tanto mas cuanto que sus condiciones especiales lo amenazan de suciedad y de pestilencia; y el baño accesible a sus fuerzas es, a no dudarlo, uno de los más poderosos elementos para su higiene, que, en último término, es la de la comunidad”.4
El problema de la higiene en las clases populares, se agudizó más tarde con la llegada de una inmigración que, exigua al principio, se convirtió muy pronto en masiva. Proliferan así los conventillos y en contraposición a las exclusivas salas de baño, los inmigrantes no contaban con recintos adecuados para asearse.
Un anónimo cronista que visitó uno de ellos a principios del siglo XX, cuenta que preguntó si se bañaban mucho los inquilinos, porque un solo cuarto de baño para tanta gente, no alcanzaba. El diálogo fue el siguiente:
“—¡Bah! —exclamó la gruesa encargada,— ninguna de estas se ha bañado una sola vez en todo el año… Ahí está la llave del cuarto, quieta siempre…
Arrojamos una mirada al patio, donde cosían unas diez o doce lindas obreritas, de esas que inspiran semanalmente tanta novela sentimental!…
—Ni una se ha bañado en todo el año…¡Ahí están!…A ver si dicen que no es cierto…
Las chicas —¡y qué lindas eran!— se miraron sonriendo, un poco mohínas. Ninguna protestó. La encargada, —que tampoco se había bañado seguramente—, nos dio la espalda con un aire triunfal”.
Otros se bañaban por turnos en tinas de agua dentro de sus piezas y los niños y niñas pequeños, aprovechaban las piletas de los conventillos, allí donde se lavaba la ropa y los platos, para asearse y refrescarse. Y qué decir de las letrinas; no sólo no servían para bañarse, sino que tenían siempre que compartirla, con todos los habitantes de la casa.
Era habitual entonces que muchos usaran sitios, más o menos recatados, en las mismas calles, —generalmente una pared— para salir de sus apremiantes apuros, costumbre que venía de muy antiguo en Buenos Aires y en otras ciudades de la América española y que aún hoy, no pudo ser erradicada.
Martínez Estrada cuenta que era común ese modo de orinar hasta bien avanzado el siglo XX. Cuando se suprimieron los mingitorios municipales, acota: “se encontraban transeúntes parados en el cordón de la acera, como si les hubiesen quitado el reparo quedándoles la costumbre y sin saber qué hacer.” Y relata una divertida anécdota sobre la “expulsión de las aguas” antes de los mingitorios, de cuya veracidad no abrimos juicio: “El más original que hemos tenido —señala— fue aquel sin paredes, donde el general Rosas despidió al ministro Mandeville. Se iba el ministro y el general lo acompañaba, detrás. Al volverse aquél, comprobó un acto de lo menos diplomático del protocolo sudamericano.”5
El problema en la década de 1880
Pero retornando al tema de los baños públicos del siglo XIX, señalaremos que era un problema que no sólo afectaba a nuestra población, sino a casi todos los países de América. Rawson nos da una divertida anécdota referida a un pueblo mejicano:
“Un amigo nuestro —relataba— viajaba por California. De regreso, pobre y sucio, detúvose en Mazatlán (México), población de 6.000 almas que, con aspiraciones de formar una gran ciudad y como para darse más apariencia de civilización, se había provisto de baños públicos.
Según nos refería el individuo de quien hablamos, su primer cuidado, cuando llegó fue procurarse un baño, el cual consistió en pararse desnudo sobre una tineta de barro y esperar que otro individuo vertiese agua sobre su cuerpo.
Al día siguiente supo que esa misma agua, ya usada, servía para otros baños…¡y los mazatlandeses creían esto un gran progreso!”6
Diferente era la situación en Buenos Aires. En 1886, Galarce afirmaba que en nuestra ciudad los baños eran una necesidad indispensable, a pesar de la proximidad del río, por el calor de nuestro clima y la gran cantidad de personas que los utilizan todo el año por la limpieza y su indiscutible influencia benéfica. Por esa época, los médicos los prescribían y aconsejaban tomarlos con frecuencia, contribuyendo con ello a promover su difusión entre muchos capitalistas e inversores que erigieron casas de baños “algunas de importancia, bien reglamentadas y dotadas con todas las comodidades que prescriben el aseo, el buen gusto y hasta el lujo”.7
Y José Antonio Amorena en 1888 señalaba: “Varios son los establecimientos que existen en esta Capital que reúnen todas las comodidades, todos los entretenimientos de buen gusto para hacer más agradable el momento del baño, uniendo a todo esto el lujo y confort más esquisito. Algunos de ellos cuentan con magníficas piscinas para natación e inmersión y también con piletas de agua tibia, de afrecho, de mar artificial, rusos, de lluvia, y duchas escocesas, etc.”8
Estas casas, que incluían además salas de estar y gimnasios, estaban abiertas al servicio público todo el año, y aunque durante siete meses permanecían casi inactivas, en el verano tenían una animación extraordinaria y su precio fluctuaba entre los 38 y 41 centavos cada baño y de 30 a 32, cuando se tomaban por abonos de una docena.
Amorena menciona sólo ocho en el centro y uno en Barracas, aunque debieron existir algunos más, no dignos de figurar en una guía publicitaria. Los fichados, estaban ubicados en Piedad 45 y Piedad 630, San Martín 148, Artes 180, Florida 189, Belgrano 362, 25 de Mayo 5, Balcarce 80 y en la Avenida Santa Lucía 44, de la antigua numeración.
Pocos años antes se había abierto uno en el pueblo de Belgrano con piletas para natación por una sociedad por acciones, “que produjeron un movimiento y actividad inusitadas en la población de la capital, que hizo de aquella localidad su centro de reunión”.
El de la calle Piedad 45, al lado del Banco de Londres, denominado “La Argentina”, inaugurado en 1883, ofrecía duchas y baños de inmersión fríos y calientes, con agua de pozo surgente renovada diariamente y tenía anexa una escuela de natación. Abría desde las 5 de la mañana hasta las 12 de la noche; un baño costaba 50 centavos, el abono para 12 baños, 4,50 pesos y por 100 boletos se pagaban 32 pesos. Complacía unos 350 bañistas diarios, con ocho empleados en verano y tres en invierno. También existían hoteles como el Argentino y el Universel, que prestaban estos servicios.
Esta era la situación, un año antes que se proyectara un complejo de baños públicos, verdadero emporio que incluía negocios, teatros, restaurantes, etcétera, accesibles también a las clases bajas de la sociedad. Pero antes de entrar en materia, tenemos que referirnos a un personaje de honda gravitación en el tema.
La actuación del coronel Gaudencio
Era éste, un militar retirado, mejor dicho, dado de baja en contra de su voluntad, por el gobierno uruguayo, pues aunque Carlos María Gaudencio era porteño, soldado mitrista en Cepeda y Pavón y había hecho la guerra del Paraguay donde alcanzó diversos ascensos, Montevideo lo fascinaba.
En esa ciudad transcurrió muchos años de su vida militar, contra Venancio Flores, a favor de Lorenzo Battle, contra Aparicio Saravia e intrigando contra el presidente Gomensoro. Este último, en castigo, lo expulsó de las filas del ejército.
Y aunque volvió a ser reincorporado, luego conspiró para tramar el secuestro del dictador Lorenzo Latorre, que fracasó. Tuvo que refugiarse en el consulado argentino, de donde salió huyendo hacia Buenos Aires.
En el fondo era un aventurero que debió realizar diversos trabajos para sobrevivir, entre ellos la fundación de un diario, la organización de una empresa de colonización del Chaco y en la frontera con Brasil y otros diversos menesteres. En 1880 estaba en Buenos Aires, donde consiguió ser nombrado comisario y luego comandante en la Boca del Riachuelo.
Cinco años después conspiraba aquí para derrocar al general Máximo Santos y durante el gobierno del general Tajes, retornó al Uruguay para especular con diversas empresas mercantiles, especialmente de obras públicas.
¿Por qué nos interesa este coronel Gaudencio?
Porque estando en Montevideo a mediados de 1887, concibió el proyecto de fundar un gran establecimiento de baños públicos y coronó exitosamente la empresa. En seis meses ya estaba en funcionamiento en un balneario llamado Playa Gounoulhiu. Los principales usufructuarios eran los denominados “inmigrantes veraniegos” provenientes casi todos de Buenos Aires, que ya por ese entonces parece que tenían debilidad por las playas uruguayas.
Es curioso comprobar que siempre el Uruguay estuvo, por lo menos en materia de baños públicos, más adelantado que nosotros. Ese verano su establecimiento fue muy visitado, pero luego decayó por la crisis que sobrevino en ese país, que lo movió a intentar la misma empresa en Buenos Aires, donde las perspectivas comerciales eran más favorables.
El otorgamiento de una concesión leonina
En el Buenos Aires de 1889 se vivían momentos de euforia; las inversiones, sobre todo en materia inmobiliaria, constituían una verdadera fiebre especulativa. Por otra parte, el gobierno de Juárez Celman era lo suficientemente corrupto, como para permitir a nuestro aventurero, moviendo influencias que no le faltaban, obtener una concesión muy importante en un rubro en el que ya tenía bastante experiencia.
¿En qué consistía? Nada más ni nada menos, que la autorización para fundar y explotar en Buenos Aires, un grandioso establecimiento de baños públicos y medicinales de agua de mar y dulce. No terminaba allí la concesión, también estaba autorizado para instalar en ellos, gimnasios, locales para conciertos de verano e invierno, muelles de carga y descarga, casas para alquiler y todo lo que a su criterio, considerara rentable.
El contrato con la Municipalidad lo firmó Gaudencio ante el escribano Carlos de la Torre, el 22 de abril de 1889 y contaba con numerosas especificaciones. En primer lugar, la municipalidad le cedía un terreno fiscal en el Paseo de Julio, entre Callao, Ayacucho y Junín con fondo a la ribera, de 51.000 metros cuadrados por el término de ochenta años. Durante ese largo plazo estaría exonerado de pagar todo tipo de impuestos.
Tenía permiso para construir allí, fuera de las zonas destinadas específicamente para baños públicos, todo lo que considerase de su interés en materia de construcciones y servicios e incluso contratar con las compañías de tranvías la prolongación de las vías hasta el interior del establecimiento.
El concesionario debía presentar para su aprobación, los planos de las edificaciones y cañerías, que después de ochenta años quedarían para la municipalidad sin reclamo alguno. Se le otorgaba un plazo de dos años para construir los baños públicos, so pena de dos mil pesos de multa si no los hubiera terminado en ese lapso y a los tres, ya debían funcionar también los baños de agua salada. El atraso en la habilitación de estos últimos llevaría una multa de cinco mil pesos por cada mes de demora.
Pero a diferencia de los demás baños que funcionaban en Buenos Aires para un público seleccionado, el de Gaudencio estaba obligado dos días a la semana a permitir gratuitamente la sección de baños a las clases obreras, (aunque convenientemente diferenciados como de segunda categoría) y a cobrar en los demás días un precio no mayor de diez centavos.
También se comprometía a dar gratuitamente agua dulce y salada a los hospitales, casas de beneficencia y establecimientos municipales, pagando el Municipio los gastos de cañería y provisión.
El 16 de junio, Gaudencio ya estaba en posesión de los terrenos, pero las inversiones para instalar un establecimiento de tal envergadura lo superaban y si bien había obtenido una concesión personal, no podía sin ayuda financiera adicional tomar a su cargo una obra tan importante. Por eso, antes de obtener la concesión ya había tomado contacto con capitalistas interesados en invertir en esta nueva empresa.
La Sociedad Baños Públicos de Agua de Mar y Dulce de la Capital
Fue al día siguiente de entrar en posesión de los terrenos, cuando Carlos Gaudencio transfirió todos sus derechos (si eran en realidad de él o era un simple testaferro) a una nueva sociedad constituida ad hoc. Nacía la “Sociedad Anónima Baños Públicos de Agua de Mar y Dulce de la Capital”, tal su pomposo título, con un capital de 8 millones de pesos divididos en 80.000 acciones de 100 pesos cada una. Se emitirían 3000 títulos de 10 acciones y 1000 de 50, en la forma que estableciera el nuevo directorio integrado por:
Presidente: Dr. Bartolomé Novaro.
Vicepresidente: Dr. Carlos Gallarani.
Tesorero: Manuel Magdaleno.
Protesorero: Alejandro M. Amadeo.
Vocales: Francisco Bengurria,
Enrique Bonifacio y Augusto M. Funes.
Por su parte, Carlos Gaudencio se reservó el cargo de Director Gerente. En el ínterin, había comprado a la firma francesa Portalis Freres, Carbonnier y Compañía, 7 manzanas de terrenos sobre el río, en las obras llamadas Malecón y Puerto Norte de Buenos Aires. Esta compañía, como su nombre lo indica, tenía la concesión para edificar un malecón ganando terreno al río, que partiendo del extremo noreste del puerto terminaba en la desembocadura del arroyo Maldonado.
En realidad, aunque Gaudencio había comprado agua, probablemente con dinero de sus nuevos socios, la euforia inversionista con su exacerbado optimismo en el futuro promisorio del país, creaba grandes expectativas y parecía que no tenía fin. La nueva empresa estimaba su inversión inicial, en 6 millones de pesos.
La planificación del nuevo establecimiento
La Sociedad de Baños Públicos tenía ya todo previsto. Había dispuesto que los 51.000 metros cuadrados iniciales se dividieran en dos manzanas grandes y cuatro chicas. En las primeras se construirían los dos imponentes establecimientos balnearios: uno de primera clase y otro de segunda.
En el piso alto de cada uno se edificarían 200 casas para familias de 4 a 8 habitaciones con agua corriente, luz eléctrica y servicio de limpieza. En las dos manzanas restantes se erigirían tres pisos, los de planta baja para comercio y los otros dos para casas de familia.
En el centro de la quinta manzana se construiría un teatro de verano con departamento para café, restaurante, confitería, jardines y un chalet de dos pisos en cada ángulo de la manzana. En la sexta, se fundaría un mercado modelo.
Las siete manzanas adquiridas a la Sociedad del Malecón, de 120 metros de frente por 120 de fondo, se pagaron a razón de 17 pesos el metro cuadrado, que los inversores estimaron un negocio redondo, pues era el precio más bajo que se pagaba por la tierra en los suburbios de la capital y limitaban con las otorgadas por la Municipalidad.
En un folleto explicativo, los socios señalaban:
“¿Cuánto valdrán dentro de breve tiempo estas siete manzanas que ha adquirido la sociedad, en absoluta propiedad, sobre el Paseo de Julio? Díganlo todos los que presencian el pasmoso progreso de la ciudad de Buenos Aires y díganlo sin olvidar que los vendedores, deben entregarlas empedradas y circunvaladas, como las manzanas existentes entre el muelle de pasajeros y el de Catalinas. ¿Cuántos negocios, cuántas especulaciones y cuántas obras se pueden desenvolver durante ochenta años en esas 7 manzanas incorporadas a los 50.000 metros del terreno municipal?”9
Las construcciones, aprobados los planos, fueron supervisadas por el ingeniero D. F. Fouchard y los futuros baños públicos ya tenían un Consejo Médico consultivo integrado por siete destacados profesionales, el Dr. Pedro N. Arata, Juan B. Gil, Antonio F. Crespo, Francisco Tamini, José M. Astigueta, Julián M. Fernández y Norberto Maglione.
Calculaban que el establecimiento dejaría por año una renta de 490.000 pesos, deducidos de allí los gastos de mantenimiento. Todo ello, simples especulaciones en el aire, pues recién empezaban las obras.
Un serio problema lo constituía la provisión de agua salada, fácil de solucionar en Montevideo y así lo expresan los accionistas: “En cuánto a la introducción del agua salada al municipio, —acotaban— ya se han previsto todas las dificultades a vencer y el costo que demandará. Las personas ignoran cómo se puede llevar agua del océano a localidades que se encuentran distantes de las orillas del mar, hay quien dude de que ello sea posible, fácil y económico, pero los que conocen algo de las grandes realizaciones en el mundo, análogas a las que proyectamos aquí, saben que esto es perfectamente hacedero”.
Más adelante expresaban que se había comisionado a dos personas competentes, una de ellas el Presidente de la “Sociedad Anónima Talleres Casa Amarilla”, D. Felipe Schwarz, “para el estudio de este asunto en Europa”.
El fin abrupto de una obra faraónica
Los trabajos de este monumental complejo de baños, comenzaron a realizarse y estaban bastante adelantados a fines de 1889, pero he aquí que al año siguiente las cosas comenzaron mal. El crack de la Bolsa, tan elocuentemente pintado por Julián Martel, afectó todos los negocios y la euforia general, terminó en un desaliento que llevó a muchos empresarios a la ruina.
Entre las obras que arrastró la crisis, estaba la construcción de los baños públicos y todos los adelantos de teatros, gimnasios, confiterías, negocios y casas de renta, que rodeaban el proyecto original. Imposibilitada de continuar, la “Sociedad de Baños Públicos de Agua de Mar y Dulce de la Capital”, como muchas otras empresas promisorias, terminó en una ruidosa quiebra y el coronel Carlos Gaudencio quedó casi en la ruina.
En 1893, fue designado comisario de la policía y luego director del Banco de la Provincia. En 1897 regresó al Uruguay donde tenía sus influencias y se le restituyó su cargo militar. Falleció en Montevideo el 9 de septiembre de 1906 cuando acababa de ser nombrado Ministro del Supremo Tribunal de Justicia militar.
Para finalizar esta reseña sobre los baños públicos de la capital, señalaremos que en la Guía Nacional de Pablo Bash de 1905, se consignan diez casas de baños particulares pagas, entre ellas el “Instituto Médico de Hidro-Electroterapia y Casa de Baños”, propiedad de Luis Colmegna, en Sarmiento 839, todos en la zona del micro centro y uno en Belgrano en Juramento esquina 11 de Septiembre.
También consigna Bash tres direcciones de baños públicos municipales con lavaderos anexos: French 2459, Córdoba 2226 y Caseros 768.10 En 1923, seguían los tres en funcionamiento a cargo de la Municipalidad, que fijaba carteles promoviendo su uso por el pueblo. Eran totalmente gratuitos y proveían agua caliente, jabón, toalla, y un servicio de empleados en locales impecablemente aseados.
Ese mismo año de 1923, se anuncia: “sabemos que existe proyectado un cierto número de casas de baños en diversos barrios de la capital, figurando entre ellos Nueva Pompeya, la Boca, Mataderos…”11 El de Pompeya funcionaba, después de construido el actual puente, debajo del mismo, y según referencias era bastante suntuoso.
Para completar el tema, diremos que además, en casi todas las plazas importantes, la Municipalidad había instalado simples baños públicos o mingitorios, de los cuáles todavía se conservan algunos vestigios.
Sobre estos últimos, no podemos dejar de citar nuevamente a Ezequiel Martínez Estrada: “También nosotros tuvimos mingitorios monumentales. En la Avenida de Mayo los hubo hasta hace pocos años. Cuando llegaba algún príncipe o se celebraban grandes festividades se buscaba la manera de disimularlos dentro de pilares con guirnaldas y banderas, pero hedían a un amoníaco delator. En torno de ellos pululaba una fauna parasitaria que más tarde desapareció”.
Desde aquel primer establecimiento del valenciano José Ballester que rescata Méndez Avellaneda hasta hoy, ha transcurrido mucho tiempo y en esta evolución de las casas de baños, nos topamos con toda una variedad de tipos y anécdotas que abarcan desde los baños rusos, turcos y escoceses iniciales, hasta los saunas y las modernas y dudosas salas de masajes que merecerían también un pormenorizado relato.
Notas
1.- MENDEZ AVELLANEDA, J., La primera casa de baños de Buenos Aires. Historias de la Ciudad. Nros. 16/17., 2002.
2.- PILLADO, Antonio, Diccionario de Buenos Aires o sea Guía de Forasteros. Buenos Aires. Imprenta del Porvenir, 1864.
3.- ALEXANDER, A. y PRIAMO, L., Un país en transición. Fotografías de Buenos Aires, Cuyo y el Noroeste. Christiano Junior. 1867-1883. Buenos Aires, 2002.
4.- MAGLIONI, C., Conferencias sobre Higiene Pública dictadas en la Facultad de Medicina de Buenos Aires por el Dr. D.Guillermo Rawson. Donnamette y Hattu, París, 1876.
5.- MARTINEZ ESTRADA, E., La cabeza de Goliat. Buenos Aires, Emecé, 1946.
6.- MAGLIONI, ob. cit.
7.- GALARCE, A., Bosquejo de Buenos Aires Capital de la Nación Argentina. Tomo I. Buenos Aires, 1886.
8.- AMORENA, José A., Memorandum Enciclopédico, Administrativo y Comercial, descriptivo de Buenos Aires, Mackern, Buenos Aires, 1885.
9.- Sociedad Anónima Baños Públicos de Agua de Mar y Dulce de la Capital, Buenos Aires, 1889.
10.- Las tres vigentes todavía en 1930 y el de la calle Caseros funcionaba aún en 1946.
11.- MUNDO ARGENTINO, N° 628. Buenos Aires, 31 enero 1923.
Arnaldo J. Cunietti-Ferrando
Historiador porteño. Numismático.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año IV N° 18 – Diciembre de 2002
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Comercios, TEMA SOCIAL, Vida cívica, Cosas que ya no están, Costumbres, Historia
Palabras claves: baños publicos, inversiones, higiene, casas de baño porteña
Año de referencia del artículo: 1880
Historias de la Ciudad. Año 4 Nro18