La mayoría de los historiadores coinciden en que la revolución de Mayo comenzó a gestarse durante las invasiones inglesas. Fue en esos días cruciales que los criollos cayeron en la cuenta de que estaban en condiciones de bastarse a sí mismos, aún en el campo de batalla. Pero no fueron sólo ellos, también sus mujeres vieron abrirse una puerta hacia la emancipación respecto de sus padres, hermanos o maridos. Ellas se dan cuenta de que tienen posibilidades antes insospechadas, y deciden no perder la oportunidad de sacudir la cadena que las mantiene sojuzgadas al poder político y a su condición femenina. Todas se sienten capaces de dar su apoyo a la revolución que se está gestando, y de a poco, su situación comienza a cambiar.
La pionera en esas lides fue indudablemente Mariquita Sánchez, quien se había enamorado cuando era niña de su primo segundo, Don Martín Jacobo Thompson, nueve años mayor que ella. Martín era un joven muy atractivo, con tristones ojos azules, pelo rubio y rostro fino y aniñado que debe haber deslumbrado a la jovencísima Mariquita, todo ello unido al abandono que había sufrido Martín por parte de su madre en la niñez, a causa de una grave paranoia que ella sufría y que se presume heredaría el hijo años después, lo que lo llevó a una muerte prematura. Al ser rechazado el pedido de mano por el padre primero y por la madre tras la muerte de éste, Mariquita acudió a su confesor, Fray Cayetano Rodríguez, quien la asesoró para presentar escritos ante el Virrey Sobremonte, quien después de largos meses, consintió en que la boda se efectuase. Habían soportado los novios cuatro años de separaciones forzadas y el encierro de Mariquita en la Casa de Ejercicios, pero triunfó el amor (y la astucia de la jovencita que en su alegato al Virrey le pedía que tomara en cuenta una medida de Juan de Garay en el siglo XVI a favor de la hija de Juan Ortíz de Zárate que había pasado por una situación igual a la suya) y la boda tuvo lugar al fin el 29 de junio de 1805 en la iglesia de La Merced.
Un año más tarde, cuando los ingleses logran que su bandera ondee en el Fuerte, las mujeres luchan hombro a hombro junto a los hombres, contra quienes vienen a arrebatarle lo que les pertenece: casa, suelo, identidad. Y son ellas quienes calientan el aceite, afilan palos y llenan vasijas con piedras y tienen más tarde el orgullo de que los nombres de Manuela Pedraza y Martina Céspedes sean bordados en los estandartes de los vencidos.
Sabemos que Manuela, llamada “la tucumana”, luchó junto a su marido hasta verlo caer, muerto por un soldado inglés, al que ella mató a su vez, entregando luego el arma a Liniers. En cuanto a Martina, fue sorprendida en su casa de San Telmo junto a sus tres hijas, durante la segunda invasión, por un grupo de 12 soldados que les exigen bebidas alcohólicas. Ellas se las proporcionan, y cuando los hombres se encuentran bajo los efectos del licor, los encierran, entregándolos luego a las autoridades patriotas. Bueno, entregan 11, porque Josefa, una de las hijas de Martina se enamora perdidamente de uno de los soldados, que decide quedarse en Buenos Aires y casarse con la niña.
Las invasiones inglesas cambian la ciudad y a sus habitantes. Las mujeres, confinadas hasta entonces en sus hogares, la mayoría de ellas analfabetas “para evitar que se comunicaran con gente de afuera”, gastaban su tiempo en costuras y quehaceres domésticos, pero llega el momento de prepararse para la defensa de Buenos Aires y ellas, como si lo hubiesen hecho siempre, colaboran con naturalidad y sin perder su feminidad. Ven de pronto rotos los moldes a los que se ajustaban hasta entonces, sus horas son un desquicio y pronto olvidan la vieja copla: Nosotras sólo sabemos/oír la misa y rezar/componer nuestros vestidos/zurcir y remendar.
Desde entonces, la mujer no dejará de participar en la vida del país, ganando terreno palmo a palmo, sin retroceder nunca, aunque deba soportar que algunos la tilden de marimacho, pero sabiendo que otros, la mayoría, la llaman heroína.
A partir de la Reconquista, las luchas se sucedieron sin descanso. Primero fue contra los españoles y luego las peores, las luchas entre hermanos que pensaban diferente. Y la mujer siempre allí, junto a sus hombres, fueran padres, hermanos, maridos o hijos. Eran mujeres quienes acompañaban a los ejércitos, cocinaban, lavaban la ropa de los soldados, arreaban las caballadas y servían de espías ante los ejércitos godos que no desconfiaban de ellas.
Estaban también las otras, las patricias, que pese a su mejor condición social, sufrían al igual que las mujeres del pueblo la muerte de sus seres queridos, o en el mejor de los casos, la ausencia durante largos meses, criando solas a los hijos pequeños y hasta pasando apuros económicos cuando faltaba el jefe del hogar.
Pero los hombres comenzaban a reconocer la valía de quienes compartían con ellos luchas y amores. Bernardo de Monteagudo escribe en 1812 en la Gazeta, un documento que da a conocer “el gesto de las destinadas por la naturaleza y por las leyes a llevar una vida retirada y sedentaria”. El gesto consistía en la donación de fondos para la compra de fusiles, aclarando que aunque no podían entrar en batalla, pedían que sus nombres fuesen grabados en el mango de las armas. Las donantes fueron, entre otras, Teresa de la Quintana y sus hijas Remedios y Nieves de Escalada, María Sánchez de Thompson, Carmen Quintanilla, Ángela Castelli de Igarzábal, Isabel de Agrelo, Rufina de Orma y otras, que más adelante formaron también la Sociedad Patriótica.
Otras colaboran a su manera, como Martina Silva de Gurruchaga, la salteña que en su finca de Los Cerrillos, prepara y equipa a su costo, una división completa de soldados que presenta a Belgrano la víspera de la batalla de Salta.
Manuel Belgrano fue uno de los primeros hombres en reconocer públicamente lo indigno de la condición en que se mantenía a la mujer dentro de la sociedad, en especial a aquellas sin recursos, que eran presa fácil por su ignorancia e indefensión, de caer en la prostitución. En la segunda Memoria que presenta durante su permanencia en el Consulado, advierte sobre que se deben tomar medidas para el mejoramiento de la condición femenina. Por algo dice Ricardo Levene: “…Se puede afirmar sin temor a rectificación posible, que uno de los definidos propósitos en el plan general de la Revolución de 1810, es la emancipación moral y social de la mujer.”
Quizás fue este pensamiento de Belgrano el que lo hiciera enamorarse de María Josefa Ezcurra, hermana de Encarnación, esposa de Juan Manuel de Rosas. Pese a ser una mujer casada, María Josefa llevaba vida de viuda, pues su marido había regresado a su Navarra natal, dejándola en un limbo legal. Cuando Belgrano parte hacia el Norte, para hacerse cargo del ejército, ella lo sigue en coche y sus primeros meses juntos tienen el carácter de una luna de miel secreta; y como consecuencia de esto, María Josefa queda embarazada. El general, absorto en los cruciales momentos que se viven, no puede dedicarle demasiado tiempo y al ver que los meses pasan rápidamente ambos deciden el viaje de María Josefa a Santa Fe, en el mismo coche que la trajera para su aventura de amor. Debió ser una mujer muy decidida para arriesgar toda su honra al correr tras su amante. Allí, en la estancia de unos amigos, el 30 de julio de 1813 nace su hijo que será bautizado el 26 de agosto en la catedral de Santa Fe recibiendo el nombre de Pedro Pablo, sin apellido y anotado como huérfano. Poco después el niño fue adoptado por Rosas y su mujer, criándose en la estancia de su tío bajo el nombre de Pedro Rosas y Belgrano y con la estrecha supervisión de su “tía” María Josefa. Un dato interesante es que Pedro conoció su verdadera identidad a los 24 años, como había establecido su padre en su testamento y se estableció en Azul como Juez de Paz, en una estancia que le obsequió Rosas. No por casualidad, esa estancia tenía como vecina a Mónica Manuela del Corazón de Jesús Belgrano Helguera, su medio hermana, casada con Manuel Vega Belgrano, amigo de Pedro y residente de Azul. La relación entre ambos fue muy fluida y se conservan muchas cartas al respecto.
Bueno, volvamos a las mujeres que colaboraron en las luchas por la independencia. Podemos agregar aquí que además de Martina Silva de Gurruchaga, a Macacha Güemes, fiel colaboradora de su hermano Martín, y Carmen Puch la bellísima esposa del salteño, que al enterarse de la muerte de su marido cortó sus rubios cabellos, se cubrió con un espeso velo negro y se postró en tierra en el sitio más oscuro de la habitación, permaneciendo allí pese a los ruegos de su padre y hermanos, casi sin hablar, muriendo al cabo de pocos meses, sin que ningún médico pudiese sacarla de su dolor.
Otra mujer poco conocida hoy es Juana Moro, que integraba ese equipo de espías, llamadas bomberas, que son quienes informan a Belgrano sobre los movimientos de los realistas y que es descubierta, corriendo grave peligro de ser emparedada por el ejército de Tristán. Loreto Sánchez de Peón de Frías, mujer ingeniosa si las hay, llevaba mensajes de Salta a Jujuy escondidos en el dobladillo de sus polleras y también se disfrazaba de panadera y con una canasta entraba a los cuarteles españoles, alternando con los soldados y escuchando cuanto se hablaba, para transmitirlo más tarde al general Belgrano.
Tampoco olvidamos a doña Juana Azurduy, que lucha sin desfallecer, aún cuando caen a su lado su marido y sus hijos; ni a Ana María Sánchez de Loria, versión sanjuanina de Mariquita Thompson, que dona enormes sumas para el ejército de San Martín; o Juliana Pastoriza de Martínez Cruz, a quien el Cabildo le agradece por nota su generosidad y que posteriormente, será la suegra de Domingo Sarmiento.
Y llegamos a San Martín y sus damas mendocinas. El Ejército de los Andes estaba listo para comenzar su campaña y necesitaba un emblema para su tropa. Era la navidad de 1816 y en una reunión en casa de Manuel de Olazábal, el general les solicita a las damas presentes que confeccionen una bandera para el ejército. Ellas ya habían contribuido a la campaña con la entrega de sus joyas el año anterior, pero todas aceptan la tarea, en especial Dolores Prats, refugiada chilena que podrá regresar a su patria después del triunfo de Chacabuco; Pepa de Olazábal; Mercedes Álvarez de Segura, amiga de Remeditos; Laureana Ferrari de Olazábal; Mercedes Zapiola y Margarita Corvalán. No sólo cosieron y bordaron, sacrificaron también las lentejuelas de oro del abanico de Laureana, las perlas del collar de Remedios y los diamantes con engarce de la esposa de Olazábal.
También en San Juan tiene San Martín la ayuda de las mujeres, tanto las patricias como las del pueblo se suman para colaborar. Teresa Funes de Lloveras, Bernarda Bustamante de Cano, Jacinta de Rojo y las hermanas del gobernador de la Roza, ofrecen sus alhajas y dinero, pero las mujeres sin recursos colaboran confeccionando en una semana 265 camisas para las tropas.
Una palabra sobre la firma del Acta de la Independencia. Fue una mujer, Francisca Bazán de Laguna, quien cedió su casa y autorizó su refacción para que en julio se celebrara allí el Congreso de Tucumán.
Los jefes guerrilleros tuvieron también junto a ellos a mujeres de valía: Carmen Puch de Güemes a quien ya mencionamos, Victoria Romero, mujer del Chacho Peñaloza, María Dolores Fernández, esposa de Facundo Quiroga y tantas otras de quienes no se conserva ni el recuerdo de su nombre. Hay otro jefe militar que fue amado y llorado por dos mujeres a la vez: Pancho Ramírez, el Supremo Entrerriano. Prometido de Norberta Calvento, una dulce joven junto a quien Ramírez descansaba de sus cotidianos ajetreos pero sin llegar a amarla, conoció un día a Delfina, una portuguesa que había sido tomada prisionera y llevada a su campamento. Se enamoró perdidamente de ella en el mismo instante en que la conoció y la atracción fue mutua. Nunca más se separaron. Ella aprendió a luchar para estar a su lado y era respetada por sus hombres, quienes la llamaban La Coronela al verla montada a caballo, con una chaquetilla roja con galones dorados, largas botas negras y un chambergo con una pluma de ñandú que Ramírez usaba como emblema. Imposible que la suave Norberta compitiera con ella, su piano y sus charlas inocentes no alcanzaban para retener a semejante hombre. Pero todo terminó mal cuando Delfina cayó prisionera y Ramírez, por salvarla, recibió un disparo en medio del pecho que terminó con su vida. Ella regresó a Concepción del Uruguay y se encerró en su casa, de donde nunca más salió. No lejos de allí, otra mujer también lloraría al Supremo durante el resto de su larga vida. Pidió usar el blanco vestido de novia que nunca estrenó, como mortaja.
En cuanto a los políticos y militares que dejaron atrás a sus familias para luchar por la patria, lo hacían concientes de que sus mujeres sabrían llevar adelante a sus hijos y hogares. Así lo hicieron, aún estando al borde de la miseria, Rosa Lynch de Castelli y Ángela Baudrix de Dorrego. Con mayor fortuna económica estaban Remedios de Escalada, María Tellechea de Pueyrredón o Juana del Pino de Rivadavia, pero a todas las unía el abandono no deseado y la lucha para educar a los niños. Muchas de estas mujeres habían pasado del abrigo de la casa paterna, a la incertidumbre de un destino de luchas y fatalidades. Eran épocas de definición y ninguna de ellas rehuyó su responsabilidad, ayudando a dejar escrita la historia de la patria nueva.
Dice Lucía Gálvez en su libro “Historias de amor de la historia argentina”: “Los tiempos de la patria eran muy exigentes y al marchar hacia el combate no se podía estar seguro de volver. La mujer de un soldado de la Independencia debía tener el temple necesario para hacer de padre y madre a la vez cuando su marido estuviese ausente. Debería ocuparse de los negocios, de la administración y economía del hogar y por sobre todo, alentar a su marido y tragarse la angustia de las separaciones, la incertidumbre de la soledad. No es difícil imaginar lo que debían sentir estas jóvenes, criadas austeramente, pero sin ninguna preocupación, habituadas a la vida muelle de antes de la Revolución de Mayo, al verse separadas del que era y sería su único hombre. Aparecían estos semidioses en los bailes, teatros, tertulias o a la salida de la iglesia, semejantes a príncipes en sus uniformes de gala, haciendo alarde de su valor y derrochando simpatía y seguridad. Ellas se enamoraban perdidamente, se casaban, venían los hijos; y ellos se iban a la guerra en interminables viajes por tierras lejanas. Ellas cerraban la puerta y se quedaban solas. Rezaban por el ausente y trataban de reemplazarlo en todo lo que pudieran. Eran tiempos difíciles, no sólo para los que peleaban, sino también para aquellas que continuaban la vida en medio del dolor de la ausencia, pendientes de las cartas que llegaban de tarde en tarde, careciendo de un afecto imposible de suplir, sintiendo la quemazón de los celos cuando mencionaban demasiado a la “niña” del lugar en donde estaban –por guerra o por exilio- y teniendo que resolver solas todos los problemas cotidianos. Ellas, ayudadas por sus criadas negras o criollas, eran quienes educaban a los niños en los primeros años de la infancia tratando de inculcarles los valores morales heredados. Y un día, regresaban ellos, con el prestigio de la batalla ganada y la misión cumplida y ellas retomaban la adoración del héroe, no sabiendo si alegrarse demasiado para sufrir menos en el momento en que, inexorablemente, deberían despedirse otra vez.”
¡Qué difícil es hoy, ponerse en el lugar de estas mujeres!
Una última anécdota sobre el temple de nuestras patriotas: Vivía en Tucumán el matrimonio Garmendia, ella, María Elena Alurralde, era una ferviente patriota, mientras que su esposo simpatizaba fuertemente con la causa realista, incluso uno de sus mejores amigos era el general Tristán, quien preparaba un ágape para festejar lo que él creía su inminente triunfo sobre las tropas del general Belgrano. Con este motivo solicitó a Garmendia la preparación del festín en su hogar. Al enterarse María Elena de los planes de su marido, contestó simplemente: “Hay otra cosa que prepararemos con esmero: una horca, cuya cuerda será trenzada con el cabello de las damas tucumanas.”
También las hermanas de Sarmiento, impulsadas por los aires de renovación que soplaban en Buenos Aires, arremeten contra la anacrónica decoración de las casas, representada por el estrado árabe, en el que se sentaban las mujeres casadas, para mantener una respetuosa distancia de los invitados. Siguieron con el descuelgue de los cuadros de santos que adornaban las salas, dando paso a un refrescante aire de renovación en los hogares porteños.
Cuando el gobierno de Rivadavia decide la creación de la Sociedad de Beneficencia, pone en manos de las mujeres la dirección de la misma. Mercedes Lasala de Riglos fue su primera presidente, acompañada por Mariquita Sánchez, María Cabrera de Altolaguirre, Isabel Casamayor, Joaquina Izquierdo, Josefa Ramos Mexía, Isabel Agüero, Cipriana Viana y Boneo, Manuela Aguirre, María de los Santos Riera del Sar, y Bernardina de Viamonte. También este grupo de mujeres se hizo cargo de las escuelas de niñas; el Hospital de Mujeres; la Casa Cuna y la de Partos Públicos y Ocultos; el Colegio de Huérfanas y la Cárcel de Mujeres; Casa de Expósitos y Asilo de Recogidos y Dementes. Todo esto ocurría en 1823. ¡Menudo avance de las mujeres!
Hubieron muchas otras que ayudaron a consolidar el nacimiento de la patria, dándolo todo, incluso la vida para lograr ese fin. Por eso, para tenerlas siempre presentes hagamos lo que predica el poeta: “Hay que sembrar la memoria para que no crezca el olvido”. Ellas lo merecen.
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