Artículo dedicado a Roberto J. Payró, perteneciente al libro Croquis Bonaerenses, 1896
Un rumor inmenso vuela á lo anto de aquel hormiguero bullidor. Y en aquella atmósfera cargada de fetidez, henchida de olores acres, repercute sonoro y vibrante el bullicio, el estrépito de la enorme multitud. Bajo el pálido cielo que recorren diáfanas nubes, se ahogan los inmensos ruidos y, chata, cuadrada, maciza, nace la Boca, coronada de mástiles, en medio del juncal de sus lagunas y los innúmeros arroyos de verdosas aguas. Es aquello un gran mercado; se habla en todas las lenguas, se grita á todas horas. El río, á lo lejos, dobla el arco luminoso de sus aguas y muestra airosas velas que se acercan o se alejan flameando al aliento de los aires, enormes cascos que cruzan como una exhalación, envueltos en la humareda colosal que arrojan las grandes chimeneas; el río, de cerca muestra muchas cosas… En la bruma de la mañana languidece la lengüeta gigantesca de la costa quilmeña, y allá se borra su caprichosa silueta que se yergue arrogante como una inmensa faja de esmeralda sobre el tono gris*ceo de las aguas. El río de cerca se pierde en perspectives… La cubierta negreando de gente, el estrépito ensordecedor de la hélicce -de la hélice que desaparece en un colosal hervor de espumas,- el casco ligeramente inclinado, dos velas desplegadas y a una a medias, avanza el Phoenix, un monstruo, un coloso, un sicio, cuyo vientre abultado se colora de vetas y de extravagantes pintarrajos. Grandes sombrillas verdes abiertas, flamantes trajes de cota rayada y ojos *vidos, ansiosos, desesperados, miradas de asombro, exclamaciones de júbilo, risas y cantos, lloriqueos y alegrías. En una promiscuidad que encanta nos llega aquel bonito obsequio… de la Turquía.
Bajo el coro vivoreante de las sirenas de los remolcadores, que penetran, que perforan, el silbato estentóreo de los trenes que cruzan y se pierden como relámpagos, el rugido sordo, estremecedor de los paquetes que salen y que entran, el agudo clarín de los barcos de guerra, el incesante chillido de las cornetas de los tramways, se está en tierra y a la vez se está en el agua, oyéndolo todo, mirándolo todo, bajo la misma faz, en el orden exacto en que se desarrolla.
Las veredas semejan desde lejos un gigantesco hormiguero humano y de trecho en trecho, salpicando el alegre tono de los grupos, se nota la variedad de tiendas abiertas al aire libre, alrededor de las cuales se agolpa un enjambre de clientes o de curiosos. Una turca con su vitrina coloreante detiene el paso del transeúnte para mostrar a Jerusalén en el ojo de un cortaplumas; un mendigo hace exacta cosa para exhibir la fístulo repugnante de su cuerpo y excitar la conmiseración de quien lo ve; el ruletero ambulante cuya carpeta oscura se extiende con uns serie de fichas encima de su mostrador portátil, tira los dados que han de decidir el final de la partida; el químico R., con su jabón y su pasta para la ropa y los metales “premiada en Francia, Italia, Alemania, Japón y China”, endilga a sus cándidos oyentes la colosal tirada de costumbre; el doctor Z., instalado en su cómodo landolet tirado a seis caballos, hace la curiosa historia de su descubrimiento, una maravilla, para sacar las muelas sin producir dolor; y, cerrando el cuadro, destacando sus exóticas figuras, otra media docena de raros, de maleantes industriales, con la faz enrojecida, como odre, después de los ardientes discursos y proclamas con que acometen a todo en que se detiene a oírles…
Rostros tostados por los vientos del mar, potentes pechos velludos que la camiseta marina deja en descubierto, anclas en la frente y anclas en los brazos, especie de marcas de fuego que sellan la profesión, unos hablan y otros no, todos dicen de dónde llegan, aunque de todos, la mayoría ignore en qué país está.
Allí, en una gran sartén, se fríe una montaña de pescados que recién comienzan a cerrar los ojos; más allá, en una fonda, se confeccionan croquetas y buñuelos de harina de maíz rociados con vino Liguria, y para que el olfato de los transeúntes termine de apercibirse, se tuestan castañas, se despachan huevos fritos y se asan gigantescas sartas de chorizos. Todo el aire libre, todo incitando al que pasa. Desde aquellas cocinas instaladas en la vía pública, se dirige la provocación más inaudita a los estómagos sin lastre.
Más allá, y más alto, en una confusion que asombra, un laberinto de velas de todos tamaños, de todos colores, matizadas por los primeros reflejos del sol de la mañana, inmóviles, sin alientos, prendidas de los mástiles en medio del tupido cordaje que las sujeta.
Allá está el lanchón carbonero que negrea desde lejos con sus bordas que el agua nivela, con sus tripulantes que parecen fantasmas aterradores, negros los ojos, la cara y las manos negras; más allá un inmenso bergantín atestado de bolsas, a sus costados media docena de juguetonas lanchas pescadoras, y a otro rumbo, chatas, chalupas, barcas, canoas y otros mil náuticos vehículos. Allí se narra un tiempo memorable salvado a la “capa” con truenos, relámpagos y olas grandes; allá sobre la pequeña cocina de cubierta se atiende a la merienda próxima; acá se juega a los naipes y se expone el jornal de la quincena recién cobrada; más allá se entona una lánguida canción marina que se acostumbra a oír cuando la quilla rompe las olas bravas, y mientras unos trabajan otros se pasan las horas, al revés, esperando el repunte o la calma. El industrialismo de ese barrio es incansable y sus bulliciosas horas son el barómetro de su movimiento.
Cuando el sol comienza a descender y la luz naufraga en las turbias aguas del crespúsculo, bajo el manto oscuro de la noche se encienden los focos parpadeantes de las embarcaciones, entonces cesa el diario trajín del agua, porque empieza la nocturna función de tierra… El teatro de vistas está de gala. Cuarenta vidrios de aumento encantan los ojos hipnóticos de los admiradores, y se representa: “Un episodio de la Guerra de Cuba”, “El terrible incendio del Puerto de Gibraltar”, “La muerte del presidente Carnot”, “Un bochinche en la Cámara francesa”, “El casamiento de la princesa Alice con Nicolás III”, y todos los hechos y escenas que la historia de los tiempos presentes haya bosquejado. Se juega a la murra y bajo el concierto melódico de los mandolines y los acordeones, se alza la voz y se canta hasta desgañitarse. Alegran el espectáculo los remates nocturnos, los cafés y las fondas; y en todos ellos la misma atmósfera, el mismo aire, terrible asfixiante. Una diva del café cantante acaba de salir al escenario y una nube de aplausos la acoge, mientras camareros y camareras se deslizan dejando la dosis doble y repetida de la popular “Grappa”, del célebre “Lighera”. Todo el mundo ríe, aplaude y bebe y todos, siguiendo la eternal ley de los contrastes, entregan las economías del día a los hambrientos bolsillos del afortunado propietario.
Cuando de nuevo vuelven a brillar las primeras luces, la Boca cambia su antifaz y esconde sus galas artísticas de la noche a las manifiestas tentaciones diurnas.
Información adicional
Año VI – N° 31 – junio de 2005
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: ARQUITECTURA, ESPACIO URBANO, Avenidas, calles y pasajes, Historia, Mapa/Plano
Palabras claves: La Boca, barrio, paisaje, mundo
Año de referencia del artículo: 1896
Historias de la Ciudad – Año VI Nro 31