Por la vinculación de su nombre con acontecimientos y personajes de honda raigambre en la historia de nuestro país, el Club del Progreso es un hito que acompaña a Buenos Aires desde los tiempos de la Organización Nacional.
Casi todos han oído hablar de él, pero muchos porteños ignoran que aún existe, en pleno centro de Buenos Aires. En la calle Sarmiento entre Talcahuano y Uruguay está instalado el más que centenario Club del Progreso, fundado el 1º de mayo de 1852, inmediatamente después de la caída de Rosas, con el propósito de terminar con las querellas internas y trabajar para conseguir “el progreso moral y material del país”, según consta en sus primeros documentos.
Este acto, a un mes de la batalla de Caseros, demuestra el deseo y la necesidad que tenían los argentinos de terminar con la atmósfera enrarecida por las guerras civiles, la violencia y la intolerancia hacia las ideas ajenas, para poder dedicarse al resurgimiento moral y material del país y a su crecimiento económico.
Para lograr estos objetivos era necesaria la conciliación entre partidos hasta entonces antagónicos. Poco a poco y con gran esfuerzo los fundadores de este club y sus seguidores supieron sentar las bases de un sistema republicano que, aunque imperfecto, fue la simiente de la futura democracia.
El largo camino hacia ella comenzó con la tolerancia por las ideas ajenas y eso solo podría conseguirse, al decir de Diego de Alvear “poniendo en contacto las ideas y los hombres”. Pero todavía faltaba un buen trecho para llegar a la deseada unión nacional. Los primeros años del club se desarrollaron durante la permanente puja entre Buenos Aires y el resto del país.
Según el Acta de Fundación, formaron la primera Comisión Directiva el ya mencionado Diego de Alvear como presidente; Felipe Llavallol como vicepresidente; Delfín B. Huergo como secretario, siendo vocales Francisco Chas, Mariano Casares, Santiago Calzadilla, Juan Martín Estrada, Félix S. de Zelis, Ambrosio del Molino, Francisco Moreno, José F. Martínez, Rufino de Elizalde y Gervasio A. de Posadas.1
Durante ese período las actas de la institución recogen datos y testimonios que sirven para reconstruir una sociedad y una mentalidad en proceso de cambio. En general no se hablaba en ellas de política sino de cuestiones prácticas: la fecha del baile mensual, los sueldos del personal, cuáles serían los salones dedicados al juego del mus, el billar o el ajedrez, los arreglos que necesitaban los muebles y los gastos ocasionados por las fiestas y tertulias que se ofrecían a los asociados.
Pero en una carta abierta a Varela, director del periódico porteño “La Tribuna”, Diego de Alvear enuncia algunos de los logros que en poco tiempo ha conseguido la institución: “Ha sido el Club de Progreso, mi querido amigo, donde yo inicié el proyecto de una Bolsa Mercantil… Fueron miembros del Club los que han presentado al Gobierno proyectos de ferro-carriles y muelles que solo esperan la sanción superior y un intervalo de paz para abrir en el país nuevos canales de prosperidad y riqueza. Ha sido en nuestro club donde se ha formado y organizado la más brillante sociedad Filarmónica que haya existido en nuestro país.”
En 1856 la institución decide abandonar su primera sede de la calle Perú 135, entrando en negociaciones con el próspero comerciante español Marcos Muñoa, que estaba construyendo un edificio hecho especialmente con ese fin, cuyo gran salón de baile podría albergar más de doscientas parejas. Hasta entonces era costumbre que las reuniones se hicieran en las casas de familia y sólo el salón de Mariquita Sánchez o las grandes salas de Palermo, podían albergar muchos contertulios.
La nueva y lujosa sede2 ocupaba toda la esquina suroeste de Perú y Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen) y hasta hace pocos años era posible apreciar su vieja fachada de estilo italiano, sus tres pisos y dos entrepisos y su azotea con mirador, toda una novedad para los porteños que desde allí podían disfrutar una vista panorámica de la ciudad y el río. Lamentablemente en abril de 1971 comenzó la demolición de este tradicional edificio, que el club ocupara entre 1857 y 1900.
Por esos años comenzó a formarse la biblioteca y se mandaron a encuadernar las colecciones de diarios y revistas nacionales y extranjeras que formarían con el tiempo la más importante hemeroteca del país. También por entonces se fue formando la primera galería de retratos de nuestros grandes hombres. Y mientras Mariano Balcarce hacía las diligencias necesarias en Francia para conseguir una buena copia del retrato del general San Martín, la comisión pidió al socio Prilidiano Pueyrredón que pintara los de Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia. Encargaron también a Navoresse el retrato de Juan Lavalle y a Masini el de Carlos M. de Alvear. Años después el gran Sorolla3 pintaría el retrato del fundador del club.
Un lugar para el encuentro
Aunque nacida con fines políticos y económicos, la institución comprendió que debía responder a las demandas de una sociedad en un momento determinado. Así pues, el club del Progreso se convirtió en el más elegante lugar de encuentro entre ambos sexos y sus dependencias fueron testigos de muchos compromisos. Basta ver cuantos apellidos de los socios, de simples se transforman en compuestos: Aberg y Cobo; Pereyra e Iraola; Bunge y Guerrico, Quirno y Costa, Beccar y Varela; Giménez y Zapiola; Molina y Pico, González y Alzaga, Pacheco y Bunge, etc. Es significativo al respecto el aumento de los socios en vísperas de los grandes bailes, de la misma manera que desde la unión nacional, se multiplican los “socios transeúntes”, de paso por Buenos Aires.
Una vez terminados los conflictos de secesión y guerra civil, Buenos Aires se va transformando en forma y mentalidad. La sociedad austera y patriarcal, fuertemente asentada en lazos familiares y amistosos irá dando paso, durante las décadas del 60 al 70, a la “gran aldea” pintada por Lucio V. López, Eugenio Cambaceres o Santiago Calzadilla. A partir de la unidad nacional se observa la incorporación de socios provincianos y, en menor medida, de extranjeros.
El 25 de mayo de 1862, el Congreso de la Nación —recién abierto— había encargado a Bartolomé Mitre el ejercicio provisional de Ejecutivo Nacional. Al día siguiente, 88 socios elevaron una solicitud a la Comisión Directiva para que se realizara un baile, con motivo de la instalación del Congreso, invitándose a todos sus miembros. También pidieron que se aumentara a 350 el número de socios.
Muchos de éstos pertenecían a las elites o aristocracias de las provincias, identificadas con las de Buenos Aires por orígenes, costumbres, educación y parentesco, elementos más determinantes que las diferencias locales. Esta circunstancia no impedía, sin embargo, que hubiera diversidad ideológica entre los socios. Comienza a formarse así la que años después, será llamada “alianza de los notables”.
Divergencias entre socios
Adolfo Alsina, presidente del club en 1864, había sido en su juventud un revoltoso integrante del Partido Liberal llamado de los “pandilleros”, al cual también pertenecía Bartolomé Mitre. Pero al plantearse después de Pavón el tema de la capitalización de Buenos Aires, este partido liberal se dividió, fundando Alsina el Partido Autonomista porteño de los “crudos”, rabiosamente localistas y con tendencias populares, que se negaban a compartir con las provincias la ciudad y el puerto.
El otro bando lo constituían los seguidores de Mitre o “cocidos”, unidos en el Partido Nacional, heredero en parte del espíritu unitario y rivadaviano pero con una visión de conjunto nacional que les hacía ver la necesidad de que la rica ciudad de Buenos Aires fuera la capital del país.
Entre los alsinistas, nuevas fuerzas pugnaban por hacerse oír: eran los republicanos de Leandro N. Alem y Aristóbulo del Valle seguidos por la mayoría de la juventud autonomista, que no aceptaba la “conciliación” entre mitristas y alsinistas reunidos contra la fuerza que acababa de surgir acaudillada por la figura del general Julio Argentino Roca.
Los conflictos en torno a estas ideas fueron vividos con intensidad en la institución de Perú y Victoria. Una vez en el poder, Roca logró organizar el Estado en torno a su lema “Paz y administración”. Se promulgaron nuevas leyes y fueron definidas las fronteras nacionales mientras el Ejército pasaba a jugar un papel subalterno en la nueva política.
Durante este período un cambio de características espectaculares en la economía, la población y la cultura conmovió a la sociedad argentina. Los grupos dirigentes, escépticos y conservadores en el campo político, fueron liberales y progresistas ante la sociedad que se ponía en movimiento.
Al mismo tiempo el mejoramiento económico, las nuevas fuentes de riqueza y la inmigración masiva fueron llevando a la Argentina hacia un proceso de modernización irreversible. Desde el ochenta en adelante, este proceso irá transformando a la “gran aldea” en la más grande e importante metrópoli de América del Sur.
El Club del Progreso fue uno de los escenarios mas concurridos por los protagonistas y responsables de esa transformación. No sólo era su lugar de expansión o, como decían algunos, su “segundo hogar”, sino que constituía el punto de reunión y confrontación de ideas, planes y proyectos de la elite dirigente, que si bien se ocupaba del país “como si fuera su estancia”, lo hacía con el firme convencimiento de lograr su grandeza a la vez que el bienestar de sus habitantes.
Los herederos de Alsina
Luego de la crisis del 90, la institución que había servido para el encuentro de los porteños y para la unión con las provincias, iba ahora a facilitar el escenario para los prolegómenos de la democracia.
Tres grandes amigos, tres hombres brillantes, cada uno en su estilo, se reunían periódicamente en el Progreso: Carlos Pellegrini, Leandro N. Alem y Roque Sáenz Peña. Los tres eran renovadores, de ideas avanzadas y deseosos de terminar con el “caciquismo” que les dificultaba o impedía el acceso a las funciones públicas para las que se sentían llamados.
Desde su temprana juventud habían seguido a Adolfo Alsina quien, “a puro instinto y acaso sin discernirlo conceptualmente, sintió que la unidad nacional reclamaba una síntesis cuyo proceso fundiese las dos Argentinas antitéticas, y que la Organización, para legitimarse, requería la incorporación y no el exterminio de la patria federal excluida4”. Esto mismo, expresado en formas y lenguajes diferentes, era el objetivo por lo cual los tres lucharon: Alem, apoyándose en su fuerza carismática, decidió “encabezar una acción verdaderamente distinta, llamada a alumbrar un orden nuevo”, aunque para ello fuera necesario quebrar el orden establecido y ser perseguido; Pellegrini y Sáenz Peña, en cambio prefirieron predicar, sostener y finalmente realizar la reforma política que llevaría a la democracia sin recurrir a la revolución que repudiaban. Los dos primeros no llegaron a ver su obra. Los tres murieron prematuramente.
Alem, amargado y desilusionado, decidió terminar su vida y luego de ordenar a su cochero “¡Al Club del Progreso!”, se pegó un tiro en la sien. Al llegar, su cadáver fue depositado en una mesa (que aún se conserva) y Roque Sáenz Peña pudo leer el adiós del compañero de lucha en un papel encontrado en su bolsillo: “¡Perdónenme el mal rato, pero he querido que mi cadáver caiga en manos amigas y no en manos extrañas… He terminado mi carrera, he concluido mi misión: para vivir estéril, inútil y deprimido es preferible morir… ¡Sí, que se rompa pero que no se doble!” Era el 1° de julio de 1896: apenas dos años antes, en las puertas de esta misma entidad, había sido recibido triunfalmente a la vuelta de su prisión en Rosario.
Pellegrini, que había sido hombre de Roca, volvió al fin de su vida a los ideales de su juventud. A los 23 años había escrito en su tesis doctoral sobre el sufragio universal: “La capacidad electoral no debe ser fijada por cánones clasistas, pues es la clase más pobre de la población la que más necesita el amparo de la ley… El derecho de votar deben tenerlo todos los ciudadanos alfabetos…”. Adelantándose a su tiempo, se declara partidario de los derechos civiles de la mujer, empezando por el ejercicio del sufragio. Pellegrini amaba el orden porque “sólo dentro del orden -decía- se edifica y progresa la estabilidad de los pueblos”. Antes de llamar al pueblo a ejercer su derecho de voto era necesario educar su criterio pues “la libertad al servicio de la ignorancia es un arma de fuego puesta en las manos de un niño, y en lugar de la anarquía contra la ley se tendría la anarquía según la ley.”
El 9 de mayo de 1906, en uno de sus últimos discursos en la Cámara de Diputados, condenó una vez más los hábitos de violencia y anarquía proponiendo como único modo de reformarlos, “emprender con paciencia, verdad y constancia la educación de nuestro pueblo hasta inculcar en sus hábitos la práctica de nuestras instituciones.” Al mismo tiempo, alertaba a sus compatriotas del tremendo peligro que podía ser un ejército no subordinado al poder civil. “El ejército es un león que hay que tener enjaulado para soltarlo el día de la batalla. Y esa jaula, señor presidente, es la disciplina, y sus barrotes son las ordenanzas y los tribunales militares, y sus fieles guardianes son el honor y el deber. ¡Ay de una nación que debilite esa jaula, que desarticule esos barrotes, que haga retirar esos guardianes, pues ese día se habrá convertido esta institución, que es la garantía de las libertades del país y de la tranquilidad pública, en un verdadero peligro y en una amenaza nacional.”
Roque Sáenz Peña fue el único que pudo ver realizado su sueño al alcanzar a promover y aplicar durante sus cuatro años de gobierno “la reforma política más trascendente vivida por el país desde la organización nacional”.
Esta preocupación es fácilmente comprobable en sus discursos políticos y en su correspondencia. “Un pueblo que no puede votar ni darse gobiernos propios no es un pueblo en el sentido jurídico ni en su significado sociológico”, exclama en un discurso dicho en el Comité del Partido Autonomista en 1905. Pero mucho antes había dado publicidad a sus ideas reformadoras eligiendo para hacerlo por primera vez al viejo Club del Progreso, entonces renovado en su nueva sede de la Avenida de Mayo por la cual tanto había luchado. Fue durante la fiesta del cincuentenario de “este centro que conservamos y amamos porque es representativo de la cultura argentina”, según sus palabras.
Era el 1° de mayo de 1902. Estaban allí todos: los dirigentes y constructores de los 80, los ya ancianos socios de los 60, dos ex presidentes de la Nación y uno en carrera de serlo (su propio padre, Luis Sáenz Peña, su amigo Carlos Pellegrini y Manuel Quintana). Estaba, en fin, lo más representativo de la sociedad porteña culta y refinada. Ante ellos lanzaría su bomba apelando al patriotismo y al espíritu de solidaridad y de justicia: “El buen movimiento ha de partir de alguna parte, y bien puede partir de vosotros mismos, cuyos antepasados y fundadores no fueron indiferentes a los infortunios públicos ni a los perniciosos hábitos sociales y políticos… Yo preferiría, señores, el comicio de aquella época de lucha y de combate, con sus urnas señaladas por tiros y cuchilladas, a la urna de nuestros tiempos, que es ánfora cineraria donde yacen los despojos de la ciudadanía con los restos del carácter y la altivez argentina.”
Los años, el progreso y sobre todo la gran inmigración habían cambiado las circunstancias de la Argentina: junto al pueblo acostumbrado por años a callar, habían aparecido nuevos “ciudadanos” que lo eran sólo de nombre y aspiraban a ser reconocidos como tales.
Roque Sáenz Peña intentaba que sus pares comprendieran la situación del extranjero que “al ser incorporado al régimen actual renunciaría a su ciudadanía sin haber adquirido su equivalencia, tan deprimidas se encuentran las prerrogativas y derechos del ciudadano argentino en su función política e institucional.” Consciente del importantísimo paso que estaba pidiendo a sus pares Sáenz Peña aclaraba: “Yo entiendo señores consocios, que no estoy hablando de política, pero si de costumbres que afectan y menoscaban la existencia del cuerpo social, y en las tendencias que señalo debíamos coincidir todos los hombres para labrar la grandeza futura de la república, sin sentimientos antagónicos y sin banderas de guerra, garantizando a las generaciones que nos sucedan el derecho de votar, que es el derecho de hablar, el de pensar, y de labrar la propia felicidad, en los pueblos republicano-democráticos”.
Años después en su mensaje presidencial de 1910, Sáenz Peña reiteraba su compromiso: “…Yo me obligo ante mis conciudadanos y ante los partidos a provocar el ejercicio del voto por los medios que me acuerde la Constitución. Porque no basta garantizar el sufragio: necesitamos crear y promover al sufragante.”
El proyecto se estudió en diputados por más de tres meses con la presencia casi constante del ministro del Interior, Indalecio Gómez, otro frecuentador del Club del Progreso. Con su figura de ascético profeta, el salteño defendió a rajatabla el proyecto presidencial, tan conversado entre ellos durante los períodos en que se desempeñaron como diplomáticos en Berlín.
Finalmente Sáenz Peña pudo poner su firma al pie de la Ley 8871 el 13 de febrero de 1912. Dos años más tarde, el 9 de agosto de 1914, una multitud entristecida seguía su féretro, llevando todavía en sus oídos aquella que fuera su última exhortación: “¡Quiera el pueblo votar!”
Cambio de sede y de mentalidad
No es de extrañar que las porteñas de la “belle époque” prefirieran los tradicionales bailes de la ya antigua casona de Perú y Victoria a los del moderno Jockey club recién fundado. En el Progreso habían tenido un grado de participación que desde un principio les fuera negado en el Jockey, creado con fines más turfísticos y de sociabilidad masculina.
Aunque el Progreso había surgido como imitación de los clubes ingleses, desde sus inicios se diferenció en forma fundamental de ellos por su actitud hacia la mujer. Las mujeres no sólo se habían sentido siempre bien recibidas, sino también aceptadas como socias. Era un ámbito donde siempre pisaron firme. Si los ingleses se preciaban de poder prescindir en sus clubes de la compañía femenina para refugiarse en un tranquilo androceo, los porteños de mediados del siglo XIX consideraron una de las principales atracciones de esta institución la posibilidad de poder gozar de dicha compañía en un clima agradable y festivo a la vez que valorar sus talentos, puestos a prueba en aquellos tiempos de crisis.
Una prueba del respeto y admiración por las mujeres de talento que caracterizaron al Club del Progreso fue nombrar a la doctora Cecilia Grierson socia honoraria en 1887, cuando ésta, que era socia, anunció que no podría seguir pagando sus cuotas. Otra fue el banquete dado a Lola Mora en 1903, único gran homenaje al emplazamiento de su bella fuente, que tanto diera que hablar a las lenguas pacatas.
Siguiendo esa tradición, esta actitud continuó vigente aún cuando a fines de siglo la mentalidad fue cambiando respecto a las mujeres, a las que se dividió en serias (para casarse) o ligeras (para divertirse). En este contexto tenía más sentido un club sólo de hombres, más específicamente de “sportsmen” que quisieran reunirse para charlar de política, caballos y “señoritas livianas”. Todos se decían “liberales” y hasta “librepensadores” pero al mismo tiempo se vanagloriaban de que sus mujeres, hijas y hermanas fueran piadosas y recatadas. La doble moral victoriana comenzaba su tarea destructiva.
No es de extrañar que en consecuencia, las mujeres del 900 fueran mucho menos independientes y espontáneas que sus madres y abuelas. Por empezar tenían menos movilidad que aquéllas, prisioneras como estaban —y no sólo de un modo metafórico—, de institutrices, gobernantas, madres y tías, padres y hermanos y sobre todo de convenciones que llegaban al ridículo.
Educadas en colegios de monjas francesas o por institutrices inglesas, las porteñas alegres y sencillas de mediados de siglo se fueron transformando —algunas muy a su pesar—, en las estiradas e inalcanzables “niñas” del Centenario.
Con el aumento de la rigidez en las costumbres volvió a ponerse en vigencia la exagerada separación de los sexos, anterior a los tiempos de la independencia que tanto habían deplorado Mariquita Sánchez, Domingo Faustino Sarmiento y otros. Se vigiló estrechamente a las jóvenes, que no podían dar un paso solas fuera de su casa, ni siquiera en compañía de primas y amigas. Siempre era necesaria la presencia de un “chaperón”, “miss” o señora casada. A lo sumo en las familias más abiertas se permitía la compañía de algún hermano.
Consecuencia importante de esta antinatural separación de los sexos fue la acentuación del “machismo”, la falta de amistad y sana camaradería entre los jóvenes de ambos sexos y la desvalorización, tanto de la mujer como amiga como del verdadero amor basado en el afecto racional y sensible. El porteño buscó desde entonces la amistad y la camaradería sólo en los hombres.
Este proceso de cambio de mentalidades hacia el fin del siglo XIX, nos ayuda a comprender el por qué de la transformación. Con la mudanza a la sede de Avenida de Mayo en 1900, la institución cambió su carácter criollo y personal para pasar a ser como cualquier club inglés, donde los privilegiados eran los hombres.
Todas las nuevas comodidades fueron para ellos y hasta los bailes dejaron de tener tanta importancia. ¡Existían otros lugares donde se podía encontrar compañía femenina más “permisiva” que las pacatas “niñas” que les estaban destinadas por esposas!
Los jóvenes empezaron a pedir al club otra cosa: ser el ámbito propicio para la camaradería masculina y el deporte.
Así lo entendió Roque Sáenz Peña, cuya medida inicial al ser elegido por primera vez presidente, el 1º de octubre de 1895 (lo fue durante diez períodos), fue renovar el aspecto físico del viejo y ahora poco funcional palacio Muñoa, instalando una sala de armas y otra de tiro al blanco, nuevos baños y duchas, etc., y arrastrando con él a más de 500 socios atraídos por su brillante personalidad y sus promesas de proyectos futuros.
En la asamblea extraordinaria del 7 de abril de 1896 el flamante presidente pudo declarar con orgullo: “Es con verdadera satisfacción que hacemos constar la incorporación de 569 socios, en su mayor parte jóvenes, con cuyo valioso concurso se asegura el club el primer puesto tan merecidamente conquistado por el número, distinción social y cultura de sus miembros…” Menciona luego la biblioteca que desde esos años se convertiría en uno de los bienes más preciados: “… La biblioteca ha sido objeto de preferente atención de la Comisión, habiéndose repartido a todos los socios el catálogo de sus importantes obras… y facultando al doctor Juan Agustín García para adquirir, a medida que se publiquen, las novedades literarias nacionales y extranjeras…”
Pero la ambición de Sáenz Peña no se conformaba con estas modificaciones: su sueño era un edificio moderno como el fundado por su amigo Pellegrini. Volvió pues, al antiguo proyecto de comprar un terreno y edificar un nuevo edificio más acorde con las necesidades de los nuevos tiempos, es decir, con las necesidades masculinas.
El 24 de noviembre de 1900 apareció en “El Diario” un artículo titulado “Un viejo centro social que renace”, cuyos conceptos nos ilustran acerca de la decadencia a que había llegado la entidad antes de la actuación de Sáenz Peña y sus seguidores. Después de decir que años atrás “… las fiestas del Club del Progreso tenían un brillo que perdura en el recuerdo” y que “… aquellas fiestas, principalmente los bailes de máscaras, eran superiores por su distinción a todos lo que hoy admiramos” afirma que en ese momento “la sociedad porteña, con más movilidad, más teatro y mayores elementos ha perdido en distinción todo lo que ha ganado en tamaño (…). Pero la reacción se hizo sentir hace algunos años y se afirma hoy en que la pericia de su mesa directiva sabrá devolverle lenta pero firmemente un prestigio que es la capital más valiosa de un centro social de primer orden como es el Club del Progreso”.
En efecto, la actividad de Roque Sáenz Peña secundado por sus amigos fue un vendaval de modernización. En menos de cinco años consiguió lo que quería: un edificio lujoso y funcional, capaz de competir con el Jockey Club, situado en la elegante Avenida de Mayo al 600. “La ubicación es, es nuestro concepto, de mano maestra… “ afirma “El Diario” en la nota mencionada. “Desde sus balcones, el golpe de vista es magnífico. La avenida de Mayo está, en esas primeras cuadras, totalmente edificada: la impresión que produce, vista desde arriba es la de un boulevard parisien. El desfile ordinario de la concurrencia, es por sí mismo, todo un entretenimiento. Agréguese a ello el movimiento de carruajes, incesante frente al local y seguramente se participará de nuestra opinión”.
Continúa el artículo con una detallada descripción de los cinco pisos, de la cual citaremos algunos párrafos: “Penetremos el zaguán principal. El groom nos ofrece el ascensor, pero no un ascensor común sino un ascensor artístico, la última palabra del progreso en sus menores detalles… Descendamos al subsuelo. Ya está instalada sobre la calle la sala de armas, con sus muros decorados por panoplias y accesorios indispensables… El piso bajo está sobria y elegantemente decorado. Salas y salones abren sus puertas sobre un “hall blanc”, completamente blanco… En este piso se ha instalado el comedor en dos amplios salones, uno de los cuales tiene sus ventanas sobre la Avenida de Mayo… El piso de gala, el primero, está destinado a bailes… ¡El club reemplaza con ventaja con este solo piso, lo que deja en la esquina de Perú y Victoria, considerado un día como irremplazable!… El parquet claro, prolijamente lustrado, recuerda muchas salas de palacio, vistas en Europa… En el piso segundo… los billares ocupan el salón que da sobre la Avenida… En este mismo piso está la sala de lectura y la de reuniones de la Comisión Directiva, etc. En el siguiente irán los dormitorios, las salas para la reunión de socios, amigos, baños, etc. Desde la azotea, que es una hermosa terraza, se domina un espléndido panorama y en algunas noches calurosas de verano será seguramente punto predilecto de reunión de socios. En suma, un edificio que consulta las menores exigencias y que coloca al Club del Progreso a la par de nuestros más lujosos centros sociales”.
Como vemos, todo estaba dispuesto para el confort y la holganza de los socios, que esta vez sí, al mejor estilo inglés, querían un club exclusivamente masculino. Desaparecen las pocas socias que quedaban, resabio de otros tiempos, para volver a reaparecer en los años veinte, de mano de la raqueta y los palos de golf.
De los prometedores años 20 a la crisis del 30
En una conferencia dada el 1° de mayo de 1930 al inaugurar la nueva biblioteca de la institución, Enrique García Velloso cuenta su historia a grandes rasgos y después de referirse a los hechos que hemos visto, encara los cambios sufridos por el mundo de posguerra. Entre ellos menciona la invasión que han sufrido “los seculares dominios del hombre en la vida intelectual, económica y hasta política” con la participación de la mujer en todas esas áreas. En efecto, ya fuera por necesidades materiales o vocacionales, la mujer había empezado a cuestionar su inserción y participación en la sociedad, con mucha más lentitud en las clases altas y bajas que en las medias.
En realidad, la mujer de clase alta había irrumpido esta vez en el mundo masculino a través del deporte, siguiendo la moda angloamericana: era prerrogativa de toda niña que se considerara moderna jugar más o menos activamente al golf o al tenis.
Por su parte, los jóvenes habían dejado para los viejos el hábito de utilizar el club como salón de charla. “… Existe un cambio en este otro arquetipo de clubman contemporáneo -decía García Velloso- que ha trastocado la delicia del conversar arrellanado sedentariamente en una butaca por los placeres de la pedana, de la gimnasia, del golf y del tenis”.
Con el auge de los deportes al aire libre el viejo club vuelve a quedar desactualizado. Como centro social, los jóvenes lo frecuentan cada vez menos. Fue entonces cuando don Antonio Crouzel, durante su presidencia de 1924, inició las gestiones para la creación de un campo de golf que fuera filial deportiva en los alrededores de Buenos Aires. La Comisión Directiva eligió un terreno en Ranelagh y lo compraron con las facilidades económicas de la presidencia de Alvear.
El edificio del campo de deportes fue construido en cinco meses siendo su costo total de $ 400.000 financiado por la Compañía de Tierras del Sud. Nadie imaginaba en estos momentos de euforia de la entre-guerra, la crisis económica-financiera de carácter mundial que se avecinaba, y cuyas consecuencias serían fatales para los países como el nuestro, casi por completo dependientes del comercio exterior.
Ajena a estas preocupaciones el día de la inauguración “la concurrencia bailó animadamente llenando el salón comedor, donde tuvo lugar más tarde el diner-dansant”. Eran los años veinte, los “locos” años del charleston, las polleras cortas y los absurdos sombreros. París seguía siendo el centro de la moda y la meta dorada de la elite porteña, pero ya la influencia de los Estados Unidos se hacía notar a través del cine y de la música bailable. “La concurrencia – siguen relatando las actas- regresó en trenes especiales, pasada la medianoche”.
Es de notar, en estos años signados por el deporte, la cantidad de socios ingleses: “doscientos nacidos en tierra de la Unión Británica y tal vez otros doscientos, hijos de compatriotas vuestros”, según afirmaba el presidente Carlos F. Melo en 1927. Al mismo tiempo percibimos una anglofilia que se traduce en exagerada admiración por todo lo británico.
En 1924 comenzaron también las obras en el edificio lindero sobre la calle Rivadavia 640-648, que había sido comprado en 1912. Para esto se recurrió a un crédito de $ 290.000 acordado por el Banco “El Hogar Argentino”, que años más tarde sería su verdugo. Pero por el momento al club le quedaban aún años de esplendor.
Su intensa vida social se deslizaba entre fiestas suntuosas, bailes y torneos de golf que se alternaban con conferencias y actos culturales, conciertos y exposiciones de pintura y escultura y celebraciones de diversa índole, como las realizadas con la llegada de ilustres visitante, ya príncipes herederos, ya audaces deportistas como los pilotos del Plus Ultra, del Santa María o del Nungesser-Coll.
La institución siguió varios años más viviendo esplendores de sofisticada elegancia, y generando gastos indiscriminados no se correspondían con lo que se vivía en el resto del país durante la crisis económica del treinta. Siguiendo una práctica común a nuestra economía nacional, las deudas eran pagadas con nuevos préstamos que acarreaban más deudas. Nuestra elite no quería reconocer que el país ya no funcionaba con una “economía de renta” sino que era necesaria una economía de producción. La vida continuaba, o más bien pretendía continuar como antes de la crisis.
En otro orden de cosas y como dato de interés consignamos que el 80° aniversario del club se conmemoró con la primera exposición del Libro Argentino, realizada con gran éxito en la nueva biblioteca. Corresponde pues al Club del Progreso el honor de haber creado en nuestro país la Feria del Libro, con muchos años de anticipación a la actual.
El campo de Ranelagh, que tanto había enorgullecido a los socios, fue una de las principales causas de su decadencia. Después de la crisis del treinta, en el año 1941 el Club debió abandonar su sede de la avenida de Mayo para mudarse a la actual sede de la calle Sarmiento 1334, una residencia que conserva el empaque señorial de la “belle epoque” porteña. Su biblioteca y su jardín que emerge como un oasis de paz y frescura en pleno centro de la ciudad, transmiten algo del misterio romántico de principios del siglo XX.
En tiempos de la democracia recuperada
En 1984, iniciado ya el camino hacia la consolidación democrática, un grupo de ciudadanos advirtió las notables coincidencias y necesidades de nuestro país con las que se esperaban después de Caseros.
Como entonces, era necesario superar antagonismos y diferencias en aras del “progreso moral y material” de la Argentina, y para lograrlo era indispensable conciliar la clase dirigente acentuando el interés por las inquietudes comunes a todos los sectores y corrientes políticas. Buscar la unidad en la diversidad de opiniones, como lo habían hecho aquellos vecinos porteños que fundaron el Club del Progreso.
Este grupo procedía de todas las corrientes políticas, con o sin militancia partidaria. Tenía por objetivo contribuir al afianzamiento de las instituciones y el progreso del país.
Se asociaron al Club del Progreso pensando que un debate político y creador debería estar inspirado en un análisis sincero de la realidad, y no limitado a defender o atacar la acción del gobierno de turno: tratar de clarificar situaciones y aportar soluciones. Para lograr estos objetivos comenzaron a desarrollar desde la Comisión de Cultura una intensa actividad cívico-cultural a través del llamado “Foro de la Ciudad”, inaugurado por el entonces intendente municipal, Dr. Julio Cesar Saguier. Allí, ilustres ciudadanos de distintas tendencias democráticas eran invitados a exponer sus ideas para luego ser interrogados por los asistentes, en los pronto tradicionales almuerzos de los miércoles.
A fines del 88 representantes de este grupo pasaron a formar parte de la Comisión Directiva presidida por el doctor Ricardo Busso. Entre las tareas más urgentes figuraron el rescate de la centenaria biblioteca, abriéndose las puertas a las más sobresalientes figuras de la cultura, la política y la ciencia.
Para ello se organizaron debates, seminarios, conciertos, conferencias, presentaciones de libros, exposiciones y el ya institucionalizado almuerzo. Con el tiempo se fueron agregando actuaciones musicales en el jardín: desde óperas a expresiones de nuestra música popular folclórica y ciudadana, mientras proseguían los tradicionales festejos del 25 de Mayo, el 9 de Julio y Fin de Año.
El Club del Progreso fue y pretende seguir siendo caja de resonancia de los debates que requiera la sociedad.
Junto con la restauración de la República ha acompañado como institución civil, el proceso de recuperación de las prácticas democráticas, facilitando su tribuna para la discusión racional de las ideas y propuestas de todos los actores de la sociedad argentina.
Actualmente es intención de la Comisión Directiva que el club siga siendo usina de ideas. Pero de ideas de progreso.
Cuando se fundó en 1852 la cultura occidental estaba llegando al pico máximo de autovaloración. La fe en el poder de la Ciencia y la Técnica inspiraban confianza y optimismo.
Hoy es en Buenos Aires, la única institución de su tipo cuya trayectoria abarca el proceso que se inició con el optimismo de la época victoriana y la segunda revolución industrial, para concluir en el escepticismo de la filosofía existencial y en el caos postmodernista, corolario de las guerras mundiales.
Al mismo tiempo asistió activamente al perfeccionamiento de una tecnología que comenzando por el teléfono y la electricidad llega a la era de la informática, las computadoras y todos sus derivados.
Así como en 1852 los fundadores utilizaron el diario como el medio más práctico y moderno para darse a conocer, al fin del milenio la institución ha querido utilizar el ciberespacio para poder llegar también a quienes residen en las provincias del interior o fuera del país, acercándoles un foro público para opinar sobre temas políticos, culturales y sociales o denunciar actitudes de discriminación, intolerancia o falta de honestidad. De esta manera muchos compatriotas que no pueden volver podrían tener un “regreso virtual”.
Son también objetivos de la entidad elaborar propuestas no partidistas sobre aquellos temas que interesan al país y a nuestra ciudad y al mismo tiempo desempeñar un rol protagónico en la promoción de líderes para nuestra sociedad en todas las actividades del quehacer nacional.
Aspiraciones y objetivos se van desarrollando con esfuerzo y dificultades, pero siempre se mantiene en el viejo club del Progreso el espíritu conciliador que le imprimieron sus fundadores y la misma ambición de lograr a través del diálogo entre los “hombres de buena voluntad”, el progreso y la grandeza de nuestra querida Nación.
Bibliografía
CLUB DEL PROGRESO – Datos históricos sobre su origen y desenvolvimiento. Apuntes coleccionados por la Comisión Directiva de este Centro con motivo del 50ª Aniversario de su fundación, Buenos Aires, 1º de mayo de 1902.
GÁLVEZ, Lucía, El Club del Progreso (1852-2000) La Sociedad, Los Hombres, Las Ideas, Ediciones del Club – Buenos Aires, 1999.
Notas
1 CLUB DEL PROGRESO – Datos históricos… Tomado de la copia del acta que se encuentra en esta obra, de donde por otra parte, se han extraído todas las citas entrecomilladas.
2 Este edificio era obra del Ing. Eduardo Taylor (1801-1868), autor entre otras de los viejos muelles de la ciudad.-
3 Joaquín Sorolla y Bastida (1863-1923), caracterizado artista plástico español de la época.
4 Como lo recuerda Marcelo Sánchez Sorondo en La Argentina por dentro.
Lucía Gálvez
Historiadora
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año III – N° 12 – Noviembre de 2001
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: VIDA SOCIAL, Clubes y bailes, Asociacionismo
Palabras claves: el progreso, socios
Año de referencia del artículo: 1900
Historias de la Ciudad. Año 3 Nro12