Pasada la Gran Guerra, los años veinte representaron el júbilo de haber entrado en la añorada paz, la delicia de dejarse vivir sin el temor de los ataques y también el afán de la reconstrucción, mientras se procuraba no mirar a los mutilados y olvidar a los muertos.
Qué se entendió por “años locos” en esos años, y posteriormente? Grandes novedades se produjeron, no sólo en los países que habían sufrido la terrible contienda. En el mundo soplaban vientos de cambio, como si se tratara de empezar una nueva vida que, en verdad, empezó. Cambiaron los regímenes políticos, las costumbres, las viejas fronteras, la industria y la tecnología. Los “años locos”, los “roaring twenties” de los norteamericanos, invadieron todos los países y les imprimieron el sello de lo atrevido, lo novedoso, lo sorprendente.
En Buenos Aires comenzó a vivirse la euforia de los placeres, como si aquellos muertos no contaran. La consigna era divertirse y adoptar las nuevas modas, reconstruyendo los vínculos con la lacerada Europa y los Estados Unidos y tratando de adoptar lo que embelleciera la vida. Se reanudaron los viajes al viejo continente en los lujosos paquebotes, ya sin el temor de ataques de los submarinos alemanes. Las modas en la indumentaria, los nuevos automóviles, la música de jazz entronizada en todos los ambientes, la casi liberación femenina que se había insinuado y ganaba terreno velozmente, aparecieron en nuestra orgullosa capital con resabios coloniales. Paralelamente, aspectos oscuros, diríase siniestros, como el auge de la prostitución, formaban la contrapartida de la alegría reinante.
La moda femenina
La guerra produjo cambios notables. La ropa femenina se simplificó porque, llamados los hombres al frente, las mujeres ocuparon sus lugares de trabajo. No fueron sólo enfermeras, conductoras de vehículos y asistentes calificadas en las oficinas y fábricas. Ostentaron su capacidad para todo tipo de tareas y para tomar decisiones. Eso ocurrió en Europa, pero aquí, y de la manera más natural, invadieron espacios que les estaban vedados en nombre de no se sabe qué mandatos. Y comenzaron por el atuendo, que les venía de allende los mares con sus revolucionarias innovaciones.
Primero apareció la melena. Se pasó del peinado con simulacro de patillas con el rodete en la nuca, al pelo corto sin disimulos. Fue entre los años veintidós y veintitrés cuando las primeras melenas desafiaron a los que despotricaban contra ellas. Mujeres de todas las edades salieron a la calle con el nuevo corte, gracioso y sentador. El cine, cuándo no, tuvo su parte en estas osadías porque, ¿quién no quería parecerse a las estrellas de Hollywood con sus deliciosas melenitas? Y fue en 1924 cuando un compositor lanzó aquello de “Pero hay una melena…”. Era el argentino José Böhr, a quien se le ocurrió usar el candente tema en la revista A ver quién nos pisa el poncho que estrenó ese año en el Teatro Porteño, entonces catedral de ese género y donde, acompañado por varias coristas, cantó su graciosa canción con ritmo de fox-trot. Aparentemente ridiculizaba al nuevo peinado, pero en realidad se rendía ante la belleza de una “melenita de oro”, la de “su nena”, que lo volvía loco. Todo Buenos Aires la cantó. En muy poco tiempo, y pese a las protestas de maridos y padres, quedó desplazado el antihigiénico pelo largo. Las mujeres trabajaban en oficinas, tiendas, correos, comercios, por no mencionar la educación, casi copada por ellas, y practicaban deportes, y enseguida adoptaron la cómoda moda. También se multiplicaron las casas de peinados y se difundieron la “ondulación Marcel”, las tinturas para el pelo y los institutos de belleza.
Algo parecido sucedió con el largo de la falda y la ubicación de la cintura. En los años de la guerra los tobillos comenzaron a mostrarse tímidamente. A fines de esa década se veía parte de la pantorrilla, como se ve en figurines y fotos. La silueta se hizo recta y el pecho se acható, según se comprueba en revistas y en propagandas de corpiños y ropa interior. Atrás habían quedado las siluetas de curvas opulentas y cintura de avispa. Los trajes de baño mostraban parte del muslo en mujeres y hombres, pero fuera del agua era de rigor taparse con la salida de baño. Causaron sensación las películas de bañistas que Mack Sennet hacía en Hollywood. Poco después aparecían los piyamas de playa, como en los balnearios europeos. Las audacias eran tema de comentarios. En Caras y Caretas, “La Dama Duende”, seudónimo de la periodista Mercedes Moreno, lanzaba ácidas críticas contra las modas que venían de París, casi siempre traídas por las argentinas que viajaban. Los hombres vestían discretamente y copiaban al príncipe de Gales, supuesto árbitro de la elegancia. Fuera de eso, algunos se atrevieron a salir con la colorida corbata Tutankhamón cuando, en 1922, fue descubierta la tumba inviolada del joven faraón egipcio.
Los sombreros femeninos, las cloches, muy encasquetadas, acompañaban las sucintas melenas, y no faltaron los cortes a la Louise Brooks, actriz americana que causó sensación con su casco renegrido, lacio y con flequillo, que lucía en La caja de Pandora, película alemana de 1929. El cine se había enseñoreado de la vida diaria y sus estrellas brillaban. El público de esa década, que aplaudió a Mary Pickford, Douglas Fairbanks, John Barrymore, Gloria Swanson, Clara Bow, Norma Shearer y muchos otros ídolos del cine mudo, adoró a Rodolfo Valentino, a Greta Garbo y a Marlene Dietrich, que llegó de Alemania para imponer su tipo de seductora. En un ámbito más popular, las modas las dictaba Hollywood y no había muchacha que no quisiera ser como las diosas de la pantalla. Pero no obstante el poder de difusión del cine americano, nada podía competir con lo que venía de París. Triunfaban los vestidos al bies, con recortes, faldas desparejas, drapeados y godets, que imponían Paquin, Vionnet, Patou, Lanvin y otros amos de la moda, en feroz competencia con Chanel. En alhajas, el art nouveau había cedido el paso al art déco, como en decoración, arquitectura, vajilla. Buenos Aires estaba saturada de novedades, desde objetos de uso común hasta costosas obras de arte. En bazares comunes como Dos Mundos o Bignoli había vidrios de Lalique o de Tiffany, floreros, figuras femeninas firmadas, lámparas, centros de mesa o juegos de porcelana a precios accesibles, que se han convertido hoy en piezas de colección y entonces estaban en todos los hogares.
El imperio Chanel
Los años ‘20 ofrecieron una serie de cambios, al influjo de mentes creadoras, que derribaban ídolos. La guerra había ayudado con su fuerza de cambio y se rechazaba lo que durante muchos años colmó las apetencias. Una de esas personas era Gabrielle Chanel, que en los comienzos de la guerra pareció hallar el camino con sus creaciones motivadas por la carencia de materiales. Su talento hizo el resto y Buenos Aires absorbió su empuje artístico y comercial. En los ‘20 ya estaba afianzada y sus vestidos y accesorios llegaban regularmente. Las señoras de la aristocracia hacían traer sus modelos de París o los compraban personalmente (Victoria Ocampo fue clienta fiel), y las modistas locales compraban los vestidos o las toiles (el modelo en liencillo, para copiar), poniéndolos al alcance de las menos pudientes. En esos años se impuso una de las creaciones de Chanel, “el vestidito negro” (la petite robe noir), que las argentinas adoptaron de inmediato. Su tailleur también se hizo imprescindible para las elegantes porque se adaptaba a la idiosincrasia local. Fue el modelo más copiado en todo el mundo desde entonces, y las porteñas lo adoptaron sin discusión.
Pero no sólo ropa vendía Chanel. Asociándose con un químico, y para festejar su cumpleaños número cuarenta, creó algo que se impuso al momento: su famosa Eau Chanel, la Nº 5, que ella, astutamente, hizo probar a sus clientas y comenzó a vender en las Galeries Lafayette y pronto en todo el mundo. A la vez inventó la botellita cuadrada de cristal para envasarla, golpe de efecto y sello inimitable. El imperio Chanel estaba en su apogeo pues había cultivado la amistad de figuras conspicuas del teatro, el ballet, la música, la pintura y todas las artes, que también estaban en la transformación. Era tan refinado el estilo Chanel que Paul Poiret, otro rey de la moda, no pudo competir, pese a la espléndida visión de sus modelos multicolores. Buenos Aires absorbía tanto refinamiento, belleza y novedad. Aquí se conocía todo lo que ocurría del otro lado del mar y ciertas figuras participaban de ese mundo deslumbrante y trataban de copiarlo. Los grupos de élite patrocinaron entidades como Amigos del Arte, fundada en 1924 y presidida por Elena Sansinena de Elizalde durante mucho tiempo, no superada en toda Sudamérica por su actividad cultural. En los años ‘20 y ´30 trajo de París a famosos artistas y escritores.
Del cine mudo al sonoro
Aquí se adoraba a Rodolfo Valentino como en todas partes, y se lo lloró en 1926 a raíz de su prematura muerte. Intentó sucederlo otro “latin lover”, Ramón Novarro, un mexicano iniciado en el cine mudo, que aquí fue calurosamente admirado por las adictas al cine. Hizo una película famosa, Amor pagano, en la que cantaba el vals de ese nombre, y antes había filmado otra de gran espectáculo, pero todavía muda, Ben Hur, en la que lucía su físico privilegiado. Greta Garbo, procedente de Suecia, creó en Hollywood una imagen y se convirtió en ídolo, apoyada por la publicidad y sus propias rarezas. Hacia fines de la década surgió su peligrosa rival, Marlene Dietrich, otra imagen de seductora comehombres, incapaces de resistir a su fabricado sex appeal. Llegó de Europa tras el éxito de El ángel azul y a diferencia de la Garbo, empezó con películas sonoras, la primera de ellas Marruecos. En cuanto a los galanes, aparecieron Clark Gable, Gary Cooper, Fredric March y muchos otros que hicieron suspirar a las argentinas, coleccionistas de sus fotos. Esa década fue definitoria pues se produjo el paso del mudo al sonoro, luego de arduos ensayos. Todavía las salas se llamaban “biógrafos”, las películas “cintas”, y las primeras sonoras estaban acompañadas por discos con el sonido.
Buenos Aires recibió la novedad con alborozo. La primera película sonora de Estados Unidos fue El cantor del jazz, protagonizada por Al Jolson, pero no fue la primera estrenada aquí, ya que en 1929 se conoció La divina dama, con la famosa Corinne Griffith como Lady Hamilton, en el Teatro Grand Splendid. El sonido era con discos. En 1930, último año de la década, fue estrenada El desfile del amor, precioso musical en el que se lucían dos artistas de primera línea: Jeannette MacDonald y Maurice Chevalier. También en 1930 se estrenó Sombras blancas en los mares del sur, que llamó la atención por los desnudos de la actriz latina Raquel Torres personificando a una nativa.
Fueron construidas grandes salas de cine, como el Astral en 1927; el Broadway, inaugurado el 11 de octubre de 1930 con La tragedia submarina y Las emancipadas, un film de Greta Garbo. En los años siguientes fueron levantándose otras lujosas salas dentro del estilo art déco, en pleno auge, como el Monumental en 1931, el Ambassador en 1933, el Ópera en 1936 y el Gran Rex en 1937. Había empezado a construirse el monumental Mercado de Abasto, inaugurado en 1934. Ya pertenecía a la historia el pianista que, en la era silente, acompañaba la acción con música. En los comienzos del sonoro algunos cines alternaban películas mudas con sonoras, especialmente cómicas cortas como las de Chaplin, que nunca tuvieron diálogo, Harold Lloyd, Buster Keaton y muy pronto el Gordo y el Flaco, todos inolvidables con su ingenua y deliciosa comicidad.
En 1925 Anita Loos, argumentista de cine, publicó su novela Los caballeros las prefieren rubias. El éxito fue fulminante. En Buenos Aires se vendió muy bien la versión en castellano y fue traducida a muchos idiomas, hasta el chino. Enseguida la autora hizo una comedia musical y en 1928 fue llevada a la pantalla. En 1955 se volvió a filmar, con Marilyn Monroe. Fue tan grande la aceptación, que Anita Loos escribió la segunda parte, Pero se casan con las morenas. También del norte nos llegó otra figura femenina, pero en dibujos animados, que ya se abrían camino. Era Betty Boop, muñequita graciosa y sensual que se convirtió en ícono de los cartoons y aún tiene vigencia. Aquí hubo una cantante que la imitaba en la radio.
Nuestra cinematografía realizó tímidos ensayos. Imposible competir con los norteamericanos pero, dentro de su modestia, hubo expresiones en las que se foguearon los artistas vernáculos. Una producción constante marcó las inquietudes locales y entre 1920 y 1930 fueron estrenadas muchas películas en las que se lucían Edmo Cominetti, Torres Ríos, José A. Ferreyra y otros fervorosos realizadores. Entre los títulos que testimonian ese encomiable trabajo pueden citarse La vendedora de Harrods (1921), La chica de la calle Florida (1921), Milonguitas (1922), La aventurera del Pasaje Güemes (1923), Melenita de oro (1923), La casa de los cuervos (1923), Sombras de Buenos Aires (1923), La cieguita de la Avenida Alvear (1924), El caballero de la Rambla (1925), Tu cuna fue un conventillo (1925), Galleguita (1925), El organito de la tarde (1925), Manuelita Rosas (1925), La muchachita de Chiclana (1927), Una nueva y gloriosa nación (l928), La borrachera del tango (1928), La casa del placer (1929), con Azucena Maizani, El cantar de mi ciudad (1930), para nombrar sólo una mínima parte. En 1930 hubo un gran acontecimiento: se estrenó la primera película sonora (con discos), Muñequitas porteñas, dirigida por José A. Ferreira, interpretada por su esposa, María Turgenova, y estrenada en el cine Renacimiento. La protagonista cantaba el tango “Muñequita”. A partir de allí el cine argentino se afianzó y brindó películas inolvidables.
Qué pasaba en el teatro
Muchas compañías locales ocupaban los escenarios céntricos haciendo tres y hasta cuatro secciones diarias con estrenos constantes, que los obligaban a ensayar nuevas obras. La falta de tiempo era solucionada por el apuntador que, metido en su concha con el libreto correspondiente, soplaba los textos. Los espectadores de las primeras filas oían la obra dos veces, pero así eran las reglas del juego. Desde la revista y el sainete hasta las obras serias, los teatros cumplían su misión de entretener y debían competir con los artistas extranjeros que venían atraídos por la populosa Buenos Aires. En esa década actuaron figuras de trayectoria: Blanca Podestá, Roberto Casaux, Lola Membrives, Orfilia Rico, Enrique Muiño, Elías Alippi, Paulina Singerman, Berta Singerman, Milagros de la Vega, Pierina Dealessi, Camila Quiroga, Elsa O’Connor, Lea Conti, Olinda Bozán, Enrique Serrano, Miguel Faust Rocha, María Esther Podestá, Eva Franco, Angelina Pagano, Esteban Serrador, Narciso Ibáñez Menta y muchos otros.
Los españoles María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza inauguraron en 1921 el Teatro Cervantes, que habían regalado al país, con La dama boba de Lope de Vega. En su primera visita se dio con el título verdadero, La niña boba, ya inaplicable a la madura actriz en los años ‘20.
El sainete y la revista se vistieron de fiesta para dar cabida a cómicos, cantantes y bailarines, escenógrafos y compositores, acicateados por visitantes de otros lugares que venían a deslumbrar a los nativos con su lujo y su fama internacional. Así, en 1922 llegó de París Madame Rasimi trayendo su compañía de revistas, el Ba-Ta-Clan, y deslumbrando con el lujo y los desnudos sin mallas. Volvió en 1923 con la célebre Mistinguett, que popularizó, entre otras canciones, “Mon homme”. Andaba ya cerca de los cincuenta años pero lucía ufana sus famosas piernas, aseguradas en un millón de francos. En 1925 volvió el conjunto de la Rasimi y se presentó en el Porteño con otra figura de atracción, Maurice Chevalier, que tendría lucida trayectoria. Por su parte, los artistas argentinos salían a recorrer escenarios de América y Europa con suerte diversa.
Algunos, como Carlos Gardel, dejaron bien sentada su valía y afianzaron el prestigio que gozaban aquí, especialmente en el tango. En folklore, Ana S. de Cabrera recorrió América y llegó a Europa mostrando el acervo vernáculo, que interpretaba con solvencia.
Aprovechando la bonanza que reinaba —desde 1922 hasta 1928 el país fue gobernado por Marcelo T. de Alvear—, Buenos Aires era punto de mira de cuanto artista se destacaba en Europa.
Raquel Meller, famosa cupletista, fue bien recibida y en 1929 desembarcó Joséphine Baker, “la Venus de ébano”, que causaría sensación con sus bailes y canciones tras haber triunfado en el París de 1925 con La Revue Nègre. Debutó en junio en el teatro Astral y pasó al Fénix de Flores y al Empire. Más que de ébano, parecía de bronce pues el padre era blanco, pero tenía en la sangre el ritmo y la garganta inigualables de la raza de su madre. Su voz, de elevado registro y dulce timbre, deleitaba al público lo mismo que sus frenéticas danzas y contorsiones, en algunos casos cubierta sólo con una especie de pollerita de bananas que dejaba ver libremente su escultural silueta. Yrigoyen, a la sazón presidente de la República, intentó prohibir la presentación de la vedette pero no logró contrarrestar el apoyo que la opinión pública, estimulada por el diario Crítica, brindó a la artista. Joséphine actuó durante noventa días en doscientas representaciones de dos o tres funciones diarias, y se dice que cobró un millón de francos. Salió después en gira por el interior y en años posteriores volvió para actuar en Buenos Aires, como lo hizo en 1952 en el Maipo con la revista Voilà, Joséphine.
En esa década se dio comienzo a una obra humanitaria destinada a los artistas retirados: Regina Pacini y Marcelo T. de Alvear pusieron, el 19 de agosto de 1927, la piedra fundamental de la Casa del Teatro, que fue inaugurada en 1938. Alvear estaba en el penúltimo año de su gobierno, comenzado en 1922 cuando dejó Francia, donde era embajador. Regina fue siempre, hasta 1965, cuando falleció en su casa de Don Torcuato, celosa guardiana de ese emprendimiento al que consagró sus mayores afanes.
Aparece el “art decó”
El art nouveau se había agotado a sí mismo en una maraña de curvas. El diseño se había modificado y despojado de los excesos a impulso de los belgas, los alemanes y los mismos franceses. En 1919 surgió en Alemania la Bauhaus, con su filosofía que valorizaba la faz industrial y las artes aplicadas y fue un hito, en 1925, la sede que Walter Gropius levantó en Dessau. Había una conciencia creadora, tanto en el arte como en las industrias, dando lugar a nuevas formas, audaces y opuestas a las reinantes, con un sentido más práctico. Todo esto se materializó ese año 1925, al celebrarse en París la Exposition des Arts Décoratives et Industriels Modernes, audaz demostración de poderío artístico y práctico. Los países industrializados se presentaron con sus novedades. De allí quedó la denominación “Art Decó”, como sería conocido el estilo que, con impulso arrollador, se instaló en todos los ámbitos. Fue un movimiento al que adhirieron arquitectos, bailarines, diseñadores y modistas, pintores y escenógrafos, joyeros y diagramadores gráficos y publicitarios. Todos los que buscaban ofrecer algo bello y a la vez simple y funcional. El dibujo abstracto y geométrico sustituyó la exuberancia anterior. Se imponía el estilo moderno y utilitario y nuevos materiales ocupaban lugar de privilegio. La palabra de orden era la fabricación en serie, lo cual constituía un peligroso camino hacia el kitch y lo anodino, pero nadie quería quedar rezagado.
Algunos plásticos argentinos se habían fogueado en la nueva tendencia, especialmente los que vivieron en París y regresaron para mostrar su obra. Emilio Petorutti (1892-1972), con algo más de treinta años, se reintegró en 1924 tras once años de ausencia y deslumbró con su muestra, en la que se veían arlequines, copas, soles, pájaros y mariposas. Alfredo Guttero (1882-1932), otro creador inspirado, volvió en 1927, sorprendiendo con sus óleos y su yeso cocido (técnica de la que guardaba el secreto), y presentando cuadros seductores como “Alegoría del Río de la Plata” y “Naturaleza muerta”, entre otros. También retornó en 1924 Xul Solar (1887-1963), otro pintor imaginativo, que inventó el “panajedrez” y el “neo criollo”. Los renovadores en ese año 1924 resolvieron presentarse en el Primer Salón Libre, contrapuesto al académico Salón de Primavera que repudiaba el futurismo, el cubismo, el expresionismo, el sintetismo, el dadaísmo y todos los “ismos” existentes. Se reunieron durante varios años. También se unió a ellos Norah Borges, de estilo no convencional, con tratamiento muy personal de la figura humana. Otros nombres de peso en la plástica argentina se enrolaron en los movimientos de vanguardia, entre ellos Basaldúa, Berni y Spilimbergo.
En cuanto a la arquitectura de esos años, con énfasis que se proyectó hacia los ‘30, fueron construidos edificios y casas particulares en el nuevo estilo, que aún perduran y pueden verse en el centro y en muchos barrios de Buenos Aires. Además de los cines y teatros mencionados —el Broadway es un típico ejemplo— se puede citar a los sanatorios De Cusatis (Pueyrredon 845) y Otamendi (Azcuénaga 868); Confitería Munich en la Avenida Costanera, la Casa del Teatro (Santa Fe 1235); el Yatch Club Argentino, ubicado en el puerto; el edificio de Callao 500 (y cortada Enrique Santos Discépolo); Avenida de Mayo 1333 (ex diario Crítica); Córdoba 838 (departamentos); Rivadavia al 3000 (ex Cine Loria) y muchos otros que son testimonio de una época.
El tango
Todo había cambiado. También el tango como música, baile y poesía. La evolución del teatro tuvo mucho que ver con su captación de elementos nuevos, lo mismo que la radio. En los ‘20, o muy poco antes, nació el tango canción y con él nuevas orquestas, compositores, cantantes y letristas que, apoyados en la radio, el teatro, el cine, los cafés y las grabaciones dieron rienda suelta a su talento, difundiendo piezas inolvidables que lograron, muchas de ellas, dar la vuelta al mundo. Gardel impuso su voz privilegiada en los escenarios de París y abrió caminos para los que lo siguieron con suerte varia.
Las actrices de teatro se plantaron en el proscenio y estrenaban los tangos que les acercaban los autores para agregar a las obras. Así surgieron las estrellas de la canción, que de la escena pasaron a los estudios de radio, al cine, a los palcos de cafés. También coparon las revistas del Maipo, El Nacional, el Porteño, donde hicieron conocer los más hermosos tangos. Gardel, Magaldi, Corsini, Charlo, conquistaron fama y se cotizaron bien. Adiós las penurias, los tablados míseros y la incertidumbre del futuro. Ellas y ellos llevaron el tango a empinados niveles, apoyados por un público fiel.
Entre las actrices que salieron a hacer la competencia a vedettes consagradas como Sofía Bozán, Gloria Guzmán, Carmen Lamas y otras, reinas de las revistas criollas empeñadas en imitar a las francesas en el lujo de los vestuarios y decorados, estaban Manolita Poli, quien estrenó el primer tango-canción, “Mi noche triste”, en 1917 y “Melenita de oro” en la pieza homónima en 1922; María Esther Podestá, con “Milonguita” en Delikatessen haus, año 1920; Eva Franco, que salió a cantar “¡Pobre milonga!” en El rey del cabaret en 1923; el mismo año Azucena Maizani estrenó “Padre nuestro”, de Vacarezza y Delfino, en el sainete A mí no me hablen de penas; Iris Marga cantó “Julián” en el Maipo, en Quién dijo miedo; Pepita Cantero cantó “Mocosita” en 1925 en la revista Seguí Pancho por la vía; “¿Qué vachaché?” fue estrenado por Tita Merello en 1926, en Así da gusto la vida; Libertad Lamarque se lució con “¡Araca, corazón!”, en 1927, en el sainete Cortafierro, teatro El Nacional, donde también ganó aplausos Olinda Bozán cantando “El carrerito” en 1928. La propia Sofía Bozán se había lucido estrenando “Canillita” en 1922, con la compañía Muiño-Alippi, y “¡Haragán!” en la temporada de revistas de 1927 y en 1928 “Las vueltas de la vida” en la revista Los cromos primaverales. Lo mismo pasó con “Aquel tapado de armiño” en 1928, y con “Yira yira” en el 29, creaciones todas de la Bozán; Rosita Quiroga grabó para la Víctor, en 1924, “La garçonne”, que aludía al nuevo corte de pelo; Carmen Valdez, después famosa en el radioteatro, estrenó “La muchacha del circo” en 1928, en la obra Gran Circo Rivolta; ese año Azucena Maizani dio a conocer “Esta noche me emborracho”, con letra y música de Enrique Santos Discépolo, en Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, y también Malevaje, de Filiberto y Discépolo.
Los cantores —Corsini, Charlo y Magaldi— hicieron lo suyo y presentaron tangos que todo el mundo tarareaba. La lista es copiosa y muestra el avance imparable del tango en todos los niveles sociales. En la mayoría de las casas había un piano y no faltaba quien “sacase”, como se decía, aquellas piezas de acento seductor y melodía pegadiza. Revistas como Cantaclaro y El Alma que Canta se encargaban de brindar las letras de las canciones que se cantaban en la radio.
1924, que fue un año de acontecimientos remarcables en lo que respecta a la música emblemática de Buenos Aires: marcó el logro de una especie de bendición para el antes tan denostado tango. Daniel García Mansilla, embajador argentino ante la Santa Sede, solicitó al Papa Pío XI su venia para realizar en el Vaticano la exhibición de esta danza supuestamente pecaminosa, que fue concedida. Una pareja, formada por el gran bailarín de tango Casimiro Aín y una empleada de la embajada, hizo la demostración, despojada de todo perfil sensual, con más razón tratándose del tango astutamente elegido, “Ave María”, de Francisco Canaro. El visto bueno era seguro.
Por varios años tuvieron gran aceptación las orquestas de señoritas que tocaban en los cafés. Ciertamente, algunos conjuntos no se limitaban a la ejecución de piezas de moda. Contaban con señoritas llamadas “figurantas” que fingían tocar un instrumento, pero sólo estaban para entretener a los parroquianos que las solicitasen, mientras unas pocas tocaban de verdad.
Nada tenía que ver con ellas la “Orquesta Paquita”, que conoció el favor de los fieles seguidores del grupo, formada y dirigida por Paquita Bernardo, la primera mujer bandoneonista e insuperable intérprete de ese instrumento, además de compositora. Lamentablemente falleció en 1925, a los veinticinco años, abatida por la tuberculosis, tras conocer la admiración del público que lloró su desaparición. Por su parte, María Luisa Carnelli se destacó como autora de letras que firmaba Luis Mario o Mario Castro. Periodista y escritora, publicó varios libros, pero su aporte al tango está vinculado con algunos muy populares, como “El Malevo”, de Julio De Caro, dedicado en 1928 al periodista Carlos de la Púa, “el Malevo Muñoz”; de Francisco De Caro hizo “Primer agua”; en 1929 “Se va la vida”, música de Edgardo Donato y éxito de Azucena Maizani; “Linyera” y “Cuando llora la milonga”, música de Juan de Dios Filiberto, y otros igualmente famosos.
Costumbres y sucesos diversos
Los “locos años” que siguieron a la guerra fueron para Buenos Aires portadores de muchas novedades, que llegaban para matizar la rutina de un gobierno tranquilo pese a los casi constantes problemas del ámbito educativo, no sólo en la Universidad, con sus Facultades alborotadoras y frecuentemente clausuradas, sino en el Consejo Nacional de Educación, en constante efervescencia.
La gente no dejaba de ir al teatro y al cine y de veranear en los lugares de moda: Mar del Plata, fundada en 1886, con el lujoso Hotel Bristol; las playas de Necochea, Carhué y Quequén; Tandil y su piedra movediza; La Falda, donde se levantaba el elegante Hotel Edén, y La Cumbre, ambos en Córdoba; Rosario de la Frontera, Cacheuta, Villavicencio; las estancias, que la gente joven rechazaba por la falta de diversiones, y muy pocos lugares más. El traslado hacia cualquiera de estos puntos era un verdadero operativo, con muchos baúles repletos de ropa y enseres para los veraneantes, que se quedaban toda la temporada.
A Mar del Plata se viajaba en tren, pues la ruta 2 no fue asfaltada hasta 1938 y el camino era intransitable. Al sol le huían, iban a la playa muy vestidos, y paseaban por la lujosa rambla que reemplazó a la primitiva de madera. Entonces no existía el turismo social. Los más pudientes, en busca de los buenos climas, tomaban buques como el Cap Arcona, Cap Polonio, Cap Norte, Augustus, en los viajes organizados por la empresa Delfino, o los italianos Conteverde, Conterosso o Biancamano, transatlánticos de lujo que los llevaban a pasar sus vacaciones en las playas de moda europeas: Dauville, Trouville, Biarritz, Niza o puntos selectos en Italia e Inglaterra. Obviamente, los lugares de Alemania que habían estado de moda antes de la guerra no contaban. El regreso al país era un acontecimiento social que los diarios registraban en detalle.
Los que tenían que quedarse en Buenos Aires se regodeaban en las humildes costas del Río de la Plata, con la atracción del Balneario Municipal iniciado en 1918 y luego el espigón, inaugurado en 1927 como la Confitería Munich, obra del arquitecto Andrés Kalnay. En aquel venturoso año 1918, cuando el armisticio marcó una nueva era, la Costanera ofreció otro motivo de admiración pues fue trasladada, desde su emplazamiento en Leandro Alem, la Fuente de las Nereidas, de nuestra gran artista Lola Mora, para deleite de los paseantes, en ese tiempo todavía escasos.
También sobre el río, más hacia el norte, estaban los pueblos de veraneo con sus hermosas quintas; Olivos, San Isidro, San Fernando, El Tigre, que congregaban a las familias numerosas y daban lugar a las cabalgatas, los asados, los bailes.
En Buenos Aires se tomaba el té con masas en las confiterías París, El Águila, El Molino, El Gas, Harrods y Gath y Chaves. A propósito de Gath, la señorita Violeta Gath fue la primera mujer que obtuvo licencia para manejar automóvil, la Nº l, en 1912, pero en los ‘20 eran ya muchas las que iban al volante de las cupés, doble faeton o voiturettes por las calles de la Capital. De hecho, gran parte de la propaganda de automóviles estaba dirigida al mundo femenino, que también asistía a las magníficas exposiciones de los nuevos modelos. En 1924 fue inaugurado el Tabarís, primer cabaret que se conoció aquí y punto de reunión de amigos y visitantes extranjeros. En cuanto al Café Tortoni, fundado en 1858, era lugar preferido de artistas e intelectuales que hacían de él su segundo hogar y el ámbito en que recibían a visitantes distinguidos. En 1926 se fundó allí “La Peña”, a la que el dueño, Celestino Curutchet, le cedió la bodega para realizar sus reuniones, integradas a veces por el propio presidente Alvear y su mujer. Alfonsina Storni era figura descollante entre los parroquianos, dueña ya de un prestigio que nadie le disputaba.
Los autos descapotables eran ideales para los corsos de carnaval. Permitían el juego entablado entre los vehículos y con los ocupantes de los palcos ubicados en las veredas, arrojando serpentinas y papel picado, muñequitos de celuloide —los graciosos kewpies—, flores y golosinas. El carnaval fue una de las grandes diversiones de grandes y chicos, por el juego con agua, el corso y los bailes de máscaras. Los chicos se disfrazaban y muchos adultos también. Las murgas y las comparsas se preparaban con mucha antelación para desfilar y la gente joven esperaba los bailes para encontrar novio o novia.
La radio se había afianzado y era la diversión casera por excelencia.
El 27 de agosto de 1920, con la primera transmisión, efectuada desde la terraza del Teatro Coliseo por Enrique T. Susini y un grupo de amigos (como él, médicos o estudiantes) se pudo escuchar la ópera Parsifal, de Wagner.
La parte técnica evolucionó rápidamente y del primitivo receptor con auriculares se llegó pronto a la radio a galena y a la radio con parlantes. La música popular ocupó un lugar de privilegio y aquellos que sólo podían actuar en los escenarios para hacerse oír entraron en todas las casas y se pusieron al alcance de los que no podían ir al teatro.
Las cancionistas y cantores de tangos, las orquestas y ejecutantes de diversos instrumentos llenaron así muchas horas de radio —se trabajaba casi a destajo—, en distintos momentos del día, y tímidamente comenzaron los radioteatros, que en los ‘30 serían la sal de la radio. La industria de los discos y los gramófonos también gozaba de constante difusión.
A lo largo de la década fallecieron algunos personajes famosos, tanto aquí como en otros países. Dardo Rocha, fundador de La Plata, murió en 1921; en 1923, Joaquín V. González, rector de la Universidad de esa ciudad; en 1924, Wladimir Ilich Oulianov, conocido como Lenin; el mismo año, Eleonora Duse, que había visitado la Argentina en su época de oro, y Julián Aguirre, ilustre músico; en 1925, José Ingenieros, a los cuarenta y siete años; en 1926 murió, en plena juventud, el célebre actor Rodolfo Valentino, acongojando hasta extremos increíbles a sus devotas; en 1927 Ricardo Güiraldes, autor de Don Segundo Sombra; en 1929 Paul Groussac, figura de la educación y la literatura.
Un acontecimiento de interés mundial tuvo lugar en 1929: fue descubierta la penicilina, poderoso antibiótico que revolucionó los tratamientos médicos.
El 12 de julio de 1930 un tranvía de la línea 105, que venía de Lanús a la Capital, poco antes de las cinco de la mañana cayó al Riachuelo desde el puente que en esos momentos estaba levantado, causando la muerte de sus cincuenta y seis pasajeros, todos ellos obreros que se dirigían al trabajo, en la lodosa agua del río.
Hechos y personas famosas
Muchos personajes internacionales llegaban a Buenos Aires, invitados o por su cuenta. Aparte de los artistas de teatro y cine nombrados, vinieron a la Argentina el príncipe Humberto de Saboya en 1924; Alberto Einstein, que dio varias conferencias, en 1925; el príncipe Eduardo de Gales, que suscitó muchos comentarios con sus actitudes despreocupadas, también 1925; la destacada médica y pedagoga italiana María Montessori, en 1926. En 1929 llegó el célebre arquitecto Charles Le Corbusier, que participó en algunos proyectos edilicios.
Entre los sucesos descollantes de 1922 puede mencionarse el triunfo de los polistas argentinos en Inglaterra, donde se adjudicaron el campeonato. El mismo año, el 12 de octubre, Marcelo T. de Alvear asumió la presidencia de la Nación.
En mayo de 1923 el Club River Plate inauguró su estadio, ubicado en la entonces Avenida Alvear y Tagle, donde estuvo mucho tiempo, y el mismo año —el 14 de septiembre— tuvo lugar un hecho que conmovió a la opinión pública: la pelea de box entre Luis Ángel Firpo y Jack Dempsey, robada a Firpo que perdió por knock out, sin tener en cuenta el árbitro que antes el argentino había arrojado fuera del ring al americano. Esto dio motivo a ardorosos comentarios y protestas.
En 1923 se inició la planificación de una empresa comercial y artística que engalanaría el barrio de la Recoleta: el Alvear Palace Hotel, declarado muchos años después Patrimonio Arquitectónico e Histórico de Buenos Aires. Terminado en los años ‘30, fue un centro de sociabilidad preferido por las familias de la aristocracia porteña y por los más conspicuos visitantes del exterior.
Una inauguración importante tuvo lugar en 1924: el Palacio Central de Correos, obra proyectada en el siglo anterior y concretada durante el gobierno de Alvear. Lo diseñó el arquitecto francés Norbert Maillart y ostenta detalles decorativos de lujo y buen gusto. El mismo arquitecto había sido autor de los edificios del Colegio Nacional Buenos Aires y el Palacio de los Tribunales. Una inauguración importante fue, también en 1924, la del edificio del Banco de Boston, de Diagonal Norte y Florida, empezado en 1921, adonde se mudó desde su antigua sede.
Otro hecho llamativo se produjo en 1925. Un suizo, Aimé Tschiffely, se propuso ir desde Buenos Aires hasta Nueva York a caballo, utilizando dos equinos criollos, Gato y Mancha. Partió a fines de abril de 1925, causando admiración por su hazaña y hacia los dos caballos, que se hicieron famosos. Llegó al fin de su trayecto en agosto de 1929.
En 1926 el hidroavión “Plus Ultra”, piloteado por Ramón Franco, hermano del que después fuera dictador de España, cumplió la travesía del Atlántico haciendo varias escalas. Partió el 22 de enero de 1926 de Palos de Moguer, en España, lo mismo que Colón con sus carabelas, y llegó a Buenos Aires el 10 de febrero de ese año, acuatizando en el sector sur del Muelle de Pescadores. Fue recibido por el presidente Alvear en medio del entusiasmo popular. Regresó a la península el 11 de marzo de ese año, dejando al Plus Ultra como regalo para el Museo de Luján. Por su parte, los pilotos argentinos Duggan y Olivero hicieron un raid continental, lleno de peripecias que los pusieron en peligro. También en 1926 fue inaugurado en Buenos Aires el Hospital Salaberry.
Un terrible desastre conmovió a la opinión pública el 7 de julio de 1927: se produjo el accidente de Alpatacal, en la provincia de Mendoza, donde murieron veintiún cadetes chilenos que venían para los festejos del 9 de julio. Cincuenta y uno resultaron heridos.
El 3 de octubre de 1927 fueron ejecutados en Estados Unidos los anarquistas Sacco y Vanzetti, originándose, por este hecho, numerosas huelgas. En nuestro país se decretó paro general.
En el mismo año —el 25 de octubre— se hundió en Santa Catalina, frente a las costas de Brasil, el vapor Principessa Mafalda, tragedia que causó doscientos noventa y seis muertos, entre ellos muchos familiares de italianos radicados en la Argentina.
En el ámbito cultural hubo novedades que dieron tema de conversación. Los escritores se mostraban activos y entre ellos Jorge Luis Borges, que intentaba afirmarse dentro de la orientación ultraísta junto a sus amigos, y se ejercitaba como director de las publicaciones literarias del momento. Las revistas Prisma (mural), y Proa en sus dos épocas, dieron cuenta de las inquietudes de estos jóvenes profetas literarios en los años 1921 a 1926.
Norah Borges dibujaba e ilustraba las páginas que, junto con Martín Fierro, proclamaban el ideario del Grupo Florida. En la ribera opuesta, el Grupo Boedo, con la revista Claridad dirigida por Antonio Zamora, lanzó sus anatemas libertarios contra los contendientes, sin que la sangre llegara al río. Victoria Ocampo venía gestando su propia revista, que José Ortega y Gasset bautizaría con el nombre de Sur y aparecería en enero de 1931. Perduró muchos años, gozando de prestigio internacional.
Las escritoras y periodistas no se quedaban atrás con sus publicaciones en libros y revistas, en tanto surgían asociaciones, como el Club Argentino de Mujeres y el Ateneo Femenino de Buenos Aires, que brindaron a sus asociadas sólido apoyo y orientación para los nuevos caminos que emprendían. Seguían florecientes las entidades tradicionales como la Sociedad de Beneficencia, el Consejo Nacional de Mujeres —después Consejo de Mujeres de la República Argentina— y las Damas de Caridad, entre otras.
El ambiente periodístico se había agitado en 1928, fecha en que un nuevo competidor apareció en escena. Fue aquí el primer diario de formato tabloide, El Mundo, que salía por la mañana y se vendía a cinco centavos.
Lo publicó la Editorial Haynes, con honrosos antecedentes como las revistas El Hogar y Mundo Argentino, que hacían la competencia a Caras y Caretas, P.B.T., Atlántida, Para Ti —salió en 1922— y otras.
En Buenos Aires, el 6 de septiembre de 1928 se inició la construcción del subterráneo Lacroze, que sería inaugurado dos años más tarde.
Hipólito Irigoyen asumió la presidencia de la República el 12 de octubre de 1928, iniciando un período pleno de incidentes políticos que culminaría con la asonada militar iniciada el 6 de septiembre de 1930, que cambió el panorama nacional produciendo inesperadas derivaciones políticas, sociales y económicas.
En 1929 el diario La Nación estrenó su edificio de la calle Florida 337, mientras la ciudad crecía en extensión y en belleza.
Los colectivos, invento argentino
La idea que cambiaría los transportes públicos surgió de un grupo de choferes de taxis que, ante la escasez de clientes, resolvieron llevar en cada viaje más pasajeros, abaratando el costo. Los primeros salieron de Plaza Primera Junta —Rivadavia y Centenera— cobrando dos precios según la extensión del trayecto: 10 y 20 centavos. Ocurrió esto el 24 de septiembre de 1928, poco antes de que Hipólito Irigoyen iniciase su segunda presidencia. Los modestos taxis colectivos originaron una serie de cambios en el transporte y también una enconada guerra entre quienes sentían amenazados sus intereses por esta insólita competencia. Poco a poco, los autos de alquiler “colectivos” fueron cambiados por microómnibus que tenían hasta veinte asientos, pero el nombre primero perduró en el lenguaje coloquial.
Derechos civiles de la mujer
Uno de los acontecimientos más notables de la década fue la reforma del Código Civil, que sacó a las mujeres casadas de su estado de incapacidad jurídica, como los locos, los niños, los sordomudos, etc. La ley 11.357 se sancionó el 14 de agosto de 1926 y se promulgó el 21 del mismo mes.
Era la culminación de una vigorosa lucha por parte de las mujeres que hacía mucho tiempo estaban reclamando por tal injusticia y que fueron escuchadas por algunos legisladores que asumieron la defensa del proyecto.
En ese aspecto, el Código de Vélez Sarsfield había seguido los principios del derecho romano, las leyes españolas y el Código de Napoleón, relegando a las mujeres a una situación de dependencia propia del espíritu victoriano que muchos intentaban imitar. Era parte de lo que se venía pidiendo. Aún faltaba mucho para que nos fueran reconocidos los derechos políticos, conquistados en 1947 —ley 13.010—, que serían ejercidos por vez primera en 1951.
Los monumentos de la década
Buenos Aires se había ido enriqueciendo con monumentos, el primero de los cuales fue, por supuesto, la Pirámide de Mayo en 1811, a la que siguió, en 1862, el monumento al general San Martín. Fueron años de activa construcción de obras, especialmente en el siglo XX, que se levantaron en plazas, parques y rincones diversos de la ciudad.
El 15 de julio de 1921 fue inaugurado el monumento a Cristóbal Colón en el parque del mismo nombre, frente a la parte posterior de la Casa de Gobierno.
En 1926 tuvo lugar la inauguración de dos importantes monumentos: el de Manuel Dorrego el 24 de julio y el de Carlos de Alvear el 16 de octubre. El primero se levanta en la plazoleta de Suipacha y Viamonte y es obra de Rogelio Yrurtia, y el segundo, obra de Bourdelle, en Avenida del Libertador, entre Pueyrredón y Quintana.
Hubo tres inauguraciones de obras monumentales en 1927: el llamado Monumento de los Españoles, en realidad existente desde 1914, pero al que le faltaban los cuatro grupos inferiores, completados los cuales se lo libró al público el 13 de marzo de l927.
Está ubicado en la intersección de las Avenidas del Libertador y Sarmiento. Le siguió el monumento a Bartolomé Mitre, situado en la plaza de ese nombre, Avenida del Libertador, entre Austria y Agüero, inaugurado el 8 de julio de 1927. Finalmente, el mismo año se colocó en la Plaza Dorrego, de Humberto Primero y Defensa, el espectacular Canto al Trabajo de Rogelio Yrurtia, obra que posteriormente fue trasladada a su ubicación actual, en Paseo Colón entre Independencia y Estados Unidos.
Fin de “los años locos”
Esta rápida mirada a los años ‘20 intentó retrotraer a la memoria de muchos algunos hechos y recuerdos de la juventud, como le sucedió a quien esto escribe, quien revivió sus años de infancia. También buscó que los jóvenes conocieran los hechos que conmovieron o asombraron entonces. Así como a las figuras locales e internacionales que dejaron huella, por su paso a través de los lugares y los momentos de la historia ciudadana.
La Argentina, que al terminar la 1ra. guerra entró en una etapa distinta y promisoria, pasaría, después de 1930, a otra de dolor e inseguridad.
En el aspecto económico nos golpeó la crisis de los Estados Unidos, cuando en 1929 se produjo la quiebra de la Bolsa de Nueva York y el desastre se expandió por todo el mundo.
Cayó dramáticamente el gobierno radical y la pobreza se adueñó de nuestra ciudad y nuestro país, dando lugar a otra historia.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año V – N° 26 – Junio de 2004
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Estatuas, monumentos y placas, Mujer, Vecinos y personajes, Hechos, eventos, manifestaciones, Arte, Cines, Teatro, Tango
Palabras claves: los años locos, entreguerras, moda, hitos sociales
Año de referencia del artículo: 1929
Historias de la Ciudad. Año 5 Nro 26