“Boedo presenta un colorido local, como si fuera el núcleo central de una ciudad distinta…” del periódico Boedo
A medida que fue progresando el barrio de Boedo se hizo independiente, en el sentido más acabado del vocablo; fue más evidente el anhelo de los pobladores por “bastarse a sí mismos”. Entonces desarrolló su propio “centro comercial”: una calle vertebral y un cruce paradigmático con San Juan. Y todo se hallaba en ese cuadrilátero territorial: escuelas, clubes, cafés, teatros, comercios y… cines.
“Y mañana serán hombres”
En Buenos Aires, la costumbre de ir al cine se impuso rápidamente. Los primeros tiempos fueron testigos de funciones que alternaban el teatro con las proyecciones. Pronto, los actos en vivo pasaron a segundo plano, desplazados por las vistas cinematográficas.
La sala era espacio de ilusión, fundamentalmente para la clase media. En la oscuridad se auscultaban modales, conductas sociales, modos de vestir y peinarse; se autorizaban comportamientos familiares y se ensayaba la educación de los hijos. En las películas, los modos de ser estaban codificados y se fijaban en la memoria del público que descubría fórmulas del habla social y amaneramientos del gesto y la palabra y los repetía en la vida diaria.
Con el tiempo, los cines se fueron alejando del centro de la ciudad, dando lugar a las salas de barrio.
La rivalidad entre los cines de barrio y los del centro era bastante folclórica y se mantuvo a lo largo del tiempo. Las diferencias entre unos y otros resultaban notables. Pero lo que le daba mayor confort al de barrio era su propio ambiente, la confianza de un espacio que se frecuentaba familiarmente, sin importar si la película de ese día se presentaba rayada o descolorida. Por eso, las mejores anécdotas personales estaban reservadas para estos cines. En ellos, a diferencia de los grandes complejos, la atracción se medía con otros parámetros, porque cada uno se especializaba en géneros determinados (estrategia que dependía de una decisión estética o de un capricho de la distribución). Así es que mientras las salas que contaban con más de mil butacas se dedicaban exclusivamente al lanzamiento de títulos importantes para la taquilla, las pequeñas contraatacaban con el estreno de ese mismo filme varias semanas más tarde, pero acompañado de un nuevo serial de cowboys, una de monstruos o aquellas historias de amor que no dejaba de tener sus buenos besos al final.
“Los chicos crecen”
Los barrios tuvieron tempranamente salones dedicados a la proyección de aquellas inefables “cintas mudas en un intimista blanco y negro”. Los modestos biógrafos de entonces, configuraban una presencia romántica e imprescindible en los suburbios. Son recordadas con cariño las desvaídas estampas de aquellos salones estrechos y largos, con un vestíbulo dorado, con afiches que entusiasmaban a los eventuales espectadores y con algún cortinado misterioso, que de pronto abría paso a la fantasía y a los sueños. A las 14 horas comenzaba la función, ante el avance vocinglero de la chiquillería que pugnaba por entrar. Con especial paciencia, el boletero, detrás de la rutilante reja de bronce, daba por 10 centavos, la entrada a la ilusión o dejaba pasar al chico que —certificado en mano— había repartido programas en el barrio. Y luego, ya comenzada la función, que duraba hasta las 20 horas, se sucedían las películas de Carlitos Chaplin, de Tom Mix, o alguna de ciencia ficción.
En Boedo hubo antecedentes del cinematógrafo informal. Se sabe que el vecino Pedro Aranguren reunía en la sala de su casa de San Juan, entre Colombres y Castro Barros, a los chicos del barrio y les proyectaba películas en una máquina doméstica. El que podía dejaba unas monedas y los niños sin recursos entraban sin pagar.
La farmacia de Quintino Bocayuva y México supo dar, por iniciativa de su dueño, primitivas funciones de cine con un proyector de 16 milímetros dentro del local hacia la vidriera. El público se agolpaba en la esquina, en esas noches de verano, en esos tiempos lejanos.
Hacia 1930, Boedo contaba con nueve cinematógrafos.
Entre los viejos cines desaparecidos, citaremos el “Alegría” que estuvo en Boedo 875, a cuyo cargo estaba el empresario Auger. En él se solía convidar al espectador con un capuchino, cuyo valor ya estaba incluido en la entrada. Este cine fue comprado por el dueño del café “El Capuchino” y se dice que el día que lo adquirió regaló entradas y convidó con trozos de pan dulce y una “Bilz”1 a los concurrentes… Éste se convertiría mucho más tarde en el “Select Boedo”.
De aquella época datan también el “Follies Boedo”, en Boedo y Metán, exactamente en Boedo 1941, el “Bristol Palace”, de los hermanos Verri, en Independencia 3618. Allí era frecuente que recitara sus poemas Leopoldo Rodríguez, llamado popularmente “El Trova”. También encontramos al “Follies Segundo” en San Juan 3246, entre Loria y 24 de Noviembre, que actualmente es el “Cine San Juan Select”. En su origen fue “Salón de actos de la sociedad tipográfica bonaerense”, conocido en cartelera como “Cine-Teatro bonaerense.
La Nación, Domingo 16 de enero de 1927.
Cine-Teatro Bonaerense.
San Juan 3246 Hoy 14.30 cómicas:
Sacrificio recompensado estreno: Delito honorable por Bebé Daniels Extra: tres caras al este.
Otras salas de la zona fueron el “Del Plata”, que estaba en Avenida La Plata y Carlos Calvo, donde el trío de los hermanos Sureda actuó con el cantor Santiago Devin (Devicenzi).,”El Cóndor”, en Av. La Plata 754/60, y “Las Delicias”, en Independencia casi esquina Colombres.
“Los tres berretines”
Muchas salas, sobre todo los cine-teatros, alternaban los films con las orquestas y los números de varieté. Tenía Boedo dos salas que simultáneamente funcionaban brindando obras teatrales y también se dedicaban al séptimo arte: allá por 1915 se inauguró el “Boedo”, en el 949 de la avenida, que poco tiempo más tarde fuera conquistado para la escena popular: en su escenario se iniciaron artistas de prestigio, como Luis Arata.
Clarín, jueves 1º de febrero de 1951.
Cine Teatro Boedo. Boedo 949
TE. 97-4493.
Cont. Esclava (en col.)¡Gung Ho! Ni vivos ni muertos. Sábado 3 Carnaval con la iniciación de concursos carnavalescos Giovanetti y Catalano, Gran Colmao, Cabalgata gitana, Juventud naval, etc.
Otro cinematógrafo que intentó probar fortuna en el teatro fue el “América”, echando por la borda la mágica pantalla, puso lámparas en las candilejas y camarines, a los que se llegaba después de atravesar un largo, estrecho y oscuro pasillo. Hospedó en sus cuatro paredes a grandes como Carmencita Lamas y Ada Falcón. Pero también es cierto que los empresarios que en él se fueron sucediendo recurrieron con mucha frecuencia al auxilio de la pantalla.
En Boedo 1063 estaba “El Nilo”,2 de mil localidades. Si bien éste era fundamentalmente cine, también se realizaban durante el carnaval espectáculos de murgas, ya que disponía de escenario, camarines y palcos. Pero además siempre estaba dispuesto para la actividad teatral, cuando la ocasión lo requería. A diferencia del “Boedo”, que tuvo elencos estables y transitorios, en éste sólo fueron transitorios: de éstos, la mayoría tenían origen en los radioteatros.
Clarín, jueves 1°de febrero de 1951.
El Nilo. Boedo 1063 Cont. 14.30
Día español Canelita En rama,
Sangre torera, Mujeres y toros,
Danzas gitanas,
La feria de los milagros.
Grandes concursos carnavalescos.
“Días de gloria”
En todos los barrios —absolutamente en todos— había dos categorías de salas, que se diferenciaban también debido al comportamiento de los concurrentes: las “decentes” y las “piojeras”. Las primeras eran a las que se podía concurrir solo o acompañado. El de Boedo siempre se caracterizó por ser un cine de familias: se prestaba más atención a lo que se desarrollaba en la pantalla que a lo que ocurría en la sala. Allí se lograban espectadores. Para ello estaban “Los Andes” y “Cuyo”, para deslumbrarnos con lo que sucedía en la pantalla.
Entre 1910 y 1920, las salas cinematográficas estaban en auge: en esos años se inauguraron el “Grand Splendid”, en Santa Fe y Callao; el “Capitol”, vecino del anterior; el “Cataluña”, en Corrientes al 2000; el “General Belgrano”, en el barrio de Belgrano, el célebre cine-teatro “Fénix” de Flores y “Los Andes” en Boedo.
“El Los Andes”, como le decían todos, estaba ubicado en Boedo 777. Fueron sus dueños los señores Dosisteo Fernández y Mario Gigliotti, quienes inicialmente sólo llevaban adelante la explotación del cine y luego, ya en la década del ‘60, llegaron a ser sus propietarios. Compraron el mismo al clero católico que, a su vez, lo había heredado de una generosa y piadosa anciana, cuyo nombre no registramos.
Comenzó su historia alrededor de la década del ‘30. Contaba con 1.100 butacas distribuidas entre la platea y el pullman del primer piso. Primitivamente también tenía palcos, pero las sucesivas reformas que lo fueron aggiornando, los hicieron desaparecer.
Carlos Gardel cantó allí el tango “Almagro” de Vicente San Lorenzo, acompañado por sus guitarristas Aguilar y Riverol, entusiasmando al auditorio y conmocionando al barrio con su presencia. Luego lo consagró con su versión fonográfica del 1° de mayo de 1930. También ese año y en este cinematógrafo se estrenó la película “Patria de gauchos” del cantor y payador Arturo A. Mathon, con la participación de Alfredo Gossi y José Franco.
Clarín, jueves 1°. de febrero de 1951
LOS ANDES Boedo 777. cont.
El cofre del pirata, El hombre de sus sueños, El gorrión caído.
El “Los Andes” otorgaba a los espectadores una gran comodidad en verano: tenía techo corredizo con un motor y poleas, que era accionado para apaciguar el calor y, de esa manera, se podía ver la película bajo el cielo estrellado. Descendía una brisa que volvía más grato el ambiente y se experimentaba la sensación de estar al aire libre. Claro que, cuando alguna tormenta furtiva, tan propia del verano, aparecía súbitamente, ocasionaba lógica molestia, sucedía que a veces no se llegaba a cerrar el techo con la rapidez necesaria y, por eso, se producían pedidos en forma imperativa para que se apuraran en hacerlo, más como parte del folclore boedense que como verdaderas quejas.
Los otros cines… sólo contaban con ventiladores para esas tardes y noches calurosas. Hasta que llegó la refrigeración.
El Sr. Mario Gigliotti también fue el propietario de la otra gran sala de Boedo, el “Cuyo”, inaugurado el 3 de noviembre de 1945. Se encontraba en Boedo 858/60, junto a los bares “El Atlántico” y “El Biarritz”. Este gran cine contaba con 1.600 butacas.
Hasta 1954 las funciones se deplegaron con placidez. Ese año se anunció la pantalla ancha, muy ancha, del Cinemascope. Y, con su llegada, más reformas para la sala. Un problema se le presentó al “Cuyo”: no tenía espacio suficiente para la modificación, por eso tuvieron que comprar el edificio del fondo del cine para poder ampliar la pantalla, hacerla cóncava y, de esta manera, lograr que la imagen rodeara al espectador. Los vecinos de Boedo ya tenían “cine en cinemascope”.
El “Cuyo” tenía otras ventajas sobre el resto de los cines del barrio: siempre había función de trasnoche y ostentaba, con orgullo, el cartel sobre el afiche que decía “Estreno en simultáneo con el centro”.
En cambio, las funciones en “Los Andes” eran siempre entre las 14.00 y las 22.00/23.00 horas aproximadamente. Solamente cuando la película lo ameritaba solía tener su trasnoche.
En la cuadra siguiente al “Los Andes”, se levantaba el “Select Boedo”. Ambos tenían una construcción similar y sus fachadas estaban cubiertas con ornamentos clásicos. Sin embargo, este último no tuvo la misma popularidad que el primero. Caprichos del público.
“La muchachada de a bordo”
En tanto las “piojeras”, a las que no entraban las mujeres ni por equivocación, se especializaban en films poco familiares o los consabidos westerns, que hacían las delicias de los alumnos que decidían no participar de las clases de la tarde. Ver íntegramente una película demandaba ingentes esfuerzos, más una dosis doble de buena voluntad, ya que los continuos cortes de la cinta y la sostenida rechifla de la asistencia, esos niños a los que sus madres les tenían prohibido ni tan siquiera acercarse, convertían al lugar en un espectáculo en sí mismo.
En Parque de los Patricios estaba el “Pablo Podestá”; cerca de plaza Once, el “Armonía”; en Flores, el “Minerva”; el “Imperio” en Gaona y Argerich; en Caballito el “Lezica” en Rivadavia y Senillosa, y así cada barrio tenía el suyo.
Boedo tenía el “Moderno”, antes “General Mitre”, cuya fama llegaba hasta lejanas latitudes. De él se decía que “no se podía ir solo, siempre en barra; que prepoteaban a los acomodadores; que nunca se debían sentar en las plateas de adelante, sino debajo del pullman, porque tiraban de todo y escupían para abajo; que había que ir ‘de entrecasa’, jamás de corbata; que había que ubicarse lo más atrás posible para escapar ante la posible llegada de la policía; que si la película era de amor, en la escena del beso gritaban cosas increíbles, tanto desde la platea como desde lo alto”.
Y nunca la fama fue tan cierta, pues todo eso era realidad. No faltaba el gracioso que le gritara frases con doble sentido y términos soeces al acomodador, en cuanto éste se retiraba hacia la entrada, ya oscurecida la sala. Entonces aquel encendía la linterna y bañaba con un haz de luz al sector de los díscolos tratando de descubrir al inadaptado, pero ya las risotadas habían cesado y en el semisilencio, se iluminaba la pantalla con “Sucesos Argentinos”.3
Si la película era de acción —preferentemente de cowboys— la atención se mantenía y no había mayores sobresaltos, pero cuando el muchachito se encontraba con su amada y la escena se tornaba romántica, comenzaban las diversas tareas y sus particulares ruidos: éste desenvolvía un sándwich, aquél pelaba una mandarina, el de más allá hacía chillar el celofán de un envoltorio de galletitas y no faltaba quien comiera sandía, que había logrado entrar subrepticiamente; así hasta que volvía la acción, porque al bueno, que andaba siempre solo, lo perseguían a galope tendido cerca de una docena de forajidos.
Era en esta sala donde tenían una película hecha con fragmentos de otras; es decir: armada sin ninguna compaginación, que era pasada desde otro proyector cuando se cortaba la que estaban dando.
Comenzaba a rodar no bien se producía el corte; de este modo se lograba acallar la silbatina y los zapateos, aunque no del todo, hasta subsanar el inconveniente.
Era un delirio ver escenas tan dispares sin solución de continuidad: a un fragmento irreconocible de una película de misterio le seguía una persecución de indios vaya a saber a quién por las planicies del Oeste; después de ésta continuaba una cola de los Hermanos Marx, que empalmaba con una pandilla de gánsteres matándose entre ellos tal vez en una calle de Chicago y, cuando el automóvil perforado por las balas quemaba neumáticos perdiéndose en el callejón, aparecía Betty Boop —en dibujo animado— cantando y moviendo sus grandes ojos negros.
Durante las exhibiciones se desataba una violencia anónima —similar a las de las canchas de fútbol— dirigida a la pantalla, a la que se arrojaban proyectiles, lo mismo que al público de las plateas por parte de los que estaban en el pullman. El “Moderno” tenía como herida de guerra un huevo estampado en su pantalla, que el tiempo fue secando y llegó a convertirse en su marca distintiva. Ni qué hablar de las instalaciones.
Cuando llovía, los espectadores tenían que sacar sus paraguas para protegerse del agua que filtraba por sus innumerables goteras. Pero todo era parte de la aventura.
Clarín, Sábado 1° de marzo de 1958
Moderno Boedo 937, TE 97-4933.
El príncipe valiente, El vengador, Honor sin fronteras. Cont.
“Una cita con la vida”
A diferencia de los cines del centro, donde iba todo el mundo, los cines de barrio eran exclusivos. A ellos asistía casi únicamente la gente del barrio. Si bien los desplazamientos interbarriales no eran significativos, a Boedo llegaban vecinos de Pompeya o de Valentín Alsina.
En los años ‘30, ir al cine implicaba vestirse de gala, tras un minucioso proyecto previo, en aquel mundo en que imperaban el ambo, el sombrero para uno y otro sexo, el taco alto y la corbata. Tanto es así, que el “Los Andes” contaba con un estante de metal debajo de la butaca para guardar los sombreros, tanto de la dama como del caballero. Lógicamente, nadie los podía conservar dentro del cine sin molestar al espectador sentado en la fila de atrás.
“Torrentes de pasión”
En marzo de 1920, con la inauguración del cine “Princesa” en Suipacha 460, se inició la modalidad del cine continuado: el espectador entraba a cualquier hora y salía cuando lo deseaba, después de ver tantas veces como le pareciera los cortos que reunía el programa. Se anunciaba como “cine a toda hora, desde las diez de la mañana hasta pasada la medianoche”. Sólo eran numeradas las funciones de la noche durante los fines de semana.
Después de la época de las tres o cuatro películas en un día, sólo el “Moderno” continuó con esa tradición. En los otros cines de Boedo, los programas eran dobles: dos películas por día, la de estreno, que era la de fondo o base, y la de complemento, por lo general vista poco tiempo atrás, no más de cuatro o cinco meses de antigüedad, y que era elegida por el propietario del cine. Ambas tenían que pertenecer a la misma distribuidora.
Por día se proyectaban tres veces la de base y dos o tres veces, según su duración, la de complemento. Siempre se buscaba una programación variada para no aburrir al espectador: si la película de fondo era un policial, seguramente la de complemento sería una de acción y las comedias se entrelazaban con las de amor.
“A la hora señalada”
Como los costos de cada película eran muy elevados y el cine argentino tenía una gran demanda, siempre se realizaban combinaciones con los cines para que la misma cinta fuera proyectada en dos o tres salas, simultáneamente. Se reunían los administradores de los cines, por ejemplo, uno de Flores, otro de Boedo y un tercero de Avellaneda y coordinaban los horarios de las películas que iban a pasar. Luego entregaban el organigrama al combinador. Éste se encargaba de realizar los arreglos para que desde un cine a otro llegaran las latas de películas por medio de motociclistas. Entonces se organizaban así: cada lata tenía una duración de veinte minutos, el primer cine pasaba dos latas y las entregaba al motociclista, quien debía llegar a la próxima sala en menos de cincuenta minutos. El otro cine había organizado su comienzo de la programación cincuenta minutos más tarde que el anterior. Cada película estaba fragmentada en seis latas y los motociclistas debían realizar tres viajes entre los distintos cines para poder completar una proyección. Rara vez surgía algún problema pero no obstante, los días de lluvia o de intenso tránsito, la llegada se hacía esperar, provocando nerviosismo en los empleados del cine. Entonces se prendía la luz en la sala, ocasionando la silbatina y quejas por parte de los espectadores.
“Fiebre”
Los dueños de los cines “Los Andes” y “Cuyo” trabajaban con una empresa distribuidora de películas, conocida con el nombre de S.A.C., propietaria del cine “Atlas” del centro. Una película era estrenada en simultáneo con el centro en una sala de los barrios de Belgrano, Flores, Boedo o Almagro, centros neurálgicos del gusto del público. De esta manera, lograban que la distribuidora tuviera más interés en alquilar la película.
En Boedo, las películas argentinas eran éxito seguro. Durante la década del ‘70, se llenaban con las recordadas picarescas de Alberto Olmedo y Jorge Porcel.4 Si el estreno era de “alguna de Sandro”,5 el desborde era total. Había que acudir a la policía porque la gente podía llegar a romper los vidrios de la entrada pugnando por la ansiedad de ingresar.
“Los martes orquídeas”
Durante los días de semana los cines se transformaban en un círculo cerrado de mujeres que ocupaban la platea con hijos y paquetes de factura. Habían terminado de lavar los platos y asistían a ese club femenino del barrio que proyectaba cine argentino y algunos melodramas mexicanos desde las 13.45 hasta las 19.10. Martes y miércoles eran “días de damas” y el programa cambiaba todos los días. Se daban tres películas y hasta cuatro, que venían bien baqueteadas.
Pero daba igual porque todo el mundo ya las había visto más de una vez. Eran auténticas revisiones del cine argentino; se elegían las películas nacionales, (familiarmente llamadas “las argentinas”), favoreciendo así la nostalgia de las señoras, que recreaban con lágrimas las emociones de la primera juventud: “La vendedora de fantasías”, “Canción de cuna”, “Virgencita de Pompeya”, “El diablo andaba entre los choclos”, “La virgencita de madera”, “No salgas esta noche”, “Cuando los duendes cazan perdices”… eran algunos de los títulos de más éxito.
Y todas pasaban las tardes compartiéndolas con Amelia Bence, las hermanas Legrand, Zully Moreno, Amalia Sánchez Ariño y Olga Zubarry,6 entre otras.
Por lo común los cines también tenían un día para niños —habitualmente la matinée del domingo— con variedades y un largometraje, incluido un juego de dos episodios en inglés de un serial de doce que los obligaba a ir todas las semanas “para no perderse ninguno”.
Los sábados por la noche se sumaban los señores a la fiesta. Entonces, aunque también tuvieran preferencia por lo nacional, muy otras eran las películas elegidas: “La guerra gaucha”, “Donde mueren las palabras”, “Pampa bárbara”, “Todo un hombre” o “Viento norte”.
“Melodía de arrabal”
En la década del ‘50 había algo que caracterizaba a las funciones de cine: “el número vivo”.
Su debut data de mayo de 1954. Se entendían por “número vivo” los espectáculos artísticos de variedades que se desarrollaban diariamente entre las secciones vermouth y última de la noche, con posterioridad al intervalo y antes del noticiario que precedía a la película de fondo. Tenía una duración de treinta a cuarenta minutos como mínimo y debía estar integrado por dos números artísticos.
Por parte del público había en principio sorpresa, pero en pocas semanas la reprobación se extendió al reproche: algunos de estos espectáculos distaban de tener una buena calidad, siendo frecuentes las interpretaciones ruidosas de “Pájaro campana”, “Canario triste” y otras obras musicales ejecutadas con tanto desatino que lograban expulsar a los hombres de la sala concentrándolos en el hall.
Sin embargo, otros espectáculos fueron la plataforma de lanzamiento de buenos artistas, quienes se iniciaron de esta manera y posteriormente lograron triunfar.
“Dios se lo pague”
Las ofertas no se limitaban únicamente al producto que se veía en la pantalla. Por ejemplo, se habían instituido días especiales con descuentos para los días de damas y para los chicos existía la posibilidad de repartir volantes con promociones entre los vecinos, lo que les permitía conseguir una entrada gratis para la función del sábado.
Las entradas siempre eran más económicas que en el centro. En abril de 1966 en Boedo la platea tenía un valor de $ 70, en tanto que en el centro costaba $ 100. Exceptuamos al “Moderno” que enarbolaba el dudoso orgullo de ser uno de los más económicos: Damas: $ 40, chicos: $ 20.
En tanto todas las salas tenían esta promoción: lunes, martes y miércoles las entradas se conseguían al 50% de su valor.
Junto al control del cine y el acomodador estaba el de la distribuidora: una persona con un contador en la mano que iba marcando cada entrada. Al final del día comparaba su cuenta con lo manifestado por boletería y semanalmente se repartía el borderaux: 50% para el dueño del cine y 50% para la distribuidora. El porcentaje de esta última podía reducirse si la película llevaba dos semanas en cartel; en la segunda semana era del 40%.
Una característica de los cines argentinos es el programa de mano, que viene de tiempos inmemoriales y que siempre fue una excusa para la propina al acomodador, ya institucionalizada, aunque el hombre no acomodara a nadie.
Los cines de barrio contaban con una ganancia adicional: los telones de publicidad. En el intervalo se bajaba una cartelera sobre el telón con propaganda adherida de los comercios de la zona. Allí convivían tiendas con la librería o con la confitería que los esperaba a la salida del cine.
“Lo que el viento se llevó”
En la década del ‘80 la gente dejó de concurrir al cine en general y a los barriales en especial. La causa de este fenómeno hay que encontrarla no sólo en la situación económica, que se fue tornando cada vez más agobiante, sino principalmente en el auge del video. El 80% fue cerrando paulatinamente sus puertas cuando el cine dejó de ser un buen negocio, especialmente para aquellos ámbitos alejados de la zona de la calle Lavalle y las avenidas Corrientes, Santa Fe y Cabildo. Así quedaron en el recuerdo casi 200 salas que formaron parte del espectáculo porteño.
Boedo es uno de los barrios en el que mejor se pudo observar este fenómeno. Su paulatina caída como centro comercial y fundamentalmente de diversión familiar, se debió a que la avenida más comercial e importante del barrio, precisamente “Boedo”, pasó a tener una sola mano durante la década del ‘70. Los automóviles y transportes sólo pudieron dirigirse desde Rivadavia hacia el sur. Si tenemos en cuenta que la mayor parte de la concurrencia que no pertenecía al barrio, provenía de Pompeya y Valentín Alsina, podemos entender que decayera el interés por estos cines. Ya nadie veía las famosas carteleras promocionando los estrenos en su camino al trabajo, ya nadie se tentaba y bajaba del transporte decidiendo ir de compras, al cine o simplemente de paseo.
Y así, aquellas salas que convocaron fervoroso público, cita obligada de parejas, lugar de encuentro de mujeres y chicos, que nos invitaron a soñar, nos regalaron magia y desplegaron nuestra fantasía, fueron decayendo, cerrando, vendiéndose bajo la mirada emocionada tanto de dueños como de sus fieles concurrentes. Porque el cine no es un negocio, el cine es la vida.
¿Qué fue de ellas? El famoso techo del “Los Andes” actualmente permanece oculto detrás del cartel del supermercado Coto.
En cambio, lo que fue el “Select Boedo” se convirtió en un edificio indiferente para los transeúntes y hoy es un minimercado.
El “Cuyo” pasó a ser sede de una secta evangélica; el “Moderno” una farmacia; el “Cine Teatro Boedo” un depósito de muebles; mientras que el “Follies Boedo” —uno de los más antiguos y alejados— se convirtió en un supermercado. En tanto “El Nilo”, tal vez la sala más lujosa del barrio, pertenece a un hipercomercio de electrodomésticos. El único que sigue vigente es el “Gran San Juan”, pero proyecta solamente material condicionado.
“Cinema Paradiso”
Ilustremos ahora, brevemente, el sentir de algunos de los vecinos famosos de Boedo sobre las salas cinematográficas de su barrio:
Boedo
Baldomero Fernández Moreno.
Yo sorprendí a Boedo lleno de movimiento,(…)
Vi un cine interminable y un café muy
profundo
En el que escuché todos los idiomas del
mundo.
Boedo
Julián Centeya (…)
Y la ruidosa estación de los bondis
frente al “Los Andes”
donde mi junada de asombro
entreveró a Gorki con Barletta,
a Mario Mariani con Gustavo Riccio,
a Chejov con Nicolás Olivari
Recuerdos de César Bruto
“¿Y ese biógrafo de boedo —¡pongansén de pie, ques mi barrio!—, dentro del cual casi siempre pasaba de que cuando la jente salía a fumar en el intervalo, volvía a entrar otra vez de nuevo en la sala con el pucho prendido y cuando se apagaba la lus cada cual lo tiraba por ensima de las cabesas, pareciendo como si sientos y sientos de estrelias crusaran el anplio espasio del firmamento celestial, y yendo a caer si masnoviene arriba de alguna pelada o adentro del cuelio de un saco, o sea quel que resibía el pucho prendido soltaba una desas expresión que lo hasía venir corriendo al acomodador con la linternita prendida y fritando: —A ver si tienen un poco deducasión o tengo que sacarlo a alguno afuera a golpes, pedazos de cabalios… Pero a la final tenía que irse, metiendo la linterna en bolsa, porque lenpesaban a itrar con pedazos de pissa, con piedras, o con algunas desas palabras que caen más pesadas que las piedras y la pissa”.
El Nilo. Carlos Kapusta.
Viejo cine “El Nilo” de mi barrio,
Tu sala oscura cobijó mil dueños,
Hoy apenas si tiene un propietario
Que la adquirió vacía de recuerdos.
El fantasma de El Llanero Solitario
Cruza Boedo cabalgando sueños
Montado en Plata, su caballo blanco,
Y mi nostalgia en él trotando el tiempo.
En tus butacas me sentí corsario,
Fui campeón, seductor y genio,
Supe ser el personaje extraordinario
Triunfador de batallas y de premios.
Hoy sólo queda un telón imaginario
Y un haz de luz que da imagen al
silencio,
Con sombras invadiendo el escenario
En una mueca final desde el proscenio.
Mi más profundo agradecimiento al Sr. Norberto Alianelli, por su espontánea generosidad y al Sr. Carlos Oscar Fernández, por compartir conmigo sus recuerdos más entrañables.
Notas
1.- Marca de una bebida gaseosa popular en esos años.
2.- Sus propietarios, los hermanos Nilo y Agustín Gigliotti. El primero fue el abuelo del editor de esta revista.
3.- Noticiero que difundía noticias argentinas de la actualidad.
4.- Famosos cómicos argentinos.
5.- Popular cantante argentino.
6.- Actrices argentinas famosas en las décadas del ‘40 y ‘50.
Bibliografía
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* DEL PINO, Diego A., Ayer y hoy de Boedo, Bs. As., Editorial del Docente S.A., 1986.
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* GOLDAR, Ernesto, Vida cotidiana en la década del ‘50, Bs. As., Plus Ultra, 1980.
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* LUNA, Félix, Argentina de Perón a Lanusse, 1943-1973, Bs. As., Planeta, 1972.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año V N° 25 – Febrero de 2004
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Edificios destacados, CULTURA Y EDUCACION, Comercios, Arte, Cines, Cosas que ya no están
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Año de referencia del artículo: 1930
Historias de la ciudad. Año 5 Nro 25