Los expedicionarios de Pedro de Mendoza que en 1536 fundaron la primera ciudad de Buenos Aires, a orillas del río más caudaloso y rico del mundo en especies ictícolas, morían de inanición, y era tal la hambruna, que hasta se produjeron casos de canibalismo. Si consideramos que estos primeros pobladores, no eran ni inútiles ni torpes, ¿no sería hora de terminar con la leyenda que hace fundar la primera Buenos Aires a orillas del Río de la Plata y hasta fijar como lugar específico el Parque Lezama?
Pescadores en la ribera
El oficio de pescador es tan antiguo como el mundo y el pescado, junto con el pan y la carne han sido los alimentos más difundidos de la antigüedad. Escenas de pesca aparecen en representaciones rupestres y la iconografía es abrumadora: miles de cuadros y dibujos con esta temática pueblan los museos y decoran las colecciones de pintura. A ello se suma el riquísimo aporte que los pescadores han hecho a la literatura universal, cuyo más difundido ejemplo son las numerosas parábolas bíblicas que los tienen por protagonistas. Y en nuestro país, desde la escuela primaria nos vienen repitiendo que antes de la llegada de los europeos, los indios americanos sólo vivían “de la caza y de la pesca”.
En la América del Sur, los conquistadores que llegaron con sus inútiles corazas de malla de acero propias de los ejércitos europeos, les dieron un uso práctico, las deshicieron para fabricar anzuelos. Estos “anzuelos de malla” estaban tan difundidos, que en Asunción el gobernador Irala decidió usarlos como moneda de necesidad a falta de metales preciosos. El anzuelo de malla se estimó en un maravedí y servía de unidad de medida, en las transacciones.1 Pero también se pescaba con red y espinel, fijándose los límites fluviales que no debían ser traspasados para esta tarea.
Años después ya se fabricaban anzuelos especiales para la pesca llamados “de rescate” y en un inventario de fines del siglo XVI se menciona “un aparejo de hacer anzuelos en que hay yunque e martillo e alicates de hierro”. Para la época de la fundación de Buenos Aires, los anzuelos habían dejado de usarse como medida monetaria, sustituidos eficazmente por las varas de lienzo.
Debemos señalar que, junto con la carne, el pescado fue el alimento usual de los habitantes del Río de la Plata y en los antiguos acuerdos del Cabildo existen frecuentes referencias a los pescadores y al pescado. Se trata casi siempre de pescadores denominados “de costa”, ya que al no utilizar barcas para esta tarea, no se alejaban mucho de la orilla.
Así en septiembre de 1796, Rafael Llanes, “pescador de espinel establecido en el bajo de la Costa de San Isidro”, que utilizaba una barca para su trabajo, solicitó al Cabildo lo exonerara de servir en las milicias terrestres, estando pronto con sus dos compañeros, a servir en la marina en caso de ser necesario. Afirmaba haber sido injustamente igualado a los simples pescadores de costa, como lo son “en lo general los que se emplean en la jurisdicción donde están avecindados”, mientras ellos la hacían introduciéndose con su bote río adentro. El Síndico procurador a quien pasó el expediente informó de “la utilidad de esta pesca al público”, y que estos trabajadores debían por tal razón, ser exceptuados de las milicias, pues proporcionan “un pescado más sabroso y substancioso”.
Por este expediente nos enteramos que Llanes era el primero y “el único que hasta aquí se ha establecido con su bote distante de la capital, puesto que los demás que tienen esta ocupación de salir fuera con sus embarcaciones pequeñas están en esta ciudad”. Hasta entonces estaba prohibido pescar internándose con botes en el río, a fin de evitar que estas naves fueran utilizadas para el contrabando.
“Este modo de pescar –señala el Síndico– es de pocos años a esta parte, pues su principio ha sido después que la Colonia del Sacramento se halla bajo el dominio de Nuestro Soberano” y asegura que “son acreedores a que se les atienda en su solicitud y que se fomente esta pesca por el beneficio que experimenta la ciudad en su mayor abundancia y de un pescado tan sano y substancioso como el que pescan con dicho espinel.” Pero poco después, el uso de barcas fue abandonado y sólo se contaba con el pescado que se extraía directamente desde la costa.
Muchas veces los peces escaseaban y por esta razón, los pescadores especulaban subiendo o bajando los precios. Así, en 1782 el Síndico Procurador de la Ciudad solicita al Cabildo que en la proximidad de la cuaresma se autorice el consumo de carne, pues las legumbres son escasas y caras y por “experiencia es notorio que el pescado en dicho tiempo de Quaresma suele subir a precios excesivos, y por lo mismo no pueden comprarlo los pobres ni los medianamente acomodados que tengan crecida familia”. Solicitaba se hiciera presente al Obispo para la correspondiente dispensa. Un pedido similar para autorizar el consumo de carne cuatro días de la semana “guardando la forma del ayuno, excepto los domingos”, se hizo en febrero de 1788, por la gran escasez que había ese año de pescado y otros alimentos.
Formas de pescar en el río
Un viajero de los años posteriores a la revolución de mayo, señala la circunstancia de ser casi todos los pescadores porteños “de ribera” y concluye: “No hay duda alguna que podría obtenerse mucho mejor pescado, empleando lanchas que se internaran en aguas más profundas enviándolas río arriba hacia Paraguay”, pero aquí teníamos una forma muy especial de pescar.
Emeric Essex Vidal si bien no es el único que se ocupa del tema, es quien nos brinda la descripción más detallada sobre este característico método de trabajo de los pescadores porteños. Dice el autor inglés:
“La cantidad de pescado que se consume en Buenos Aires es considerable, y la forma en que se lo pesca es muy curiosa. A pesar de la gran demanda que existe en el mercado, no se emplea ni una sola lancha en su pesca, sino que ésta se efectúa con caballos. Todas las tardes, en el invierno, y también al amanecer, durante el verano, los pescadores se dirigen al río con un carro tirado por bueyes y dos caballos, con una red enrollada en el lomo de uno de ellos.
Cada partida de pesca consta generalmente de cuatro hombres; dos de ellos montan a caballo y salen juntos, internando a sus cabalgaduras en el río hasta donde pueden caminar, que generalmente es una distancia de un cuarto de milla, y a veces más, a nado de los caballos, mientras los hombres se paran sobre sus lomos. Cuando llegan a la parte más profunda, los caballos son conducidos en direcciones opuestas, separándose y extendiendo la red en toda su longitud, que generalmente es de unas sesenta a ochenta yardas, y poniendo cara a tierra arrastran tras sí la red, hasta llegar a la playa”
Un poco más explícitos son sus contemporáneos, los hermanos Robertson cuando afirman:
“El modo de pescar en Buenos Aires es también muy curioso; extienden grandes redes en los sitios de poca profundidad sobre la arena, y cuando sube la marea, millones de buenos peces vienen con ella para buscar alimento en los bajíos próximos de la costa; tres o cuatro hombres se internan en el río a caballo para sacar las redes y antes de alcanzarlas, el caballo muy a menudo tiene que nadar con el jinete sobre el lomo. Una vez todo listo, se arrastra la red hacia la orilla y con ella todo cuanto encontró en su camino, desde el pacú, el pejerrey y el dorado, hasta las mojarras más pequeñas.
A medida que se acercan los pescadores a la costa va aumentando el prodigioso peso de la redada, e inhábiles aquellos para soportarla en la posición en que van nadando, apenas tocan tierra se ponen de pie sobre el caballo como hacen los jinetes en el circo de Atley. Arrastran luego los pescados sobre la playa, los sacan de la red hasta cubrir con ellos el terreno y se produce una danza abigarrada, en que los peces saltan, brincan, voltejean, ansiosos y jadeantes como si llamaran al agua, hasta que, uno por uno, van desfalleciendo y se quedan por último quietos para morir en el mismo sitio de su corta zarabanda. El pescador entonces escoge los mejores de ellos, los pone en sus grandes carros con techo de paja y deja en el suelo miles de pescados que no cree dignos de ser recogidos. Luego se da prisa en ir al mercado, temeroso de que su cosecha pueda podrirse antes de llegar, especialmente si es verano y sopla viento norte”.2
Esta costumbre de pescar a caballo con red es muy antigua. Ya en el siglo XVIII, el padre jesuita Florian Paucke, un alemán de paso para las Misiones del Paraguay, no sólo se refiere a ella, la documenta en una hermosa acuarela fechada en 1749. En ese primitivo diseño, aparecen por primera vez pescadores porteños extendiendo sus redes en el río, de pie sobre los lomos de sus caballos. Por su parte Concolorcorvo señala otra variante: “Se hace la pesca en carretas, que tiran los bueyes hasta que les da el agua a los pechos, y así se mantienen estos pacíficos animales dos o tres horas, hasta que el carretero se cansa de pescar y vuelve a la plaza, en donde le vende desde su carreta al precio que puede, que siempre es ínfimo”.3
Y en cuánto al pescado menudo, existían diversas y reiteradas disposiciones desde la época colonial, prohibiendo a los pescadores abandonar sobre la playa el que no les servía para la venta. En tal caso, debían echarlos nuevamente al agua, bajo pena de multa.
Tipos de pescados
Vidal coincide en que: “Generalmente sacan gran cantidad de peces, pero solamente una clase de éstos puede considerarse buena, y sólo relativamente en comparación a las otras, pues todas ellas son inferiores a las de los que se pescan río abajo, en Montevideo, donde el agua es clara, profunda y salobre, no como aquí que es escasa y barrosa”.
Nos brinda luego una detallada nómina de las diversas clases de peces aptos para el consumo. Dice Vidal que la boga era la más común, de carne blanca y muy espinosa, aunque no tenía buen gusto. “Los hijos del país, acota, conservan grandes cantidades saladas y secas”. Sigue con el suruví, cuya piel blanco ceniza es suave. “Durante las mareas altas, aparecen algunas veces sobre la arena de la playa ejemplares de esta clase, que pesan de sesenta a cien libras, pero los que se pescan en las redes tienen solamente de diez a treinta libras”.
El dorado, el pejerrey, el mungrullo, el armado, las rayas y las palometas eran las especies que extraían habitualmente del río los pescadores. La palometa se consideraba muy peligrosa; pequeña, ancha y aplastada, con sus aletas muy afiladas hería a los incautos que trataban de atraparla y “sus heridas son muy propensas a inflamarse, de tal manera que producen convulsiones, degeneran en tétano y producen la muerte.” Señala el cronista inglés que sus dientes afilados pueden arrancar un pedazo de carne en un segundo, por lo que es necesario que los bañistas estén siempre con cuidado para evitar sus mordeduras y recuerda que “Azara menciona a un fraile que perdió de esta manera los órganos distintivos de su sexo”.
De todos ellos el mejor pescado que podía conseguirse era el pejerrey, muy abundante en el Plata, donde en el mes de julio subían por el Paraná en grandes cantidades para desovar, aunque Concolorcorvo afirma que “si bien crecen hasta tres cuartas, con su grueso correspondiente, [aquí] son muy insípidos respecto de los de Lima”.
“Los pescadores los apresan con anzuelos en gran número y los venden, no solamente frescos, sino también secos” continúa Vidal. “Para secarlos debe dejárselos sin sal, pues los hecha a perder inmediatamente, y por la misma razón se precisa tener un gran cuidado cuando se los cuelga a secar, de evitar que se humedezcan de cualquier manera.
Mucho pescado seco que consumía Buenos Aires se preparaba y traía desde Entre Ríos y Santa Fe y los barcos europeos importaban frecuentemente salmón, sardinas o bacalao español disecado, que no se encontraba en la ribera de nuestro río. Pero sigamos con el relato de Vidal:
La boga se abre siempre por el lomo apenas se la saca del agua, empaquetándola por camadas en serones de mimbre dos de los hombres, mientras los de a caballo se preparan para otro viaje. Todas las demás clases de pescados son llevados a la ciudad enteros y los más grandes se venden al menudeo en el mercado, y desde los mismos carros, colgándolos de la cola y cortando trozos de sus costados según los deseos del consumidor, sin balanzas ni pesas, cuyo uso parecería seguramente demasiado engorroso. El aceitoso suruví es el preferido”.
Por su parte y con referencia a la Banda Oriental, el cronista uruguayo Isidoro de María dedica un capítulo de su “Montevideo Antiguo” a los pescadores del río, acotando que allí siempre fue permitida la pesca por la abundancia de pescado en todas las estaciones del año y recién se reglamentó en 1808, oportunidad en que el Cabildo:
“Dispuso que se hiciese con redes, espineles, nasas, anzuelos y otros instrumentos de uso, pero siendo prohibido emplear en la pesca cal viva, beleño, coca y otros cuales quiera simples o compuestos que extinguiesen la cría y fuesen nocivos a la salud pública. La menor malla de cada red debía constar de pulgada y media para cada costado de su cuadro. Como era tan abundante el pescado en este río, no se juzgó necesario establecer vedas, calculando el tiempo del desove.
Aquello era una bendición de Dios decían nuestros abuelos, como la carne y el pan en esta tierra. ¡Qué abundancia de corvinas, pescadillas, brótolas, pejerreyes y palometas de red! ¡Y las soberbias corvinas negras que se pescaban en la costa del Cerro! De los bagres, excepción hecha de los muchuelos, poco caso se hacía”.
La repugnancia al consumo de bagres, además de ser una carne muy espinosa y grasa, tenía en Montevideo una explicación. Dice De María: que “una vez se encontró en uno un pedazo de bayeta, que hizo creer fuese del cuerpo de algún ahogado comido por los pescados, y empezó a causar repugnancia su uso y de los cuales dieron en llamar los godos, “los dragones de la patria”, con cuyo nombre eran conocidos los bagres grandes.”
La pesca y su comercialización
Los bandos porteños y ordenanzas de policía que establecían permisos y prohibiciones se refieren algunas veces a los pescadores. Así, por ejemplo, los que penan la portación de armas de fuego o blancas, los eximen expresamente por llevar armas cortas con punta en razón de la índole de su trabajo. En cambio, como existían individuos que los atajaban en la ribera comprándole todo el pescado para revenderlo, se establecieron diversas multas para frenar esta maniobra y por la misma razón, no podía venderse pescado por las calles ni en las pulperías y sólo estaba permitido a los pescadores hacerlo en la plaza pública. Diversos bandos reiteran esta prohibición desde el más antiguo que conocemos datado en 1744.
En los negocios de pescadería, según nos relata Wilde,4 se veían siempre al frente, impidiendo muchas veces el paso de las veredas, “enormes braseros con su correspondiente sartén en que se freía pescado, que vendían a 3 centavos la posta, en dichos puestos. Según el estado de vacuidad o de plenitud del estómago del transeúnte, así le incitaba o le repugnaba el olor que el pescado despedía. Esta clase de obstrucciones en las veredas, como otras muchas, eran toleradas por la policía”.
No obstante, señala el mismo Wilde, que dedica un capítulo al asunto, en la rutina diaria los platos de los porteños no eran muy variados. Enumera toda una serie de comidas con sus variantes, especialmente el puchero, la carbonada y el asado, donde curiosamente, salvo en tiempo de Cuaresma, no aparece el pescado. Deducimos que no era uno de los productos de abasto más requeridos; los porteños siempre fueron grandes consumidores de verduras, frutas y carne y como en esa época no estaba muy difundido el hielo, el pescado debía consumirse fresco, ya que no podía mantenerse mucho tiempo sin entrar en descomposición.
Ya avanzado el siglo XIX, aparecen los pescadores callejeros que recorrían las zonas más alejadas de la ciudad ofreciendo diversos pescados que llevaban sostenidos sobre largas varas al hombro en forma de balancín y hay denuncias de la época sobre los artilugios que empleaban para mantener en una apariencia de buen estado su mercancía.
Ya el Semanario de enero de 1805 alertaba a la población sobre el peligro de adquirir el pescado en mal estado que ofrecían algunos pescadores. “Quizás aquellos que tendían sus redes en lugares alejados –entre la iglesia de los Recoletos y San Isidro– venían a la plaza cada tanto y acopiaban los peces durante dos o tres días en hoyos que practicaban en la costa, pero que, finalmente, se convertían en focos de gérmenes y corrupción.”5
Otra maniobra denuncia, muchos años después, el diario Sud América en 1889.6 Dice este periódico:
“Desde varios días atrás hemos venido observando un hecho que ofrece serios peligros para la salud pública… Todas las mañanas puede verse que un grupo de pescadores, o mejor, de vendedores ambulantes de pescado, hacen sufrir a los pescados, antes de empezar a venderlos por la ciudad, la operación de refrescarlos, que consiste sencillamente, en colorearles las agallas con anilina. De donde resulta, no sólo un doble peligro para la salud pública, haciendo comer a la población, primero la carne ya averiada de esos pescados, introduciendo en los mismos aunque sea en pequeñas dosis, un veneno activísimo, sino también una estafa porque, después de algunas horas, es necesario muchas veces tirar los peces averiados.
Y esta operación se efectúa, todos los días, en gran escala. Varios son los puntos de la ribera que los falsificadores de pescado fresco han elegido a guisa de laboratorio. Esta mañana por ejemplo, tres o cuatro de estos industriales trabajaban activamente en el espacio comprendido entre la prolongación de las calles Venezuela y Méjico, sin que nadie los molestara”.
Muy pronto, la venta de pescado no fue rentable, la construcción del puerto dejó sin espacio para las maniobras de los pescadores que debieron trasladarse río arriba más al norte y esta profesión disminuyó en nuestra ribera, hasta extinguirse en Buenos Aires ya a fines del siglo XIX, aunque se continuó pescando en las orillas del río por deporte o para consumo propio.
Así fue como estos aficionados a la pesca se reunieron en 1903 y por iniciativa de Rosario Grande, Pedro Massini, Julio Almanzo, Hernán Ayerza y R. Cadelago, fundaron con 60 socios el Club de Pescadores, logrando permiso para hacer uso los fines de semana del muelle llamado “de los franceses” que se internaba en el río a la altura de la calle Ayacucho. Un temporal arrasó este muelle en 1909 y los pescadores obtuvieron autorización para ocupar la escollera que se hallaba ubicada sobre la entrada de la Dársena Norte, al margen del canal. A fines de 1930 se terminó la construcción del actual edificio del club de pescadores sobre la Avenida Costanera.
Bañistas en el río
La costumbre de bañarse en el río es casi tan antigua como la ciudad, pero durante el período hispano hubo al parecer escasas disposiciones reglamentando y poniendo límites a la misma. Aunque debieron existir documentos anteriores, el más antiguo que conocemos referido al tema, es un bando de Juan José de Vértiz del 1° diciembre 1774 donde señala: “Que para extinguir la escandalosa costumbre de bañarse de día al frente de la ciudad personas de ambos sexos, será del cuidado de los comisionados procurar el evitar semejante desorden, aplicando a los contraventores las penas impuestas en el bando promulgado anteriormente y de contado el perdimiento de ropa que se les encuentre, a fin que, con el escarmiento se corrija tan pernicioso abuso”.
Aunque no conocemos el bando anterior que se menciona, las penas debieron ser multas y la confiscación del vestuario.
Más explícito es otro Bando del virrey Nicolás de Arredondo del 1º de marzo de 1790, uno de cuyos considerando establece: “Que echando de ver los excesos que se cometen en los baños públicos en las riberas del río, tan opuestos a la moral cristiana, mando que nadie entre en él a bañarse por los sitios que están a la vista del paseo del bajo sino de noche, observando la más posible decencia, quietud y buen orden, sin excederse de los límites fijados a hombres y mujeres, pena de 6 pesos de multa a toda persona de distinción de ambos sexos, y un mes de arresto a las que su calidad no excepcione.”
Parece surgir de esta disposición que anteriormente ya se habían establecido lugares especiales para entrar al río y que había separación entre los reservados a los hombres y las mujeres. Igualmente la pena no era igual para las “personas de distinción” que para los bañistas “comunes”.
Pero no todo era bañarse; había que estar atento a los peligrosos pozos que cada tanto producían desgracias personales. En 1789, la frecuencia de estos accidentes motivó la preocupación de las autoridades y los cabildantes en sesión del 19 de febrero, hicieron una representación al virrey “sobre las repetidas desgracias que se ha experimentado en barias personas que concurren al baño a causa de los pozos profundos que el agua ha hecho entre las toscas de la orilla frente a la cancha de don Alfonso Sotoca, y del Molino, que llaman de el Diablo y otro del Zurubí” y resolvieron aportar un remedio para “la conservación de la vida de los vecinos y habitantes de esta ciudad” mandando cegar dichas ciénagas.
Mientras tanto, las costumbres de los bañistas volvieron otra vez a liberalizarse, a tal punto que el virrey Cisneros debió reiterar los textos anteriores, en un bando del 18 de septiembre de 1809.
Con la independencia la situación no varió mucho; la ribera siguió siendo frecuentada en verano por los bañistas. Emeric Essex Vidal, que nos visitó en 1818, señalaba que las inmediaciones del Fuerte era el lugar favorito para bañarse, siendo el centro del frente marítimo de la ciudad.
“Aquí se bañan, promiscuamente, hombres y mujeres, –escribe– pero sin escándalo. Las mujeres se desvisten en la playa en grupos, dejando a un criado para que cuide sus ropas que dejan caer de debajo de un grande y suelto traje de baño. Como el agua es muy baja, andan en ella hasta que tienen dos pies de profundidad, y entonces se sientan y se lavan y peinan entre ellas.
Desde una hora antes de ponerse el sol hasta que oscurece, miles de mujeres se bañan aquí durante los meses del verano, y luego pasean por la playa, con sus largos cabellos colgando hasta cerca del suelo para secárselos. Algunas se bañan más temprano, y son acompañadas por un sirviente que sostiene un paraguas, como mampara y quitasol.”
Un detallado y curioso observador, es su compatriota Thomas George Love, quien en sus amenas crónicas costumbristas del British Packet, se ocupa frecuentemente de los baños en el río durante la época de Rosas. Anteriormente, en su difundido libro sobre Buenos Aires,7 Love escribía:
“Todas las clases sociales toman baños en verano, especialmente las damas, siendo una de las diversiones en boga. Hay cosas que interesarían al extranjero, pues no hay aquí las casillas de Ramsgate, Margate o Brighton para proteger a las señoras de los ojos que las miran en éxtasis. Usan trajes de baño y son muy diestras en el arte de vestirse y desvestirse.
Se bañan frente a la ciudad, acompañadas de sus esclavas. A veces he sonreído viéndolas juguetear en el agua, con el cabello suelto, cual un grupo de sirenas a las cuales sólo faltara el peine y el espejo para ser perfectas. Al oscurecer las escenas continúan y al no sentirse expuestas a las miradas masculinas dan rienda suelta a su alegría y travesura. Se encienden tantas linternas que a uno le parece hallarse en una fiesta china.
Sería menester construir casillas, porque se debe caminar cerca de un cuarto de milla para llegar a lo profundo del agua. Excepto en algunas partes, el suelo es pedregoso y desagradable. Es un sitio muy molesto para bañarse. Algunos extranjeros, “soi-dissant” recatados, han censurado la costumbre femenina de bañarse de esa forma, calificándola de indecente. Esta afirmación carece de toda exactitud. Desde hace largo tiempo se practica esta costumbre y es tal el decoro usado que una casilla de baño añadiría poca respetabilidad a la escena. Entre las mujeres de clase baja ocurren a veces hechos grotescos (bañarse con un cigarro en la boca por ejemplo). Se usan a veces sombrillas para protegerse del sol. Ningún caballero respetable se aproxima al lugar ocupado por las bañistas.”
Es también Love quien relata en una crónica del British Packet, citada por Méndez Avellaneda8 que “se cruzó con un grupo de bañistas en el centro de la ciudad que caminaban en doble fila hacia el río vestidos con sus trajes de baño y precedidos por un individuo que llevaba una lámpara y otro tocando la guitarra; ambos en traje de baño”, de lo que se deduce que ya salían de sus casas vestidos de esta forma.
Por su parte, Alcides d’Orbigny refiriéndose a la ribera, acota en 1827: “Cuando llega el atardecer, esa playa se cubre de familias de todas las clases que van a bañarse al río; se ven en todas partes, pequeños grupos, jugando con las olas. Algo más lejos, los hombres se hacen conducir en carretas muy adentro del Plata y, después de quitarse las ropas, se bañan. Tales son para muchas personas las diversiones de los atardeceres estivales; mientras otras se pasean por las calles, atormentando a los dependientes de tiendas”.9
Manuel Bilbao señala que el 8 de diciembre comenzaba la temporada de baños en el río y ese día los franciscanos y dominicos bendecían las aguas. Esta costumbre, que nos llega desde Europa, parece haber sido adoptada en el Río de la Plata, pues la misma situación se daba en Montevideo. Así, Isidoro de María en su clásico libro de tradiciones y recuerdos montevideanos señala sobre el particular:
“Precedía el comienzo de los baños en la estación del verano, la bendición del agua, ceremonia que tenía lugar el 8 de diciembre anualmente… Concurrían a ella la comunidad con la cruz, y el Padre Guardián bendecía el agua. Antes de esa fecha nadie se bañaba, aunque hiciese un calor sofocante, o eran muy raras las personas que lo hacían por no estar bendecida el agua. Era una preocupación como otra cualquiera, que se armonizaba con las costumbres de aquellos tiempos. Si se preguntaba a una anciana cuando empezaban los baños de mar, de fijo que respondía: el día de la Pura y Limpia”
De María señala también que en un lugar de la costa llamado el “Baño de los Padres”, por su vecindad con el convento franciscano, existía una muralla con una abertura que conducía al mar. Una pared de piedra se alzaba entre ella y la costa, sirviendo de parapeto para cubrir la decencia de los bañistas. “Era ese el sitio preciso para bañarse los religiosos franciscanos que, en el traje de Adán como los demás bañistas, con excepción de las mujeres, se daban su baño”.10
Por su parte, José A. Wilde en su conocido libro Buenos Aires desde 70 años atrás expresaba:
“Durante la estación, concurría gente desde que aclaraba hasta altas horas de la noche, algunos eligiendo las horas por gusto o comodidad y otros por necesidad. Los tenderos y almaceneros, por ejemplo, casi en su totalidad iban de las diez de la noche en adelante, después de cerrar sus casas de negocios. Las familias preferían la caída del sol; y sentados en el verde, gozando de la brisa esperaban que obscureciese para entrar al baño, dejando sus ropas al cuidado de las sirvientas.
Muchos hombres, a más de los almaceneros y tenderos, acostumbraban reunirse e ir a las once, y aún a las doce de la noche, llevando fiambres y vino para cenar en el verde, después del baño. Algunas personas pasaban toda la noche sobre las toscas, gozando de las deliciosas brisas del magnífico río. No lo harían hoy; a menos que contasen con un escuadrón de caballería, que les guardase la espalda contra los cacos.
Algunos han criticado severamente el baño de las señoras en el río; pero la verdad es, que no tenían cosa alguna de reprochable, más allá de lo incómodo en sí, pues que en nada, absolutamente se quebrantaban los preceptos del decoro. Los grupos sobre las toscas, en las noches que no eran de luna, se servían de pequeños faroles.
Se observaba el mayor orden y respeto; los hombres que llegaban a esa hora, se alejaban de los grupos de señoras, y buscaban sitios menos concurridos por ellas. Habría, no hay duda, una que otra aventura, pero ¿en qué parte que concurran hombres y mujeres se podrá asegurar que no puedan estas ocurrir?
Se presenciaban, a veces, escenas grotescas; veíanse por ejemplo, un hombre en el baño a las doce del día, resguardado de los rayos ardientes de un sol de enero, por un enorme paraguas de algodón. Una mujer sumergida en el agua hasta el cuello, saboreando con garbo su cigarro de hoja. Más allá, en las toscas, algún desventurado, desnudo de medio cuerpo, tiritando y empeñado, con uñas y dientes en desatar los nudos que algunos traviesos se habían entretenido en hacer en sus ropas menores.
Los frecuentes y repentinos huracanes, o la que se llamaba tormenta de verano, tan comunes aquí, y que parece eran aún más frecuentes en aquellos años, solían sembrar el terror entre los bañistas; era a veces, tan rápida su aparición, que no daba tiempo para vestirse; en algunos casos se mantenían firmes en sus puestos, contemplando desde allí la ciudad envuelta en densas nubes de polvo; en otras, todos huían, unos a medio vestir, y otros habiendo perdido sus ropas. Esto mismo servía de tema y entretenimiento (a lo menos para los que no habían sufrido), pues que tales incidentes venían a quebrar la monotonía de aquello de llegar al río, desnudarse, bañarse, volverse a vestir, e irse tranquilo a su casa.”
Promiscuidad entre hombres y mujeres
Cada tanto seguía muriendo alguno ahogado en los traicioneros pozos de las oscuras aguas ribereñas. Uno de los casos más conocidos por la calidad de los protagonistas fue el de la niña Elisa Brown, hija del almirante, que se ahogó en un pozo cercano al Riachuelo mientras se bañaba en compañía de su hermano Eduardo, el 27 de diciembre de 1827. Sobre el tema de los pozos que tantos sustos y tragedias producían, leemos en La Gaceta Mercantil del 9 de diciembre de 1833:
“Las desgracias que frecuentemente ocurrían en la zona más concurrida de los baños públicos en el río, por la existencia de tres pozos en el área que media desde el frente de la calle de Corrientes hasta la de Venezuela, ha motivado una laudable iniciativa del Coronel Tomás Espora, quien se ha empeñado en facilitar un medio para salvar a las familias de este contraste. Ha conseguido que varios individuos del cabotaje se hayan ofrecido para balizar estos lugares de peligro de un modo estable y duradero. Puesto en conocimiento del General Guido ha autorizado a formar una comisión para llevarla a efecto.”
Pero el principal problema que escandalizaba a muchos, seguía siendo la promiscuidad entre hombres y mujeres y el poco recato de algunos que no vacilaban en desvestirse en público. En enero de 1861, el empresario Adolfo Peltier propuso a la Municipalidad establecer debajo del Muelle “unos vastos cuartos cerrados, en donde el público podrá desnudarse y depositar su ropa en cajones cerrados con llave y guardados” con lo cual se evitarían las pérdidas frecuentes y el hecho de que “muchas personas no se bañan por la incomodidad que hay de desnudarse en público”. La concesión solicitada era por dos años, al “precio módico de un peso por persona”.
Pero no se hizo lugar a la propuesta y dos años más tarde, una disposición policial del 28 de diciembre de 1863, vuelve a referirse al tema de los bañistas en la ribera:
“Siendo altamente contrario a la moral pública la costumbre de entrar al río a bañarse algunos hombres en estado de completa desnudez, dando con ello una idea bien triste de la cultura y civilización de nuestra sociedad, y en el deber de reprimir tales abusos, el Jefe de Policía con autorización superior ordena:
1º) Todo individuo que entre al río a bañarse, deberá efectuarlo, a cualquiera hora que sea, con un traje bastante cubierto de la cintura abajo.
2º) Los que contravinieren lo dispuesto en el artículo anterior, serán conducidos al Departamento y pagarán por ello una multa de 50 pesos, o en su defecto, sufrirán un arresto de 48 horas, publicándose además sus nombres en los diarios”.12
Para ello, la policía dispuso que dos partidas recorrieran la ribera de sur a norte, recomendando a los comisarios la vigilancia y cumplimiento de la mencionada resolución.
Durante la presidencia de Sarmiento, nos informa José A. Wilde, los señores Nober y Payne solicitaron del gobierno nacional el permiso de construir en la ribera un establecimiento de baños y escuela de natación. “Los empresarios pedían su explotación por veinte años, pasando luego a ser propiedad de la Nación. Ignoramos –señala este autor– por qué no se llevó a cabo este útil proyecto”.
En 1880 se aprobó un reglamento para los baños en el río más restrictivo aún, que establecía: “Es prohibido bañarse desnudo. El traje de baño admitido es todo aquel que cubra el cuerpo desde el cuello a la rodilla. No podrán bañarse los hombres mezclados con las señoras a no ser que tuvieran familia o lo hicieran acompañando a ellas. Es prohibido a los hombres solos aproximarse durante el baño a las señoras por lo menos a una distancia de 30 metros. Se prohíbe en las horas del baño el uso de anteojos de teatro u otro instrumento de larga vista, así como situarse en la orilla del agua cuando se bañan señoras. Es prohibido bañar animales en los lugares destinados para el baño de las familias. Es igualmente prohibido el uso de palabras o acciones deshonestas o contrarias al decoro”.
Pero Wilde acota que para ese año los baños en el río continuaban aunque en escala muy reducida. “Es preciso recordar, para que sirva de disculpa a su generalización en aquellos tiempos, que no existían entonces las numerosas casas de baños de que hoy disponemos, ni la comodidad que ofrecen las aguas corrientes para poder tomar baños en casa: entonces, salvo raras excepciones, todo el mundo se bañaba en el río”.
No obstante, a principios del siglo XX, aunque los diarios denunciaban periódicamente el descuido de nuestra ribera, donde al amparo de los yuyales medraban toda clase de mal vivientes, los porteños seguían durante los calurosos días del verano, zambulléndose en el río barroso y sucio. Ello motivó una iniciativa del diputado Tomás Le Bretón en el sentido de iniciar, a cargo de la Municipalidad, las obras de un gran balneario popular. Aprobado el proyecto, a fines de 1917 ya se habían construido pabellones para los bañistas y se iniciaba la erección de un largo espigón de 180 metros con su escalinata que llevaba al río.
La Municipalidad trabajó apresuradamente para poderlo inaugurar el 11 de diciembre de 1918, y así se hizo, con una notable concurrencia de público. La ribera fue embellecida con canchas de tenis, gimnasios, 380 vestuarios y hermosas esculturas, entre ellas la fuente de Las Nereidas, de la escultora Lola Mora que en su anterior ubicación había generado polémicas. Con sus confiterías, restaurantes y el famoso Munich del arquitecto Andrés Kalnay, el Balneario Municipal tuvo su época de apogeo en los años 20 hasta llegar a una completa decadencia en la década de 1950, cuando todo el mundo podía acceder a las bellísimas playas de Mar del Plata.
Y llegamos aquí al punto final de esta larga crónica. En su transcurso hemos intentado revivir historias poco conocidas de aguateros, lavanderas, pescadores y bañistas. Ellos no fueron los únicos usufructuarios de nuestro río; estamos en deuda con los lancheros, changadores, carreteros y los traumáticos desembarcos de viajeros. Y en este suceder de relatos, no debemos olvidar tampoco a otros personajes que merecen también ser rescatados. Esto es a “vagos” y “mal entretenidos”, a marineros, punguistas y contrabandistas; en fin, a toda esa fauna de tipos populares, buenos o malos, que haciendo de nuestra ribera su modus vivendi, formaron parte de la pintoresca vida cotidiana del pasado porteño.
Notas
1. CARDOZO, Efraím, Las primeras monedas en el Paraguay, Buenos Aires, 1938.
2. ROBERTSON, J. P. y G. P., Cartas de Sud América, Capítulo XLIII.
3. Concolorcorvo, El lazarillo de ciegos caminantes, 1° edición 1773.
4. WILDE, José A., Buenos Aires desde 70 años atrás, Buenos Aires, 1883.
5. PORRO, Nelly A., Aspectos de la vida cotidiana en el Buenos Aires virreinal, Tomo I, pág. 255, Buenos Aires, 1982.
6. Sud América. Edición del 25 octubre 1889.
7. Cinco años en Buenos Aires por un inglés. Edic. varias.
8 MÉNDEZ AVELLANEDA, Juan, “La pimera casa de baños en Buenos Aires”, en Historia de la Ciudad N° 16, Buenos Aires, julio de 2002.
9. D’ORBIGNY, Alcides, Viaje por América Meridional, Capítulo XIII.
10. DE MARÍA, Isidoro, Montevideo Antiguo, Tomo I. Capítulo: “El baño de los Padres”.
11. La Gaceta Mercantil. Edición del 5 diciembre 1833.
12. El Pueblo, del 16 noviembre 1864 y Pillado, Antonio, Diccionario de Buenos Aires o sea Guía de Forasteros, Buenos Aires. Imprenta del Porvenir, 1864.
Información adicional
Año VII – N° 34 – diciembre de 2005
I.S.S.N.: 1514-8793
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Categorías: ESPACIO URBANO, Arroyos, lagos y ríos, Historia, Mapa/Plano
Palabras claves: Mar, Ribera, aguateros, Río, pescadores
Año de referencia del artículo: 1750
Historias de la Ciudad – Año VI Nro 34