Los antiguos vecinos de nuestra ciudad gozaron del privilegio de su río con una extensa playa que se extendía desde el Riachuelo y llegaba por el norte hasta San Isidro, muchas veces cubierta por las aguas en las grandes sudestadas. En esa ribera perdida, matizada por desperdicios y restos de naufragios, habitaba una variada fauna humana donde convivían marineros, lancheros, bichicomes, aguateros, lavanderas, pescadores, curiosos o simples bañistas. Esta es la historia de algunos de esos típicos personajes de Buenos Aires.
Qui veut de l’eau? A chacun duit. C’est un des quatre elemens! Pregón de los aguateros de París
Los aguateros porteños
Un viajero inglés que nos visitó poco después de la Revolución de Mayo, observó un hecho geográficamente cierto; Buenos Aires y su campaña están asentadas en una zona de llanura donde sería imposible establecer los acueductos necesarios para que la ciudad pudiera proveerse cómodamente de agua en fuentes y surtidores. Esta carencia, la colocaba en condiciones de inferioridad con otras ciudades españolas de América y de Europa y no había más remedio que extraer directamente del río el agua para consumo. Si bien muchos vecinos habían perforado pozos en diversos lugares de la ciudad, tal vez por falta de medios técnicos adecuados, ellos no eran lo suficientemente profundos como para llegar a las napas de agua potable y sólo producían un líquido salitroso, imposible de beber, contaminado muchas veces por la presencia cercana de pozos ciegos.
No nos imaginamos hoy la forma en que los primeros pobladores extraían el agua de la ribera para cubrir sus necesidades, pero sabemos que con el avance del tiempo y el aumento de la población, esta actividad se concentró en personas que se especializaban en esta tarea; eran los llamados aguateros.
La voz es un americanismo utilizado en Sud América, propio de la Argentina, Uruguay, Chile y el Perú, pues en España los que vendían agua a domicilio, eran denominados aguadores y con este nombre aparecen en algunos documentos antiguos de nuestro país y de países vecinos, aunque aquí la forma más difundida fue la de aguatero que etimológicamente proviene del portugués aguadeiro.
En todas las ciudades donde acueductos y canales transportaban el agua potable a surtidores o fuentes públicas, llegaba luego a los consumidores por intermedio de los aguadores, que formaban gremios exclusivos y excluyentes, a tal punto que los ingleses los llamaban “water carriers”, los italianos “portatori d’acqua” o “porteur d’eau”, en Francia, porque esta profesión estaba muy difundida en América y Europa.
En nuestro país, los primeros testimonios de la aparición de aguateros, se remontan a un Bando del gobernador don José de Andonaegui del 12 febrero 1748, por el que se reglamentaba el lugar donde debían realizar su tarea, extrayéndola del río “media cuadra adentro de los pozos donde van a lavar, porque lo común es traerla de ellos o de las orillas, cuya agua puede ser causa de algunas enfermedades por las cosas inmundas que lavan en dichos pozos”. El Bando establecía una pena de cincuenta azotes en el rollo al que no cumpliera esta orden, confiscándosele el caballo y las botijas.
A pesar de ello, los aguateros eran reacios a internarse río adentro para extraer agua más limpia y por la ley del menor esfuerzo, siguieron surtiéndose en las orillas barrosas donde trabajaban las lavanderas que, a su vez, contaminaban los pozos formados en las toscas. Sobre el particular, el Procurador General de la ciudad, expresaba que era costumbre tomarla “de las orillas o pozos y hay experiencia que cargan muchas veces agua corrupta o inmunda de los pozos o inmediaciones a donde lavan o echan cueros y otras cosas a remojar” y aconsejaba al gobernador que los obligara a surtirse “a lo menos media cuadra dentro de la orilla del agua”.
En París, por ejemplo, extraer agua del Sena para consumo, se había prohibido desde muy antiguo a causa de su contaminación e impureza y los aguadores parisinos, debían surtirse en las fuentes públicas. Lo mismo ocurría en Lima donde por el derecho de sacar el agua de las pilas públicas, los aguadores que era un gremio muy poderoso, tenían dos obligaciones; la de regar la respectiva plazuela un día por semana y la de matar a los perros sin dueño.
La profesión aparece registrada por primera vez en París en documentos del siglo XIII y en 1292 ya existían allí cuatro fuentes públicas y unos sesenta “portadores de agua” registrados, que repartían el líquido en unos cubos de madera sostenidos por una correa de cuero que pasaba detrás del cuello. Dentro de los cubos ponían un trozo de madera redondo para limitar el movimiento del agua durante la marcha.
Más tarde, los aguateros franceses lo reemplazaron por un largo palo redondo que hacía de balancín para dos cubos de agua, pero muy pronto comenzaron a ser usados toneles montados sobre ruedas, al principio tirados a mano y luego por caballos.
Es probable que una evolución similar ocurriera en Buenos Aires, pero aquí no existiendo fuentes, teníamos necesariamente que proveernos con el agua del río y en 1766 otro bando, esta vez de Francisco de Paula Bucarelli vuelve a insistir sobre el lugar donde se debía extraer: “que los aguateros o acarreadores que venden el agua por las calles, no la cojan ni carguen de toda la extensión del río que está frente a la ciudad, por estar en este sitio el agua sucia con la ropa que se lava, y la deberán precisamente cargar desde Santa Catalina para adelante, hacia el Retiro”.
En 1770 Vértiz reitera esta prohibición, confirmando el lugar de extracción y agregando al texto de su antecesor: “sin que por este motivo hayan de alterar el precio, pena de cien azotes al que contraviniese y un mes de barranca”. Arredondo, a su vez, pareciéndole excesivo el castigo, bajó la pena a veinte azotes en 1790.
Por esa época, ya Alonso Carrió de la Bandera, en su célebre “Lazarillo de Ciegos Caminantes” publicado en 1773, había observado que el agua de Buenos Aires era potable y aunque turbia, si se la dejaba reposar en grandes tinajas se aclaraba, pero subsistía el peligro de la contaminación. Observó que los aguadores negros que bajaban a la ribera, la tomaban de la que estaba retenida entre las toscas no sólo para evitarse el trabajo de internarse en el río, sino porque allí se encontraban con las lavanderas, con las que acostumbraban entretenerse chacoteando en sus ratos de ocio.
Una observación similar dejó escrita Woodbine Parish: “las clases bajas se ven obligadas a depender de un surtimiento más escaso, que les viene de los paseantes aguateros que, a ciertas horas del día, se ven holgazanamente recorrer las calles con grandes pipas que llenan en el río, sostenidas sobre las monstruosas ruedas de las carretas del país y tiradas por una yunta de bueyes, armatoste pesado y costoso que hace el agua cara a un tiro de piedra del río más grande del mundo.”
No había entonces muchas opciones: esta agua del río, marrón ya de por sí y sucia por su proveniencia, era la usada habitualmente por los vecinos de Buenos Aires, pues salvo algunos privilegiados que poseían aljibes, la población no tenía otra forma de provisión. Concoloncorvo sólo recuerda el aljible existente en la propiedad de don Domingo de Basavilbaso, que era aseado y accesible, pues no existían otros de calidad similar en la ciudad, no obstante prestarse el techo de las casas porteñas con su declive para su instalación.
Los aguadores negros
Parece ser que en sus orígenes, la gran mayoría de los aguateros eran negros, tanto aquí como en otras ciudades americanas. Méndez Avellaneda menciona un relato del marino español Francisco Millau quien refiriéndose a la escasa cantidad de negros existentes en Buenos Aires durante la colonia, agrega que el oficio principal “en el que se ejercitan es en el de aguadores yendo a sacar a caballo con barriles al agua del río, que distribuyen vendiendo sus cargas a todas las casas de la Ciudad”.
En 1786, el gremio de aguateros, superaba el centenar de trabajadores. Eran en su mayoría esclavos, a quienes sus amos les permitían vender agua en la ciudad, previo pago de una renta que habitualmente era de tres reales diarios, aunque otros más explotadores les exigían cinco. Por entonces no empleaban bueyes sino caballos, que a su vez les eran alquilados a dos reales diarios.
En abril de ese año, representados por Antonio Silvarios y Manuel Moreno, autotitulados “Capitanes de los Aguateros”, estos trabajadores negros elevan un memorial al virrey, que lo era entonces el Marqués de Loreto, pidiendo que se hiciera cumplir lo ordenado referente al lugar de extracción del agua y se unificara la tasa que pagaban a sus amos en tres reales diarios.
Al mismo tiempo denunciaban la persistente persecución: “del moreno comisionado por ese Gobierno, por el Cabirdo, llamado Paublo Agüero; este dicho nos a notificado que de ningun modo puedamos coger agua en este rio bajo del Fuerte ni de la Mersed, solo donde esta mandado que es donde nos señala en frente de Santa Cathalina, y que no puedamos pedir por cada biaje de agua ni llevar mas que medio real, y que los barriles aigan de ir llenos y no bacios, y que dichos varriles no sean chicos sino del tamaño acostumbrado, y también que no puedamos yr por las calles corriendo sino a el trote de caballos”.
Continuaban señalando en este idioma del habla habitual de los negros, que los “ciento y tantos aguatero que semos” obedecemos a lo mandado pero que: “asido acostumbrado dar diariamente de jornar a nuestros amos tres reales todos los días fuera aparte de dos reales mas que damos diariamente por el alquiler del caballo” aunque había “dies o doce que dan a sus amos sinco reales de jornar y otros dan quatro y medios fuera aparte de dos reales del caballo diariamente como le llebamos expuesto a V. Ex.a. Estos espresados diez o doze morenos, son los que corren por las cayes y piden un real por biaje de agua, para poder dar cumplimiento al jornar de sus amos: para ebitar que estos corran y no lleben mas que el medio real por cada biaje de agua que esta mandado, suplicamos a V. Ex.a se digne mandar que los mencionados den el jornar que todos damos de tres reales diarios cada día para sus nominados amos, ques lo acostumbrado en esta ciudad.”
Profesión turbulenta que se prestaba para frecuentes riñas, por entonces ya existían camarillas “mafiosas”, pues los capitanes denuncian que “munchos de los espresados aguateros toman el agua frente a Santo Domingo o de la Aduana fartando al debido respecto de lo mandado, por que los protejen barios sujetos de esta ciudad por razon de que les echan el agua, pero es cierto que estos señores dan el estipendio debido por cada viaje y no solo estos no obedecen sino que barios ban a la sombra desto a tomar el agua a el paraje no permitido…”1
Pedían al virrey que se obligara a extraer el agua en el sitio señalado, inmediato al convento de Santa Catalina y si no se podía, que concediera a los demás licencia para hacerlo desde el Fuerte hasta frente de la Merced. El expediente pasó a dictamen del Juzgado de Gobierno de la Provincia, pero no conocemos el desenlace del episodio.
Por la misma época, dos cronistas de la expedición Malaspina, al referirse a Buenos Aires señalan: “Se cuenta entre la población un crecido número de esclavos negros y varias familias no tienen otra propiedad que sus esclavos. A estos obliga la ley que contribuyan a sus dueños con cierto jornal que la humanidad de los legisladores ha moderado, y queda a beneficio suyo el exceso que ganaren. Muchos de ellos se emplean en vender agua por las calles subidos en sus altos caballos como timbaleros…”.
La entrega diaria de dinero a sus amos, que alcanzaba una cifra mensual entre 18 y 26 pesos, era carga bastante onerosa, si consideramos que un esclavo en esa época estaba valuado entre 200 y 300 pesos. En un año ya habían pagado con creces el costo de su libertad.
Esta actividad casi exclusiva de esclavos negros fue propia del virreinato pues años después de la independencia, en un muestreo de aguateros tomado del censo de 1827, Méndez Avellaneda comprobó que “los negros no son la mayoría, los hay de raza blanca, gallegos algunos, criollos, pardos e indios. Un par de aguateros están casados con lavanderas, esto explicaría la manía tan criticada por Concoloncorvo.”
El mismo autor añade otra información interesante; algunos vecinos se hacían traer el agua del río Negro en la Banda Oriental y entre ellos los virreyes, que fletaban una “chasquera” para ese fin.2
Testimonios contemporáneos
Muy poco más, sabemos hoy sobre la actividad de los aguateros durante la colonia, pero con la independencia, comienza el arribo de viajeros que, en muchos casos, consignan sus impresiones sobre la ciudad y sus habitantes y para ellos estos personajes no pasaron desapercibidos. Así, el memorialista José Antonio Wilde escribe: “El aguatero era hijo del país y ocupaba su puesto sobre el pértigo, provisto de una picana (caña con un clavo agudo en un extremo) y una macana, trozo de madera dura, con que hacía retroceder o parar a los bueyes, pegándoles en las astas. Como es de suponer, con los pantanos y el mal estado en general de las calles, estos pobres animales tenían que sufrir mucho.”
Describe Wilde someramente una carreta aguatera, con su pértigo y yugo y toscamente construida. “A cada lado de la pipa, en su parte media, iba colocado un estacón de naranjo u otra madera fuerte, ceñidos ambos entre sí, y en su extremo superior por una soga, de la que pendía una campanilla o cencerro, que anunciaba la aproximación del aguatero. No se hacía entonces uso del bitoque o canilla; en su lugar había una larga manga de suela y alguna vez de lona, cuya extremidad inferior iba sujeta en alto por un clavo: de allí se desenganchaba cada vez que había que despachar agua, introduciendo dicha extremidad en la caneca, que colocaban en el suelo sobre un redondel de suela o cuero que servía para impedir que el fondo se enlodara. Por mucho tiempo, concluye, daban cuatro de estas canecas por tres centavos”3
Pero tal vez la mejor descripción del aguatero y su carruaje, producto de una aguda observación personal, es la que nos dejó en 1818 el marino inglés Emeric Essex Vidal, quien vuelto a su patria publicó un interesante libro ilustrado sobre Buenos Aires y Montevideo, dedicando un capítulo entero y una hermosa acuarela a los aguadores porteños. La descripción de estos trabajadores y sus vehículos es detallada y minuciosa y vale la pena su trascripción íntegra. Dice el viajero inglés:
“La primera cosa, que llama generalmente la atención de un extranjero al desembarcar, es el carro del aguador. Estos carros trabajan todo el día, excepto durante el calor del verano, cuando trabajan por la mañana y la tarde, y toda la ciudad se abastece de agua por intermedio de ellos; porque los pozos, a pesar de ser numerosos, no producen más que agua mala, sucia, impropia para la cocina: el número de estos carros es, en consecuencia, considerable”.
“El casco es, comúnmente, una pipa o un tonel, sostenido sobre ruedas de ocho pies de altura, para permitir que los carros entren hondo en el agua, que debe recogerse tan limpia como sea posible. El balde contiene unos cuatro galones y cuatro veces esta cantidad extraída del carro y depositada por el aguador en el patio de la casa donde se tiene una pipa para este propósito, cuestan medio real. El pedazo de cuero que cuelga de la parte trasera del carro se coloca en el suelo para conservar limpio el balde, mientras éste se llena por medio de la manguera adherida a la parte posterior del tonel.
“La construcción de estos carros es curiosa, no usándose ningún hierro en ella. Están construidos de dura madera paraguaya; tres largas vigas y dos cruzadas componen el armazón, que está sujeto mediante tarugos de madera. La viga del centro, como en todos los otros carros, es bastante larga como para servir de pértiga, y a su extremo atada con tientos, está una gruesa viga cruzada con una hendidura a cada lado, donde se atan los cuernos de los bueyes. En este país, esos animales tiran solamente de los cuernos, ¡y sería de lo más humano que este fuera su único sufrimiento!
“La desventura de los bueyes de los carros aguadores está más allá de toda descripción. Cargados o no, el conductor se sienta en la pértiga, por la cual tiran, y con la picana en una mano y un gran mazo de madera, en la otra, nunca cesa en invierno, cuando los caminos son malos, y el lodo es hondo, de pinchar sus costados y golpear sus cuernos.
“La excesiva abundancia de ganado ha producido un desenfreno en el uso, o mas bien dicho en el abuso de los animales domésticos, que parecerá increíble a aquellos que no lo han presenciado; así el ser humano que para sus semejantes es hospitalario y compasivo, es para los animales el más bárbaro de los tiranos. En los malos caminos y en los senderos hondos y enlodados del río, que estos carros frecuentan, los crueles conductores suelen, a menudo, hacer mugir de dolor a los indefensos animales, perdiendo en castigarlos y en obligarlos a moverse una cantidad tal de energía que si la añadieran a la fuerza de los bueyes, se podría fácilmente sus piernas desnudan no toquen el barro. El sentimiento de humanidad se estremece ante esta escena. La larga costumbre de ser cruel con los animales hace que el aborigen mire con sorpresa a un extranjero que expresa su compasión, y se extrañe de que un buey pueda ser objeto de su interés”.
No ocurría así en otros lugares; en Lima, por ejemplo, los aguateros no usaban ni carros ni carretas, iban simplemente a caballo con dos barriles uno a cada lado de la montura y no se registraban maltratos a los animales; por otra parte, el agua que vendían era casi pura, ya que provenía de fuentes públicas.
Continúa Vidal señalando: “Los carros aguateros están provistos de una campana para anunciar su llegada; y en ese caso el conductor ha colocado su santo (un muñeco) en lo alto de uno de sus palos. No es improbable que este modo inconveniente de suministrar una de sus primeras necesidades para la vida y la salud continúe, hasta que algún inglés emprendedor demuestre la viabilidad de un método menos caro e infinitamente menos incómodo.”
Y Alcides D’Orbigny en 1826, describe en forma similar a estos personajes, señalando su gran número en Buenos Aires, coincidiendo con el inglés en la crueldad y “barbarie con que tratan a los animales, a quienes deben su existencia, la mayor parte de esos miserables” y concluye: “es de desear que pronto se busquen los recursos de la hidráulica para abastecer con menos gasto y de forma más humana una de las primeras necesidades de la vida”.
Y con estas descripciones ya tenemos presentado al personaje. El aguatero porteño usaba el traje popular de la época, similar al de otros trabajadores, consistente en poncho, chiripá, calzoncillo ancho con fleco, tirador y demás pertrechos, con sus cabellos caídos, cubierta la cabeza con un gorro, las piernas muchas veces desnudas y armado generalmente con un mazo de madera. Veamos algo más de su historia.
Abusos de los aguateros
Los aguadores de Buenos Aires nunca se caracterizaron por su simpatía; la tarea era ruda y se ejercía al aire libre con los calores del verano o los fríos del invierno, haciendo repetidos viajes al río. La mayoría hacía caso omiso a lo establecido y los abusos eran frecuentes. En 1807, por ejemplo, se negaban a vender agua a los precios fijados, que era de medio real por dos barriles y no la proveían a las casas aisladas o de altos, a tal punto que debió destinarse una partida celadora de policía para cuidar la distribución de las carretillas de agua en todos los cuarteles y obligar “con el mayor rigor y sin condescendencia la mas leve, a los carretilleros a llevar el agua a los parajes que les designen, distribuyéndola proporcionalmente para que no falte en casa alguna este renglón tan de primera necesidad”.
Y como esto no fue suficiente se hizo comparecer a todos los individuos “contraidos a este tragin” para empadronarlos, haciendose un alistamiento general. Para romper este círculo vicioso, se fijaron carteles en toda la ciudad “convocando a los que quieran hacerse cargo de proveer al público de este renglón de abasto, con mayores ventajas”.
El problema de las casas de alto, siguió siempre latente y si bien los aguateros porteños cumplían con lo ordenado de proveer el líquido elemento a todos los interesados, en este caso sólo lo hacían si se les pagaban la cubeta un real, en vez del medio real acostumbrado. Ya en 1810 se registraban quejas sobre los desórdenes que promovían los aguadores, no sólo por “el excesivo precio a que venden este renglón de primera necesidad, como sobre el modo de distribuirlo, negándose frequentemente a vender en muchos lugares del vecindario”. La historia, como vemos, se repetía.
Para evitar estos abusos, una resolución de la Intendencia de Policía del 19 de julio de 1813 prevenía a los alcaldes de barrio que en las quejas de esta naturaleza debían proceder con gran severidad mandándolos a la cárcel por ocho días en la primera vez que incurrieran en este delito, “con previa noticia a esta Intendencia, para su conocimiento.” 4
Una década después, el asunto seguía sin resolver, si nos atenemos a las quejas que aparecen en los diarios de la época. En “La Gaceta Mercantil” del 8 febrero 1827, hay una denuncia contra el gremio de aguadores, señalando que no se podía conseguir que proveyeran agua a las casas de altos. El autor concluye preguntando a la Policía “si los que habitan dichas casas deben perecer de sed con sus familias”.
Más explícita es otra nota del mismo periódico del 4 de marzo de 1828. “Las personas que viven en una casa de altos de la calle Piedad, participan a la Policía hallarse muy incómodas por la inconducta atrevida de algunos aguadores, a quienes se les ha llamado para que vendiesen agua y no han hecho mas que mirar la casa y seguir su camino sin hablar una palabra… para que impuesto el Sr. Jefe de Policía mediante sus puntualidades, a poner remedio, pues tanto lo desean los que no tienen fuerza para hacerse obedecer”.
El remedio ya se había dispuesto, como hemos visto desde la época de la colonia y el castigo reiterado por la policía en 1813, suponemos que esta vez se aplicaría con todo el rigor de la ley.
Otro tema era el fraude en la medida de las canecas con que expendían el agua, debiendo intervenir la policía para comprobar que tuvieran su capacidad exacta y encarcelando a varios que se pasaban de listos, disminuyendo su tamaño. En agosto de 1830 se encarceló “al aguatero Juan José Pereyra, que en el acto de vender el barril de agua a un vecino, se le encontró la mitad vacío, en cuyo estado lo introdujo a la casa que le compraba”.5
Dos años después seguían los fraudes en las medidas de agua. El jefe de Policía Bernardo Victorica daba cuenta al Ministro de Gobierno, “del escandaloso fraude y estafa que están haciendo los aguadores con los barriles cubiertos en que venden el agua, pues como no les es fácil al comprador el examinarlos, ni los llenan, ni los desocupan completamente al echarla en la vasija de los compradores, y aún ha habido caso de encontrarse barriles con fondos dobles”.
Recordemos que entre 1827 y 1830, el agua había subido su precio por la gran sequía que azotaba a la provincia, lo que hacía difícil la provisión de bueyes para el acarreo y el gobierno haciéndose eco del problema, había autorizado la suba a pedido de los aguateros.
Pedía Victorica que “habiendo cesado las causas que alegaban para la carestía de dicho renglón, por hallarse en el día en muy buen estado y abundantes las boyadas, obligan al infrascripto a proponer al Sor. Ministro se lleve a efecto lo que con repetición ha solicitado la Policía, de obligar a los vendedores de agua a que lo verifiquen en baldes abiertos de seis frascos cada uno, fijándoles un plazo para construirlos, pasado el cual, debe ser multado el que se encontrase vendiendo en barriles, o con los baldes de menos de los expresados seis frascos”.
El gobierno autorizó la medida y por resolución del 5 de diciembre dispuso hacer un anuncio público dando el plazo “de un mes para la construcción de baldes descubiertos, que deberán contener la mitad de la cantidad de los doce frascos, que hoy tienen los barriles y venderse a medio real cada balde de agua”.
Problemas con el costo del agua
Habíamos señalado que en épocas de grandes sequías, los aguateros solicitaban muchas veces la desregulación del precio del agua. A principios de 1823, el gobierno no hizo lugar a un pedido de este tipo y la policía actuó contra los aguateros rebeldes, embargando los carros, castigando a los peones y obligándolos en muchos casos a proveer el agua en forma gratuita. La reacción de los afectados no se hizo esperar y el 15 de julio de ese año elevaron una fundada representación, firmada por numerosos propietarios de carros aguadores de varias secciones de policía.
Manifestaban allí la ruina que padecían producida por la gran sequía y la epidemia que asolaba a la campaña aniquilando los bueyes, lo que motivaba el pedido de “vender el agua a un barril por medio”. Señalaban que si bien el gobierno no había aprobado tan justa solicitud, “bajo los principios que hoy nos rigen y bajo los cuales vive el comercio de abasto en los países verdaderamente libres estábamos en el caso de poner nuestra mercancía al precio que nos acomodase y que guardare proporción con nuestros principales y nuestros gastos”. Sin embargo acudían al gobierno “por un sentimiento de delicadeza” para reiterar el permiso de vender libremente el agua.
Refutaban un informe de la policía que afirmaba que las ganancias de los aguateros eran exorbitantes en verano. Afirmaban que lejos de ser así, “en el rigor del estío los producidos son tan mezquinos que apenas alcanzan a alimentar y vestir a un hombre y su familia” y en otoño, invierno y primavera apenas cubren los gastos, mientras en la estación fría se producía una pérdida considerable con relación al capital. Y ahora se agregaba la persistente sequía y la epidemia en la campaña.
“No hay pastos, tenemos que comprarlos y demasiado malos; nos vemos precisados a suplirlos con los granos; los bueyes no pueden trabajar, se nos ha muerto un número considerable y para reponerlos tenemos que adquirirlos a onza de oro”. Si los demás abastecedores de frutos del país, fijaban sus precios en relación a la carestía de los productos, señalaban que no había motivo para que los aguateros no gozaran de la misma libertad.
El Procurador General opinaba que era justo el pedido pues de no accederse, provocaría “un retraimiento de este genero de industria, que perjudicaría al público” y proponía se les otorgase “la facultad que solicitan, entendido solo por todo el mes de agosto en cuyo tiempo habrán mejorado los pastos según todas las probabilidades”. Rivadavia aprobó lo solicitado por el tiempo expresado, ordenando al Jefe de Policía vigilar “que cumplido el término se restablezca el precio de costumbre en el agua”.6
Años más tarde, en enero de 1835, la Sala de Representantes tomó una medida similar; declaró “libre la venta de las aguas, carne y pan” y dejando el precio “al arbitrio de los contratantes”. Esta vez se establecieron penas a los adulteradores de pesas y medidas, multándolos en cien pesos la primera vez, la segunda en quinientos y la tercera en mil, siempre que los tres delitos fueran cometidos dentro del mismo año. El decreto especificaba que quien no las pagara sufriría tantos días de arresto en el Depósito de Policía, cuantos pesos importe dicha multa.7
En la práctica, el conflictivo gremio de los aguateros, integrado por individuos del nivel social más bajo, continuó con sus fraudes más o menos encubiertos, perturbando el orden, riñendo entre sí y con los vecinos o sus sirvientes, y si bien sus abusos estaban reprimidos por las ordenanzas de policía, la frecuencia de estas últimas es testimonio de su ineficacia.
Contratos de provisión de agua
Algunas familias porteñas solucionaron el problema de la provisión de agua con carretas aguadoras propias y otros contrataban un servicio personalizado. En 1827, una carreta con dos pares de bueyes, pipas, barril y aperos correspondientes en condiciones de trabajar, se vendía en unos 300 pesos. Los tintoreros franceses Bossard e Ygournet vendieron una en ese precio al aguatero Juan Regueira dándole facilidades de pago, a razón de 20 pesos por mes y el compromiso de “surtir y dar a la casa de los vendedores una pipa diaria de agua…mientras no acabe de pagar el valor de carreta y demás”.
Y en agosto de 1827, urgidos por la necesidad de proveerse de agua para el uso de su tintorería, los mismos industriales apalabraron el servicio con el peón aguatero Pedro José López mediante un contrato que se elevó a escritura pública ante el notario José María Jardón. Para ello le entregaron una carreta, dos pares de bueyes, una pipa o barrica y un barril y firmaron el siguiente documento:
1) Que el otorgante día a día y sin exceptuar alguno, deverá surtir la casa fábrica de dichos señores con cuatro pesos de agua por día, a razón de cinco reales la pipa durante el actual precio del agua, y de cuatro reales pipa, luego que el agua buelba a su antiguo y ordinario precio, por el término de seis meses contados desde el día primero del presente mes y que cumplirán en primero de febrero del año próximo venidero mil ochocientos veintiocho.
2) Que para el más puntual desempeño de esta obligación diaria y la regularidad en el servicio, el otorgante pasará de parte de noche a casa de Bossard y Ygournet a saber el agua que deberán necesitar para el día siguiente a fin de que no carezcan de este artículo tan esencial a los trabajos de su Establecimiento.
3) Que al vencimiento del término de los seis meses, si el otorgante ha desempeñado con puntualidad las obligaciones que se dejan impuestas por los artículos precedentes, la carreta, bueyes, barricas y barril le pertenecerán en íntegra y exclusiva propiedad como pagado todo con su trabajo.
4) Que durante los seis meses destinados para el pago, el otorgante deberá mantener a sus expensas los bueyes y costear las composturas y reparaciones de pipa, barril y demás enseres.
5) Que todas las veces que el otorgante faltase al cumplimento de las estipulaciones que dejan pactadas, los señores Bossard y Igournet, podrán surtirse de cualquier aguatero, debiendo sufrir el otorgante el perjuicio de exceso en diferencia de precio, para el pago de los trescientos pesos.
6) Que caso de volver el agua a su anterior y ordinario precio, el otorgante no echará en casa de los habilitadores mas que tres pesos de agua diarios, a razón de cuatro reales cada pipa.
7) Durante los seis meses destinados a pagar con trabajo los trescientos pesos, los señores Bossard e Ygournet podrán disponer de la propiedad de dicha carreta, bueyes y demás útiles, siempre que no le interfieran su trabajo tanto para llenar hacia ellos sus compromisos, como para adquirirse el sustento y el de sus animales; pero a la expiración de dichos seis meses, todo ello quedará íntegramente propiedad del otorgante que solamente, en el caso de no cumplir con lo estipulado, se obliga a devolver carreta, bueyes y demás artículos en el estado en que se le han entregado”.
Obligaciones de los aguateros
Ya desde la época colonial, se había dispuesto que los aguadores en caso de incendio, estaban obligados fuera de día o de noche, a traer rápidamente agua del río, bajo pena de doce pesos de multa o un castigo de “dos meses en la cadena”, disposición establecida en un bando de 1790 que señalaba: “todos los aguateros de a caballo o carretilla [deben] acudir al toque de fuego con sus barriles llenos de agua, sin la cual no se retirarán del servicio público a sus casas para acudir con prontitud a cualquier hora de la noche en que ocurra semejante desgracia”.
Y en 1799 el marqués de Avilés dispuso que para contribuir al empedrado de la ciudad, todos los carruajes y carretillas de aguateros debían pagar un impuesto anual y los dueños presentarse “dentro del preciso término de un mes en los portales del cabildo y ante la persona que comisionara el mismo intendente de policía, a recibir las tarjetas que se ha dispuesto se formen numeradas y selladas con las armas de la ciudad, para que las fijen en cada una de dichas carretillas, las que no podrán continuar su trajín por la ciudad sin esta señal, bajo la multa de veinte pesos que se exigirán irremisiblemente al dueño de la carretilla que se encuentre sin tarjeta”. Importante antecedente de las patentes de los carruajes. Las carretillas eran carros abiertos a los costados, utilizados habitualmente por los aguateros.
Una medida similar había sido tomada en París por una Ordenanza napoleónica de 1803 que reglamentaba la profesión de los “porteurs d’eau”, cuyos carros debían ostentar un número de matrícula, nombre, apellido y domicilio del aguatero, ser mantenidos en buen estado y aprovisionarse únicamente en las fuentes pagas.
¿Cuántos eran los aguateros registrados que trabajaban por entonces en Buenos Aires? Lo ignoramos, pero la carreta que Bossard e Igournet vendieron en 300 pesos llevaba el número de matrícula 611. Tal vez, dentro de esta numeración, estarían incluidos otros vehículos similares y no se tratara sólo de carretas aguateras. Anastasio Valenzuela que pidió en 1830 permiso para habilitar seis carretillas para el abasto de agua, debió pagar las patentes correspondientes, señalándoseles los números 251 a 256. O sea que había verdaderos empresarios que tenían en servicio varias carretas aguadoras servidas por peones; en otros casos encontramos pulperos que además de la venta de bebidas, eran propietarios de carretas y carros aguadores. Un estudio pormenorizado de los censos de Buenos Aires, nos podría dar una idea aproximada de cuántas personas se dedicaban a este oficio en la ciudad. Debemos señalar también, que existían carros aguadores en localidades ribereñas cercanas, como Quilmes o San Isidro.
Restricciones a los aguateros
Durante toda la época de Rosas, los peones aguadores con sus mañas y sus carruajes, siguieron proveyendo el líquido elemento a la población y recién se produce un ocaso de la profesión con la instalación de las aguas corrientes y las obras de salubridad. Si bien, ateniéndonos a la iconografía porteña de la época, comprobamos que el oficio que en sus inicios era casi exclusivo de los morenos,8 en la época de la Organización Nacional, era ejercido en su mayoría por extranjeros, específicamente “gallegos”, que recibieron un duro revés con la ordenanza municipal del 5 de julio de 1870 que restringía notablemente su actividad. Este documento establecía:
1) Desde el 15 del corriente julio queda prohibido extraer agua del río en pipas, barriles, canecas, baldes, etcétera, para el consumo de la población, en la extensión de la ribera comprendida entre la Boca del Riachuelo y el Establecimiento de la Provincia de aguas filtradas.
2) Los contraventores a lo dispuesto en el artículo anterior, sufrirán una multa de cien pesos, sin perjuicio de ser obligados a derramar el agua en el punto que se les designe.
3) Todos los que se ocuparen del expendio del agua, ocurrirán a la Oficina de Patentes de la Municipalidad para ser inscriptos en el Registro que se llevará al efecto, y en el que se consignará el nombre y domicilio del vendedor, así como el número que corresponda al carro, entregándosele gratis una tablilla conteniendo éste, la que se deberá en paraje visible de aquel.
4) Los que omitieren algunos de los requisitos contenidos en el artículo precedente, sufrirán una multa de cien pesos.
Con ella, los aguateros porteños recibieron un golpe de gracia y la profesión comenzó a declinar. No ocurría así en algunas ciudades europeas; por la misma época en París muchos aguateros habían hecho fortuna; compraban 1000 litros de agua a 1 franco cada uno y los revendían en 5.000. En 1860, el movimiento anual de la profesión movía allí unos 700.000 francos por año, pero el establecimiento de la provisión domiciliaria de agua en las casas hizo que en 1882, se redujera a 40.000. Los aguateros desaparecieron de París con las aguas corrientes; en 1905 quedaban allí diez fuentes, pero las ventas eran insignificantes.
La profesión de aguatero, en Buenos Aires fue siempre una tarea marginal, de peones pobres que ganaban para el sustento diario; no conocemos a ninguno que se haya hecho rico con esta actividad. No obstante, sabemos por los cuadernillos de pagos de impuestos correspondientes a los últimos años del gobierno de Rosas, que las patentes más altas correspondían a los carros aguadores, que abonaban 120 pesos anuales, al igual que las volantas, calesas y coches particulares, mientras por la misma época las carretas sólo pagaban 20. O sea, que el oficio de aguador, era considerado en Buenos Aires como muy rentable.
Nuestros aguateros no fueron inspiradores de grandes poemas o versos. Recordamos que una de las tradiciones de Pastor Obligado, cuenta la forma en que Martín Thompson, disfrazado de aguatero, accedía a la casa de su novia, la linajuda María Sánchez de Velazco. Ello nos hace pensar que los aguadores, como las negras esclavas, deben haber sido también portadores de mensajes amorosos, ya que podían penetrar con cierta facilidad en el interior de las viviendas. Sin embargo, excepcionalmente aparecen mencionados en nuestra literatura.
Tal vez una de las mejores composiciones que les fueron dedicadas, sea la “Milonga del Aguatero” de Eros Nicolás Siri, que dice así:
Por el bajo del Retiro,
subiendo va el aguatero.
Carreta de agua fresquita,
da agua que es un primor.
Viril la estampa del mozo,
sentado junto al pipón.
Va despertando las calles
al cantar de su pregón:
Aguita fresca, aguita fresquita,
Pa’ la tinaja de la porteñita…
Con la difusión de las aguas corrientes los aguateros debieron desaparecer, pero no sucedió así. Hubo muchos que se adaptaron al progreso cargando agua en los depósitos de aguas corrientes y proveyendo el líquido elemento a los habitantes de extramuros. Todavía conocemos imágenes fotográficas de la profesión con carros y caballos a principios del siglo pasado. Los caballos que sustituyeron a los bueyes ya figuran en algunas acuarelas de Pellegrini y son mencionados por Wilde en 1881, así como el cambio de la carreta por carros de ruedas más chicas y las mangas de cuero o lona reemplazadas por canillas de madera o metal.
Pero el golpe final llegó con la Ley 4196 del 31 de agosto de 1903 que declaró obligatorio el servicio de agua potable “para los usos domésticos en toda casa situada sobre calles en que existe cañería de distribución”. El servicio que era pago, sería provisto únicamente por el Estado a través de la Comisión de Obras de Salubridad, en las “cañerías definitivas existentes y las que se establezcan en adelante”.
No obstante, al extenderse la urbanización en el Gran Buenos Aires, con la falta de agua en muchos asentamientos, la profesión parece que ha vuelto a resurgir en pleno siglo XXI, aunque ahora se emplean en esta tarea modernos camiones cisternas. Las quejas y los abusos siguen igual que entonces…
(Continuará)
Notas
1 A.G.N. Sala IX. 11-2-2.
2 Méndez Avellaneda, Juan “La primera casa de baños de Buenos Aires”, en Historias de la Ciudad. Año III. N° 16. Buenos Aires, julio 2002.
3 Wilde, José Antonio, Buenos Aires desde setenta años atrás. Buenos Aires, 1881.
4 A.G.N. Sala X. 32-10-1.
5 A.G.N. Sala X. 33-1-1.
6 A.G.N. Sala X. 32-11-6.
7 A.G.N. Sala X. 33-2-3.
8 Los aguateros pintados en la década de 1830 por Carlos E. Pellegrini son morochos, más bien gauchos que negros o mulatos.
Información adicional
Año VI – N° 32 – agosto de 2005
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: ESPACIO URBANO, Arroyos, lagos y ríos, Historia
Palabras claves: agua, ríos, aguadores, población, aguateros
Año de referencia del artículo: 1750
Historias de la Ciudad – Año VI Nro 32