Las letras del tango, poemas en sí mismas en muchos casos, resultan de un proceso iniciado casi en paralelo con el afianzamiento de esta forma de expresión musical.
Abordado1 el tema del mérito poético de ciertas letras de tangos, se había enfatizado sobre la particular importancia que ellas revisten en la conformación del sentimiento porteño. No todos los tangos ni de todas las letras, pero con facilidad convendremos —al menos quienes nos hemos hecho al amparo de ese patronato emotivo— que algunas hay muy significativas, y que está harto justificada una inquisición detenida acerca de su fuerza lírica y de la índole de sus componentes literarios. Al contemplar más de cerca ese conjunto de obras, se corrobora que —más allá de gustos, de modas y de moderadas anteojeras ideológicas—, en efecto existe por lo menos medio centenar de tangos cuyas letras merecen ser consideradas con el mayor respeto, que en nada usurpan la posición que ocupan entre los emblemas de esta ciudad y que han contribuido —o contribuyen— en no corta medida a constituir el trasfondo de sabiduría popular e infusa que para bien nos acompaña.
Sostenía aquel pequeño estudio la existencia de dos etapas bien diferenciadas en el estilo de esas letras, divididas, muy aproximadamente, por el año crucial de 1930. A la primera puede denominársela clásica o ingenua, y en ella ciertas pasiones —o preocupaciones—del inconsciente colectivo local son expuestas sin mayores tapujos. A la segunda —que embarcada en larga decadencia se prolonga hasta hoy— la designaremos como moderna o elaborada, y se distingue porque altera algunas constantes paradigmáticas de la anterior, en lo referido a la situación de la mujer y, en general, al nivel de la apelación amatoria; en menor medida, además, se destaca en la segunda el deseo de desprenderse del lenguaje chocarrero y limitadamente local de los inicios, para procurar sumergirse en el gran cauce del idioma.
Otros rasgos, en cambio, permanecen idénticos en ambas etapas, en primer lugar la terca visión reminiscente, la perpetua apología de lo viejo y su inevitable derivación hacia el tono sentencioso y hacia la manía de dar consejos y de juzgar el comportamiento de los demás. Pero tanto lo diluido como lo que permanece incólume constituyen rasgos extraños y definitorios que alejan notoriamente al tango de las formas conocidas de expresión popular. En este sentido, hay que aceptar como válida la afirmación de que la música de Buenos Aires es un caso especial y único en el reino machacón y comercial de las músicas de esparcimiento y socialización: en muchos aspectos —que tienen que ver esencialmente con sus letras— el tango difiere mucho de lo popular universal y, en algunos, hasta cabe creer que invade otras instancias más elevadas del arte.
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Una eventual discusión al respecto nada tendría que ver con la música y sí mucho con la literatura. El tango “argentino” —apelativo que indica que los hubo al menos en otro lugar— no es, al término de tantas disquisiciones, sino la manera local de una pegadiza música “de acordeón” surgida en los puertos europeos —de ahí la consabida adherencia prostibularia—, en especial del Mediterráneo, y que tuvo su cuarto de hora más o menos entre 1890 y 1920. Como en todos lados, aquí también hubo de extinguirse, pero un extraordinario fenómeno de creatividad artística transformó entonces esa pequeña porción de nostalgia en representación sentimental de Buenos Aires. Pascual Contursi convocó para enriquecerla a una poesía tan grosera como trascendente y el éxito que ésta alcanzó vino a redundar en unos treinta años más de vigencia efectiva del género, transcurso en el que aparecieron piezas memorables en cuanto a intensidad lírica y a significado enternecido, dentro de un proceso que influyó también en un crecimiento marcado de las exigencias musicales y cuyas extensiones llegaron hasta pesar sobre lo literario formal.
Esclarecer los oscuros puntos que inciden en la luminosidad de esas letras es lo único importante que desde una perspectiva intelectual cabe hacer en relación con el tango. No poco se ha hecho, pero igualmente subsisten como enigmas plenos esas características identificatorias que son, a la vez, los elementos que de manera radical apartan a esa música de toda otra forma de expresión popular. Esclarecer, en este caso, no puede ser entendido sino como un rastreo de los orígenes de esas diferencias, como un esfuerzo por develar la evolución de las pautas y sobreentendidos que determinan la peculiaridad de esa variante poética.
Es evidente que a partir de 1930 surgió —por obvio mandato del inconsciente colectivo— una decidida voluntad de que esas letras se escribieran con limpieza y que reflejaran, sobre todo, ciertos aspectos quintaesenciados y digeribles de la realidad. Es de creer que ello no era así —o lo era en grado muy menor— antes de esa fecha que se toma como pórtico ideal: pasada revista a las letras de Contursi, del negro Cele, de González Castillo, de Vacarezza, de Manuel Romero, de Bayón Herrera, de los primeros Discepolín y Cadícamo, surge naturalmente la impresión de que, al parecer, no estaban sometidos a más restricciones que las provenientes de las diferencias individuales de gusto y capacidad expresiva, y del imperativo de alcanzar la aprobación multitudinaria, a la sazón dada con frecuente generosidad consagratoria.
Pero es de observar que en ese tiempo inaugural regía la circunstancia de que todo lo referido al tango y a sus recursos complementarios, incluidos el nivel de las palabras que lo acompañaban y la entera jerga lunfarda, estaba ya perfectamente estatuido por los usos de la ciudad, y que esto era independiente del fenómeno tanguero. Pascual Contursi se topó con un lenguaje ya del todo formado y el único cometido decisivo que debió resolver —y lo mismo les sucedió a todos sus inmediatos seguidores— fue el de insuflarle un estilo particular. Al respecto, la función de esos poetas primigenios fue muy distinta a la que realizaron los protagonistas de la gran transformación siguiente —Lepera, Manzi y Blomberg, entre otros—, pues estos trabajaron según imprecisos dictados intuitivos, con vistas, cada uno, a cambiar el patrimonio recibido, de acuerdo con tendencias personales, asimismo disímiles entre sí.
Por lo tanto, encarar la cuestión del origen de los temas y de la retórica que son habituales en las letras de tango y que son los grandes elementos diferenciadores de esa música es, esencialmente, encarar lo ocurrido hasta 1930, pues lo posterior es, ante todo, una exposición de individualidades. Una compulsa de aquello inicial permitirá encontrar abundantes testimonios de formas populares anteriores a esa época e inclusive hasta de resabios folklóricos (o casi), así como también constatar la facilidad con que el lunfardo pasó a cumplir la función de moneda de cambio chico de la espiritualidad porteña. Por supuesto, esas comprobaciones son las que abren las puertas a la búsqueda de los antecedentes concretos de la línea argumental predominante: la mujer de mala vida, la devoción a la madre, el resentimiento social, las adicciones a la bebida y al juego tomadas como manifestaciones egregias de libertad, la añoranza del tiempo pasado y la actitud suficiente y aleccionadora.
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Contrariamente a lo que suele suponerse, poco es lo que se encuentra en esas letras acerca del tema inmigratorio o los problemas sociales en relación con la política o con la ideología. Por excepción figura el gringo —italiano, se entiende, y en buena medida patrón (dueño) del conventillo y rector del lunfardo-cocoliche—, en calidad de personaje por lo común ridículo. Más a menudo da razón de sí el anarquista-idealista, golpeado y castigado por su afán de justicia, sometido a los dictados de la miseria que, a veces, hasta lo empuja a las sentinas del delito.
El ambiente del tango en su período de afianzamiento coincidió con el apogeo del sainete, con el que compartió autores y en el que halló un eficaz medio de difusión. Y en el sainete, la convención imponía la burla desconsiderada a casi todos los habitantes del conventillo: tanos, gallegos, rusos, turcos, en beneficio del mocito criollo, parásito divertido, animoso y titeador, destinado, por gracia indescifrable, a disfrutar de los favores de la más hermosa, que generalmente era la única hermosa.
Pese a su pobreza, ese esquema dramático estaba llamado a ejercer una persistente influencia en nuestros hábitos culturales, prolongada quizás hasta hoy. Una de sus consecuencias sería que el “tanguista”, el compadrito, obviara su apellido y se considerase a sí mismo como lo más criollo y argentino del mundo. No hay que olvidar que el tango era “tango argentino” y que esto que en principio no fue sino mera indicación topográfica terminó siendo una divisa arrogante. El mecanismo sociológico de esa actitud —y del consecuente rechazo xenófobo a los recién llegados— es harto conocido y se halla, seguramente, en las raíces mismas de la condición humana. Como es lógico, tampoco entre nosotros era novedoso y figura, como juego chacotón, ya en El amor de la estanciera. Más tarde ilumina algunas de las mejores estrofas del Martín Fierro y da sabor especialísimo al Juan Moreira, en el que las desgracias se desatan por obra del malvado Sardetti.
Ambas referencias son sugerentes pues contribuyen a remitir a las fuentes de la tradición gauchesca, justo cuando comienza a advertirse que una mayoría de senderos que recorremos parten de ahí: si la posterior revalorización folklórica fue en sí un esfuerzo deliberado para quitar su prevalencia al tango, hay muchos motivos para creer que éste, a su vez —al menos en el plano del raciocinio—, no ha sido sino una extensión de la emotividad gaucha según las normas establecidas por sus grandes protagonistas. En el Martín Fierro figura, por lo pronto, la mayor parte de los contenidos que más tarde repetiría sistemáticamente la lírica tanguera; conviene, pues, detenerse en ellos y especificarlos:
1º) La necesidad de cantar opinando: sin excepción, todos los grandes tangos desarrollan temas de manera no solamente poética sino también expositiva y didáctica.
2º) Nostalgia de un tiempo pasado, mejor que el actual.
3º) Actitud de perpetuo consejero, sea por boca de Vizcacha, de Fierro, o de cualquier otro personaje; de hecho, todos.
4º) La soledad: los lazos y obligaciones familiares están reducidos a lo mínimo y en lo afectivo se vive a la intemperie.
5º) Por fuerza se es pobre, no se puede ser sino pobre; el mundo del gaucho y el del tanguero es el mundo de una pobreza racial, que abarca incluso al bacán, pobre diablo cuya opulencia consistía en poder pagarse un bulín.
Las divergencias residen en que si bien Martín Fierro conoce las pendencias y las borracheras, no transita propiamente la mala vida. En cuanto a su catadura amatoria, es cierto que la misoginia lo lleva a desconocer la interioridad femenina, pero no por eso el desinterés que experimenta hacia la mujer es unánimemente denigratorio. Juan Moreira, por su lado, es importante porque crea la pauta del matrero, del gaucho malo, padre del primitivo depredador de arrabal —el lunfardo de las crónicas policiales— y abuelo de los matones de cartón cuyas lágrimas humedecen tantas partituras de tango.
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Un intento de comprensión impone la obligación de tratar de reconstruir las conexiones que hubo entre las sensibilidades rural y urbana. Entre el florecimiento de ambas hay, además, un hiato de 40 años, lapso en que el país registro extraordinarios cambios. Sin embargo, muchas asociaciones persistieron inmodificadas y a la áspera índole del gaucho le bastó con incorporar los cuatro elementos que definen a una ciudad —a cualquier ciudad, a todas las ciudades—: la vereda, el empedrado —o la calle de tierra—, la marginalidad y la prostitución, para adquirir todas las exterioridades propias del compadrito.
Acercarse a los autores que prosperaban en el último cuarto del siglo XIX puede ser ilustrativo al respecto. En especial, es curioso que una recorrida de ese tipo por la literatura general arroje como resultado una cosecha de datos mucho más proficua que un paralelo repaso de los testimonios directamente gauchescos, pero el hecho es comprensible si tenemos en cuenta que sólo después de la “polémica del criollismo” (1902) es que empieza la publicación regular de textos de los poetas menores, o de payadas rescatadas a medias, por lo que los añadidos tardíos son gravosos, tanto más cuanto que se trataba ya de artistas profesionales cuyos periplos por circos y almacenes concluían invariablemente en la gran ciudad, ante espectadores heterogéneos. Sus centros de actuación fueron —bueno es recordarlo— primero la calle Deán Funes a la altura de San Juan y más tarde el Parque Goal, frente a la plaza Congreso.2
Por otra parte, es de imaginar que en esas compilaciones se procuraba abarcar lo considerado mejor y más representativo y es sensato pensar que muy difícilmente el todavía borroso tema urbano podía aspirar a revestir semejantes condiciones, tanto más cuanto que la ciudad inspiradora era una especie de vasto campamento, con multitudes improvisadas y encuadres sociales en estado de extrema fragmentación. Sobre el particular, por más que anecdótica, la pertinaz resistencia de Gardel a encarar la expresión urbana es ilustrativa: si bien el ingreso del cantor al tango fue para éste un paso decisivo y fundacional, es notorio que su actitud primera de resistirse a interpretar manifestaciones de la cultura porteña trasuntaba las dudas generalizadas de vastos sectores acerca de si tenía validez y de si era representativa de lo argentino. Tal incertidumbre subsistió arraigada en muchos partícipes destacados de nuestra actividad artística por lo menos hasta medidos del siglo XX, para después dar paso a una inversión abrupta en materia de juicios valorativos.
Al mismo tiempo, los testimonios fonográficos subsistentes de la primera década de la centuria pasada muestran que en los cantores y payadores argentinos y uruguayos —Gabino Ezeiza, Arturo de Nava, Cayetano Pacheco, Higinio Cazón— despuntaba el gusto por una suerte de canción romántica, imprecisa en cuanto a ubicación espacial pero que muy bien podía corresponder a la sensibilidad urbana. Los ritmos de vals, de tonada, de milonga, solían estar atrás de esos intentos, probablemente importantes en su época y sin duda significativos hoy para el conocimiento de la compleja transición entre la Patria Vieja y la Argentina —y el Uruguay— de la actualidad.
Hay algunos casos a todas luces intermedios como los de Nemesio Trejo, Angel Villoldo y Arturo Mathon, pero es ése un tema lateral y de no demasiado relieve, pues situaciones de ese tipo son inevitables cuando se apresuran los cambios sociales. Más trascendente es intentar una descripción de cómo durante ese proceso se erigieron ciertos temas que luego definirían emocional y estéticamente al tango. Dos asuntos clave se perfilan entonces con enorme fuerza, ambos llamados a tener una vigencia tan larga que aun no ha concluido: uno es la exaltación casi morbosa del amor a la madre; el otro, el resentimiento —y no la posibilidad de la enmienda violenta— como respuesta a las injusticias.
Porque no es cualquier versificador de patio alegre el autor de la letra de Con los amigos (o A mi madre), sino Pedro B. Palacios (Almafuerte). Y se descubre en ella que el gran misógino adora a su madre, con curiosa y reflexiva fruición:
“¡Pobre madre!, yo de ella me olvidaba
cuando en brazos del vicio me dormí.
Un inmenso cortejo me rodeaba
y a nadie mi afecto le faltaba,
pero a mi madre, sí.
“Hoy, moribundo, en lágrimas deshecho,
exclamo con dolor: ¡todo acabó!
Y al ver que gime mi angustiado pecho
todos se alejan de mi pobre lecho,
pero mi madre, no.”
Importa aquí no sólo el tema bellamente tratado, sino, también, la aparición de ciertos giros, de cierto horizonte retórico que habría de ser el del tango y el de las restantes canciones afines: basta una pizca de sensibilidad para reconocer en “un inmenso cortejo me rodeaba” y en el lúgubre complemento de “todos se alejan de mi pobre lecho”, el embrión expresivo de figuras ilustres: de ahí vendrían, con los años, los clásicos “va a comenzar la eterna y triste vista”, la apelación metafórica a la “caravana”, el trágico “cuando se prueben la ropa que vas a dejar” y, sobre todo y ante todo, el desgarrado “yo sé que ahora vendrán caras extrañas”.3
De esa misma época es otra mención al amor de madre que ya da cuenta de la tendencia semi perversa que luego habría de ser connatural al gran sentimiento tanguero. De José Betinoti —a quien también se le debe el clásico Pobre mi madre querida— es esta monstruosidad perfectamente instalada en el gran repertorio de la emoción popular, lo que indica que, de todos modos, no es ajena a sentimientos extendidos:
“Como quiere la madre a sus hijos,
con la fe sacrosanta del alma,
yo te amo aunque sea un pecado,
con todo el cariño, con todas mis ansias.”
Humana, dolidamente, casi todo cabe decirle a una mujer para expresarle que se la ama y desea —y tanto más si es “por izquierda”—, pero esa afirmación de que se la quiere “como la madre a sus hijos…” “aunque sea un pecado”, lo que menos es equívoca, a no ser que nos dediquemos a sondar los abismos del espíritu. Pero la cita es valiosa en cuanto da pie para fundar una generalización necesaria en términos de la comprensión de Buenos Aires: el tango ha surgido y ha tenido un descomunal impulso a partir de actitudes y determinaciones que se apartan mucho de las normas de mínima convivencia. Así era, sobre todo, en su gran momento y esto no deja de provocar asombro. Hecho de la potencia que le proporcionaba el escarnio, el vicio y la degradación, cuando deliberadamente quiso apartarse de esos rasgos protervos inició una etapa secundaria que lo hace confundirse con cualquier otra expresión popular, más o menos vulgar y chirle. Es interesante inquirir la emergencia de ese fenómeno antes del florecimiento tanguero y reparar que preexistía una retórica ya afianzada para esos temas, a la que se ha olvidado tal vez por no haber quedado unida —como sí sucedió más tarde, por obra y gracia del tango— a ciertas obras artísticas relevantes.
Alberto Ghiraldo era un fino intelectual y un apreciado poeta. Desde muy joven obtuvo merecidos reconocimientos y recompensas, lo que no le impidió —hacia los años del Centenario— hacer ciertos versos cantables —los de Mis Harapos— que alcanzaron verdadera celebridad y que todavía hoy son a veces recordados con intención festiva, pues su alejamiento del sentido común es tal que terminan siendo absurdamente ridículos, como cuando el “caballero del ensueño” que habita en esa tonada de ritmo vivo, asegura, muy orondo:
“mi romántica melena, así lacia y mal peinada,
es mas bella que las trenzas perfumadas de Ninón…”,
en un fervor misógino límite, pues hasta Schopenhauer reconocía la primacía femenina en materia de cabellos.
Pero lo llamativo de Mis Harapos es que constituye, desde una posición realmente marginal, una impar exposición de resentimiento y envidia, asombrosa por su nitidez en cualquier circunstancia y que debe tener escasísimos parangones en la literatura mundial; tenemos que esos estupefacientes versos que, por otra parte, apenas sí han llamado la atención, dicen:
“Tengo un primo. El es rico, poderoso, bien querido.
yo soy pobre, soy enfermo, pienso, escribo y sé soñar,
y una noche de esas noches tan amargas que he sufrido
mis harapos con su smoking se rozaron al pasar.
“Me miró como al descuido; no dejó su blanca mano
se estrechara con la mía contagiándole calor;
el su smoking lo vestía, ¡mi elegante primo hermano!,
y alejóse avergonzado de su primo el soñador.
“Hoy, rozando las hilachas de mis trágicos harapos,
una mueca de ironía mi miseria le arrancó.
¡También ríen en los charcos los inmundos renacuajos
cuando rozan el plumaje de algún cóndor que cayó!
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Poco a poco se va, pues, completando el entramado en que posteriormente se desarrollará el tango. Por un lado está el tema de la madre, con sus simultáneos significados, sublimes unos y amariconados otros. Por otro, el de la injusticia, el de la desigualdad social, a veces como un llamado a la rebeldía pero más a menudo como mera envidia. Tampoco faltan otros elementos capitales en la conformación de ese mundo y uno de ellos es la capacidad de convocar la desolación existencial hasta un punto rayano —y esto no es demasiado decir— al que define y otorga jerarquía a la poesía clásica.
El siguiente es un fragmento de José Alonso y Trelles, más conocido por su seudónimo de El viejo Pancho, cuya concisión y tono fuerzan a admitir que ese poeta-payador estaba de sobra habilitado —había nacido en 1857, en Galicia— para enseñarle “filosofía cruel” a los tangueros que vendrían después, por muy histéricos que fuesen:
“Salí, y en lo escuro vide uno de poncho
yevando a los tientos lazo y boleadoras,
que al tranco espacioso de un matungo záino
arriaba animales que parecían sombras.
-”Paresé, aparcero, paresé y disculpe,
-le dije: -¿Qué bichos yeva en esa tropa?”
-”Voy pa’ la tablada de los gáuchos zonsos
a venderles miles de esperanzas gordas.”
– Si el mercáo promete y engolosinado
güelve po’estos pagos en procura de otras,
no olvide que tengo mis potreros llenos,
y que hasta e’regalo se las cedo todas.”
“Sonrióse el tropero, que era el Desengaño,
talonió el matungo derecho a las sombras,
y áun tráe a mis óidos el viento e’la noche
su grito campero… “¡hopa!, ¡hopa!, ¡hopa!”
Por el canto de Atahualpa Yupanqui nos queda el recuerdo de otro maestro de la introspección que fue Romildo Risso. Y a un ignoto payador de Balcarce llamado Maximiliano Santillán se le atribuye esta cuarteta, que otros suponen de autor anónimo, pues fue recogida en ocasión de la famosa encuesta folklórica ordenada por el Ministerio de Instrucción Pública en 1921:
“La alondra canta en el cielo,
de la tierra indiferente
y canta, aunque tristemente,
el gaucho en su propio suelo.”
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La rebelión en el hombre de la pampa ha sido siempre menor y soterrada, como uncida a la convicción persistente de que es imposible luchar simultáneamente contra el poder del patrón y de sus servidores gubernamentales y contra la agobiadora hostilidad del desierto. Así, por ejemplo, surge con entera claridad del comportamiento de Martín Fierro, quien, desesperado, dejó todo para buscar la libertad en la sórdida marginalidad aborigen, de la que asimismo volvió decepcionado, como para patentizar la inutilidad del gesto:
“Me voy”, le dije, “ande quiera,
aunque me agarre el Gobierno,
pues infierno por infierno,
prefiero el de la frontera.”
Esa reticencia ante la acción, justificada en haber pasado trances a los que se da sentido augural, ese descorazonamiento en esencia, es muy característica del espíritu gaucho y constituye, a no dudarlo, explicación certera de no pocas circunstancias de la historia argentina. Es sintomático, por otra parte, que, en el fondo, la gran rebelión se confunda con la huída, que en el caso de Fierro es hacia los toldos de la indiada y que, más tarde, lo sería hacia la delincuencia según fue destino invariable de los gauchos matreros y también de los gauchos milagrosos de la devoción popular, dos grupos que en realidad son uno solo.
Afín a Hernández fue el notable poeta Luis Acosta García, pese a ser anarquista y participar aquél de ideas profundamente conservadoras. Una fugaz incursión del llamado “payador libertario” por el tango dejó un testimonio de excepcional calidad: ¡Dios te salve m’hijo!, que desde el título mismo muestra voluntad de adaptación, si se considera que el autor era ateo militante. En él, ante el cadáver apuñalado de un joven, el padre se limita a murmurar:
“…por no hacerme caso m’hijo: se lo dije tantas veces…
no haga juicio a los discursos del doctor ni del patrón.”
En el tango, esa inclinación a la pasividad no habría de cambiar mayormente pero se le añadirían algunos especiales matices, en lo fundamental vinculados con reacciones de enojo, de envidia o de emulación. Aunque caricaturesco, el antecedente de Mis Harapos es digno de ser tenido en cuenta , como también lo es el ambivalente significado de la palabra “bacán” y, en menor medida, de otras expresiones como “fifí”, “niño bien”, “jailaife”, o “lamidos y shushetas”, categorías a la vez despreciables y codiciadas. Esto último se presenta, de pronto, como una aspiración no tan descabellada una vez que el tanguero pierde esa convición ahincada de inferioridad, que había experimentado el gaucho en su relación con el patrón. Ajeno a la alienación del trabajo, el malevo gustaba imaginar que un golpe de suerte, una audacia intrépida, podían cambiar el orden de las cosas; él mismo podría dejar, en algún momento, sus pilchas arrabaleras, sus lujos reos, su lenguaje lumpen y transformarse en bacán..
Sin tomar para nada dimensiones políticas, el descontento se racionalizó y tendió a ver en los pobres de hoy a los futuros dueños de lo que tienen los ricos. El mañana comenzó a intrigar y, por ahí, hasta se hizo fácil percibir inusitados ecos de la amenaza proferida por el salteño Joaquín Castellanos, otro conservador descarriado que gozó de gran ascendiente entre los guitarreros finales:
“Los pobres hijos de la vida mínima,
que en toda conmoción ven un desorden,
son incapaces de entender el orden
superior de una vasta convulsión…”
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Otro tema pendiente era el de la mujer, en rigor inexistente en la tradición gaucha. Sin duda, Fierro incurre en desdeñoso apartamiento, pero más por omisión que por acción. El gaucho era —significativa transposición—también guacho e ignoraba la existencia de más familia que la que rodeaba al patrón. Hijo de encuentros fugaces propios del nomadismo varonil, su madre lo era porque a la mujer quedaba el papel de custodia de un rancho por el que pasaban visitantes que traía la vida. Se instauraba así —como en todas las sociedades sometidas al rigor de la pobreza extrema— una especie de organización poliándrica en la que la ignorancia de la identidad del padre tenía carácter normativo.
Es admisible que se quiera ver en tal situación, prolongada durante siglos, el origen de esa ulterior devoción agobiante por la madre,4 pero resulta poco creíble, en primer lugar porque apenas si hay testimonio que respalde semejante presunción y, además, porque lo habitual era que, tras un tiempo, también la mujer abandonara rancho y críos, cuando alguien con algunos posibles encaraba la construcción de un nuevo habitáculo y le exigía seguirlo, eventualidad que implicaba el comienzo de un nuevo ciclo de maternidades que sólo podrían eludir las viejas.
Por otra parte, el propio guacho alardeaba de serlo y asimismo de la orfandad absoluta en que lo dejaba la ulterior deserción de quien le había dado el ser, pues al no tener padres nadie era quién para imponerle obediencia. En cuanto a lo primero, orgullosa, acaso rencorosamente, era un “hijo de nadie”, un “hijo del viento”5 y quizá sí haya motivos para ver en este antecedente el histórico menosprecio con que la vertiente criolla de nuestra cultura ha visto a la institución familiar y a los valores femeninos que le son adecuados.
El relato que hace Fierro de cómo su mujer, acosada por la miseria y el desamparo, abandona el rancho que habitaban antes de que se lo arrease a la frontera, y deja librado a su suerte al enjambre de hijos, carece de encono, de despecho: ve poco más o menos como natural ese comportamiento femenino y hasta expresa compasión, además de comprensión. Era, a no dudarlo, lo que sucedía siempre, lo que hacían todas:
Y la pobre mi mujer,
¡Dios sabe cuánto sufrió!
me dicen que se voló
con no sé que gavilán
sin duda a buscar el pan
que no podía darle yo.
Es cierto que en el poema hay pullas y cáusticas agresiones a propósito de las mujeres, como la que entraña la respuesta dada al apelativo cuñado: “…por su hermana, / que por la mía no hay cuidao”. O bien la sentencia “mujer y perra parida / no se me acerca ninguna”,6 pero más parecen ser fórmulas de la hosca sociabilidad entre varones distantes de todo y tallados por el infortunio, para los que la mujer era un bien de uso, por cierto útil y deseable pero no más que una manta o una botella de alcohol. Pero, intercaladas, también hay finezas grandes en cuanto al trato entre ellos y ellas: tras el drama en la toldería y con el espectro de Cruz todavía cerca, Fierro se abstiene de tomar a la Cautiva, con la que comparte la larga marcha de regreso y a la que, una y otra vez, contempla llorar. Pundonoroso en medio de la sordidez en que subsiste, respeta a su “infeliz compañera”, de la que se despide no bien llegan a la “tierra bendita / que ya no pisa el salvaje”.
Todavía cercano a ese sexismo sencillo y altivo, aunque ya con una dura distancia insinuada, está el Almafuerte ostentoso de
“Por eso las mujeres, ¡pobres mujeres!,
las eternas sensuales y secundarias,
clavan en mi pureza sus alfileres,
celosas de mis noches tan solitarias.”
Pero algo después, en las Milongas clásicas ya su tono ha cambiado y mucho; las ideas (no las mujeres, pero la transposición es inevitable) suelen ser, dicho con lenguaje que habría de tener largas resonancias:
Miserables prostitutas
que nos hieren o marchitan,
y nos mandan y nos gritan
como reinas absolutas.
En pos vendría ya el tema del adulterio, que llegó a ser absorbente en la poesía gauchesca tardía, cuando se comienza a reflejar la vida en la estancia de planta moderna, donde los vínculos se hicieron más estables y, a la vez, la organización estacional de las tareas derivó en el surgimiento de un rígido sistema jerárquico favorable más que al dueño absentista, a los capataces, en tanto que la mayor permanencia de los peones en el lugar tendía a agravar humillaciones y despechos. Hasta ahí se había llegado hacia 1910, clima que durante bastante tiempo trasuntaron con puntillosa veracidad, pocas veces reconocida, las novelas de Hugo Wast. Pero así y todo seguía faltando la característica mujer del tango, que es la mercenaria, así como el ámbito natural en que ésta se mueve, que es la orgía. Joaquín Castellanos alude a estas porciones de la nueva sensibilidad urbana, pero con artificiosidad despiadada:
“¡Eso me espera a mí…, pero bebamos!
adentro, mis gozosos camaradas
bailando con mujeres alquiladas
se agitan al compás de un acordeón.
Allí, en un charco de licor, un ebrio
resbala y cae…; palmotea, mofa,
tumbado en tierra impreca y filosofa:
he aquí al hombre, al rey de la creación.”
Ya era el turno del tango verdadero y fue para ese momento que aparece Pascual Contursi y sólo entonces es que la prostituta (o la mantenida) se presenta con rasgos humanizados e introduce en el incipiente tango-canción un clima de melancolía moral que pervive hasta hoy y que es uno de los rasgos más acendrados del sentimiento porteño. Champagne tangó hablaba hacia 1914 de que
“Se acabaron esas minas
que siempre se conformaban
con lo que el bacán les daba,
si era bacán de verdad.
Hoy sólo quieren vestidos
y riquísimas alhajas,
coches de capota baja
pa’pasear por la ciudad.”
En De vuelta al bulín nos enteramos de que en
“La carta de despedida
que me dejaste al irte
decías que ibas a unirte
a quien te diera otro amor…
La repasé varias veces,
no podía conformarme
de que fueras a amurarme
por otro bacán mejor.”
La historia de Flor de Fango es la tantas veces contada, la infaltable historia de los siguientes veinte años:
“Justo a los catorce abriles
te entregastes a la farra,
las delicias del gotán…
Te gustaban las alhajas,
los vestidos a la moda
y las farras de champán.”
Ya en Ivette, despunta el desdichado al que la prostituta condena a la infelicidad, personaje llamado a ser, con el tiempo, el tanguero clásico:
“¡Qué te ha de dar ese otro
que tu viejo no te haya dado!”
…
“¿No te acordás que conmigo
usaste el primer sombrero
y aquel cinturón de cuero
que a otra mina le saqué?
¿No te traje pa’tu santo
un par de zarzos de bute
que una noche a un farabute
del cotorro le piante…”
Finalmente, la desgracia, el desconsuelo, vienen de la mano del conmovedor El motivo, pieza a la que en algunos registros se denomina Pobre paica:
“Mina que fue en otro tiempo
la más papa milonguera
y en esas noches tangueras
fue la reina del festín.
Hoy no tiene pa’ponerse
ni zapatos ni vestidos,
anda enferma y el amigo
no aportó para el bulín…
Ya no tienen sus ojazos
esos fuertes resplandores
y en su cara los colores
se le ven palidecer.
Está enferma, sufre y llora
y manya con sentimiento
de que así, enferma y sin vento,
más naide la va a querer.”
Sobremanera nos interesa ese “naide”, testimonio de afinidades que todavía no estaban extinguidas, lo que es corroborado por el hecho de que ese mismo año —tomo el dato de José Gobello, quien informa que esos cuatro tangos-canción precursores fueron dados a conocer en 1914—, Contursi escribió asimismo Matasano, alarde orillero en que figura casi como una excentricidad, esta típica aunque ramplona, reminiscencia hernandiana:
Yo he nacido en Buenos Aires
y mi techo ha sido el cielo.
Fue mi único consuelo
la madre que me dio el ser.
Desde entonces mi destino
me arrastra en el padecer.
Todo estaba, así, listo para que en 1915 se escribiera Lita, al que dos años después y bajo el nombre perenne de Mi noche triste, le cabría inaugurar el gran período de auge del tango, en cuyo transcurso madurarían, juntas, su expresividad poética y su condición de símbolo excluyente de Buenos Aires. Ya muy poco faltaba para que tomase forma cabal el modelo que conocemos: que el bulín (o cotorro) se trasmutase en conventillo y que el arrabal difuso pasara a ser un barrio, o un paraje preciso, lo que sobrevino con Silbando en 1923.
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Este atisbo, limitado y opinable, de los orígenes de las modalidades poéticas de las letras de tango y a las fuentes sociológicas en que abrevaron, necesita todavía sumar algunos datos sueltos para aspirar a la lúcida comprensión que desea de parte de sus lectores. Mucho de lo arriba dicho carecería de sentido si no se consignase, por ejemplo, que durante todo el lapso creativo del fenómeno tanguero (de 1900 a 1950) las imprecisiones entre lo urbano y lo rural, entre lo orillero y lo agauchado, entre matreros y malevos, fueron constantes y redundaron, en general, en un intercambio de experiencias en el que ambos universos se enriquecieron y también desvirtuaron.
Es claro que en el ámbito de los restos gauchescos la influencia fue mínima, dado que estaba ya desapareciendo, de modo que los aportes que le trajo el influjo tanguero más bien se refirieron a criterios y a valoraciones retrospectivos. Pero el tango, en cambio, lo tomó casi todo del venero criollo anterior, sin perjuicio de que no sólo en el lenguaje sino también en la ambientación a menudo lo reiterara por entero, hasta con pretensiones eruditas. Desde El Pañuelito, de 1920, hasta Adiós, pampa mía, de 1945, la modalidad del “tango campero” se mantuvo con notable firmeza y produjo éxitos memorables, como Mandria, La uruguayita Lucía, A la luz de un candil, Tomo y obligo, El Adiós.7 En tanto, las nostalgias campestres eran aclimatadas por el genio de Manzi no ya a la extensión desierta que conocieron los antiguos sino a los potreros y descampados en que termina la ciudad, al inaugurar una sensibilidad enamorada de las afueras y los suburbios que rige entre nosotros desde hace sesenta o setenta años.8 Por último, hasta cerca de 1940 los cantores de tangos fueron, a la vez, cantores criollos, dedicados, naturalmente, no a esa cosa informe designada hoy como folklore sino a los temas que acunaba la provincia de Buenos Aires.
Es verosimil la presunción de que esa veta rural impidió que la poesía del tango se encerrase en el localismo estrecho del lunfardo y del cocoliche. No sólo Gabino Coria Peñaloza, Fernán Silva Valdés, Homero Manzi no eran porteños, sino que, en general, tampoco los poetas del tango fueron arrabaleros irredentos: al igual que en la poesía gauchesca, ocurrió el extraño fenómeno —o no tan extraño, en vista de la repetición— de que sus grandes hacedores fuesen ajenos al medio que exaltaban.
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A modo de agregado pintoresco vale la pena citar un caso que muestra la persistencia, aun en cuestiones de detalle, de una modalidad ni siquiera difundida, lo que, por lo mismo, da cuenta de lo arraigada que debe estar en zonas laterales de nuestra heredad cultural. El gusto de las últimas décadas ha concedido un altísimo valor a Cambalache, sin duda notable exponente de un estilo en el que el sarcasmo se vuelca a la crítica social: obvio complemento de este dato es la reflexión de que muy pocos tangos de ese tipo han tenido éxito, al punto de que la lista respectiva se agota, en realidad, con ¿Qué sapa, Señor? y Al mundo le falta un tornillo. Los antecedentes gauchescos afines son, asimismo, de pobreza notoria y quizá no haya para citar más ejemplo —si se los quiere de algún relieve— que Gobierno gaucho, de Estanislao del Campo.
Pero está claro que esa vena no es ilegítima y ello justifica que cada tanto reaparezca en el canto de los payadores, o de los intérpretes que los han sucedido, por mucho que la fortuna se empeñe en ser avara con esos intentos. El que sea difícil atinar a dar gracia a un tema dado es cuestión por demás vidriosa: mil y pico de grandes poetas han pergeñado poemas mal hablados o indecentes y en contadas ocasiones las musas les fueron propicias, pues Quevedos hay muy pocos. Una rareza ilustrativa de la antigüedad de esa clase de protesta moralista la constituyen unos versos prototangueros de Angel Villodo que me facilitó la escritora y periodista Hilda Guerra. Es interesante comprobar que se trata de desmadejados, incorrectos y prosaicos octonarios, mezquina herencia de las payadas y nada prometedor anticipo del esplendor que alcanzaría ese metro en el tango. Fueron publicados en 1903, bajo el título de Matufias o el arte de vivir:
Es el siglo en que vivimos de lo más original,
el progreso nos ha dado una vida artificial,
muchos caminan a máquina, porque es viejo andar a pie.
Hay extractos de alimentos y hay quien pasa sin comer.
Siempre hablamos de progreso buscando la perfección
y reina el arte moderno en todita su extensión;
la chanchulla y la matufia hoy forman la sociedad
y nuestra vida moderna es una calamidad.
De unas drogas hacen vino y de porotos café,
de maní es el chocolate y de yerbas es el té:
las medicinas veneno que quitan fuerza y salud,
los licores vomitivos que llevan al ataúd.
Cuando sirven algún un plato en algún lujoso hotel
por liebre nos dan un gato y una torta por pastel.
El aceite de la oliva hoy no se puede encontrar
pues el aceite de potro lo ha venido a desbancar.
El tabaco que fumamos es habano pureclan
pues así lo bautizaron cuando nació en Tucumán.
La leche se pastoriza con el agua y almidón
y con carne de ratones se fabrica el salchichón.
Los curas las bendiciones las venden y hasta el misal
y sin que nunca proteste la gran corte celestial.
Siempre suceden desfalcos en muchas reparticiones
pero nunca a los rateros los meten en las prisiones.
Se presenta un candidato diputado nacional
y a la faz de todo el mundo compra el voto popular.
Se come asado con cuero y se chupa a discreción
celebrando la matufia de una embrollada elección.
Hoy la matufia está en boga y siempre crecerá más
mientras el pobre trabaja y no hace más que pagar.
Señores: abrir el ojo y no acostarse a dormir,
hay que estudiar con provecho el gran arte de vivir.
En oposición a todo lo malo que merecidamente es posible decir de esa monserga moralista, hay que rescatar su similitud casi absoluta con las vulgaridades que hoy circulan. Si el don del arte es la persistencia en el tiempo, convengamos que no es por defecto del tema que estos versos son pasto del olvido.
Notas
1.- SÁNCHEZ ZINNY, Fernando, “Asedio a las poesía de las letras de tango”, Historias de la ciudad- Una revista de Buenos Aires, Nº 3, año 2000.
2.- Un ejemplo de lo anacrónicos que suelen ser esos datos, se encuentra en las obras de El viejo Pancho (José Alonso y Trelles), en la que una de las quejas es por los “patrones que en auto / van a los rodeos”. Ahora bien, ese autor nació en 1857 y falleció en 1924. Tales versos, por lo tanto, deben ser de una época muy cercana a su muerte.
3.- No es extraño el ulterior carácter gardeliano de esas construcciones, pues a Gardel-Razzano pertenece la música de Con los amigos, lo que explicaría que el cantor estuviese, por lo menos, familiarizado con esa retórica.
4.- Que también pudo habernos llegado con la herencia hispano-musulmana y haberse reforzado, después, con el aporte de las cerradas costumbres italianas.
5.- Es tentadora la presunción de que de ahí viene la torpe expresión “polvo”, pero no, carece de todo fundamento, pues se trata de una vulgaridad asimismo conocida en España.
6.- “Mujeres y perras… tuitas son lo mesmo.·, de El viejo Pancho.
7.- Don Enrique es un tango de Rosendo Mendizábal compuesto alrededor de 1910 y cuya letra —asimismo perteneciente al músico y transcripta por Gobello— habla del río Luján, dato verdaderamente curioso. En lo espacial, el localismo tanguero ha sido siempre riguroso: nombra a Buenos Aires, a Montevideo y a Rosario y a los barrios de estas tres ciudades, más el “Doque” como yapa. El resto son fantasías por demás exóticas e infrecuentes: “los campos de Francia”, “la luna de Río”, el “carillón de Santiago que está en la Merced”.
8.- Es característico lo de Barrio de tango: menciona a Pompeya, más el terraplén y la barrera, descripción que corresponde a las cercanías de la esquina todavía hoy agreste de Fernández de la Cruz y Del Barco Centenera. Ahora bien, “el misterio de adiós que siembra el tren” sólo tendría sentido si se tratase de uno de larga distancia, cuando en realidad los habituales eran los del servicio suburbano.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año V – N° 27 – Agosto de 2004
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: VIDA SOCIAL, Clubes y bailes, Historia, Tango
Palabras claves: poema, literatura tanguera, canciones, letras
Año de referencia del artículo: 1924
Historias de la Ciudad. Año 5 Nro27