La historia de la implantación del sistema tranviario de tracción a sangre en nuestra ciudad no es lo suficientemente conocida en sus inicios. Apenas si se mencionan algunas de las numerosas propuestas anteriores a Lacroze y de los empresarios que las propiciaron,
aunque este último fue el único que llegó a concretar la suya.
Es lugar común afirmar que los primeros pedidos de concesiones tranviarias en la ciudad de Buenos Aires datan de 1862; otros dicen que se hicieron en 1863. Hay quien introduce el nombre de los hermanos Federico y Julio Lacroze entre estos precursores, lo que no sería de extrañar ya que ellos obtuvieron la concesión inicial, luego que apareciera en 1868, la primera ley que autorizaba el establecimiento de tranvías.
Sin embargo, nada se sabe en concreto acerca de quiénes fueron estos adelantados ni qué suerte corrieron sus pedidos. También es corriente aseverar que fue la resistencia al novedoso sistema de transporte lo que hizo fracasar esos tempranos proyectos. Pedro Agote, en su Breve reseña de la fundación de los tramways en la ciudad de Buenos Aires; Año 1868, sólo nos detalla dicha oposición pero sin brindarnos datos acerca de los aspirantes a concesionarios. Y todos parecen haber olvidado –nadie la menciona– una anterior ley de concesiones tranviarias, con lo que aquella tan publicitada, pierde la precedencia.
El hallazgo de nuevos documentos en el Archivo Histórico Municipal, la confrontación con las Actas del entonces denominado Concejo Municipal y con los Diarios de Sesiones de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires nos han permitido hacernos una idea más precisa, si bien todavía incompleta, de estos albores de lo que llegó a ser “la ciudad de los tranvías”.
La historia principia en el verano de 1862, cuando era gobernador de la provincia de Buenos Aires el general Bartolomé Mitre. Vencedor en la batalla de Pavón el 17 de septiembre anterior, cuando la Confederación Argentina había sido derrotada culminando el proceso de Organización Nacional, continuó en campaña y no volvió a la ciudad capital hasta el 17 de enero de 1862. Retomó sus funciones el día 27, al tiempo que iba recibiendo de las provincias la delegación para encargarse del Poder Ejecutivo Nacional. Por ello, el 11 de marzo la Legislatura bonaerense lo autorizó para aceptar y ejercer los poderes que le habían conferido los otros estados provinciales. Acto seguido convocó a elecciones para el 12 de abril donde habrían de surgir los diputados y senadores que integrarían el Congreso Nacional, a reunirse el 25 de mayo.
De inmediato, éste sancionó una ley el 5 de junio, por la cual se llamaba nuevamente a otro acto eleccionario del 27 al 29 de julio, en el cual se eligió a Mitre como Presidente de la Nación. Mientras tanto, en el Congreso seguían produciéndose ásperos debates que concluyeron el 1º de octubre al sancionarse la llamada Ley de Compromiso, que establecía que las autoridades nacionales residirían provisoriamente [en la realidad, hasta 1880] en la Ciudad de Buenos Aires, la que seguiría siendo capital de la provincia. A los pocos días, Mitre fue ungido presidente efectivo, y el gobierno de la provincia pasó, el 15 de octubre, a manos de Mariano Saavedra, hijo del presidente de la Primera Junta.
Primera propuesta para establecer tranvías en la ciudad.
Esta apretada síntesis nos ubica en el contexto histórico al tiempo que nos hace ver la efervescencia política de esos días. Sin embargo, pese a la agitación imperante, había un grupo de hombres que veía más allá de lo inmediato y consideraba que también debían tomarse medidas conducentes al progreso de la ciudad y sus habitantes.
Fue así que el 10 de marzo de 1862 tuvo lugar la primera presentación, hecha ante el gobierno de la provincia, a fin de solicitarle “privilegio esclusivo por 20 años para establecer en las calles de la Ciudad, estendiéndose a la Campaña, vías férreas para coches tirados por caballos”. Ello se hizo ante las autoridades de la provincia, pues aunque existía una Corporación Municipal, su presidente era simultáneamente el ministro de Gobierno de aquella, prueba directa de su dependencia jurisdiccional, por lo que los peticionantes podían dirigirse a cualquiera de los dos poderes. Eran los señores José Rodney Crosky, Enrique Zimmermann, Santiago Bond y Eugenio Murray. No deja de tener interés esta nómina, ya que los dos primeros, eran directivos de la empresa del Ferrocarril del Norte, en construcción por aquel entonces.
Sin embargo, no pedían, como podría suponerse, la creación de la línea que habrían de construir al año siguiente, complemento de la vía ferroviaria que concluía en Retiro y que por este tranvía exclusivo habría de conducir a sus pasajeros hasta la Aduana Nueva (actual Parque Colón). No, los empresarios citados proponían toda una red para unir los principales puntos de la ciudad: Retiro–Constitución, Plaza 25 de Mayo–Once, Plaza 25 de Mayo- Parque Lezama…
La solicitud fue derivada el 19 de marzo al Consejo de Obras Públicas de la Provincia de Buenos Aires, uno de cuyos miembros, el ingeniero Arnim, se excusó de participar en la discusión, pues, según dijo, había determinado hacer al gobierno una propuesta análoga, por lo que era parte interesada en la cuestión.
El Consejo –cuyo secretario era el Ing. Carlos Enrique Pellegrini– se expidió el 28 de marzo, con un dictamen favorable en general para la novedad propuesta, diciendo que “la creación de vías férreas para caballos, en ciertas calles de la Capital, sin exceptuar las mas angostas, que tienen nueve metros y medio de ancho (once varas) es compatible con el trafico y uso ordinario de ellas, y puede producir las mas de las ventajas enumeradas en la solicitud de los proponentes”.
Recomendaba, de todas formas, una serie de precauciones, como la ubicación y asentamiento de los rieles, y el ancho conveniente entre sí, o sea la trocha. Opinaba además que, una vez establecidas estas condiciones, sería conveniente que el Poder Ejecutivo señalara previamente las calles de la ciudad que debían “considerarse como parte y principio de las grandes vías comerciales de la Provincia, las que unen el puerto de Buenos Aires con los pueblos interiores tanto de la Provincia como de la Nación, a fin de distinguirlas de las cuyo arreglo y mantención pertenecen a la Municipalidad”.
Una vez hecha esta demarcación, las autoridades deberían “hacer estudiar un plan de ferro-vías”, y daba algunos ejemplos de lo que consideraba “importantes líneas que pueden proyectarse”. O sea que, aunque no se rechazaba la propuesta de los cuatro apellidos británicos, el Consejo de Obras Públicas recomendaba establecer previamente un marco reglamentario y normativo al cual debían ajustarse aquellos, Y también las bases de la planificación futura de la red. Cuando estuvieran cumplidos estos pasos, habría “llegado la oportunidad de ocuparse el Consejo de las condiciones fiscales y de privilegio que sea necesario establecer con las empresas”.
Proyectos de Arnim y Jager, y de Rodney Crosky y Cia.
Sin embargo, el Consejo de Obras Públicas de la Provincia nunca tuvo que ocuparse de estas cuestiones, aunque lo hiciera más tarde uno de sus miembros. Ocurrió primero que, tal como lo había preanunciado, el 22 de marzo de 1862 se elevó al gobierno provincial la propuesta de Otto Arnim y Luis Jager, y el Consejo, al que le fue presentado el asunto, se limitó a reproducir el dictamen ya reseñado.
El gobernador, forzado a tomar una decisión, y antes de resolverse a encargar las tareas de reglamentación y planificación recomendadas, se debió preguntar si en realidad correspondía al Poder Ejecutivo provincial asumir tal tarea. Recordemos que lo pedido por los dos grupos de empresarios no tenía precedentes en el país. Ningún poder público había recibido antes solicitud semejante.
¿Era incumbencia del Gobierno de la Provincia o de la Municipalidad? ¿O de la Legislatura, órgano este que hasta entonces había encarado las concesiones ferroviarias? Ante la duda, surgida lo mejor era requerir el asesoramiento legal de la oficina correspondiente. Fue así que emitió un decreto uniendo ambos expedientes y dando vista de ellos al fiscal general de Gobierno (quien hoy vendría a ser el procurador general), Francisco Pico.
No sabemos exactamente en qué momento sucedió esto, pero sí tenemos la fecha en que se hizo la primera mención pública oficial al nuevo medio de transporte. Ello ocurrió el 1º de mayo de 1862, cuando el general Mitre, en su mensaje anual a la Legislatura, informó, entre los diversos asuntos de la cartera de Hacienda, que había pendientes de aprobación “dos proyectos importantes relativos al establecimiento de vías férreas para coches tirados por caballos en algunas de las calles de la ciudad”, citando incluso que uno había sido “presentado por el Sr. Crosky y otro por el Sr. Arning”.
Finalmente, el 27 de noviembre de 1862 el fiscal dictaminó que los expedientes debían remitirse a la Municipalidad, pues de su ley orgánica surgía que estaba a cargo de ellas “el empedrado, nivelación, desagües y todo lo relativo al mejor arreglo de las calles y calzadas, apertura de caminos y construcción de carreteras y ferrocarriles”. Por ello, cuando estas obras se circunscribían solo al municipio, como era el presente caso, era éste quien debía estudiarlas y juzgar su conveniencia. (Acotemos que hasta entonces se hablaba de ferrocarril en las calles, ferrocarril a caballo, o ferrocarril de sangre para la ciudad; el término tramway aún no era de uso corriente, mucho menos cuando se redactó la citada ley de Municipalidades, allá por 1854).
Fue así que el último día de ese año 1862 el expediente volvió a manos del gobernador, ahora Mariano Saavedra, quien dispuso se procediera según lo expuesto por el fiscal, o sea que se lo pasara al Municipalidad, “teniendo presente la prioridad de Rodney Crosky y Cía”.
El tranvía precursor de la Compañía del Ferrocarril del Norte.
De todas formas, durante el siguiente año 1863 la Municipalidad nada avanzó en este asunto, pues después de declarada su competencia lo sometió a su Comisión de Obras Públicas. Y esta no decidió hasta el 13 de abril que, dada la importancia que tenía “el establecimiento de Ferrocarril de Sangre para la Ciudad”, se requerían “estudios prácticos y demostraciones palmarias de sus ventajas antes de consentir su instalación”. Y para resolver “con conocimiento sobre la materia”, era de opinión esperar hasta que se pusiera en práctica “el que de igual naturaleza debe correr por el Paseo de Julio puesto por la Compañía del Ferrocarril del Norte”.
Con respecto a esta compañía, digamos que sus primeros pasos legales comenzaron en 1857, y después de sucesivos avatares que ahorramos al lector, en la concesión efectuada el 25 de febrero de 1862 a la Sociedad Anónima Ferrocarril Buenos Aires y San Fernando –que el 9 de octubre siguiente se traspasaría a la Compañía Limitada del Ferrocarril del Norte de Buenos Aires– quedaba establecido que “la Compañía podrá, si le conviniese, extender el camino por fuerza de caballos (tramway) desde la estación principal hasta la Aduana Nueva por la calle 25 de Mayo o por el Paseo de Julio, debiendo en este caso obtener el consentimiento de la municipalidad en lo que respecta a la ocupación de la vía pública y su conservación”.
Después de inaugurado el primer tramo entre Retiro y Belgrano, el 1º de diciembre de 1862, y mientras las obras para prolongarlo continuaban, la compañia encaró la extensión por “fuerza de caballos”, decidiendo hacerlo por el Paseo de Julio, “elegido por el suscripto [Enrique Zimmermann] como mejor adecuado para el referido tramway”. Así decía la nota elevada el 6 de febrero de 1863 a la Municipalidad porteña para obtener el asentimiento que se requería para “la ocupación de la vía pública”. Una vez logrado, el 18 de marzo siguiente fue la Provincia quien dio por decreto la aprobación final.
Estos detalles tienen su interés. pues es otro lugar común en la literatura tranviaria sostener que esta primera línea no puede ser tomada como un verdadero tranvía urbano, ya que no ejercía un servicio para el público en general sino solo para los usuarios del Ferrocarril del Norte (cumplían la función de acercar a sus pasajeros al Centro y viceversa), sin paradas intermedias. Además, al circular por el amplio Paseo de Julio podía decirse tanto que estaba fuera del radio urbano y ni siquiera debería considerárselo un ensayo para comprobar sus inconvenientes y virtudes en las estrechas calles de la ciudad.
Aunque no discutimos tales conclusiones, la nota suscripta por Enrique Zimmermann el 6 de febrero nos sirve para matizarlas en un punto, pues como vimos, se podía haber optado por efectuar aquel primitivo recorrido por la calle 25 de Mayo, con lo cual se habría realizado el referido ensayo.
Como tantas cosas que, después de concretadas, vemos como lógicas y naturales, los documentos demuestran que ellas fueron producto de opciones, las que muy bien pudieron resultar en hechos bastante diferentes a los realizados.
El estudio del ingeniero Pellegrini.
Después de inaugurada esta breve línea el 14 de julio de 1863, el resto del año pasó sin que se tomara una decisión acerca de las solicitudes tranviarias pendientes. Considerando que ya era tiempo para ello, el 16 de febrero del año siguiente, Arnim y Jager concurrieron a la Municipalidad solicitando el despacho de su propuesta. Esta los convocó para que dieran una serie de explicaciones, en las que detallaron el lapso de la concesión, la tarifa, el beneficio municipal, ubicación de los rieles en la calle, su trocha –4 pies y medio—, velocidad de los coches y recorridos adoptados.
Acto seguido la Municipalidad repitió la historia de la Provincia, pues la Comisión de Obras Públicas unió este expediente con el similar de Rodney Crosky, Zimmermann y Cía., y dio vista de ambos al ingeniero municipal, Carlos Enrique Pellegrini. Por ello decíamos que aunque el Consejo de Obras Públicas de la Provincia dejó de tener injerencia en este asunto desde fines de 1862, uno de sus miembros debió hacerlo. Claro que no en carácter de tal, pues daba la casualidad que, habiendo cambiado Pellegrini de empleo, ahora era ingeniero municipal.
El 16 de julio de 1864, “fecha algo tardía por cuanto he esperado largo tiempo y vanamente que se me entregasen los planos que iban anexos a este expediente y se hallan en el Departamento Topográfico”, Pellegrini concluyó su informe, en el cual, consecuente con las ideas expuestas en su precedente de marzo de 1862, encontraba muy aceptable la idea de hacer en la ciudad de Buenos Aires “algunos ensayos de ferrocarril a caballos”.
Después de diversas consideraciones, concluía proponiendo que se hicieran, “no como lo propuso la Comisión anterior en la calle de Julio, cuyo éxito derecho y poca concurrencia son incapaces de poner a prueba el sistema, sino en una de las calles yendo de Este a Oeste en la parte Norte de la ciudad, y desde la ribera hasta el mercado Once de Septiembre”. Recomendaba además precios módicos y la conservación del empedrado a cargo de la compañía en la extensión recorrida por los vehículos.
Las discusiones del Concejo Municipal.
Retomando el expediente, la Comisión de Obras Públicas analizó las dos propuestas y el 8 de agosto recomendó la de Rodney Crosky, Zimmermann y Cía., “tanto por el derecho de prioridad que el Gobierno de la Provincia tuvo a bien indicar por resolución de 31 de diciembre de 1862, se tuviera presente al tomar en consideración este asunto, cuanto porque ella presenta mayores ventajas para el publico y para la Municipalidad”.
Para ello elaboró un proyecto de contrato de 13 puntos, que fue presentado el día siguiente a la consideración de los miembros del Concejo Municipal, que después de 1882 sería conocido como Concejo Deliberante. En la sesión del 23 de agosto se discutió el dictamen de la Comisión, ya que consideraba que no se ajustaba a la disposición que exigía licitar las obras públicas, a lo que la Comisión respondió que la daba por tácita, pues habiendo solo dos proponentes, se dio preferencia a la más conveniente para el interés general, sujetándose por otra parte a las prescripciones que creyó indispensables.
Una moción de algunos miembros del Concejo, quienes opinaban que “atenta la importancia del asunto, se repartiera previamente a los señores municipales, pues no bastaba una simple lectura para formar juicio exacto sobre él”, motivó que “el asunto se imprimiera y repartiera”. cuidando “que la impresión se limitara a lo más esencial, visto lo extenso del expediente”.
Este es, sin duda, el origen del folleto depositado en el Archivo Histórico Municipal, y por una vez debemos lamentar que los mecanismos burocráticos oficiales procedieran con tanta diligencia, que al 3 de septiembre siguiente, se hallaba impreso, lo que nos ha impedido conocer la primera presentación hecha por Federico Lacroze a la Municipalidad, realizada ese mismo 23 de agosto.
Sabemos de su existencia pues en la sesión del 3 de septiembre leemos en las Actas del Consejo Municipal que “habiendo preguntado el Sr. Argerich qué destino se había dado a una solicitud del Sr. Lacroze para el establecimiento de tranvías en algunas calles, la Comisión de Obras Públicas manifestó que se hallaba en su despacho y observándose que se hallaban ya impresos los demás antecedentes relativos a este asunto, quedó acordado que en atención a su poca extensión se copiara y repartiera junto con aquellos”. Lamentablemente, el ejemplar que ha llegado hasta nosotros no trae adherido el documento original a partir del cual nació la primera línea tranviaria argentina, pero de todas formas el Acta, así como las anteriores menciones a “las dos únicas propuestas”, son suficiente testimonio para poder determinar que la inclusión del apellido Lacroze en esta historia, recién data del invierno de 1864.
El Archivo Histórico Municipal tampoco está completo, pues faltan indudablemente otras solicitudes, de las cuales tenemos conocimiento por las citadas Actas o por los diarios de sesiones de la Legislatura de la Provincia. Fue en ésta, más exactamente en su Cámara de Senadores, cuando al debatir en 1868 el proyecto de ley sobre permisos para establecer tramways su Comisión de Hacienda tuvo el buen criterio, para la posteridad, de hacer una relación de “los diversos expedientes y solicitudes que han sido remitidos por el Ejecutivo, o presentados directamente a la Legislatura”. Pero vayamos por orden.
El tranvía del Ferrocarril del Sur.
En la sesión del 10 de septiembre, visto que se había presentado otra solicitud, la Comisión de Obras Públicas aconsejó, “en razón de ser varias las propuestas para la colocación de tramways, que se saque a licitación bajo las bases propuestas por ella en la de los señores Zimmermann y Cía.”. Parece que se hizo caso omiso de tal consejo, pues nunca se oyó hablar de tal licitación.
De todas formas, ese año de 1864 siguió siendo prolífico en novedades tranviarias, o pretranviarias, pues se repitió la circunstancia de que la línea ferroviaria que comenzó a construirse necesitó de un medio de transporte que acercara a sus usuarios del casco céntrico a su terminal, ubicada a trasmano. Se trataba del Ferrocarril del Sud, que había comenzado sus obras en marzo, aunque ya desde junio de 1862 tenía previsto, según su contrato de concesión, y como había hecho precedentemente el Ferrocarril del Norte, “extender el camino por fuerza de caballos” desde su alejada terminal en “el Mercado de Constitución hasta la Plaza de Monserrat u otro punto céntrico adecuado”.
Como para ello se requería el previo asentimiento de la Municipalidad, según continuaba el referido contrato, elevaron la correspondiente solicitud. Después de varios pedidos de “pronto despacho”, y de unas cuantas sesiones en que el tema se postergó para otra, finalmente el 19 de noviembre de 1864 la Comisión de Obras Públicas dio su dictamen. Aconsejaba que la línea hiciera su recorrido “por la calle de Lima hasta la Plaza de Monserrat en la que la empresa debe adquirir un terreno para estación”.
Otras propuestas sin destino final y el tranvía del Ferrocarril del Sur.
El 1º de diciembre de 1864, Billinghurst y Seeber presentaron una solicitud para establecer tramways en las calles de Buenos Aires, de la que no tenemos otros datos, así como la de Maccoll y Cía., de la que ni siquiera sabemos la fecha precisa. El primero de los nombrados, nos es muy conocido, pues es el Mariano Billinghurst que pocos años después crearía el Tramway Argentino.
En 1865 no hay más novedades que la aparición de otro proyecto que quedó solo en eso, y el principio de la concreción de una línea pretranviaria. El primero corresponde a la solicitud que Armstrong, Green y Drable elevaron el 29 de agosto al gobierno de la Provincia, que dispuso, previo análisis, darle preferencia sobre las anteriores propuestas.
Esto motivó una réplica del Municipio porteño, pues consideraba que tenía “de conformidad con su ley orgánica, el derecho de imponer a los peticionarios las condiciones de su competencia exclusiva”.
En cuanto a la concreción de una línea pretranviaria, nos referimos a la del Ferrocarril del Sud, que en noviembre de ese año, ya próximo a inaugurar su primer tramo hasta Chascomús, comenzó las obras de su tramway hasta la Plaza Monserrat. Concluidas en los primeros días de 1866, pasó el resto del mes en pruebas de sus dos coches y en adiestramiento de los caballos, hasta llegar a la inauguración el 3 de febrero.
Este año de 1866 es tomado por algunos autores como aquel en que aparecieron los primeros tranvías en Buenos Aires, ya que a diferencia de aquel del Ferrocarril del Norte, que pudo optar por la más amplia traza que le ofrecía el Paseo de Julio, el del Ferrocarril del Sud no tuvo más remedio que transitar por las calles de la ciudad: además, podía ser utilizado por cualquier pasajero -siempre que el vehículo no estuviera ya ocupado por usuarios del ferrocarril-, ascendiendo y descendiendo en cualquier punto del recorrido. Aunque tal criterio es discutible por la dependencia que la línea tenía con el ferrocarril, sumándole la preminencia que se daba a los pasajeros de éste —ni siquiera debían pagar boleto—, de todas formas era un hecho que ya había un tramway corriendo por una calle de la Gran Aldea, lo que lo convertía en ensayo para observar los beneficios y perjuicios que su presencia podía causar.
Algunos detalles técnicos.
Al respecto de estas dos líneas pretranviarias consideramos de interés aportar un dato por nadie mencionado: el de la trocha, Seguramente se supone que la misma corresponde a la llamada trocha tranviaria (1,435), pero esta se impuso varios años más tarde, precisamente con la citada ley de 1868 sobre establecimiento de tramways en Buenos Aires. Pues si no había una reglamentación previa, lo más probable es que la trocha de estas líneas continuadoras del ferrocarril tuvieran la misma que estos: 1,676.
Sin embargo, de la lectura de la sesión en que se discutió en la Cámara de Diputados el mencionado proyecto de ley, el 15 de julio de 1868, surgen datos diferentes. Quien nos los proporciona es nada menos que Luis A. Huergo, una de las primeras figuras de la ingeniería argentina, que si bien por estas fechas aún no se había recibido -estaba cursando el 4ª año-, nadie dudará de su solvencia en temas técnicos. Y ara mayor abundamiento, era miembro de la Comisión que había redactado el proyecto de ley en discusión, lo que reafirma que debió analizar los diversos puntos de la cuestión para hablar con conocimiento de causa.
Pues bien, el entonces diputado Huergo, cuando se le preguntó por qué en las bases propuestas se pretendía fijar como distancia entre los rieles tranviarios “la misma adoptada para los ferrocarriles”, contestó que “hasta ahora no se conoce ninguna regla fija para el ancho más conveniente de los rieles en los ferrocarriles y tramways. Los dos tramways establecidos en Buenos Aires tienen ancho diferente: uno un metro setenta y seis centímetros y el otro un metro treinta y dos centímetros. Por esta razón la Comisión ha establecido el que se consigna en la base”.
Dejando de lado -para no alejarnos del tema- la cuestión de cómo fue que si se proponía que los tranvías porteños tuvieran trocha ancha se acabó en la standard o media, debemos plantear nuestra extrañeza ante las medidas consignadas por Huergo, lamentando que no aclare a quién corresponde cada una. Podemos suponer que la de 1,76 sea la del Paseo de Julio, debido a la mayor amplitud disponible en el lugar. Aunque haciendo la observación de que seguramente, por error del diputado o de la trascripción en el Diario de Sesiones, sea 1,676, la misma del Ferrocarril del Norte.
En cuanto a la de 1,32, –medida harto curiosa por no tener precedentes ni descendencia en nuestro territorio–, también con seguridad podría adjudicársela a la continuadora del Ferrocarril del Sud, ya que debía correr obligadamente por las estrechas calles del casco urbano.
El Municipio apoya la instalación de tranvías.
Este año 1866, en que Buenos Aires pasó a contar con dos líneas pretranviarias, es también aquel en que estuvo en un tris de tener su primera línea de verdaderos tranvías urbanos —o al menos su concesión—, proyecto que se frustró por muy poco y hubo que aguardar otros cuatro años para que se concretara.
Parece ser que la Municipalidad había reunido a las Comisiones –ahora llamadas Secciones– de Obras Públicas y de Hacienda, a fin de que, tomando el expediente, emitieran un dictamen conjunto “acerca del Proyecto de Tramways”. Sus miembros, “después de un prolijo estudio de los pros y contras de esta clase de ferrocarriles aplicado a las comunicaciones internas de una ciudad”, se declararon “unánimes en recomendarlo como una gran mejora, y en creer que lo será especialmente para la nuestra, cuyas calles es tan costoso empedrar bien”.
Al mismo tiempo, resultaba que a esas alturas –30 de abril de 1866–, “las diversas compañías que propusieron plantificarlo en esta Capital” se habían reducido a dos, la de Arnim y Jager y la de Armstrong y Cía. Esta última propuesta presentaba mayores ventajas, pero atendiendo al orden de precedencia se informó de ello a los Sres. Arnim y Jager, quienes, ni cortos ni perezosos, “declararon estar dispuestos a ofrecerlas también”. En vista de esta declaración, Armstrong y Cía. “desistieron de la concurrencia y retiraron su propuesta”, ya que “siendo su único interés el ver realizada la mejora”, se alegraban de que sus oponentes la llevaran a cabo.
Estos, no menos satisfechos, “brindaron toda especie de seguridades y garantías para el cumplimiento de las obligaciones que contrajesen si la Municipalidad se digna despachar favorablemente su solicitud”. Muy contentos o muy seguros de sí debían estar para hacer tales manifestaciones sin conocer cuáles podían ser “las obligaciones que contrajesen”. Claro que, acto seguido y basándose en tal promesa, las Secciones elaboraron una serie de reservas y estipulaciones: líneas a establecer, medidas de la vía y ancho de la calle a ocupar, empedrado a mantener, y también las condiciones fiscales: tiempo de la concesión, tarifas, tasa a pagar, plazo de ejecución y depósito de garantía.
Federico Lacroze versus Arnim y Jager.
De todas formas surgió un tercero en discordia que trató de obstaculizar ese “despacho favorable”: Federico Lacroze, quien con “verdadera sorpresa” se había enterado por los diarios del informe precedente, en el cual no había “sido mencionada para nada” su propuesta, “una de las primeras que tuvieron entrada en la Municipalidad”. Achacaba ello a “un descuido de los empleados, que estaban en el deber de suministrar” a los miembros de las Secciones “todos los datos que había en Secretaría”, y agregaba en forma crítica que “acaso este descuido haya sido motivado por la prisa con que parece haber sido escrito el informe mencionado”.
De todas maneras, y como prueba de que su propuesta era “más ventajosa que aquella sobre la que ha recaído el informe”, pasaba a contraponer tarifa, tasa y tiempo de concesión, diferencias con las que trataba de demostrar “bien a las claras el empeño que ha habido en no hacer mención” de su anterior solicitud. Consideraba que por sus grandes ventajas la suya “debía llevarse la preferencia”, “si es que la Municipalidad puede admitir propuestas de trainways [así lo escribía] para la ciudad”.
La última cita nos pone en la pista del hecho fundamental que hizo descarrilar el proyecto, fuera quien fuese el ganador, para dotar a Buenos Aires de una línea de tranvías en ese movido año 1866.
Ocurrió que las Secciones de Hacienda y Obras Públicas presentaron en la sesión del 8 de mayo el dictamen requerido, “aconsejando se permita bajo determinadas condiciones a los señores Arnim y Jager el establecimiento de tramways en algunas calles de la ciudad”. Fundaron sus argumentos, en las “ventajas manifiestas de un medio de transporte cuya conveniencia se ponía en duda por algunos”. Surgieron efectivamente algunas voces entre los señores municipales —así se llamaba a los después concejales— cuestionando la supuesta utilidad, pero finalmente, y después de cambiadas varias observaciones, “se votó en general el dictamen de las Secciones de Hacienda y Obras Públicas y fue adoptado”. Destaquemos: fue adoptado, dice el Acta de la sesión del Concejo Municipal del 8 de mayo de 1866.
Se mueven diversos intereses: discusiones de jurisdicción.
Se podía decir que la concesión Arnim y Jager era un hecho. Sin embargo, al entrarse “en la discusión en particular” y enredarse en la cuestión de las calles por donde debían tenderse los rieles de la primera línea —Plaza 25 de Mayo-Once de Septiembre—, se resolvió “suspender la discusión en particular hasta la sesión próxima, en que se repartiría a los Sres. municipales el dictamen de las Secciones”.
En la siguiente sesión -16 de mayo- el tratamiento del tema se postergó para la próxima ante la observación de varios municipales de que “habiendo mediado muy poco tiempo entre el reparto y la discusión, no estaban en aptitud de tomar parte en ella”.
Se llegó entonces a la sesión del 18 de mayo, en la cual, en vez de continuar la “discusión en particular” sobre un dictamen ya “adoptado en general”, uno de los opositores al tema, el Sr. Atucha, después de “pronunciarse contra la concesión para el establecimiento de férreas-vías en las calles”, planteó la cuestión de que no estaba “muy claro el derecho de la Municipalidad para entender en asuntos de este género”.
Esto fue apoyado por otro municipal, el Sr. Letamendi, quien manifestó que “por su anterior ley de institución, la municipalidad tenía la facultad de entender en lo relativo a ferrocarriles dentro de la ciudad, pero que en la actual ha sido suprimida esa palabra, lo que induce a creer que la mente de los legisladores ha sido no darle tal facultad”.
Efectivamente, tal como hemos visto en la cita trascripta en el dictamen del fiscal Francisco Pico el 27 de noviembre de 1862, correspondía a la Comisión de Obras Públicas “el empedrado, nivelación, desagües y todo lo relativo al mejor arreglo de las calles y calzadas, apertura de caminos y construcción de carreteras y ferro-carriles, puentes, canales”, etc., según el art. 34 de la ley provincial de municipalidades sancionada el 11 de octubre de 1854.
Pero en octubre de 1865 —hacía escasos meses— una nueva ley había modificado la anterior, y al tratar las funciones de cada una de las Comisiones —fue a partir de aquí que pasaron a ser llamadas Secciones—, el art. 18 disponía que a la de Obras Públicas correspondía “el empedrado, nivelación, desagüe y todo lo relativo a la delineación y al mejor arreglo de las calles y calzadas, apertura de caminos y construcción de carreteras, puentes, canales, etc.”. Vemos que la única modificación era el añadido de “la delineación” y la supresión de “ferrocarriles”.
En los Diarios de Sesiones de la Legislatura solo consta, en este punto, la aprobación sin observaciones del proyecto presentado, por lo que el origen de tal supresión se halla en la Comisión de Legislación.
Deducimos entonces que los legisladores de 1865 consideraron, con la experiencia que no tenían los de 1854, que el tema ferroviario era demasiado amplio como para quedar constreñido a la jurisdicción municipal. Lo curioso es que no colocaran en su lugar a los tramways, de los cuales ya se tenía conocimiento.
Sea como sea, quienes buscaban postergar el dictamen favorable encontraron aquí un buen apoyo legal, argumento que fue tomado por el presidente de la corporación, quien opinó “que a su juicio convendría…consultar al gobierno la duda ocurrida”, lo que fue “apoyado por muchos señores municipales”.
Los defensores trataron de salvar lo posible diciendo (Drable) “que en vista de la duda que se suscita, es claro que el asunto tiene que ir al gobierno, al solo objeto de ser salvado y no para pronunciarse sobre las ventajas de los tramways”.
De todas formas “el asunto” se les había escapado de las manos. “Se votó y aprobó por afirmativa general la indicación de la consulta, lo que se dispuso se hiciera con remisión del expediente”.
El dictamen favorable a Arnim y Jager para otorgarle la primera concesión tranviaria de Buenos Aires, aprobado el 8 de mayo de 1866, fue detenido por una cuestión nimia, lo que dio tiempo a los refractarios para encontrar razones que lo suspendieran, sacándolo además de su jurisdicción. Así, no quedó otra cosa por hacer sino esperar que el gobierno se pronunciara.
Manipulación del proyecto: del Gobierno a las Cámaras.
Pero el gobierno -desde el 3 de mayo en manos de Adolfo Alsina- no se pronunció, sino que planteó a su vez la duda a la Cámara de Diputados provincial. En la sesión del 6 de junio el diputado Malaver presentó el problema —la supresión de la palabra ferrocarril, la inminente aprobación de la solicitud, la duda municipal— y concluyó en que, “sin juzgar la utilidad o conveniencia de estas obras, es necesaria una declaratoria de la Legislatura de que a ella compete el conceder permisos”, con lo cual el asunto pasó a manos de la Comisión de Legislación.
De allí emergió en la sesión del 10 de septiembre de 1866, en la cual se aprobó el proyecto de ley redactado por dicho diputado según la cual “corresponde a la Legislatura de la Provincia la concesión del permiso necesario y la determinación de las condiciones con que haya de darse, para el establecimiento de ferro-carriles, tramways y demás obras que han de ejecutarse en la Provincia y que por su naturaleza puedan entorpecer de algún modo el libre uso de las calles o caminos públicos”.
Faltaba ahora la aprobación del Senado para que la ley obtuviera su sanción, pero esta Cámara la derivó a Comisión, y ya no se la volvió a tratar en las sesiones de ese año. Y en las del siguiente se requirió una minuta de Diputados pidiendo el despacho de la ley, para que la Comisión la presentara el 27 de julio de 1867.
Allí reconoció las grandes dudas que tenía sobre la jurisdicción a la que correspondía el tema: desde luego las autoridades nacionales no tenían competencia para legislar en el municipio, pero tampoco creía “que corresponde el gobierno de la Provincia, ni a la Municipalidad, porque sus funciones son meramente administrativas”. De todas maneras, como no había una “ley expresa que determine estas dudas, y este proyecto viene a llenar el vacío”, la Comisión concluía aprobándolo, criterio que fue seguido por la Cámara.
Así fue sancionada la primera ley relativa al establecimiento de tranvías de la República Argentina, promulgada el 29 de julio por el gobernador Adolfo Alsina.
Un curioso olvido y su explicación.
Que así definamos a esta ley habrá de chocar a los entendidos en el tema tranviario, pues es generalmente admitido que la primacía corresponde a la sancionada el 22 de agosto de 1868 y promulgada el 26 de octubre por el gobernador Emilio Castro, a resultas de la cual aparecieron en las calles de Buenos Aires y en breve lapso varias líneas de tranvías.
Seguramente el desconocimiento que se tiene de esta ley precedente es porque ella no fructificó en línea alguna, y porque pasó desapercibida cuando años después se encaró una recopilación relativa al tema. Así, el trabajo realizado por la Municipalidad de la Capital, un grueso tomo de 1730 páginas editado en 1908 bajo el título de Recopilación de Leyes, Ordenanzas, Decretos y Contratos de Concesiones de Tranvías, no la incorpora.
Es que la ley posterior de 1868, se destaca por lo ampliamente explícita en lo concerniente a autorizar “al Poder Ejecutivo para que permita el establecimiento de tramways en las calles de esta ciudad”, así como en las detalladas bases (15) a que se debían ajustar los solicitantes.
Es, a no dudarlo, una ley referida a concesiones de tranvías, que, incluso, las reglamenta. En cambio, su predecesora de 1867 parece una ley tocante a obras públicas en general, en la que los tranvías se mencionan al pasar. Pero veamos su texto completo, tal como apareció en el Diario de Sesiones de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires de 1867.
Cuando décadas después se resolvió hacer la citada Recopilación…, se habrá acudido al Registro Oficial, que abarca buena parte de lo requerido, y no a los Diarios de Sesiones, que únicamente aportan las leyes. Si los encargados de esta tarea se contentaron con leer los titulares de cada documento, suponemos que obviamente habrán pasado de largo ante nuestra ley del 27 de julio de 1867, pues solo se mencionaba a los ferrocarriles en su encabezado, como hemos visto.
Pero que su razón de ser estaba centrada precisamente en el aún nonato medio de transporte, se hace evidente cuando se leen los referidos Diarios de Sesiones —de los cuales hemos extractado los párrafos más significativos—, y se repasa su origen, el cual creemos haber demostrado con el relato de la cuestión surgida en el Concejo Municipal “acerca del proyecto de Tramways”.
Y si los legisladores de 1866 no lo expresaron de manera tan destacada en el texto legal habrá sido por la indefinición que ya dijimos tenía el término (ferro-carril en las calles, etc.), y que por las dudas, le agregaron eso de “demás obras”.
Proliferan los pedidos de concesiones
Para concluir, last but not least, que esta era una ley dictada a propósito de la instalación de servicios tranviarios en la ciudad de Buenos Aires lo prueba la reacción de sus contemporáneos. En primer lugar la de los burócratas, claro está, pues la Municipalidad remitió a la Legislatura los expedientes del caso ya que ahora sería ella la encargada de diligenciarlos.
Y en segundo lugar por los interesados en el tema, pues aparte de los ya mencionados, los que aparecieron a continuación, al tanto de la sanción de la nueva ley, se dirigieron ahora a Perú al 200, donde tuvo su sede entre 1822 y 1884 la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires.
Tal lo que hicieron Billinghurst y Cía., quienes realizaron una presentación el 26 de septiembre de 1867 para solicitar dos líneas de tranvías: Plaza 25 de Mayo a Once y Recoleta a Barracas. Un mes después, el 29 de octubre, Guillermo Leslie pidió al gobierno autorización para una línea que partiendo de Retiro habría de llegar por la calle Santa Fe hasta el pueblo de Belgrano, primer proyecto de un tranvía que pretendía trasponer los límites de la ciudad de Buenos Aires, fijados ese año en el arroyo Maldonado (por ese rumbo), para internarse en el campo.
Por último, el caso de J. M. Griffiths, quien el 20 de marzo de 1868 solicitó unir los mercados Lorea (Congreso) y Constitución con los corrales de Abasto (Parque Patricios) en presentación hecha ante la Municipalidad, que esta remitió a la Comisión de Hacienda de la Cámara de Diputados.
Este organismo dio a todos el mismo tratamiento, esto es, los mantuvo en suspenso, actitud obstruccionista que nos orienta hacia el por qué pocos meses después un grupo de diputados progresistas, favorables al nuevo medio, preparó un proyecto de ley que sacaba el poder concedente de la órbita de la Legislatura y se lo traspasaba al Ejecutivo.
La puja entre Lacroze y Arnim y Compañía.
Pero antes de llegar a esta instancia, digamos que además de las peticiones nuevas se producía una serie de presentaciones de Federico Lacroze y de Arnim y Jager, quienes trataban de pujar entre sí a fin de obtener una definición a su favor. Así, el 24 de julio de 1867, cuando faltaban pocos días para la sanción de la primera ley, cuyo trámite hemos reseñado, y autotitulándose “iniciadores del pensamiento de establecer tramways en ciertas calles de este pueblo”, se dirigieron al Presidente de la Municipalidad los señores Arnim y Jager para presentar los modelos de los rieles y llantas de las ruedas que se proponían emplear en “los carruages del tramway”.
Y aprovechaban la oportunidad para que, si el funcionario sabía apreciar “uno de los grandes progresos del siglo”, “se dignará probablemente de dar nuevo impulso a nuestra solicitud pendiente ante las Cámaras y de influir en su pronto despacho, lo que los infrascritos le agradecerían infinitamente”.
Como queriendo probar el impulso que los animaba, a poco de haberse sancionado dicha ley (la que declaraba a la Legislatura el Poder concedente para el establecimiento de tramways), se dirigieron ahora a la Asamblea Legislativa, con fecha 22 de octubre de 1867, al solo efecto de pedir, vistos sus antecedentes, se les diese atención preferente en esa cuestión.
Aunque nada de esto sucedió, se mantuvieron a la expectativa, como lo demuestra el hecho de que menos de un año después, a pocos días de que la Cámara de Diputados de la Provincia diera media sanción al nuevo proyecto de ley por el cual se autorizaba ahora “al Poder Ejecutivo para que permita el establecimiento de tramways en las calles de esta ciudad”, además de reglamentarla —sucedido el 15 de julio de 1868—, el 29 de julio siguiente se dirigieron al Senado con idéntico fin.
Quizá al tanto de esta presentación, ahora fue Federico Lacroze quien hizo la suya el 3 de agosto, y repitiendo su actitud de dos años atrás volvió a ofrecer condiciones más ventajosas a fin de que se prefiriera su propuesta a la de Jager y Arnim.
Es realmente curioso lo que puede haber ocurrido con estos señores, ya que como hemos visto se encontraron desde el primer momento, allá por marzo de 1862, al frente de los que deseaban introducir el nuevo medio de transporte en la ciudad, y en los años siguientes se mantuvieron siempre en la brega, indicio claro de su interés en el tema, manifiesto incluso hasta en los días en que se vislumbraba que con la ley de 1868 quedaría el campo abierto para los interesados.
Sin embargo, apenas sancionada esta ley, el 22 de agosto de 1868, o sea a pocos días de la última presentación de Jager y Arnim, no se volvió a saber mas de ellos y hoy sus nombres son totalmente ignorados en la historia tranviaria.
Distinto es el caso, claro está, de Federico Lacroze, que además de igual constancia desde 1864, apenas conocida la noticia de sancionada la ley, y aún faltando su promulgación, se presentó a hacer su solicitud el 24 de agosto de 1868, la que sería la primera en concretarse.
Con esto hemos concluido la relación de las personalidades que, antes de ese año 1868, clave en la historia del transporte tranviario, tuvieron tanto interés en el tema como para molestarse en realizar una petición al respecto.
No deja de ser extraña la nómina, pues además del caso muy particular de Arnim y Jager, o el de Billinghurst, posteriormente reconocido empresario del ramo, ¿quiénes fueron Maccoll y Cía., o Guillermo Leslie? ¿Por qué no reaparecieron después de 1868? ¿Les habrán parecido de difícil cumplimiento los 15 incisos de las bases que autorizaban la creación de una línea? No parece, por la cantidad de oferentes que hubo. ¿Y por qué, excepto Lacroze y Billinghurst, ninguno de los que aparecieron en cascada se habían manifestado con anterioridad? Son preguntas de difícil respuesta de momento.
Bástenos haber presentado, además de estos nombres poco conocidos, los vaivenes legales que tuvo el tema entre 1862 y 1868, lapso prácticamente no estudiado en la historia tranviaria.
Alberto Bernades
Investigador de historia ferroviaria
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año IV N° 20 – Abril de 2003
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Estaciones de tren, TRANSPORTE, Tranvías, trenes y subte, Historia, Mapa/Plano
Palabras claves: origen, locomoción, permisos
Año de referencia del artículo: 1862
Historias de la ciudad. Año 4 Nro20