Vestuario
Existe la idea generalizada de que la gente que vivió en Buenos Aires, en el siglo XVIII, lo hizo vistiendo, calzando y comiendo muy pobremente. Este concepto es correcto si se refiere a los sectores blancos más pobres y a los afroporteños. Las diferencias sociales basadas en las diferencias económicas determinaron muchos desniveles.
Así los hombres en general, para la década de 1760, se vestían con medias abotonadas de todos los colores, caracterizadas por ser anchas, o sea, grandes, para permitir el uso de las botas duras y rígidas, pues sus cueros no estaban muy bien curtidos y por ello lastimaban la piel. Era costumbre en esa época calzar dos pares de medias. El origen de esas medias podía ser España, Inglaterra o confeccionadas en las casas familiares utilizando lanas provenientes de las ovejas bonaerenses o de camélidos de las provincias del norte. Ese origen diverso determinaba el costo y con ello, el precio de venta al consumidor.
Para la incipiente clase media y la burguesía porteña, los calzones (calzoncillos) debían ser blancos, confeccionados en lienzos de todos los colores. Los de montar eran más anchos. Los chalecos debían tener por lo menos seis botones, para ajustarlos mucho al pecho, evitando arrugas. En su ausencia se usaban dos solapas de bayeta con dos cintas a los lados para atarlas alrededor de la cintura. Las chupas, eran prendas de vestir que cubrían el tronco, con o sin faldillas y mangas muy ajustadas, que se usaba debajo de la casaca. En caso de no tenerla se la usaba como prenda exterior, lo que demostraba un sector social con menos recursos. El excesivo uso o mal trato, dio origen a la expresión popular de “como chupa de dómine”, para demostrar extrema pobreza. Llevaban cuatro a seis botones de metal y dos cuerdas para ajustarla a la cintura. Como en el caso de las medias, su confección se realizaba en Inglaterra o con géneros de ese origen, en España o en la confección casera.
Las camisas podían ser de varias telas, con gran variedad de colores, amplias, para facilitar los movimientos y con puños abotonados.
La cabeza se cubría con los gorros llamados de Pinzón, en muchos colores y grandes, lo mismo que los sombreros. Estos últimos eran de fabricación española. El tamaño de ambas prendas era más grande que el normal, pues la mayoría de los hombres usaba cabello largo. En los sombreros predominaba el color negro y el ala era ancha y ondulada, para facilitar doblarla y cubrir la luz del sol a los ojos.
La gente de clase media y burguesía usaba preferentemente como ropa exterior la capa de confección española o casera, pero el resto de la población usaba poncho de origen chileno, tucumano o de las llamadas provincias de arriba (Salta, Jujuy y Alto Perú). La calidad de los mismos variaba de acuerdo a las lanas y telares usados. Los buenos eran de lana pura, realizados con las técnicas de los indios americanos. Los intermedios se realizaban mezclando lana y algodón. Los más baratos se llamaron por la tela usada, tocuyos. Eran los más toscos y rústicos, de aspecto no atrayente, pero de gran durabilidad, y caracterizaron la vestimenta de los esclavos y de los trabajadores rurales llamados gauderios o camiluchos, más tarde, gauchos.
El calzado de la ciudad, para las clases media y alta consistía en zapatos de suelas (cuero), con hebillas de acero. En el campo se usaban la bota hoy llamada de media caña, para los propietarios, mientras los peones usaban bota de potro, obtenida con el cuero de las patas de novillos, toros o vacas, de corta duración, por falta de preparación del cuero, por lo que eran renovadas en dos o tres ocasiones en el año. Los más pobres y los afroporteños andaban sin calzados o con lo que le regalaban los amos. Respecto a la ropa del sector esclavo, fue muy diversa, ya que iba desde el simple poncho que cubría todo, con una cuerda atada a la cintura, hasta las ropas descartadas por las mujeres y hombres de las casas en la que servían, adaptadas a los cuerpos de los nuevos portadores.
En el recado o montura se acostumbraba llevar pellones de origen chileno o tucumano, que servían para cabalgar y en la noche suplir la cama.
En lo que respecta a la ropa femenina, usada por la clase en condiciones de adquirirla en los negocios de la ciudad o confeccionarla en el seno de los hogares, consistió en medias de lana en varios colores, preferentemente azules o coloradas. Las enaguas más popularizadas eran de lino. Las camisas del mismo género, muy parecidas a las masculinas. Las polleras eran confeccionadas o compradas en telas gruesas, sin tener un color preferido. Las batas eran cortas, hasta la cintura, en varias calidades de géneros o telas. Por su parte los zapatos de cuero, tenían tacos de dos centímetros de alto.
Comida
El Cabildo porteño, siempre se preocupó en determinar la calidad, tamaño, peso y precios de los alimentos ofrecidos a la población. Respecto al pan, se puede decir que en general fue de buena calidad, a precios accesibles para la mayoría de la población. Las excepciones fueron determinadas por la ausencia de buena harina. Para compensarla se recurrió al uso de harinas de otros cereales, por lo que el producto fue considerado de baja calidad (baxo) y con ello se rebajaba el precio. A veces los panaderos recurrían a maniobras dolosas, como el uso de harinas con gorgojos, húmeda o pasada, que se distinguió en este último caso por el sabor ácido del producto. En los Acuerdos del Cabildo se encuentran repetidas referencias al pan fabricado con “harinas corrompidas”. Mucho del pan consumido en la ciudad se fabricaba en hornos familiares, para consumo de la familia y venta entre los vecinos y las amistades. Todas las transgresiones a las disposiciones municipales, fueron sancionadas con las correspondientes multas o cierres temporarios de los negocios. Las pulperías fueron los lugares donde la población de extramuros pudo adquirir este producto, considerado como indispensable.
Las carnes consumidas por los porteños fueron muchas y abundantes. Las vacas se mataban en número excesivo por lo que sobraban cortes, que se regalaban a los menos pudientes. Ello llamó la atención de todos los viajeros, pues para ellos era anormal que en los ranchos se asaran para la cena, costillares enteros o en los barrios de los negros libertos (San Telmo, Monserrat, Barracas y la Boca), la alimentación fuera abundante, basada en el mondongo, preparado de muchas maneras diferentes, siguiendo recetas de origen africano, transmitidas de generación en generación. También llamó la atención la preparación de empanadas, con la misma víscera, pero con sabor a carne de aves.
En la cocina porteña intervinieron las gallináceas y sus huevos. Los cerdos y ovinos, previamente cebados y criados en corrales, ubicados en el tercer patio de las casas, intervinieron en forma de asados o “cocidos”. Una variante muy común en la comida de la clase intermedia entre los pobres y los ricos, fue la tortilla a la española, con pocas papas, compensada con chorizos muy condimentados con pimentón. Otro plato difundido fueron las patitas de cerdo saladas y condimentadas con ajíes. Se las hacía hervir, hasta sacarles la mayor cantidad de grasa. Estas tortillas y patitas fueron el alimento básico de muchos propietarios de tiendas y tendejones que funcionaron en los alrededores de la Plaza Mayor.
Otras carnes fueron provistas por conejos, liebres, patos, perdices y ocasionalmente peludos, etcétera.
Un plato habitual fue el “cocido”, hoy llamado puchero, que aceptaba todo tipo de carnes, verduras y legumbres. Eso permitía elegir a los comensales los ingredientes de su preferencia.
Ese cocido o puchero, entre los sectores más pobres tuvo como variante el cocido de cola o de pata, en el que se reemplazaban los pedazos de espinazo, puestos para obtener un caldo con mucha grasa, para hacer la sopa de fideos o porotos.
Para freír se usó el aceite de oliva y, en su defecto, las grasas vacunas y muy ocasionalmente la de gallina.
La mayor parte de las comidas en base a carnes rojas, tenía mucha grasa, considerada entonces como básica para estar gordo, sano y fuerte. Muy pocos espumaban las ollas, para sacar las grasas que afloraban en la coción.
El pescado fue un alimento cárneo de secundaria importancia en la alimentación porteña. Se pescaban pejerreyes, lenguados, patíes, surubíes, bogas, sábalos, bagres, lisas y anguilas, corvinas, brótolas, anchoas, peces gallo, dorados, dientudos, sardinas, congrios, etcétera, pero ninguno de ellos fue el plato principal de almuerzos o cenas. Ese rechazo podía responder a dos razones principales: la carne de vaca era abundante, barata y fresca, en cambio la de pescado corría el riesgo de carecer de sabor atrayente y de estar corrompida por los calores de verano. Sin embargo, era la comida habitual entre las familias consideradas de pro, para cumplir con los preceptos religiosos de los viernes, los días de vigilia y en Semana Santa. Una variante en materia de carnes de origen marítimo o fluvial, fueron las secadas al sol, previa limpieza externa e interna o las conservadas en Europa, como el bacalao, sardinas y salmones. Estas últimas fueron de casi exclusivo consumo de la población urbana, pues se desconocían en el interior de la provincia.
Las verduras y legumbres tuvieron tierras aptas para su producción, por lo que berenjenas, escarolas, brócolis, repollos, nabos, apios, pimientos dulces, papas, tomates, ajos, cebollas, espárragos, lechugas, garbanzos, porotos, arvejas, etcétera, no faltaron en las mesas de las clases pudientes. La producción estuvo acorde con la demanda, que fue escasa y reducida a unas pocas familias que preferían menúes diferentes a los elaborados en base a carnes rojas.
Un complemento de esta alimentación fueron las frutas mendocinas -uvas, manzanas, higos, orejones, guindas, ciruelas, pasas y otras frutas secas. El mismo origen tuvo una parte del vino consumido, que complementó la importación desde Europa.
También en muchas familias se consumieron arropes, de origen mendocino y posteriormente cuyanos. Los dulces más comunes fueron hechos en base a duraznos, naranjas, toronjas y batatas. En materia de pastelería, se hicieron masas dulces, roscas, rosquillas y tortas muy elaboradas para ocasiones especiales. En esta materia se destacaron las mujeres llamadas “rosqueras” o “torteras”, que encontraron en esa actividad un medio de reunir dinero, con bajos costos materiales y mucha mano de obra. Algunos conventos se distinguieron por la delicadeza de sus postres y dulces. Su producción tuvo un amplio mercado de venta, pues era aceptada desde los conventos, las casas de familia y las pulperías. Competían de igual a igual con los pastelitos de las negras, pero tenían la ventaja de ser considerados mejor y más limpios en la fabricación.
Bebidas
El agua y el vino fueron las más popularizadas. La primera era de mala calidad, por provenir del río o de las napas subterráneas, o sea, no ser química o higiénicamente apta para el consumo humano. A pesar de ello, toda la población la usó en mayor o menor medida, especialmente en el mate, que fue la bebida popular por antonomasia, ya que era de rigor ofrecer mate a las visitas, a los viajeros, a los niños y a los mayores, sin importar la hora, antes y después de las comidas. Las variantes que registró su consumo fueron en primer lugar, dulce o amargo. El primero se lograba con azúcar o edulcorante -miel; con cáscaras de limón, naranja y alguna otra fruta. También se acostumbró agregarle una pequeña porción de café. Le siguió la leche, consumida sola, en el mate, con el café o con chocolate y muy poco en el té. Otras bebidas fueron la horchata y el sorbete. Este último se hacía en base a frutas como limón, ananá, naranja y algunas otras, disponibles en las épocas de cosecha.
Los adultos consumieron vinos cuyanos, chilenos y españoles.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año II – N° 9 – Mayo de 2001
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: TEMA SOCIAL, Vida cívica, Cosas que ya no están, Costumbres
Palabras claves: vestuario, comida, bebida
Año de referencia del artículo: 1800
Historias de la Ciudad. Año 2 Nro9