Un gallego de Cádiz
Francisco Gambin fue, en los últimos años de su vida, un exitoso empresario de teatro, además de compositor y maestro de música. Era español de Cádiz y a mediados del siglo XIX trabó amistad con otro compatriota de Almería. Los dos andaluces congeniaron, pues tenían aficiones comunes, aunque los separaba una diferencia generacional de varias décadas. El joven era Rafael Barreda. Había nacido en España en 1847 e ingresó al país después de la caída de Rosas. Gambin, por su parte, nació en 1815 y llegó ya mayor a Buenos Aires procedente de Montevideo en 1840. En uno de sus encuentros, el músico confió al escritor sus recuerdos sobre Rosas y la formación de la primera banda de cornetas de Palermo que tuvo a su cargo. El relato de su entrevista con el Restaurador no tiene desperdicio y está narrada por Barreda con notable fluidez y realismo en la revista “Caras y Caretas” del 25 de agosto de 1917. Es la que justifica este subtítulo de “Un gallego de Cádiz”. Más tarde, Gambin fue empresario de diversos teatros, entre ellos del Argentino, de la Victoria y del Porvenir.
Por entonces, a escasos años de la caída de Rosas, cuyo apellido escribían con z, no existían “revisionistas” y era denominado por muchos “el tirano”; incluso el propio Gambin así lo hace en varias partes de su relato. Los antiguos colaboradores del “sombrío dictador de Buenos Aires”, como ocurre siempre con los vencidos, proclamaban su “fe democrática” y había un consenso general en disimular las adhesiones personales al “régimen depuesto”.
Para Gambin ya estaban lejos los días en que militaba en las filas federales como fiel adicto al gobernador porteño, quien por otra parte, le había otorgado su primer trabajo en tierra argentina, como leeremos con placer en la nota que se transcribe más abajo. Era la época en que componía pequeñas piezas en homenaje a Manuelita o a la hermana del Restaurador Agustina Rosas de Mansilla, algunas tan sugestivas como la dada a conocer el 27 de abril de 1847 con el título de: “¡Malditos sean los Unitarios!”
Su labor como músico y maestro de música era muy apreciada y después de la caída de Rosas siguió en actividad como director de orquesta. En 1860 era maestro de banda del Segundo Regimiento de Guardias Nacionales. Por esta época ya renegaba abiertamente de su pasado rosista; afirmaba que en los últimos años de su gobierno, debió exilarse. Militaba entonces en el liberalismo e ingresó a la masonería.
Don Francisco Gambin falleció en Buenos Aires, en los primeros días de febrero de 1916 a la avanzada edad de 101 años y su amigo Rafael Barreda, le dedicó al año siguiente, una nota evocativa en Caras y Caretas, con el sugestivo título de “El tirano Rozas y su músico mayor. El del Pitito. De mis recuerdos”.
El periodista andaluz
Don Rafael Barreda era andaluz como el músico. Nacido en Almería el 12 de mayo de 1847, era un niñito de cinco años cuando llegó a Montevideo, acompañando a una compañía de artistas españoles en la que trabajaba su madre. Pasaron luego a Buenos Aires donde permanecieron hasta 1857 y al año siguiente fueron contratados para trabajar en Asunción por Francisco Solano López. Allí su familia se vinculó estrechamente con el presidente paraguayo y su esposa Elisa Lynch, a tal punto que su madre al regresar a Buenos Aires, manifestó públicamente que el Paraguay era “el país clásico de la cultura y de la hospitalidad”.
Don Rafael, como se lo conocía en los ambientes periodísticos, fue un escritor infatigable, un gentil y ameno conversador; sus relatos son siempre atractivos, aunque como buen novelista, mezcla en muchos casos realidad con imaginación y en algunas crónicas históricas, sus afirmaciones deben ser tomadas con “beneficio de inventario”.
Criado en el ambiente bohemio de la farándula española, fue un niño precoz y a los 14 años ya escribía poesías. Pocos años después fundó su primer semanario titulado “La Noche” y siguiendo la tradición de su familia formó una célebre compañía teatral denominada la “Sociedad de los Negros”, escribiendo algunas obras como “La Conciliación” y una comedia de ambiente araucano “Chacuira Liej”.
Fue después periodista para los diarios “El Imparcial Español” y “La Razón Española” para pasar luego en 1872 a desempeñarse en “La Tribuna”. Al fundarse “Caras y Caretas”, colaboró con notas literarias diversas durante casi treinta años. Fue autor de relatos novelescos, muchos de ellos inspirados en temas históricos; varios dedicados a crímenes famosos, como “Felicitas Guerrero”; “El crimen de la novia”; “La capilla de Santa Felicitas”, “Tata Dios de Tandil”, “El robo de los 2 millones”, “El crimen legal”; “Magistrados que matan”, etc. Muchas de estas crónicas quedaron inéditas a su fallecimiento.
Correspondió a Barreda rescatar el relato de la formación de la primera banda de música de Palermo, de acuerdo a los recuerdos personales de Francisco Gambin, cuyos diálogos rememora con gran vigor evocativo y documental. Nos complacemos en rescatarla y transcribirla más abajo, por el interés histórico y anecdótico de la misma.
Barreda falleció el 5 de noviembre de 1927 y a Héctor Pedro Blomberg le dictó sus “Memorias de un periodista de ayer. 60 años de vida argentina”, donde narra muchas vivencias y anécdotas de su vida bohemia. Estos recuerdos fueron editados después de su muerte, por el diario “La Razón”.
Rosas y su músico mayor
La nota evocativa de Barreda que transcribiremos a continuación, está aliviada de algunas frases excesivamente literarias que recargaban el texto sin aportar nada al mismo. Hecha esta aclaración, la brindamos al lector. Dice así:
“No hace mucho tiempo que muriera, casi en la indigencia y olvidado de todo el mundo, a la avanzada edad de noventa y tantos inviernos, un músico español que vino a esta parte de América allá por los años cuarenta del siglo pasado. Músico era, y de los buenos, y al par que músico, empresario de teatros. Se llamaba don Francisco Gambín, nombre y apellido que han de recordar los que tengan memoria de los ya desaparecidos Argentino y Victoria y aún de aquel otro teatro llamado Del Porvenir, que, en el local de una cancha, Chacabuco, entre Victoria y Rivadavia, supo hacerlo elegante y lujoso, por arte de birlibirloque, en quince días, el gran escenógrafo español, cómico y director de escena, don Francisco Torres.
Fue en Montevideo donde pisara, por primera vez, tierra americana, pero como no encontrara acomodo por aquellos pagos, a causa de las continuas e interminables disensiones sangrientas entre oribistas y riveristas, “blancos y colorados”, nuestro don Francisco resolvió trasladarse con su música a los “siniestros” dominios de don Juan Manuel de Rosas, en busca de mejor fortuna, a pesar de tener teóricos conocimientos de los puntos que calzaba “el Nerón del Plata”, como le llamaban sus enemigos, “Los inmundos salvajes unitarios”, pero como don Francisco decía, con su sal andaluza, al narrarme esta anecdotilla de su zarandeada vida de artista:
-¿Y a mí, qué? Yo ya había aprendido a saber que los sonidos modulados, vulgo música, ablandan las peñas más duras, y si Orfeo, padre o creador de las armonías, bajó al Infierno y domó (válgame el dicho) con los acordes de su lira al diablo mayor y toda su corte, ¿por qué no habría yo de hacer lo mismo con los agudos de mi flauta en esa otra guarida de endriagos y trampantojos?
Y aquí se vino, trayendo como introducción nada menos que una bondadosa misiva del ex presidente uruguayo, excelentísimo general don Manuel Oribe, para el otro excelentísimo general señor don Juan Manuel de Rosas.
Item más; hombre precavido mi don Francisco, el cintillo colorado con la histórica leyenda, en letras doradas y muy visibles: ¡Federación o muerte! ¡ Mueran los salvajes unitarios! Que, antes de desembarcar, se colocó en un ojal de su casaquilla…”de color arratonado, por más señas”, me añadía.
Pues resultó que, con las ropas humedecidas por las ráfagas de la travesía y sin más descanso, acompañado por el entonces capitán del puerto coronel don Pedro Ximeno, —del que tomó datos prudenciales—, se plantificó en Palermo.
Y bastó que se hiciera anunciar por el otro don Pedro (regalado Rodríguez), secretario-escribiente de su excelencia, como portador de la referida misiva del general Oribe, para que, sin más trámite, fuera introducido a la presencia del “héroe del desierto” y “gran restaurador de las leyes”, el que después de observarlo, de medirlo de arriba abajo y de leer, detenidamente la carta de su aliado, le preguntó, sin más preámbulo:
—¿Usted es gallego?
—No señor, le contestó don Francisco, sonriendo maliciosamente; soy nativo de Cádiz.
—Bueno —afirmó Rosas, impaciente, —gallego de Cádiz.
—No señor, le retrucó nuestro hombre, —achacando a ignorancia geográfica la afirmación de su excelencia— andaluz de Cádiz.
—¿Y por qué usa la divisa? —le preguntó Rosas que seguía observándolo, sin hacer caso de la rectificación.
—¡La divisa!, —exclamó don Francisco palideciendo ante aquella mirada escrutadora-, uso la divisa porque… —agregó tartamudeando, sin hallar en su solfa una nota que armonizara con la pregunta.
—Esa divisa, —le dijo entonces Rosas, con un fruncimiento de cejas que más lo estremeciera—, no la usan los gallegos si no son federales probados, ¿entiende?, y usted ha de ser uno de tantos que por adulonería se la ponen. Sáquesela nomás y espere a que yo se lo ordene para ponérsela… En fin, ¿qué quiere? —volvió a preguntarle bruscamente.
—Pues yo he venido, excelentísimo señor, porque se me ha dicho que su excelencia desea que le formen una banda militar y yo podría…
—¿Quién se lo ha dicho?
—Ultimamente el coronel Ximeno.
—¿Usted es músico?
—Sí, excelentísimo señor.
—¿Y qué instrumento toca?
—Puedo decir que casi todos, excelentísimo señor, mal que bien; pero mi especialidad es la flauta aguda, -añadió don Francisco, con cierto tufillo pedantesco.
—¡Aguda! —exclamó su excelencia sorprendido— ¡Flauta aguda!… ¿Qué instrumento es ese? —preguntó como si le extrañara el denominativo.
—Este, excelentísimo señor, —repuso el músico, quien, por lo que pudiera ocurrir o por lo que potes contingere, como él me decía, lo llevaba en el bolsillo, y desenfundó un diminuto instrumento de ébano con varios agujeritos.
Rosas se lo tomó, hizo como si lo examinara prolijamente y devolviéndoselo:
—¿Luego lo que usted toca es el pito? —le preguntó, un si es o no es burlesco.
-Flauta aguda, excelentísimo señor… —replicó don Francisco— Flauta aguda, —repitió— a lo que algunos dan, impropiamente, el nombre de pífano.
—No jorobe, amigo, —le contestó Rosas, tomando de nuevo el instrumento y haciendo que lo examinaba más detenidamente, —este es un pito, —y soplando en el primer agujero produjo una nota chillona, para añadir enseguida: -¿No ve que es un pito?
Don Francisco quiso protestar de nuevo; pero se contuvo porque con “aquel hombre” no había discusión posible. (Después se supo que se lo había estado “fumando”) Por otra parte, fuera pito o fuera flauta, flauta o pito, nada le importaba con tal de conseguir su objeto.
—Bueno, excelentísimo señor, será pito, —contestó transigiendo—. En Europa y en algunas partes de América, añadió, con cierta importancia comunicativa, ese… instrumento es indispensable en las bandas. No hay banda que no lo tenga ya.
—A ver, toque —le insinuó Rosas, devolviéndoselo.
—¡Sólo, señor! —exclamó don Francisco. No se acostumbra…
—¿Y a mí qué me importa que no se acostumbre? —le replicó Rosas impaciente. —A ver ¡toque!… ¿o es que no sabe?
—¿Qué no sé! —volvió a exclamar don Francisco, indignado por lo que él consideraba “una” de las mayores ofensas que pudieran hacerle. Decirle a él, a don Francisco Gambin, que no sabía tocar su instrumento favorito… ¡No faltaba más!
—Pues bien, excelentísimo señor, —barbotó en un suspiro de conmoción profunda, —por complaceros allá va y …perdonad sus muchas faltas, como se dice en los sainetes.
Y poniéndose en postura y alzando la mirada, como si implorase en ella a sus dioses penates, produjo una escala “brava” y la emprendió enseguida con un solo de flautín. Y fue tan del agrado del excelentísimo señor y aún del “competentísimo” don Eusebio de la Santa Federación que acudido había y seguía con gesticulaciones payasescas aquellas notas “chillonas” que, inmediatamente, don Francisco quedó nombrado “músico mayor de Palermo” con la obligación de formar la referida banda militar que serviría de retreta y para dar “conciertos” en el histórico puente del lago, donde atracaba el famoso vaporcito de ruedas.
—Pues, manos a la obra. —se dijo don Francisco, satisfecho de su suerte y de lo bien que lo había tratado su excelencia, para añadir, en el colmo de su gozo: —Si ya decía yo que no era tan fiero el león como lo pintan!
Y, en un periquete, a este quiero y a aquel desahucio, formó su banda marcial con los más hábiles cornetas que en Palermo había.
Y una tarde de verano, en que, adiestrados ya sus discípulos “magistralmente”, se dispuso, rebosante de orgullosa vanidad, darle a su excelencia “la gran sorpresa del siglo”. Así, pues, dirigióse cautelosamente, muy cautelosamente, a las habitaciones en que su excelencia solía recibirlo cuando estaba de buen humor.
—Ya verán, ya verán —iba diciéndose “in mente”— cómo se pone el “héroe del desierto” cuando oiga….
Y engolfado en la prematura satisfacción que la agradable sorpresa les produciría a cuantos le oyeran “su banda”, logró, por fin, dar con una puerta tras la cual le pareció oír la voz de su excelencia. Abre, y… efectivamente, el “héroe del desierto” allí estaba, en aquella habitación, conversando familiarmente, “muy familiarmente”— añadía don Francisco. —con una hermosa dama.
—¡Eh!— le gritó Rosas al verlo, frunciendo el ceño. —¿Cómo se atreve? ¿Qué quiere? —clavando en él la mirada terriblemente fría de sus ojos azules.
—Pues… articuló don Francisco, tartamudeando y temblando como perro chino en invierno, —¿Nada, señor!…. Es que la banda… Si, señor, la banda ya está dispuesta esperando a que su excelencia quiera…
Y salió de allí a todo escape, gesticulando, accionando y murmurando: —¡Me fusila! No hay más que me fusila el tirano… Lo he leído en su actitud… El león es más fiero de lo que lo pintan…
Y aquí caigo y allí me levanto, llegó al puente, en el que, firme, lo esperaba “su” banda de cornetas.
—¡Atención, muchachos!, —les gritó con la voz trémula y ademanes descompasados de mando. ¡Atención, he dicho!, —añadió, enarbolando su diminuto instrumento a guisa de batuta.
—¡Vamos, que ya viene su excelencia! A ver, tres por cuatro. El minué nacional. ¡Mucho cuidado! ¡Mucho cuidado!
Y señalando el compás con el referido instrumento, la emprendió con su flautín “dele que le das”, cuando vio venir a su excelencia, acompañado de Manuelita y otras damas; de los representantes del cuerpo diplomático francés, con los que excelencia acababa de ajustar el tratado de paz; el ministro Arana; oficiales de guardia y otras personas que, a distancia respetuosa, prestaban curiosa atención, como aquellos, a las bien combinadas y ejecutadas armonías de la banda, que tocaba la pieza favorita de Rosas, como nunca se había oído en Palermo.
“En aquel momento —decía el viejo músico- deseaba que me tragase la tierra. Yo hacía cuanto me era dable para pasar desapercibido, escondiéndome detrás de los muchachos y repitiendo “in mente” mientras soplaba mi instrumento: Me fusila…¡No hay más que me fusila! Cuando oigo la voz del tirano que me llama:
—¡Maestro!, sonando en mis oídos como si fuera el trompeta de Jericó. Había llegado el momento terrible de castigar mi indiscreción, mi imperdonable imprudencia, y no me atrevía a moverme cuando su excelencia gritó, imperativo:
—¡Cese la música! La música cesó con sorpresa para todos, y “¡Maestro!” Volvió a repetir el tirano, llamándome impaciente… Ya no había escapatoria: cuando menos, cuando menos, doscientos azotes en… Santos Lugares.
—¿A mí, señor? —le pregunté más muerto que vivo.
—Sí, a usted —me contestó, riendo de una manera para mí incomprensible, —A usted, el del pitito.
No había más remedio que acudir, y así lo hice, cabizbajo, resignado como carnero que llevan al matadero, con cara de espectro y mi instrumento en la “diestra temblorosa”.
—Vea, —me dijo aquel hombre imponente, cuando me tuvo a su lado, Usted merece…
—Perdón, excelentísimo señor, -balbuceé, sin dejar que concluyera. —¡Yo no he visto nada!…¡Son visiones!… gemí, desolado.
—¡Está usted loco, señor músico! —exclamó su excelencia: ¡Qué perdón ni qué visiones!… Merece usted, según la opinión de todos, por lo bien que ha organizado la banda, un premio.
—¡Un premio, señor!… ¡Excelentísimo señor!… —dije creyendo que soñaba.
—Si, pues, —recalcó Rosas, —Tome, añadió, mostrándome una reluciente onza con su busto.
—Y yo —repuso don Eusebio de la Santa Federación, solemnemente vestido de mariscal— te condecoro, porque ya lo mereces, con nuestra sagrada divisa, —poniéndome en el ojal el cintillo rojo, añadiendo: —A ver, gallego de Cádiz, repite conmigo: ¡Viva la Santa Federación! ¡Mueran los salvajes Unitarios!
—¡Con que…una onza! —balbuceé, asombrado peripatéticamente, después de repetir la leyenda, no acertando a tomar la recompensa a mis desvelos, mientras don Eusebio, con sus gesticulaciones ridículamente graves e irónicas, me condecoraba.
—¡Cuánta bondad, excelentísimo señor!… Y yo que creía…
—No creas nada, desgraciado, —me dijo el bufón de Palermo; —ni lo que veas con tus propios ojos, ni lo que palpes con tus propias manos, porque todo te saldrá al revés.
—¡Siga la música! —ordenó su excelencia cuando yo, tomando y besando fervorosamente la aurífera moneda, volví a “mi” banda repitiendo “in pecto”: bien dice el refrán que no es tan fiero el león como lo pintan.
Y ya en el puente, aturdido, pasmado, asombrado, no pudiendo contener los impulsos de mi conmoción infinita, dirigíme a mis subordinados y barbotando las palabras, les dije:
-Muchachos, griten conmigo: ¡Viva el excelentísimo general don Juan Manuel de Rosas! ¡Viva el héroe del desierto y gran Restaurador de las Leyes! ¡Viva! ¡Federación o muerte!
Y los cornetas terminaron el estribillo: ¡Mueran los salvajes unitarios!… en tanto que, su excelencia y la compañía tomaban asiento en el vaporcito de ruedas que empezó a “navegar” en el estrecho y corto lago a los acordes de “mi” banda, en la que, en ese instante, descollaban deliciosamente, las notas agudas de mi pitito.”
Marcelo C. Olivetti, profesor en Historia.
Periodista. Colaborador de “Historias de la Ciudad”
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año II – N° 10 – Julio de 2001
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: PERSONALIDADES, Escritores y periodistas, Teatro, Biografías
Palabras claves: Rosas, Sivori, Barreda, pitito, novelista, poeta, musico
Año de referencia del artículo: 1914
Historias de la Ciudad. Año 2 Nro10